—Cuéntame una historia.
—¿Cómo?
La voz de Julián me sobresalta. Lleva horas sentado en silencio. Yo me he puesto a dar vueltas otra vez, pensando en Raven y en Tack. ¿Habrán podido escapar de la concentración? ¿Pensarán que estoy herida o muerta? ¿Vendrán a buscarme?
—Que me cuentes una historia —está sentado en su catre, con las piernas cruzadas. Me he dado cuenta de que es capaz de quedarse sentado así durante horas, con los ojos entrecerrados, como si estuviera meditando. Su calma ha empezado a irritarme—. Hará que el tiempo pase más rápido —añade.
Otro día, más horas que se arrastran. Ha vuelto la luz y nos han traído el desayuno (más pan, más cecina, más agua). Esta vez me he pegado a la puerta y he podido ver unos pantalones oscuros y unas botas pesadas. Una áspera voz masculina me ha ordenado que pase la bandeja vieja por la gatera y yo he obedecido.
—No sé ninguna historia —digo. Julián ya no se siente incómodo mirándome; es más, se siente demasiado cómodo. Noto sus ojos fijos en mí mientras doy vueltas, como si me estuviera dando un ligero toque en el hombro.
—Bueno. Entonces, cuéntame tu vida —dice Julián—. No tiene por qué ser una buena historia.
Suspiro mientras repaso la vida que Raven me ayudó a construir para Lena Jones.
—Nací en Queens. Fui al colegio Unity hasta quinto y luego me pasé a Nuestra Señora de la Doctrina. El año pasado me trasladé a Brooklyn y me matriculé en el Quincy Edwards para mi último curso.
Julián sigue mirándome, como si esperara más. Hago un gesto rápido de impaciencia con la mano y añado:
—Me hicieron la cura en noviembre. Sin embargo, pasaré mi evaluación a finales de este semestre, con todas las demás. Todavía no tengo una pareja asignada.
Me quedo sin cosas que decir. Lena Jones, como todos los curados, es bastante aburrida.
—Esos son hechos —dice Julián—. No es una historia.
—Vale —me siento en mi catre con las piernas dobladas y me vuelvo hacia él—. Si sabes tanto... ¿por qué no me cuentas una historia tú a mí?
Espero que se ponga todo colorado, pero se limita echar la cabeza hacia atrás con un resoplido. Hoy la herida del labio tiene peor aspecto; está amoratada e hinchada. Han empezado a extenderse por su mandíbula sombras de color amarillo y verde, pero no se ha quejado, ni de eso ni del feo corte que tiene en la mejilla.
Por fin comienza:
—Una vez, cuando era muy pequeño, vi a dos personas besándose en público.
—¿En una ceremonia de matrimonio, quieres decir? ¿Para sellarla?
Niega con la cabeza.
—No. En la calle. Eran manifestantes, ¿sabes? Era justo delante de la ASD. No sé si no estaban curados o si el procedimiento no había funcionado o qué. Yo solo tenía unos seis años. Ellos…
En el último momento titubea.
—¿Ellos qué?
—Se besaban con la lengua.
Me mira durante apenas un segundo y luego aparta la vista. Hoy en día, besarse con la lengua es algo peor que ilegal. Está considerado algo sucio, un acto asqueroso, un síntoma de que la enfermedad se ha afianzado.
—¿Y qué hiciste?
Me inclino hacia delante a mi pesar. Estoy asombrada, tanto por la historia como por el hecho de que Julián la esté compartiendo conmigo.
Él esboza una sonrisa.
—¿Quieres saber algo divertido? Al principio pensé que él se la estaba comiendo.
No puedo remediarlo: suelto una breve carcajada y, cuando empiezo, ya no puedo parar. Toda la tensión de las últimas cuarenta y ocho horas se rompe en mi pecho y me río tan fuerte que se me saltan las lágrimas. El mundo entero está del revés. Vivimos en la casa de la risa.
Julián también se echa a reír; luego hace una mueca y se toca el labio amoratado.
—¡Ay! —exclama, y esto me provoca nuevas carcajadas, que se le contagian. Vuelve a decir: «¡Ay!», y al momento estamos los dos muertos de risa. Julián tiene una risa sorprendentemente agradable, grave y musical.
