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Cuando mi madre nos alquiló la casa de Islip, introdujo en el contrato la cláusula de que sólo debía usarse como residencia y no para ejercer actividades comerciales de ninguna clase. Quería precaverse contra cualquier otra empresa que se nos ocurriera; pero no necesitaba preocuparse… Habíamos aprendido la lección. Islip era un pueblo de agricultores, lo bastante alejado de Oxford para no estar contaminado de la vida delictiva que distingue a casi todas las poblaciones que rodean a los centros universitarios. La policía llevaba allí una vida tranquila. Durante los cuatro años que vivimos en aquel lugar nunca nos robaron nada, y ninguno de los habitantes de Islip nos engañó o nos ofendió. En una ocasión me olvidé la bicicleta en la estación durante dos días y cuando la encontré no sólo tenía los faros, las llantas y el juego de herramientas en su sitio, sino que un amigo anónimo la había limpiado.

Todos los sábados durante los meses de invierno jugaba a fútbol con el equipo del pueblo. Los ex combatientes habían vuelto a introducir aquel juego en Islip después de un lapso de ochenta años en el que no se había practicado. El nonagenario del lugar se quejaba de que el fútbol había dejado de ser todo lo viril que era durante su juventud.

—Aquélla era nuestra meta —dijo—, la otra se encontraba a setecientos metros de aquí, junto al río. Las autoridades acabaron por prohibir el juego. En el último partido murieron tres hombres y uno quedó gravemente herido. ¡Aquello sí que era jugar! —A mí me parecía que el fútbol en Islip, aunque muy viril, era un juego de damas en comparación con el que solíamos jugar en Charterhouse. Cuando jugaba de delantero centro, a menudo recibía silbidos por cargar contra el portero mientras éste mostraba al público el balón de gol que había impedido. Los aplausos estaban reservados para el jugador de la izquierda que se pasaba casi todo el tiempo haciendo fiorituras con el balón y que muy rara vez se acercaba a la portería. Pero el club de fútbol era democrático, al contrario del club de criquet. Yo jugué a criquet la primera temporada, pero renuncié porque el equipo casi nunca estaba formado por los once mejores jugadores; los jugadores del pueblo tenían que dejar el campo libre cuando se presentaban los miembros de la pequeña nobleza rural.

Nancy y yo hacíamos todo el trabajo de la casa, incluida la colada. Yo me hice cargo de la cocina; ella hacía y remendaba la ropa de los niños; nos repartíamos las demás labores. Catherine nació en 192.2 y Sam en 1929. Al final de 1925 habíamos vivido ocho años sucesivos de primeros dientes, accidentes menores, epidemias, y un lavado perpetuo de pañales. No me disgustaba la forma de vida, salvo por la escasez de dinero y el no poder ir casi nunca a Londres. «Amor y una casita en el campo, me temo», había sido la expresión profética que casi todos mis amigos habían empleado el día de nuestra boda. Las fuerzas comenzaron a abandonar a Nancy, que estaba constantemente enferma, y yo debía ocuparme de todo. Ella trataba de pintar, pero en el momento en que había ordenado todos sus materiales había siempre algún problema con los niños que le impedía concentrarse. Nancy resolvió finalmente no volver a dedicarse a la pintura hasta que todos los niños dejaran de hacerse pipí en la cama y estuvieran en edad de ir a la escuela. Yo continué mi trabajo, porque la necesidad de ganar dinero me obligaba, y porque nunca nada me ha impedido escribir. Nancy y yo pasábamos mucho tiempo limpiando la casa, lo que nos dejaba muy pocos ratos libres para cualquier otra cosa; habíamos acumulado cierto número de utensilios de cobre que había que pulir, y nuestros niños llevaban siempre la ropa cinco veces más limpia que los hijos de los vecinos.

Yo trabajaba entre constantes interrupciones. Podía reconocer las principales variedades de gritos infantiles: hambre, indigestión, pipí, alfileres, aburrimiento, ganas de jugar; y aprendí a no hacer caso más que de los más importantes. La mayor parte de los libros en prosa que escribí durante esos cuatro años revelan las condiciones en que los hice, son fragmentarios, poco maduros y evidentemente escritos lejos de una biblioteca. Sólo la poesía no se resintió. Mientras trabajaba mentalmente un poema, podía continuar con mis tarcas mecánicamente, como en un trance, hasta que tenía tiempo de sentarme y transcribirlo. Hubo un período en que sólo me podía permitir sentarme a escribir media hora al día, y en ese tiempo tenía que trabajar duro para descargar mi mente… jamás me senté a morder la pluma. Mi creación poética ha sido siempre un proceso penoso de correcciones continuas, corrección sobre corrección, y una fuente persistente de insatisfacción.

