Realicé dos servicios útiles al trabajo educativo en Egipto. Encargué para la biblioteca de la universidad un lote de manuales de literatura inglesa, y examiné a los estudiantes del Colegio de Estudios Superiores que proporcionaba maestros de inglés para las escuelas primarias y secundarias. He guardado como recuerdo tres de los ensayos presentados para la obtención del diploma. El primero es de Mahmoud Mohamed Mahmoud:
El medio como factor de la Revolución
Ésta es la historia de las evoluciones. En una época se pensó que la corteza terrestre había sido creada por ciertas catástrofes, pero cuando Darwin vino al mundo y tuvo ciertos conocimientos de filosofía dijo: «Todas las diferentes clases de especies difieren gradualmente a medida que nos remontamos hacia el pasado si no hay catástrofes, y si aplicamos ese concepto a nuestros precedentes antecesores vemos que cada vez son más y más simples, hasta que llegamos a la Naturaleza». El hombre, también, depende de las evoluciones. Nadie puede negar este hecho porque sería como negar la luz del día. Un niño desde que nace posee instintos como el de mamar del seno materno y otros muchos más. Pero es libre de hábitos y débil como nadie. Luego es introducido en una casa y por lo general se encuentra entre sus padres, y su cuerpo está limpio o sucio. Esto demuestra de lo que es su medio. Algunos pensadores superficiales consideran el medio (en el mejor de los casos) como un motivo trivial dentro de la educación, pero los hombres instruidos creen que un niño que nace en presencia de algunas mujeres que dicen una mala palabra, esta palabra, creen ellos, permanece en el cerebro del niño hasta que es arrojada.
El medio proporciona rápidamente modificaciones. La vida de las cabras de montaña las lleva a aprender a saltar. El camello tiene pies planos con cascos para la arena. Algunos tipos de ganado eran salvajes en el pasado pero al vivir en los valles se domesticaron. La rana cuando es joven tiene cola y nariz como un pez, lo que le es necesario para vivir en el mar, pero al cambiar su medio la cola disminuye. El mar es amplio y variable, de manera que quienes viven en él son variables y misteriosos. Póngase una vaca en un pantano sucio y ella irá adelgazando cada vez más hasta morir. También los caballos; el caballo tenía cinco dedos en las patas pero ahora sólo tiene uno como resultado de su tránsito del agua a las tierras secas. El clima también afecta los hábitos físicos de los queridos europeos que viven en Egipto. Aquéllos que eran agradables y pacientes y fuertes, con una piel que merecería el nombre de impermeable se fatigan rápidamente y se acostumbran a la pereza… La teoría nos enseña que los seres humanos pueden mejorar como los animales creando jóvenes sanos y con una buena educación bajo el sistema de Freubel.
El siguiente ensayo fue escrito por Mohamed Mahmoud Mohamed:
El personaje de lady Macbeth
Señor, para decirlo en breves palabras, lady Macbeth era valiente y emprendedora, pero carecía de tacto. Ella le dice a Macbeth: «Ahí está la oportunidad, no la pierdas. ¿Dónde está tu virilidad en estas circunstancias favorables? Yo tengo hijos y conozco el corazón de una madre. Pero debes saber que sería capaz de aplastarle la cabeza a mi hijo y arrancarle los dientes antes de faltar a mi promesa».
Macbeth dice: «Pero podemos fracasar».
«¿Fracasar? —dice L. M.—. Da el golpe y no fracasaremos. Déjame a mí el resto. Pondré drogas en las bebidas de los invitados y luego los acusaremos».
Macbeth le dice: «Sólo sabes traer al mundo hijos varones».
La impresión del lector es muy grande; se llena de cólera.
