Embarcamos rumbo a Egipto en la segunda clase de un buque de la Peninsular Oriental, con una institutriz para los niños, ropa nueva en maletas nuevas, y un Morris-Oxford en las bodegas. Lawrence me había escrito:
Egipto, por estar tan cerca de Europa, no es un país salvaje. Los egipcios… no necesitas vivir entre ellos. En efecto, sólo un milagro puede lograr que un inglés llegue a conocerlos. La sociedad burocrática es muy exclusiva, y vive frívolamente alejada del pueblo. En parte porque muchos extranjeros van allí para divertirse durante el invierno; y en parte porque las otras mujeres, las que viven allí, mariposean para ver si pueden casarse con los visitantes.
El sueldo me parece atractivo. Lo acaban de aumentar. El trabajo puede ser interesante o terrible, todo depende de que te interese, como a Lafcadio Hearn, o lo detestes, como (Robert) Nichols. Aunque lo detestes, no será nada grave. El clima es bueno, el país muy hermoso, hay cosas admirables que ver, los nativos son curiosos y repelentes; y tú eres lo suficientemente fuerte para no dejarte dominar porque te disguste el trabajo. Cúmplelo honesta mente mientras recibas el salario, y aprovecha tus horas libres (muy numerosas en Egipto) lo mejor que puedas. Lloyd será un buen amigo.
Vagabundea por Palestina. Los oasis del Sahara. La provincia del mar Rojo. Sinaí (un desierto famoso), los pantanos del Delta. Los edificios de Wilfred Jennings Breamly en el desierto occidental. La divina arquitectura de la mezquita de El Cairo.
Es posible, de cualquier manera, que el trabajo no te disguste. Según creo las oportunidades son las mismas. Para ti jamás será un gran mal, y en cambio la familia se beneficiará con el calor (El Cairo no es calurosa en invierno); el trabajo no te sacará de quicio. El dinero te resultará muy útil. Después de los gastos de los seis primeros meses podrás ahorrar algo de salario. Te recomiendo el helado de café de Groppi’s.
Y además, te bendigo.
Mis hermanos mayores, Dick y Mollie, vivían en Egipto desde que yo era pequeño. Dick, que era un importante funcionario del Gobierno (con un salario menor que el mío), y su esposa, esperaban mi llegada con justificada alarma. Conocían mis opiniones políticas. Pero Mollie, a quien yo quería mucho, no tenía ninguna suspicacia y me escribió una carta de bienvenida muy afectuosa.
Siegfried me acompañó hasta el barco.
—¿Sabes quién va a bordo? —me preguntó—. ¡La doble imagen! Continúa en el Regimiento y va a unirse al Primer Batallón en la India. La última vez que lo vi, estaba sentado en el parapeto de un refugio royendo un trozo de carne seca, como una rata.
La doble imagen —aquel apodo se refería a la proposición bíblica de que todos hemos sido creados a imagen y semejanza del Señor— había estudiado conmigo en Copthorne y había ganado una beca el mismo año que yo; habíamos estado juntos en Wrexham y en Liverpool; también había sido herido en el combate del bosque de los fresnos; y ahora viajábamos juntos hacia Oriente. No teníamos absolutamente nada en común, fuera de una aversión recíproca; por lo que no veía la razón por la que tuviésemos que encontrarnos tan a menudo en la vida.
El barco hizo escala en Gibraltar, donde desembarcamos, compramos higos y dimos una vuelta por la población; recordé el telegrama cancelado del ministro de la Guerra y pensó que había sido un imbécil al preferir Rhyl. Por suerte, el director de la empresa naviera, que viajaba con nosotros, convenció al capitán de acercar el barco media milla de Stromboli, entonces en erupción; pudimos ver la irrupción del fuego en el crepúsculo y la lava derramándose en el mar. En Port Said, un amigo de mi hermana nos ayudó a pasar la aduana; yo estaba aún mareado, pero supe que estábamos en Oriente porque él comenzó a hablar de Kipling y de las «acacias de Lichtenbourg» sobre las que éste cantaba, y a preguntar si eran realmente acacias o alguna otra planta de la misma familia. Enseguida nos pusimos en camino a El Cairo, mirando todo el tiempo por las ventanillas, encantados del aspecto estival que aquellos campos tenían en enero.