—Vale, ahora te toca a ti otra vez —dice por fin, jadeando, y se acaba la risa.
Yo sigo esforzándome por recobrar el aliento.
—Espera, espera. ¿Y qué pasó después?
Él me mira, aún sonriendo. Tiene un hoyuelo en la mejilla derecha. En su entrecejo aparece una arruga.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué le sucedió a la pareja? ¿A los que se besaban?
La arruga de su entrecejo se hace más profunda y mueve la cabeza, confundido.
—Vino la policía —continúa, como si fuera evidente—. Los pusieron en cuarentena en Rikers. Puede que sigan allí.
Y así, tal cual, la risa restante me abandona como un golpe seco en el pecho. Me acuerdo de que Julián es uno de ellos: los zombis, los enemigos. Los que me arrebataron a Álex.
De pronto, me siento mal. Acabo de reírme con él. Hemos compartido algo. Me mira como si fuéramos amigos, como si fuéramos iguales.
Me dan ganas de vomitar.
—Venga —dice él—. Te toca a ti.
—Ya no tengo ninguna historia —digo. Mi voz suena áspera, como un ladrido.
—Todo el mundo tiene —empieza a decir él.
—Yo no —le corto, y me bajo otra vez del catre. Me pica todo el cuerpo y solo puedo quitarme la sensación caminando.
Pasamos el resto del día sin cruzar palabra. Unas cuantas veces parece que Julián va a decir algo, así que al final me voy al catre y me tumbo, cierro los ojos y finjo que duermo. Pero no duermo.
En mi mente se revuelven una y otra vez las mismas palabras:
Tiene que haber una salida. Tiene que haber una salida.
El sueño auténtico no llega hasta mucho después, cuando de nuevo apagan la luz. Es como hundirse lentamente, como ahogarse en la niebla. Demasiado pronto, me vuelvo a destapar y me incorporo, con el corazón a cien por hora.
Julián grita en sueños en el catre junto al mío, musitando palabras incoherentes. La única que puedo identificar es «no».
Espero un poco para ver si se despierta solo. Da patadas y se revuelve. El somier metálico cruje.
—Eh —digo. Sigue hablando angustiado, así que me incorporo—. Eh, Julián —le llamo en voz más alta.
Sigue sin responder. Alargo el brazo y busco el suyo en la oscuridad. Tiene el pecho cubierto de sudor. Encuentro su hombro y le muevo suavemente.
—Julián, despierta.
Por fin abre los ojos, jadeante, y se aparta bruscamente de mi contacto. Se incorpora. Oigo el ruido del colchón cuando se desplaza su peso y distingo su silueta, una negrura densa, la curva de su columna. Durante un momento nos quedamos sentados en silencio. Él respira con dificultad. De su garganta sale un ruido ronco. Me vuelvo a tumbar y le escucho inspirar en la oscuridad. Espero a que se calme.
—¿Más pesadillas? —preguntó.
—Sí —responde tras un momento.
Dudo. Parte de mí se siente inclinada a darse la vuelta y volver a dormir. Pero estoy demasiado despierta, y la oscuridad resulta opresiva.
—¿Quieres hablar de ello? —pregunto.
Hay un largo minuto de silencio. Luego comienza a hablar apresuradamente.
—Estaba en un complejo de laboratorio —comienza—. Y fuera había una gran alambrada y toda una serie de… La verdad es que no sé explicarlo, pero no era una valla de verdad. Estaba hecha de cuerpos. De cadáveres. El aire estaba negro por la cantidad de moscas.
—Sigue —susurro cuando Julián hace una nueva pausa.
Traga saliva.
—Llegaba el momento de mi operación, me ataban a una camilla y me decían que abriera la boca. Dos científicos me obligaban tirando de la mandíbula. Mi padre, que estaba también ahí, acercaba un cubo lleno de hormigón fresco y yo sabía que me lo iba a echar por la garganta. Gritaba y trataba de impedírselo por todos los medios, pero él no hacía más que decir que todo iría bien, que me iba a hacer bien, y entonces el hormigón me empezaba a llenar la boca y no podía respirar.