El último ensayo se debe a Mahmoud Mahmoud Mohammed:
El mejor empleo del tiempo libre
El tiempo libre es una variación de los asuntos fatigosos. Dios todopoderoso creó el Universo en seis días y el séptimo descansó. Así quiso mostrarnos la necesidad del tiempo libre. El hombre descubrió pronto por su propia experiencia que «cuando los muchachos sólo trabajan y no juegan se vuelven perversos». Pero este tiempo libre puede ser peligroso y mal empleado si la mente no lo dirige y lo mueve sabiamente hacia diferentes direcciones. Hay muchas personas que aman la pereza. Esa prodigalidad conduce a la ruina. Muchos egipcios pasan el tiempo en los cafés pensando en las mujeres y devorándolas con los ojos, lo que corrompe y disuelve las costumbres. La duración del día los deja siempre perplejos y estupefactos. Otros tratan de descansar por medio del juego, que es la ruina de la sociedad y del individuo. Disfrutemos mejor de la naturaleza, de los árboles de bellas frondas, los campos floridos, y los extensos prados constelados con millares de flores de grandes y pequeños tamaños. Allí los pájaros cantan y construyen sus nidos, los arroyos de cauces irregulares corren con agua fresca, y los campesinos felices, arando lejos de la multitud de la vida de la ciudad purifican los deseos humanos de la capacidad personal. También los museos son instructivos. Es un error dedicarse exclusivamente al trabajo cotidiano y a estudios fatigosos, pero es correcto liberar nuestra mente de las telarañas de los asuntos mundanos en que está apresada.
Sí, abandonemos nuestro lecho con la alondra para disfrutar de la brisa fresca antes del amanecer. Salgamos cuando los perezosos y los lujuriosos están aún roncando o sumergidos en la concupiscencia, y sentémonos bajo un árbol umbroso a meditar. Podemos pensar en Dios, el río y la luna, y disfrutar de la lectura de la Elegía de Gray a la perfección. Admiraremos la belleza del prado en el amanecer, porque
La vida en el campo suele ser agradable
Cuando el frío y el calor no son excesivos
O podemos leer los Buenos Compañeros, libros plenos de pasiones honorables, sabiduría moral y buen Pathos. La lectura complementa al hombre, nadie osará negar a Bacon. O podemos encontrar también un instrumento musical de poco precio. «Todo estudiante sabe» que la música es una ley moral que da alma al universo. Los criminales pueden curarse por el dulce poder de la música. La ballena emerge de las oscuras profundidades del mar para acercarse al músico griego porque se siente afectada por las dulces armonías que sirven de espejo a la naturaleza. ¿No somos mejores que las ballenas? También los clubes deportivos se encuentran en todas partes. ¿Por qué no debe pasar un joven su tiempo libre ensanchando su pecho? Porque sabemos que una mente sana se encuentra en un cuerpo sano. Sin embargo es un hecho fisiológico que el herrero puede ir a ver la exposición egipcia y el soldado puede ir al mar a nadar o a las montañas a conocer sus cuevas a fin de que pueda refugiarse del feroz enemigo en tiempos de guerra.
Milton sabía emplear de la mejor manera su tiempo libre. Acostumbraba a sentarse ante sus libros a leer, y a oír piezas de música, y por eso su nombre se encuentra entre los inmortales. Tal fue el caso de Byron, Napoleón, Addison y Palmerstone. Si el hombre es infeliz, dice un antiguo filósofo, suya es la culpa. Por supuesto que puede ser feliz si su tiempo libre le reporta beneficios y no desgracias.
Decidí renunciar. Lo mismo hizo el profesor de latín, mi único colega inglés. Y el profesor cojo de literatura francesa, que era un hombre honesto. Los otros se quedaron.
Los egipcios me trataron hospitalariamente. Asistí a un copioso banquete en el Hotel Semiramis, ofrecido por el Ministerio de Educación. Altos camareros sudaneses, con túnicas rojas, sirvieron la más suntuosa colección de platos que yo haya visto en ninguna parte, ni siquiera en el cine. Incluían una gran maqueta de la ciudadela de El Cairo fabricada en hielo, las puertas y ventanas estaban llenas de caviar, que se extraía con una cuchara marroquí de oro. Alguien me dijo hace poco que aquel banquete, que debió de haber costado miles de libras, aún no se había pagado. Encontré pocas cosas que me interesaran en Egipto (no tenía yo el apetito de Lawrence para viajar por el desierto), fuera de tomar helados de café en Groppi’s, visitar los cines al aire libre y estar en nuestro apartamento de Heliópolis para escribir. Durante la temporada del khamsin, un viento caliente que elevaba la temperatura hasta 47 grados a la sombra, di los últimos toques a un pequeño libro llamado Lars Porsena, o el Futuro de las maldiciones y del lenguaje inconveniente.