Mi cuñada nos desaconsejó vivir en el barrio residencial de Gizereh, donde ella vivía, y con su ayuda alquilamos un apartamento en Heliópolis, a unos cuantos kilómetros al este de El Cairo. Nos pareció que el coste de la vida era muy alto, por tratarse de la estación turística, pero reducimos nuestros gastos aprovechándonos de los precios razonables de los almacenes del Ejército británico, donde me presenté como oficial pensionado. Nuestras dos sirvientas sudanesas, en contra de todo lo que nos habían advertido sobre los nativos, eran tranquilas, puntuales, respetuosas y nunca, que yo sepa, robaron nada excepto los restos de un plato de carnero. Me parecía extraño no tener que preocuparme de los niños, ni hacer las labores domésticas; y era una maravilla poder disfrutar de todo el tiempo que necesitaba para mi trabajo.
La universidad había sido fundada por el rey Fuad, que deseaba ser reconocido como un mecenas de las artes y las ciencias. La antigua Universidad de El Cairo había seguido una política nacionalista, y, debido a que no contaba con expertos europeos ni recibía ayuda del Gobierno, pronto había tenido que cerrar. La Universidad del rey Fuad comenzó con un plan ambicioso: Facultad de Ciencias, Medicina y Literatura, y un equipo completo de profesores con altos sueldos; muy pocos de ellos eran egipcios. Las facultades de Medicina y Ciencias eran predominantemente inglesas, pero las designaciones de profesores en la Facultad de Letras se habían hecho el verano anterior, cuando el alto comisario británico estaba de vacaciones en Inglaterra; de otra manera, sin duda alguna se habría opuesto a ellas, por ser los titulares de las cátedras en su mayor parte franceses y belgas. Sólo uno de mis colegas podía hablar inglés, y ninguno sabía árabe; sin embargo, de los doscientos estudiantes egipcios, en su mayor parte hijos de ricos comerciantes o terratenientes, menos de veinte hablaban un francés rudimentario, el necesario sólo para comprar mercancías en las tiendas elegantes, y, sin embargo, todos hablaban inglés por haberlo aprendido en la escuela secundaria. La correspondencia oficial de la universidad se llevaba en árabe clásico, que no admitía ninguna palabra posterior a la época de Mahoma… aunque yo era incapaz de advertir por mi cuenta cualquier neologismo. El «muy sabio Sheikh» Graves, como se me describía, acostumbraba a ir a menudo a las oficinas de correos para que le tradujeran las circulares universitarias. Mis doce o trece colegas franceses eran individuos de la más alta distinción académica, pero dos o tres maestros de aldea ingleses hubieran aceptado con gusto desempeñar sus labores por una tercera parte del salario y lo hubieran hecho mucho mejor. El edificio de la universidad, un antiguo harén de Khédive, había sido construido al estilo francés con espejos y marcos dorados.
Los oficiales ingleses del Ministerio de Educación me suplicaron vigilar que la bandera inglesa ondeara siempre en la Facultad de Letras. Yo asentí. Aunque no había ido a Egipto como embajador de un imperio, me irritaba que los franceses se dedicaran a actividades semipolíticas a mis expensas. El decano, el profesor Grégoire, era una autoridad en poesía eslava: un hombre vigoroso, ingenioso y competente. Había adquirido cierta habilidad para adaptarse durante la guerra, cuando durante la ocupación alemana había dirigido en Bélgica una publicación clandestina. El profesor de literatura francesa, un héroe de guerra con una sola pierna, me trató con cierto paternalismo al principio. Yo era su joven amigo más que su querido colega. Pero cuando supo que también yo había sido herido en la causa de la civilización y de Francia, me convertí en su compañero más estimado.
Los franceses daban sus clases con la ayuda de intérpretes árabes, lo que no favorecía ni la rapidez ni la precisión. Yo debía impartir dos clases a la semana. El decano, sin embargo, decidió poco después que para que los estudiantes pudieran seguir los cursos sin la necesidad de intérpretes era necesario intensificar la enseñanza del francés, lo que redujo mis clases a una por semana. El curso era un pandemónium. No se trataba de que los estudiantes fueran hostiles, sino simplemente excitables, y deseaban mostrar su aprecio por mí y la libertad y el pacha Zaghlul y el bienestar de Egipto… todo al mismo tiempo. Me obligaban a gritar con toda la potencia de mi voz de cuartel —había comprendido que era necesario alzarla si quería hacerme respetar— a fin de imponer silencio.
