Aunque a menudo me han pedido publicar una continuación de esta autobiografía, que escribí en 1929 a la edad de treinta y tres años, me alegro de que no me haya ocurrido nada que pueda tener interés autobiográfico. Las pruebas de Adiós a todo eso me llegaron a Mallorca, donde me instalé tan pronto como terminé su redacción, y que sigue siendo mi lugar de residencia.
Los únicos contratiempos serios de mi tranquila vida en este lugar surgieron con motivo de la Guerra Civil Española, en 1936, cuando todos los súbditos británicos recibieron el consejo de abandonar el lugar a bordo de navíos de guerra. Durante tres años vagué por Europa y Estados Unidos; y pasé en Inglaterra la Segunda Guerra Mundial, porque tres de mis hijos se habían incorporado a las Fuerzas Armadas, sin que yo pudiera hacer lo mismo debido a mi sordera.
Jenny se convirtió en corresponsal de guerra de la W.A.A.F. (Fuerza Aérea Auxiliar Femenina), y entró en París con los tanques del general Le Clerc, y en Bruselas con los del general Adair; poco faltó para que muriera en Arnhem. Catherine, una radioperadora de la W.A.A.F., se casó con el comandante de aviación Clifford Dalton, actualmente ingeniero jefe de la Comisión Australiana de Energía Atómica. David se incorporó al Real Galés, que tuvo pérdidas muy considerables durante la defensa de Calais, asistió a su famosa reunión con el Segundo Batallón en Madagascar, y luego fue con él a la India y Birmania. Murió en la península de Arakan en marzo de 1943, después de bombardear con un sargento y un soldado tres contrafuertes japoneses que impedían el avance del batallón. Capturaron el primer contrafuerte, y aunque sus compañeros fueron heridos, David logró apoderarse del segundo, pero murió intentando apoderarse del tercero. El Ministerio de la Guerra desestimó una petición para obtener una Cruz de la Victoria postuma sobre la base de que el ataque había fracasado: un batallón indio se retiró, los japoneses se infiltraron y los supervivientes del Real Galés se vieron obligados a replegarse.
Me presenté como voluntario para entrar en la infantería en cuanto estalló la guerra, pero cuando me informaron de que Su Majestad no me emplearía más que en un puesto sedentario, volví a mi trabajo, un libro sobre el sargento Roger Lamb, que combatió con el Primer Batallón en la guerra americana de 1776 a 1783, y otro sobre la conducta de John Milton durante las guerras civiles inglesas. Para evitar ser bombardeado innecesariamente, me instalé en el sur de Devon. A mediados de la guerra, alguien me invitó a unirme al cuerpo de civiles que desempeñaban funciones de vigilancia, pero el policía de nuestro pueblo se negó a aceptar mi solicitud. Sus razones, según supe después de una discreta investigación, eran que mi segundo apellido alemán le producía desconfianza; y que me habían oído hablar una lengua extranjera con dos extranjeros sospechosos, dos amigos refugiados españoles, uno un mayor, y el otro, un coronel del Estado Mayor, y que alguien había visto las palabras HEIL HITLER! grabadas en un arriate de mi jardín. Continué formando parte de la vigilancia contra incursiones aéreas, pero reaccioné violentamente cuando, poco después, mi clase fue convocada ante la Comisión Médica para pasar un examen, y el policía me llevó un billete de ferrocarril de tercera junto con la orden de presentarme ante la Comisión de Exeter. Como oficial pensionado me negué a viajar a menos que fuera en primera clase, privilegio al que mi grado me da derecho… era posible que él y yo nos encontráramos en el mismo compartimento y no era conveniente romper las barreras sociales. En lo que a mí respecta, la Bombilla Roja (para ponerlo en esos términos) sería siempre roja y la Bombilla Azul aún más azul.
Nancy y yo nos divorciamos. Volví a casarme, tuve cuatro hijos más, gozo de buena salud, viajo lo menos que puedo, y continúo escribiendo libros. ¿Qué más puedo decir fuera de que mi mejor amigo sigue siendo el cesto de los papeles?
Aunque Charterhouse goza actualmente de mucho prestigio, y hasta se sugiere como una escuela adecuada para que el príncipe Carlos estudie en ella, yo, por principio, no enviaré allí a mis hijos. El otro día, sin embargo, me encontré al tío Ralph Vaugham Williams, a quien no había vuelto a ver desde 1912, y conversamos con afecto de Max Beerbohm (que había estado en los mismos años que el tío Ralph en Charterhouse) y de pronto nos encontramos cantando el Carmen Carthusianum al unísono para sorpresa del nutrido público de un restaurante de Palma. Me sentí también un poco sorprendido. En efecto, no deja de ser extraño que el mejor caricaturista y ensayista inglés y el mejor músico de nuestros días hayan surgido de aquella escuela tan intensamente filistea.
Hoy día, Adiós a todo eso suena a historia antigua. Ya he entrado en la edad en que los policías comienzan a parecer muy jóvenes, y aun los inspectores de policía, los inspectores y los generales no resultan tan ancianos. Muchos de los nombres que aparecen en estas páginas han adquirido otro relieve. Por ejemplo, el maligno cabo Mike Pearson, a quien recomendé para un grado de oficial en el Batallón de Cadetes de Oxford en 1917, se ha convertido en el señor Lester Pearson, el más famoso ciudadano de Canadá. Y, dicho sea de paso, Malcolm Muggeridge, hasta hace poco director de Punch, que me substituyó en la Universidad de El Cairo, me dijo que el coronel Nasser fue uno de mis discípulos allá. No me sorprendería.
También la tranquila Mallorca, con sus cinco hoteles modestos, se ha convertido hoy día en uno de los sitios de veraneo más frecuentados de toda Europa: se jacta ahora de sus noventa vuelos diarios durante el verano y de construir un hotel de primera categoría cada semana. No puedo pretender que eso me agrade, y mis hijos, el más joven de los cuales tiene ahora cuatro años, me miran fijamente cuando les digo que nací en el reino de la madre de la tatarabuela del príncipe Carlos, antes de que existieran los aviones, cuando sólo las mujeres perversas usaban pantalones o se pintaban los labios, cuando prácticamente nadie tenía luz eléctrica, y cuando la ley exigía que un hombre con una bandera roja marchara delante de los automóviles. Sin embargo parece que no he cambiado mucho ni mental ni físicamente desde que me he instalado en este lugar, aunque no pueda ya leer el periódico sin gafas, o subir las escaleras saltando tres escalones a la vez, y tenga que vigilar mi peso. Si me condenaran a vivir una vez más todos estos años probablemente los volvería a vivir de una manera muy parecida, pues uno no se desprende fácilmente del condicionamiento de la moral protestante de las clases inglesas dirigentes, a pesar de tener mezcla de sangre, una naturaleza rebelde y una avasalladora obsesión poética.