Lo mejor que vi en Egipto fue la noble cara del viejo faraón Seti el Bueno, libre de sus vendas de momia en el Museo de El Cairo. La cosa más graciosa fue una farsa de alcoba francesa en un teatro nativo interpretada en árabe por actores sirios. Los hombres y las mujeres del reparto debían, por razones religiosas, mantenerse en extremos opuestos de la escena; cantaban canciones francesas (traducidas), modulando las melodías con los cuartos de tono, los gritos y gemidos de su propia música. El público hablaba al mismo tiempo y comía cacahuetes, naranjas, semillas de girasol y cogollos de lechuga.
Fui a visitar a lord Lloyd a finales de mayo, poco antes de la clausura del año académico. Poco después me invitó a cenar en su residencia. Le gané veinte piastras al bridge. Lloyd creía en su trabajo más que yo en el mío. Cuando me preguntó qué me parecía Egipto, le respondí:
—Bien, gracias —con un tono que hizo que inmediatamente me volviera a preguntar:
—¿Nada más?
Nuestra conversación no pasó de eso. Acostumbraba a pasear por las calles de El Cairo a una velocidad de cien kilómetros por hora en un potente automóvil con la bandera inglesa, y una brigada de motoristas por delante para abrirle camino. Sir Lee Stack, el Sidar, había sido asesinado el año anterior cuando conducía por la ciudad, y la aglomeración del tráfico había ayudado a sus asesinos. Un día un estudiante me mostró el lugar cerca del Ministerio de Educación donde había ocurrido aquello. Al principio tomé a la multitud allí reunida por una manifestación, pero lo que la atraía resultó ser una mujer desnuda tendida en el pavimento que se reía salvajemente y movía los brazos; un caso de intoxicación de hachís frecuente en Egipto. La gente la escarnecía; un policía que estaba a unos cuantos metros no le prestaba la menor atención.
Asistí un día a una levée en el palacio Abdin, la residencia del rey Fuad en El Cairo. Comenzó a las nueve de la mañana. El rey dio una precedencia honorable al cuerpo de profesores universitarios; nuestros sitios quedaban sólo detrás de los del cuerpo diplomático y de los ministros de la corona y tenían preferencia sobre los oficiales del ejército. En Inglaterra había comprado ropa adecuada —una chaqueta y pantalones de verano— para esa ocasión. Para que fuera realmente correcta, mi chaqueta debía haber sido de seda verde, los colores nacionales de Egipto, pero me habían dicho que no debía insistir en ese punto. Las opiniones sobre el protocolo de vestuario en la corte diferían mucho. La mayoría de los profesores franceses llegaron con ropa de etiqueta de noche, chaqueta con faldón, chalecos finos y sombreros de copa, unos cuantos con esmoqúines ordinarios. Todos llevaban condecoraciones en torno al cuello. Parecían haber pasado toda la noche en un baile de máscaras.
