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A mis padres los había apenado mucho que debido a nuestra crisis comercial y a mi enfermedad, no hubiese obtenido mi título profesional en Oxford. Pero sir Walter Raleigh, como director del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa, me permitió asistir al examen para licenciados en literatura, y presentar una tesis escrita sobre el tema que más me interesara. También consintió en ser mi director de tesis a condición de no exigirle esa dirección. Tenía una buena opinión de mi poesía, y sugirió que sólo nos encontráramos en calidad de amigos. Sir Walter se dedicaba en esa época a escribir la historia oficial de la guerra en el aire, y deseaba tener experiencias prácticas de vuelo para realizar ese trabajo. La R.A.F. lo llevaba en sus aviones cada vez que él lo necesitaba, pero en un vuelo a Oriente contrajo la fiebre amarilla y murió. Su muerte me entristeció tanto que no solicité otro director de tesis.

Me resultaba difícil escribir la tesis, «El elemento ilógico en la poesía inglesa», en el estilo académico requerido, y decidí escribir un libro ordinario. Lo reescribí nueve veces y no quedé satisfecho con los resultados finales. Trataba de mostrar la naturaleza del elemento supralógico en poesía, que sólo podía ser enteramente comprendido, escribí, estudiando las asociaciones latentes entre las palabras usadas —el sentido evidente a menudo está en oposición directa con el contenido tácito. La debilidad del libro estribaba en no distinguir claramente entre el proceso mental supralógico del poeta y el proceso infralógico del psicópata común.

Entre 1920 y 1925 publiqué un libro de poemas por año; después de El espejo, que apareció en 1921, no hice ningún intento por agradar al lector ordinario, y tampoco me hacía ilusiones por estar escribiendo para la posteridad; no tenía razones para suponer que la posteridad me trataría mejor que mis contemporáneos. Jamás escribí un poema a menos de sentir la necesidad imperiosa de hacerlo. Aunque presuponía la existencia de un lector inteligente y sensible y vislumbrara sus posibles reacciones ante mis palabras, no lo identificaba con ningún grupo determinado de lectores o (siguiendo el ejemplo de Hardy) de críticos de poesía. No tenía más realidad que la silueta convencional que se dibuja en el primer plano de un estudio de arquitectura para indicar la altura del edificio. Esa mayor severidad de estilo que se observa en Whipperginny hizo que se me acusara de tratar de obtener publicidad y de aumentar mis ventas por una deliberada ridiculización de los poetas modernos.

Durante aquellos años hice varios intentos para liberarme del veneno de los recuerdos de la guerra por medio de una novela, pero tuve que abandonarla, avergonzado de haber deformado mi material con una trama, pero sin la suficiente seguridad en mí mismo para presentarlo como un relato puramente histórico, como aquí.

Conocí a la mayor parte de los poetas activos en aquella época; entre otros a Walter de la Mare, W. H. Davies, T. S. Eliot, los Sitwell, y muchos otros. Le tenía afecto a Davies porque procedía de Gales del Sur y porque le tenía miedo a la oscuridad, y también porque en una ocasión, según supe, había hecho una lista de poetas y los fue tachando uno tras otro a medida que decidía que no eran verdaderos poetas, hasta que sólo quedaron dos nombres, el suyo y el mío. Estaba muy celoso de De la Mare y había comprado una pistola con la cual solía disparar a una fotografía de éste, colgada en el piso superior de su casa. Pero a mí me gustaba De la Mare, también, por su cortesía, y por el rigor con que trabajaba sus poemas —siempre me interesé por los problemas técnicos de mis amigos poetas—. En una ocasión le pregunté si no había pasado horas enteras meditando sobre aquellos versos

¡Ah, nadie sabrá

durante cuántos siglos

ha rodado la rosa…!

y si al final no se había sentido insatisfecho. De la Mare admitió que había empleado el verbo rodar porque ningún otro le parecía lo suficientemente fuerte. En 1925 acepté escribir con Eliot, entonces un agobiado empleado de banco, un libro sobre poesía moderna en el que cada uno presentaría sus tesis, pero el proyecto no prosperó.