Los niños eran muy sanos y nos daban pocas preocupaciones. Nancy era de la opinión de que no había que darles carne ni té sino toda la fruta que quisieran, acostarlos temprano, y hacerlos dormir la siesta después del almuerzo. Hacíamos todo lo que podíamos para evitar los errores de nuestra propia niñez; pero cuando fueron a la escuela del pueblo no pudimos protegerlos contra el dogmatismo religioso, el esnobismo social, los prejuicios políticos y los cuentos de hadas mistificadores sobre el sexo. Islip parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para la infancia dichosa que les deseábamos. Tenían campos para jugar, animales a su alrededor, y compañeros de juegos de su misma edad. El río no estaba lejos y podíamos alquilar una canoa. Hasta la escuela les gustaba.

Los habitantes del lugar me llamaban Capitán; fuera de eso, pocas cosas me recordaban la guerra, excepto mi visita anual a la Comisión Médica. La comisión continuó durante algunos años recomendándome para una pensión de invalidez. La causa de mi invalidez era la neurastenia. El viaje en tren y el billete de primera clase con mi nombre, grado y regimiento me producían crisis de neurastenia cuando llegaba a la comisión.

Los ex combatientes llegaban constantemente a la puerta a vender cordones de zapatos y pedir ropa usada. Siempre les dábamos una taza de té y algo de dinero. Islip era un alto conveniente entre los asilos de Chipping Norton y Oxford. En una ocasión, un ex combatiente sin empleo (maquinista de profesión), se presentó con sus tres hijos, incluyendo un bebé. La madre había muerto recientemente en el parto. Aquella situación nos produjo gran compasión, y Nancy se ofreció a adoptar a la hija mayor, Daisy, que iba a cumplir trece años y era la que preocupaba más a su padre. Nancy se comprometió a enseñarle a la niña los quehaceres domésticos, de manera que pudiera después encontrar un empleo en alguna casa. El ferroviario derramó lágrimas de gratitud, y Daisy, una muchachita grande, fea, fuerte como un caballo y endurecida por los tres años de vagabundeo por los caminos, pareció alegrarse de ser un miembro de la familia. Nancy le hizo nueva ropa, la lavamos, le compramos zapatos, y le dimos una habitación. El ferroviario quería que Daisy continuara sus estudios interrumpidos por el nomadismo de su vida. Pero la profesora puso a Daisy con los niños más pequeños, y las muchachas mayores no hacían más que burlarse de ella. Para desquitarse, ella les tiraba del pelo o las empujaba, y muy pronto detestó la escuela. Después de cierto tiempo comenzó a sentir nostalgia de su vida andariega.

—Eso sí que era vida —solía decir—. Papá y yo y mi hermano y el bebé. El bebé resultó ser una bendición. Cuando llamaba a las puertas traseras con él siempre conseguía algo. Por supuesto yo era lista, y si trataban de cerrarme la puerta en la cara metía el pie y decía: «éste es mi hermanito huérfano»; entonces miraba qué había en la habitación y pedía algo de lo que había visto. Si veía un carrito de niños viejo lo pedía. Por supuesto que nosotros teníamos uno mejor, pero entonces revendíamos el que me acababan de dar en el pueblo siguiente. Los buenos mendigos siempre piden una cosa precisa, algo que ven que está a mano. No es bueno pedir comida o dinero. Yo lograba muchas cosas para mi papá. Según él yo era mucho mejor mendiga. Marchábamos cantando En el camino y hacia ninguna parte. Y siempre podíamos ir a los asilos cuando el tiempo era malo. El asilo de Chippy Norton era nuestro hogar durante el invierno. Allí veíamos películas una vez por semana. Recorrimos todo el país: Gales, Devonshire, llegábamos hasta Escocia, pero siempre volvíamos a Chippy.