Después de firmar en los dos grandes libros de registro, uno perteneciente al rey y otro a la reina, tomé una bebida refrescante, pero horriblemente dulce, de arroz, por cortesía de la reina, y subí las nobles escaleras de mármol. Cada dos escalones se hallaba un inmenso soldado rubio, regiamente uniformado, con una lanza en la mano. Mi ojo de soldado admiraba su físico pero despreciaba su actitud negligente; sin duda, adoptaban un aire más marcial cuando el Estado Mayor del Ejército egipcio pasaba frente a ellos. Mi hermano me había prevenido que cuando conociera al rey Fuad no debía sorprenderme de nada extraordinario que oyera; un curioso grito agudo se escapaba ocasionalmente de su garganta cuando estaba nervioso. Durante su niñez, la familia había sido asesinada por un bandido al servicio de algunos familiares interesados; pero el pequeño Fuad había logrado esconderse bajo una mesa y, aunque herido, sobrevivió. Pasamos de un salón a otro. Al final, un tranquilo caballero de aspecto turco, vestido con el uniforme reglamentario de palacio, nos saludó en francés deferentemente. Yo creí que estaba ante el gran chambelán. Hice una reverencia, dije en francés las mismas palabras que el profesor que estaba frente a mí, y esperé que me condujesen a la Sala del Trono. Sin embargo, la siguiente puerta nos condujo al corredor de salida. Había conocido al rey Fuad.
Unos días después, asistí a una soirée real, una especie de espectáculo al estilo italiano. El rey Fuad había sido educado en Italia, donde había obtenido el grado de capitán de caballería y aprendido a admirar la cultura italiana. La representación podía haber tenido lugar en 1870. Una discreta hechicera rubia danzó con un vestido que le llegaba hasta los tobillos, y un tenor discreto confió su pasión a las notas más altas de su registro, luego un actor hizo algunos números humorísticos frente a la reina. Yo aplaudí a aquel hombre que había hecho tantos esfuerzos sin lograr hacer reír a nadie. Pero todo el mundo se volvió a mirarme con asombro. Un funcionario me murmuró que en aquellas funciones no se podía aplaudir. A menos que Su Majestad se declarara satisfecho, era conveniente acoger aquellos números con el mayor silencio. Llevaba un traje de etiqueta, para no ser menos que los franceses me había puesto mis tres medallas, y lamenté que se me hubiera escapado la Santa Ana de Tercera Clase con los sables cruzados. No intentaré describir aquel bufé digno de las Mil y una noches, tan espléndido que tengo aún un confuso recuerdo de él en mi memoria. Me metí en los bolsillos algunos dulces fantásticos para llevar a casa.
Nuestros niños debían beber leche y agua hervida; teníamos que vigilarlos constantemente a fin de que no se quitaran los cascos y los velos azules. Luego cogieron el sarampión y los llevamos a un hospital de enfermedades infecciosas donde comieron todas las cosas que nosotros habíamos estado tratando de evitarles desde el nacimiento; las enfermeras nativas les robaron los juguetes. Volvieron a casa delgados y con un aspecto miserable. Sam, el bebé, salió del hospital con cicatrices permanentes en los tímpanos, y nos preguntábamos si lograrían sobrevivir hasta nuestro regreso a Inglaterra. Compramos pasajes para finales de mayo, pero aun después de vender el coche apenas logramos obtener el dinero suficiente para embarcarnos en un pequeño barco italiano que transportaba un cargamento de cebollas. Desembarcamos en Venecia, donde permanecimos un día. Después de Egipto, Venecia nos pareció el paraíso. Comimos huevos europeos en el desayuno. Los huevos en Egipto eran del tamaño de huevos de pichón y tenían un fuerte sabor a ajo; el ajo forma parte importante del alimento que se les da en Egipto a las aves de corral.