Para entonces veía muy rara vez a Osbert y Sacheverell Sitwell. Un otoño, Osbert me envió como regalo un par de perdices. Procedían de Renishaw, el palacio de la familia en Derbyshire, en un saco con una tarjeta: «Al capitán Graves, con los saludos del capitán Sitwell». Desplumar, abrir y cocinar aquellos pájaros era una tarea que ni Nancy ni yo tuvimos valor de enfrentar, así que acabamos por dárselos a un vecino. Le escribí a Osbert: «El capitán Graves agradece al capitán Sitwell el obsequio de los capitanes pájaros». Hicimos en cambio buena amistad con su hermana Edith. Fue una sorpresa para todos, después de leer sus poemas violentamente vanguardistas, encontrarnos con una mujer amable, tranquila y hasta devota. Cuando nos visitaba pasaba todo el tiempo en el sofá bordando pañuelos. Nos escribía con frecuencia, pero nuestra amistad terminó en 1926.

No veía a ninguno de mis amigos supervivientes del ejército, con la única excepción ocasional de Siegfried. Edmund Blunden se había ido de profesor de literatura inglesa a Tokio. Lawrence se había alistado en la R.A.F., tan pronto como los acuerdos sobre el Oriente Próximo entraron en vigor, pero un diputado laborista señaló en el Parlamento su presencia allí bajo nombre falso y el Ministerio del Aire lo destituyó. Se alistó en el Cuerpo Real de Tanques como soldado raso, aunque detestaba ese organismo militar. Cuando sir Walter Raleigh murió, sentí que mis relaciones con Oxford se rompían; y cuando Rivers murió y más tarde George Mallory pereció en el Everest, la muerte de mis amigos comenzó a perseguirme en la paz tan incesantemente como lo había hecho en la guerra.

Una sensación de malestar nubló aquellos años. Islip había dejado de ser un refugio en el campo. Me sorprendí al ver que recurría a la técnica que había empleado durante la guerra y que consistía en acomodarme a todo, bien que mal, sin importarme los medios, con la esperanza de que al fin los problemas se resolverían por sí mismos. La mala salud de Nancy le impedía trabajar. Nuestra economía había mejorado gracias a una ayuda que sus padres nos enviaban y que cubría todos los gastos extras de los nuevos niños —contábamos con doscientas libras al año—, pero la vida en un pequeño pueblo, con cuatro niños menores de seis años, y Nancy enferma, comenzó a perder encanto. Después de todo, iba a tener que violar mi juramento y aceptar un trabajo docente. Pero para ello necesitaba un título; de manera que terminé mi tesis, que se publicó con el título de «Lo irracional en la poesía» y que presenté, ya impresa, a la comisión de exámenes. Para mi sorpresa, la aceptaron, y obtuve el título de licenciado en Letras. Sin embargo, no quería aceptar un puesto en una escuela preparatoria o secundaria, lo que me mantendría lejos de la casa todo el tiempo. Nancy no podía soportar que nadie, excepto yo, se ocupara de los niños. Parecía que mis problemas no tenían solución.

Entonces el doctor nos dijo que si Nancy quería recuperar la salud debíamos pasar el invierno en Egipto. La única forma de hacerlo sería encontrando un trabajo en Egipto con un buen sueldo. Una semana o dos después (de esta manera se resolvieron siempre nuestros problemas en los momentos de emergencia) me invitaron a presentarme como candidato para el puesto de profesor de literatura inglesa en la recién fundada Universidad Real Egipcia, de El Cairo. Después supe que había sido recomendado para ese cargo por dos o tres hombres de gran influencia, entre ellos Arnold Bennett, que fue siempre un buen amigo mío y el primer crítico que escribió con entusiasmo acerca de mis poemas en la prensa diaria; y Lawrence, que había conocido a lord Lloyd, entonces alto comisario en Egipto, durante la rebelión árabe. El salario, incluido el dinero del pasaje, ascendía a mil cuatrocientas libras anuales. Reforcé esas recomendaciones con otras, la de mi vecino, el coronel John Buchan, y de Asquith, actualmente conde de Oxford, que siempre se había interesado paternalmente por nosotros y que a menudo visitaba nuestra casa de Islip.

Obtuve el puesto. Las ventajas indirectas que produce el hecho de escribir poemas pueden ser enormemente mayores que las directas.