Nancy y yo nos quedamos aterrorizados un día que un vagabundo se acercó a la puerta y Daisy le cerró la puerta en Ja cara, gritándole:

—¡Largo de aquí, inmediatamente, Narizotas, y que no se te vuelva a ocurrir asomar el hocico en casa de gente respetable! Te conozco muy bien, Narizotas Williams —continuó—, tú y tus documentos de ex combatiente que le robaste a un fulano en Salisbury, sé también que en Plymouth te espera cierta acusación por bigamia. Largo de aquí, inmediatamente, si no quieres que llame a la policía.

Daisy nos contó las verdaderas historias de muchos de los mendigos a quienes habíamos protegido.

—Ni una sola de estas porquerías es un hombre decente —dijo—; el único es mi padre. La razón por la que la mayoría anden de vagabundos es que la policía tiene algo contra ellos, por eso deben ir de un lado para otro. Por supuesto que a mi papá le desagrada esta vida; comenzó demasiado tarde. Mi mamá era muy respetable. Con ella siempre estuvimos limpios. La mayoría de los vagabundos tienen piojos, y enfermedades horribles; se mantienen alejados del hospicio todo lo que pueden, porque no toleran los baños con desinfectante.

Daisy vivió con nosotros todo el invierno. Cuando llegó la primavera y los caminos se secaron, su padre la volvió a llamar. Sin ella no podía atender a los más pequeños. No la volvimos a ver, aunque en una ocasión nos escribió desde Chipping Norton pidiéndonos dinero.

Las ayudas del Gobierno y del colegio se habían terminado en la época en que nos instalamos en Islip. La paz había producido una crisis en la publicación de poemas, y nuestro ingreso total, contando los envíos de aniversarios y Navidad de nuestros familiares, ascendía a la cantidad de ciento treinta libras al año, de la cual la mitad procedía de mi literatura. Como Nancy me hizo ver, eso significaba cincuenta chelines a la semana, y muchos granjeros de Islip con más hijos que nosotros ganaban sólo treinta chelines. Llevaban una vida mucho más dura que la nuestra, y no tenían a nadie que los respaldara en caso de enfermedad u otras emergencias. Acostumbrábamos también a pasar las vacaciones en Harlech, cuando mi madre insistía en pagarnos el viaje en tren así como en alimentarnos gratuitamente. El pensar en las condiciones difíciles de las esposas de los trabajadores mantenía a Nancy permanentemente deprimida.

Seguíamos llamándonos socialistas, y cuando una rama del Partido Laborista se formó en el pueblo, prestamos nuestra casa para las reuniones semanales durante los meses de invierno. Un día, el señor Wise, un empleado de una granja y miembro del partido, interrogó a un orador del partido conservador sobre un impuesto sobre las uvas pasas creado por el gobierno conservador. El orador respondió, condescendiente:

—Bueno, con toda seguridad un impuesto sobre las pasas griegas no va a afectar a los trabajadores de Islip. Ustedes no cultivan la vid en estas regiones, ¿no es así?

—No, señor —respondió el señor Wise—, la cosecha principal de los campesinos de esta región es el rastrojo.

Me persuadieron de que me presentara a las elecciones del consejo local y fui miembro de él durante un año. Me gustaría haber tomado notas de las sórdidas rivalidades que imperaban en las sesiones del consejo. Constaba de siete miembros, tres representantes laboristas y tres conservadores, propietarios de la tierra, o miembros de la pequeña nobleza. El presidente era un liberal, a quien habíamos apoyado por ser un patrón generoso y el único propietario en muchos kilómetros a la redonda con un título obtenido en una escuela de agricultura. Mantenía con un preciso sentido de la justicia el equilibrio entre ambas fuerzas. Los miembros del consejo en una ocasión estuvieron a punto de llegar a la violencia al discutir una proposición del Consejo de Distrito para construir nuevas casas; muchos ex combatientes que deseaban casarse no tenían donde vivir con sus esposas. Los conservadores se oponían a esta solicitud porque podía subir los impuestos sobre la propiedad.