Egipto me proporcionó muchas escenas caricaturescas para recordar. Por ejemplo: yo, vestido con un elegante traje de gabardina amarilla, sentado ante una gran mesa cubierta con un tapete, en la sala de conferencias de la facultad. Ante mí, una taza de café turco, un casco para el sol y un acta de la sesión anterior llena de errores de mecanografía. Estoy furioso, hablo en un mal francés a mis colegas belgas y franceses apoyando al joven profesor de latín, que, pálido de ira, acaba de ponerse de pie. Declara en un francés todavía peor que se niega a pagar la contribución de cincuenta piastras para una corona que la facultad va a enviar a la casa de un francés que acaba de morir. Yo declaro que tampoco lo haré y que, como el decano nos ha excluido de todas las reuniones anteriores donde se tomaron decisiones que afectaban a nuestros cursos, todos los profesores que murieron podían hacerse enterrar por su cuenta y riesgo. Es un salón espacioso y elegante, un antiguo boudoir del harén. Un retrato de Khédive está mal colocado en una de las paredes; en la otra hay una gran vitrina llena de monedas de bronce egipto-romanas, confusamente mezcladas, las etiquetas se han perdido, y uno de los vidrios está roto. Por la ventana se ven los jardines del mercado, búfalos, camellos cargados con forraje verde, campesinas vestidas de negro. Alrededor de la mesa, mis colegas horrorizados levantan los hombros, se miran unos a otros y exclaman:
—Inouï… inouï…
El resto no tiene más que interés anecdótico… el funcionario de gobierno que tuvo la doble desventura de que lo atropellara un coche de carreras y que luego descubrió que era el coche del hijo del ministro de Justicia; la muchacha rica en busca de marido que va como huésped de la esposa de un oficial británico y conviene en pagar quince guineas a la semana así como todo el vino y los cigarros extras que se consuman durante las reuniones sociales pero que, después, al descubrir que a ellas sólo asisten viejos funcionarios de gobierno con sus esposas, se queja de que aquello no vale lo que paga; la noche de mi visita al templo del dios mono sin cabeza, lleno de murciélagos; un fabricante de telas de algodón, un inglés, que defendía las condiciones antihigiénicas de su fábrica con el argumento de que la población de Egipto estaba aumentando demasiado rápidamente bajo la dominación inglesa, y que la tuberculosis pulmonar era uno de los medios para contrarrestar ese crecimiento; la madre de un estudiante cojo que en las competiciones deportivas lamentaba haberlo dejado sobre la repisa de la chimenea para ir (ella tenía sólo doce años) a jugar con sus muñecas: «la incomparable», como la llamaban los soldados australianos, que me dijo con impresionante exactitud la fortuna una noche de luna a la sombra de la pirámide de Kéops; mi visita a Chawky Bey, el poeta nacional de Egipto, en su mansión morisca a orillas del Nilo, que se parecía mucho a Thomas Hardy, y en cuya presencia sus hijos, como buenos turcos, permanecían sentados en silencio; el mendigo del bazar con demasiados dedos en los pies; y el coronel británico que, durante la guerra, en un sueño de desfallecimiento se había creído José e invadió Egipto con trigo de Australia, donde no encontró compradores y tuvo al final que servir de alimento a los burros y a los camellos; una visita a la antigua Heliópolis, con su hermoso paisaje de campos verdes, sus palmeras desgajadas, sus norias movidas por bueyes, y su único obelisco; nuestra vida en la otra Heliópolis, una nueva ciudad muerta en el borde del desierto, construida por una compañía belga, con un hipódromo y un parque de atracciones, donde los aviones de la R.A.F. volaban por la noche entre las casas, y donde las esposas aburridas de oficiales resentidos escribían novelas que nunca terminaban, o pintaban acuarelas; el pequeño jardín de nuestro apartamento donde salí a caminar el primer día entre árboles frutales y macizos de flores, para ver por lo menos ocho gatos flacos y sarnosos durmiendo a la sombra de los arbustos, y en el que no volví a poner los pies.
Así que volvimos a Islip, para gran decepción de mis padres, que esperaban que al fin hubiera sentado cabeza y hallado una situación conveniente tanto para mis necesidades como para mi talento; y para alivio manifiesto de mi cuñada.
El resto de esta historia, de 1926 a la fecha, es dramático pero impublicable. Tanto la salud como nuestras finanzas mejoraron, pero el matrimonio se derrumbó. Nuevos personajes aparecieron en el escenario. Nancy y yo nos dijimos cosas imperdonables. Nos separamos el 6 de mayo de 1929. Ella, por supuesto, insistió en quedarse con los niños. De manera que yo me marché al extranjero, decidido a no volver nunca más a vivir en Inglaterra; lo que explica el Adiós a todo eso del título.