Deja de hablar. Noto una presión en el pecho. Durante un segundo de locura siento la necesidad de abrazarlo, pero eso sería terrible, y estaría mal por miles de razones. Él debe de sentirse mejor después de contarme el sueño, porque se vuelve a tumbar.
—Yo también tengo pesadillas —rápidamente me corrijo—. Bueno, quiero decir que las tenía.
Incluso en la oscuridad, me da la impresión de que Julián se me ha quedado mirando.
—¿Quieres hablar de ello?
Me devuelve mis mismas palabras.
Pienso en las pesadillas que solía tener sobre mi madre: sueños en los que contemplaba impotente cómo ella saltaba de un acantilado. Nunca le he hablado a nadie de eso, ni siquiera a Álex. Los sueños cesaron cuando supe que estaba viva, que había estado encerrada en las Criptas durante todos los años en que creía que había muerto. Ahora mis pesadillas han adoptado nuevas formas. Están llenas de fuego, y de Álex, y de espinas que se convierten en cadenas y me arrastran hasta el interior de la tierra.
—A menudo tenía pesadillas sobre mi madre —casi me ahogo al pronunciar «madre», y espero que él no se dé cuenta—. Murió cuando tenía seis años.
Esto también podría resultar cierto. Nunca la volveré a ver.
Se oye un ruido en el catre de Julián y, cuando habla, me doy cuenta de que se ha vuelto hacia mí.
—Háblame de ella —me pide suavemente.
Me quedo mirando a la oscuridad, que parece estar llena de diseños cambiantes.
—Le gustaba experimentar en la cocina —explico lentamente. No puedo contarle demasiado; no debo decir nada que le haga concebir sospechas. Pero hablar en la oscuridad proporciona alivio, así que me dejo llevar—. Solía sentarme en la encimera de la cocina y mirar cómo enredaba. Casi todo lo que preparaba acababa en la basura, pero siempre era divertido, y me hacía reír —hago una pausa—. Me acuerdo de una vez que hizo crepes de pimienta picante. No estaban mal —Julián permanece en silencio. El ritmo de su respiración se ha vuelto regular—. También solía jugar conmigo —añado.
—¿De veras?
La voz de Julián tiene un tono asombrado.
—Sí. Juegos de verdad no solo esos rollos educativos que promueven en el Manual de FSS. Ella fingía.
Me detengo y me muerdo el labio, preocupada por haber ido demasiado lejos.
—¿Qué fingía?
Noto un peso descontrolado en el pecho y de pronto regresa todo: mi vida de verdad, mi antigua vida, la casa destartalada en Portland, el sonido del agua y el olor de la bahía, las paredes ennegrecidas de las Criptas y las formas de diamante color verde esmeralda que creaba el sol al colocarse entre los árboles de la Tierra Salvaje; todas las capas, apiladas unas sobre otras, que he enterrado para que nadie las encuentre nunca. Y de repente siento que tengo que seguir hablando; si no, voy a explotar.
—Mi madre tenía una llave con la que supuestamente abría las puertas a otros mundos. Era solo una llave normal, no sé de dónde la sacaría, a lo mejor de algún mercadillo, pero la guardaba en una caja roja y solo la sacaba en las ocasiones especiales. Y cuando la sacaba, fingíamos que viajábamos por todas esas dimensiones distintas. En un mundo, los animales tenían humanos como mascotas; en otro, cabalgábamos sobre la cola de estrellas fugaces. Había también un mundo submarino, y otro en el que la gente dormía por el día y bailaba durante la noche. Mi hermana también jugaba.
—¿Cómo se llamaba?
—Grace —contesto, me aprieta la garganta, y ahora combino capas y lugares, mezclando vidas. Mi madre desapareció incluso antes de que Grace naciera; además, Grace era mi prima. Pero, curiosamente, lo puedo imaginar: mi madre levantando a Grace y haciéndola girar en un círculo enorme, mientras la música sale de los viejos altavoces; las tres corriendo por largos pasillos de madera, fingiendo que cazamos una estrella. Abro la boca, pero me doy cuenta de que no puedo hablar más. Estoy a punto de llorar, y me trago las lágrimas mientras se me contrae la garganta.