Existía también el problema de crear un campo de recreo para el pueblo. El equipo de fútbol no quería depender de la generosidad de un gran propietario que nos alquilaba el terreno a un precio insignificante. Los conservadores se oponían a ese proyecto, nuevamente debido a los impuestos, y señalaban que poco después del armisticio, el pueblo había rechazado el proyecto de creación de un parque deportivo y había preferido emplear el dinero de las suscripciones en un monumento conmemorativo. Los laboristas respondieron que aquella votación había tenido lugar en las Elecciones Generales de 1918, antes de que los soldados volvieran y pudieran expresar sus puntos de vista. Hubo alusiones malévolas a los granjeros que habían permanecido en casa para redondear sus fortunas, mientras sus trabajadores combatían y morían. El presidente calmó a los antagonistas. Otra escena caricaturesca: yo, con pantalones de pana y chaqueta ordinaria, sentado en el aula de la escuela (en esa ocasión sin «Los males del alcoholismo» en las paredes, sino con dibujos de la naturaleza y sus especímenes de historia natural) discutiendo —como un anciano de algún pueblo de Oxfordshire— si el granjero Tomkins podía llevar sus mulas por un sendero que atravesaba los huertos de las villas como si se tratara de un camino comunal, habiendo antes destruido los escalones, lo que, objetaba yo, eliminaba sus derechos.

Esta asociación con el Partido Laborista interrumpió nuestras relaciones amistosas con la pequeña nobleza rural, que hasta ese momento nos había considerado de su bando. Mi madre se había tomado la molestia de visitar al párroco, cuando fue a ver la propiedad, y él más tarde me pidió que hablara desde las escaleras del coro de la iglesia con motivo de la celebración de un servicio en memoria de los muertos de guerra. Me sugirió que leyera poemas de guerra. Pero en vez de leer los de Rupert Brooke sobre los muertos gloriosos, leí algunos de los más dolorosos poemas de Sassoon y de Wilfred Owen sobre hombres que morían envenenados por los gases, y sobre las nalgas de los cadáveres emergiendo del lodo. También sugerí que los soldados que habían muerto, como si hubieran sido destruidos por la Torre de Siloé, no habían sido especialmente virtuosos ni especialmente malvados, sino soldados como tantos otros, y que los supervivientes debían darle gracias a Dios por haber salvado la vida y hacer todo lo que pudieran para evitar otra guerra en el futuro. Aunque el partido de la iglesia, excepto el párroco liberal, pareció escandalizarse, a los ex combatientes, que no habían sido demasiado bien tratados a su regreso, les agradó que se les equiparara con los muertos gloriosos. Eran hombres modestos. Advertí que aunque respetaban el deseo del rey de llevar en esa ocasión sus medallas de campaña, las llevaban prendidas en la parte interior de las chaquetas.

El dirigente laborista en Islip era William Beckley sénior. Había heredado un título que databa de la época de Oliver Cromwell; y era conocido por todos como el Pescador Beckley. Un antepasado suyo, al pescar un día en Cherwell durante el Sitio de Oxford, había guiado al mismo Cromwell y a un grupo de soldados por el río. En recompensa, Cromwell le había concedido derechos perpetuos sobre la parte del río que se extiende de Islip hasta el sitio donde actualmente se encuentra el Hotel Cherwell. Las escaramuzas de la caballería en el puente de Islip seguían vivas en al tradición local, y un propietario que vivía en la cima de la colina me enseñó una pequeña bala de cañón, de piedra, disparada en esa ocasión y que fue a incrustarse en la chimenea de su casa. Pero el mismo Cromwell se había presentado tarde en la historia de la familia Beckley; los Beckley habían sido bateleros del río mucho antes del siglo XVII. Pescador Beckley sabía, por tradición familiar, el sitio exacto del lecho del río donde una barca se había hundido cuando transportaba piedras para construir la abadía de Westminster antes de la conquista normanda. Islip era la cuna de Eduardo el Confesor, que había ganado las tierras de Islip a la abadía; habían sido propiedad de la Abadía durante un milenio. Las piedras de la abadía fueron extraídas de una colina muy cercana al río: nuestra casa estaba construida sobre la antigua cala donde se hacían deslizar los cantos de piedra. Hacia 1870 se había introducido en el río una variedad de algas americanas y la pesca con red se había vuelto imposible. El Pescador Beckley se convirtió en un trabajador agrícola. Sus opiniones socialistas le impidieron encontrar un trabajo en el pueblo y debía caminar todos los días varios kilómetros para ir a trabajar a una granja de los alrededores. Pero seguía siendo el Pescador Beckley, y para nosotros, el hombre más respetado de Islip.