No se conseguían libros de texto de ninguna clase; la biblioteca de la universidad no tenía departamento de literatura inglesa; y nos llevó varios meses conseguir libros por medio del bibliotecario francés. Estábamos en enero, y los estudiantes tenían que hacer un examen en mayo. Según decían, deseaban ansiosamente conocer a Shakespeare, Wordsworth y Byron en ese tiempo. Yo no tenía ningún deseo de explicar Wordsworth y Byron a nadie, y deseaba proteger a Shakespeare de ellos. Decidí dar el curso sobre las formas de literatura más rudimentarias, elegí la balada primitiva y su desarrollo en la épica y el drama. Debía comenzar por enseñarles el sentido de los términos literarios más simples. Pero aunque durante ocho años habían estudiado inglés en la escuela, no podía contar con que comprendieran ni la mitad de lo que les decía. Por ejemplo, nadie me entendía cuando hablaba de un coplista que tocaba el arpa. ¿Qué era un arpa? Les explicaba que era lo que tocaba el rey David, y dibujaba el instrumento en la pizarra; entonces exclamaban:
—¡Ah, un anur!
Yo había visto un grupo de coplistas en acción entre las piernas de la Esfinge, mientras un grupo de fellahs barría la arena. Uno de ellos cantaba para estimular la acción de los demás. Pero mis alumnos consideraron que era indigno de ellos reconocer la existencia de baladas en Egipto. Los fellahs no existían más que como una especie de animales perezosos y desagradables. Los alumnos me pedían notas impresas de mis clases para preparar los exámenes. Les pedí a los empleados de la secretaría que hicieran unas copias en mimeógrafo, pero los profesores franceses no les daban un momento de respiro y a pesar de sus promesas nunca realizaron el trabajo. Mis clases degeneraron pronto en ejercicios de dictado sobre temas que nunca pudieron desarrollarse, pero, de cualquier manera, mantuve a los estudiantes muy ocupados tomando apuntes.
Mis pantalones anchos, los primeros pantalones «tipo Oxford» que llegaban a Egipto, les interesaron profundamente; ellos usaban aún pantalones de tipo antiguo, muy estrechos en los tobillos. Pronto todo aquel que era alguien llevaba pantalones Oxford. Una noche, el rector de la universidad me invitó a cenar; dos de mis estudiantes, hijos de ministros, fueron también invitados. Por divertirme, me había puesto unos calcetines blancos con el esmoquin. El vicerrector, Ali Bey Ornar, el funcionario universitario a quien más apreciaba, me dijo que un día o dos después había visto a los mismos estudiantes con calcetines de seda blancos en un banquete del Gobierno. Cuando miraron a aquella distinguida asamblea, descubrieron que eran los únicos que conocían la nueva moda de los calcetines blancos. Ali Bey Ornar me relató, con un número de pantomima, cómo en su turbación trataron de desabrochar subrepticiamente los tirantes a fin de hacer descender los pantalones.
Durante unas cuantas semanas dejé de ir a dar mi lección semanal, porque los estudiantes habían declarado una huelga. Era el ramadán; en esa época comen por la noche bastante más que de costumbre, para fortalecerse, y el aumento de los procesos digestivos afecta sus nervios. El pretexto para iniciar la huelga fue la intensificación de los cursos de francés; pero lo que realmente querían era tiempo libre para preparar sus exámenes en casa. Fue entonces cuando el profesor ciego de árabe, uno de los pocos egipcios con un amplio prestigio como orientalista, publicó un libro sobre las fuentes preislámicas del Corán. Sus cursos exigían un esfuerzo mental bastante más intenso que cualquiera de los demás, de modo que cuando llegaron los exámenes, la mayor parte de los alumnos se negó a presentarse al de árabe, aduciendo motivos religiosos. Para un musulmán ortodoxo, el Corán, al haber sido dictado por Dios a Mahoma, no puede tener fuentes preislámicas.