Julián se queda callado durante un minuto. Luego dice:
—Yo también fingía cosas.
—¿Ah, sí? —vuelvo la cara hacia la almohada para que se amortigüe el temblor de mi voz.
—Sí… En los hospitales, sobre todo, y en los laboratorios —otro instante—. Imaginaba que estaba de vuelta en casa. Cambiaba los ruidos por otras cosas, ¿entiendes? Por ejemplo, el ruido de los monitores de actividad cardiaca era justo como el bip, bip, bip de la cafetera eléctrica. Cuando oía pisadas fingía que eran mis padres, aunque nunca eran ellos. Ya sabes que los hospitales siempre huelen a lejía con un ligero toque a flores; yo me figuraba que era porque mi madre estaba lavando las sábanas.
Ya se me ha pasado la presión en la garganta y ahora puedo respirar con mayor facilidad. Agradezco que Julián no haya comentado que el comportamiento de mi madre parece no regulado, que no se haya mostrado desconfiado no haya hecho demasiadas preguntas.
—Los funerales también huelen así —digo—. A lejía. Y a flores también.
—No me gusta ese olor —musita Julián. Si estuviera menos entrenado y fuera menos cuidadoso, diría que lo odia. Pero no puede decirlo: eso está demasiado cerca de la pasión, la pasión es muy similar al amor y el amor es deliria nervosa de amor, la más letal de todas las cosas letales; es la razón de las capas secretas de las personas, la razón de los espasmos en la garganta.
Julián continúa:
—Y también imaginaba que era un explorador. Pensaba cómo sería viajar a… otros lugares.
Me acuerdo de cuando le encontré después de la reunión de la ASD: sentado a solas en la oscuridad, contemplando todas aquellas imágenes vertiginosas de montañas y bosques.
—¿Qué tipo de lugares? —pregunto, con el corazón un poco acelerado.
Vacila unos instantes.
—Otros sitios, sin más —dice por fin—. Otras ciudades de los Estados Unidos.
Algo me dice que vuelve a mentir. Me pregunto si en realidad está hablando de la Tierra Salvaje o de otras partes del mundo: lugares sin alambradas, donde aún existe el amor, aunque se supone que ya tendría que haber acabado con todos.
Quizá nota que no le creo, porque se apresura a añadir:
—Eran solo cosas de niños. Así me entretenía de noche en los laboratorios, cuando me hacían pruebas y operaciones y cosas así. Era para no tener miedo.
En el silencio, siento el peso de la tierra sobre nuestras cabezas: capas y capas, densas y sin aire. Intento luchar contra la abrumadora impresión de que vamos a estar aquí enterrados para siempre.
—¿Ahora tienes miedo? —pregunto.
Tarda una décima de segundo en contestar.
—Tendría más miedo si estuviera solo.
—Yo también —admito, y una vez más siento una oleada de complicidad con él—. ¿Julián?
—¿Sí?
—Dame la mano.
No sé por qué digo eso; quizá porque no le veo. En la oscuridad es más fácil.
—¿Para qué?
—Tú hazlo.
Lo oigo moverse. Se acerca y alarga el brazo en el espacio entre los dos catres. Extiendo la mano y encuentro la suya grande, fresca y seca. Se sobresalta un poco cuando su piel entra en contacto con la mía.
—¿Crees que es seguro? —pregunta. Su voz suena ronca.
No sé si se refiere a los deliria o al hecho de que estamos atrapados aquí, pero deja que mis dedos se entrelacen con los suyos. Nunca le ha tocado la mano a nadie, y se nota. Le lleva un momento de titubeo el comprender cómo hacerlo.
—Todo va ir bien —digo. No sé si lo creo o no. Me da un pequeño apretón, lo que no deja de sorprenderme. Supongo que hay ciertas cosas que se nos ocurren de forma natural, aunque no las hayamos hecho nunca. Nos quedamos agarrados de la mano y poco después escucho su respiración, que se va haciendo más lenta y profunda. Cierro los ojos y pienso en olas que llegan despacio a la orilla. Poco después me quedo dormida: sueño que estoy en un tiovivo con Grace y que contemplamos, riendo, cómo todos los caballitos de madera se liberan de sus sitios y se lanzan a galopar por el aire.