Llegué a conocer a dos de mis estudiantes bastante bien; uno de ellos era griego, otro turco. El turco era un muchacho de unos veinte años, rico, inteligente y bien parecido, me llevó dos veces a las pirámides en bicicleta. Hablaba corrientemente francés e inglés, siendo casi el único estudiante (excepto un grupo de doce que habían estudiado en el colegio de un jesuíta francés) que tenía esa facilidad. Un día se disculpó por faltar a una de mis clases: se iba a casar. Le pregunté si aquélla iba a ser la primera parte o la segunda de la ceremonia. Me dijo:
—La primera. No se me permitirá ver la cara de mi esposa, porque su familia es ortodoxa; para eso tendré que esperar hasta la segunda ceremonia.
Pero su hermana, me explicó, había estado en la escuela con la muchacha y le había dicho que era muy hermosa y muy agradable; también su padre respetaba al padre de su prometida. Cuando tuvo lugar la segunda ceremonia me confesó que estaba perfectamente satisfecho. Me enteré de que un novio muy rara vez rechaza a la novia cuando ella se quita el velo, aunque tiene derecho a hacerlo; y ella tiene el mismo derecho. Por regla general, la pareja encuentra el modo de conocerse aun antes de la primera ceremonia. La muchacha le puede pasar al novio un billete diciéndole: «Mañana a las tres y media de la tarde estaré en la Maison Cicurel en la sección de sombrerería, si te interesa saber cuál es mi aspecto. Será fácil para mí levantar el velo mientras me pruebo un sombrero. Podrás reconocerme por mi sombrilla carmesí».
Me interesé por conocer los derechos de las mujeres musulmanas en Egipto. Según parecía, el divorcio era fácil de obtener. El marido sólo tenía que declarar en presencia de un testigo: «Me divorcio de ti, me divorcio de ti, me divorcio de ti», y eso bastaba. Por otra parte, la esposa podía recuperar su dote original, más los intereses acumulados durante el tiempo de casada. Las dotes eran siempre altas, y los divorcios, proporcionalmente escasos. La nobleza consideraba digno de las clases inferiores mantener más de una esposa, a menos que se portara tan mal que el marido decidiera avergonzarla tomando otra. Me enteré de un egipcio que una mañana en que le llevaron el café del desayuno frío, gritó a voz en cuello:
—¡Me divorcio de ti, me divorcio de ti, me divorcio de ti!
—Oh, querido —exclamó ella—, ¡lo has hecho! Los sirvientes oyeron lo que decías. Voy a volver a casa de mis padres con mis diez mil libras y mis sesenta camellos.
El hombre se disculpó por haber perdido la calma.
—Luz de mis ojos, tenemos que volver a casarnos tan pronto como sea posible.
Ella le recordó que la ley les impedía volver a casarse hasta que alguno de ellos no se hubiera casado de nuevo.
Entonces él llamó a un anciano que regaba el patio y le ordenó casarse con ella; pero debía ser sólo un matrimonio formal. El obediente jardinero hizo lo que le pidieron e inmediatamente después de la ceremonia volvió a regar sus plantas.
Dos días después a la mujer la atropello un taxi, y el jardinero heredó todo el dinero y los camellos.
El griego me invitó a tomar el té en una ocasión. Tenía tres bellas hermanas llamadas Palas, Afrodita y Artemisa, que me sirvieron el té en el jardín de su casa con pastelillos europeos que habían aprendido a hacer en el colegio americano. En el edificio vecino, un hombre muy pálido se asomó a un balcón del tercer piso y comenzó a pronunciar un discurso. Le pregunté a Palas de qué hablaba aquel hombre.
—Oh —se rió—; no le haga caso. Es un millonario loco, por eso la policía lo deja en paz. Vivió diez años en Inglaterra. Dice que lo están quemando con electricidad y les cuenta a los pájaros sus dificultades. También dice que su secretario lo acusa de haber robado cinco piastras, pero que no es verdad… Y que no es cierto que pueda haber Dios, porque si Dios existiera no habría permitido que los ingleses les robaran a los fellahs sus camellos durante la guerra y no se los devolvieran… Ahora dice que todas las religiones son más o menos lo mismo, y que Buda es tan bueno como Mahoma. Realmente está loco. Tiene un perrito en su casa, en su misma habitación, ¡juega y habla con él como si se tratara de un ser humano!
Palas me dijo que en veinte años las mujeres en Egipto lo dominarían todo. El movimiento feminista había empezado apenas, y como las mujeres eran el elemento más activo e inteligente de la población, se podrían esperar grandes cambios. Ni ella ni sus hermanas soportaban que su padre tratara de mantenerlas en su sitio. Su hermano, que seguía el curso de literatura, antes de ingresar en la carrera de Derecho, me mostró su biblioteca. Junto a los textos jurídicos había obras de Voltaire y Rousseau, un buen número de novelas pornográficas francesas forradas con papel, las obras de Shakespeare, y el Ayúdate a ti mismo, de Smiles. Cuando me pidió consejos sobre su carrera, sugerí que la siguiera en una universidad europea… un título egipcio valía poco, a menos que quisiera dedicarse a la política.
Yo no había advertido antes hasta qué grado los ingleses dominaban Egipto. Egipto figuraba como un reino independiente, sin embargo parecía que yo debía mostrar mi fidelidad no al rey Fuad, que me había otorgado el nombramiento y que pagaba mi salario, sino al alto comisario, cuyos escuadrones de infantería, caballería y aviación eran una prueba constante de aquel dominio. Los oficiales británicos no podían entender el deseo de los egipcios por la independencia, y los consideraban unos desagradecidos por todo el trabajo y la inteligencia invertidos en el país desde 1880, elevándolo de la bancarrota a la riqueza. Me aseguraban que no existía una nación egipcia. Los griegos, turcos, sirios y armenios que se llamaban a sí mismos egipcios no tenían mayores derechos que los ingleses. Antes de la ocupación inglesa los pachás torturaban a los fellahs hasta la muerte; y sin embargo no eran los fellahs los únicos egipcios que exigían la libertad. El nacionalismo, un credo derivado de las nuevas corrientes de la educación occidental, comenzaba a hacer mella en las clases superiores, debía considerarse un síntoma más de la creciente riqueza del país. La reducción de oficiales ingleses en los últimos años se veía con disgusto.
—Nosotros hemos hecho aquí todo el trabajo difícil, y cuando nos vayamos todo se derrumbará, ahora se está derrumbando ya. Y entonces nos volverán a llamar, o si no a los italianos; y no vemos por qué tienen que ser precisamente ellos quienes se beneficien.
Parecían no darse cuenta de cómo la vanidad de los egipcios —posiblemente la gente más vanidosa del mundo— se resentía por la presencia constante de los uniformes ingleses. Por otra parte, yo no suponía que la moral del soldado egipcio fuera muy elevada en tiempos de guerra; Había visto a uno de sus oficiales, exasperado por la negligencia de un centinela, abrirle la boca y escupir en ella.
Egipto se consideraba una nación europea, pero a la vez trataba de arrebatar a Turquía el título de capital del Islam. Esta situación producía muchas anomalías. El mismo día que mis estudiantes protestaban contra el profesor de árabe por sus opiniones irreverentes, los estudiantes de El Azhar, el gran colegio teológico de El Cairo, se negaban a usar el caftán y la túnica de seda y aparecían en público con vestidos a la europea y con tarbouche. El tarbouche era el sombrero nacional que llevaban los soldados y oficiales. Yo también tenía uno. Es difícil idear un sombrero que sea menos apropiado para el clima. Al ser rojo, atraía los rayos del sol, tenía en el interior demasiado material textil y no protegía la nuca.
Mi hermano Dick se portó magníficamente conmigo como siempre lo ha hecho; lo mismo que mi romántica hermana Mollie, que es una mujer muy dulce y que, siguiendo mis consejos, lleva siempre un lunar en la mejilla derecha. Su marido, a quien adoraba, el juez Preston del tribunal para extranjeros, se turbó mucho en el Club Turf —yo había rehusado hacerme socio por temor a comprometer a Nancy en el trato social con las esposas de los funcionarios ingleses— cuando ella declaró que su hijo Martin (que se le parecía muchísimo) había nacido por partenogénesis. Un día Mollie me pidió que le hablara de mi confirmación. Le dije que el obispo de Zululandia había celebrado la ceremonia y ella me miró extasiada.
—¡Oh, querido! —exclamó—, ya decía yo que teníamos muchas cosas en común. ¡Yo fui confirmada por el obispo de Zanzíbar!