La primera vez que vi al coronel T. E. Lawrence, vestía de rigurosa etiqueta. Debió de ser en febrero o marzo de 1920, y la ocasión fue una velada en All Souls, donde acababa de obtener una beca de investigación de siete años. La formalidad del traje de etiqueta concentraba la atención en los ojos, y los ojos de Lawrence me atrajeron inmediatamente. Eran de un azul sorprendente, aun a la luz artificial, y nunca se fijaban en los del interlocutor, sino que recorrían toda la persona como si se propusieran hacer un inventario de la ropa y los miembros. Yo era un huésped circunstancial y conocía allí a muy poca gente. Lawrence conversaba con el profesor de teología sobre la influencia de los filósofos griegos de Siria en el cristianismo primitivo, y en especial sobre la importancia de la Universidad de Gadara, junto al lago de Galilea; mencionó que Santiago había citado a uno de los filósofos de Gadara (a Menasalco, me parece) en su epístola. Habló después de Meleagro y de otros poetas griegos de Siria que habían contribuido a la antología griega, y cuyos poemas pensaba publicar en traducción inglesa. Yo me uní a la conversación y mencioné una imagen sobre la estrella de la mañana que Meleagro empleó alguna vez de un modo poco frecuente entre los griegos. Lawrence se volvió hacia mí.
—Usted debe de ser el poeta Graves, ¿no es cierto? Leí un libro de poemas suyo en Egipto en 1917, y me pareció bastante bueno.
Aquella amabilidad me turbó. Empezó a preguntarme por los nuevos poetas; decía haber perdido el contacto con los autores contemporáneos. Yo le dije lo que sabía.
No hacía mucho que Lawrence había vuelto de la Conferencia de la Paz donde había actuado como consejero del Emir Feisal, y estaba trabajando en la segunda versión de Los siete pilares de la sabiduría; le habían concedido la beca a condición de escribir un libro que fuera la historia formal de la rebelión árabe.
Con frecuencia lo visitaba en su departamento por las mañanas entre clase y clase, pero nunca antes de las once u once y media, porque sabía que trabajaba por las noches y que se acostaba al amanecer. Aunque él nunca bebía, enviaba siempre a un empleado a que me llenara un vaso de cerveza. Aquella cerveza, fabricada en el colegio, era tan suave como el té, pero tenía un alto nivel de alcohol. El príncipe Alberto de Schleswig-Holstein había ido en una ocasión a Oxford a inaugurar un museo; antes de la ceremonia había almorzado en All Souls; la suavidad de aquella cerveza pareció decepcionarlo, pero por la tarde habían tenido que llevarlo a la estación en un coche con todas las ventanillas cerradas.
No sabía nada en concreto sobre las actividades de Lawrence durante la guerra, aunque mi hermano Philip había estado con él en el Departamento de Inteligencia en el Cerro en 1915. Yo no le preguntaba sobre la rebelión, en parte porque a él parecía disgustarle el tema —Lowell Thomas daba en ese momento conferencias en Estados Unidos sobre Lawrence de Arabia—, y en parte porque habíamos convenido no mencionar nunca la guerra: estábamos sufriendo ambos sus efectos y disfrutábamos de Oxford como un descanso demasiado bueno para creerlo. Por eso, aunque sobre la mesa de la sala se apilaban las largas hojas de papel cubiertas de letra pequeña de Los siete pilares, tenía que refrenar mi curiosidad. En cierta ocasión me habló de sus labores arqueológicas en Mesopotamia antes de la guerra; pero era sobre poesía, especialmente poesía moderna, de lo que más conversábamos.
Quería conocer a todos los poetas que había en Oxford, y a través de mí conoció entre otros a Siegfried Sassoon, Edmund Blunden, Masefield, y, más tarde, a Thomas Hardy. Sentía franca envidia por los poetas. Consideraba que ellos estaban en posesión de un secreto que tal vez podía aprehender y aprovechar. Charles Doughty era su héroe principal y logró que se lo presentaran a través de Hogarth, uno de los conservadores del museo de Ashmolean, y a quien él consideraba como su segundo padre. Lawrence veía en el secreto del poeta una maestría técnica del lenguaje más que un modo especial de vivir y pensar. Yo no tenía los suficientes conocimientos como para rebatir aquella tesis, y cuando llegué a saber algo, unos años más tarde, encontré que Lawrence era un individuo difícil de convencer. Para él, la pintura, la escultura, la música y la poesía eran actividades paralelas que diferían sólo en el medio de expresión que empleaban. Lawrence me dijo en una ocasión:
—Cuando le pregunté a Doughty la razón que lo había llevado a viajar por Arabia, me respondió que lo había hecho para redimir al idioma inglés del pantano en que había caído desde los tiempos de Spenser.
Aquellas palabras de Doughty parecían haber causado una gran impresión a Lawrence, y en parte a eso se debía la furia con que trabajaba el estilo de Los siete pilares.
El poeta Vachel Lindsay, un hombre extremadamente sencillo, arcilla del medio oeste americano, con venas de oro, llegó a Oxford, y yo convencí a sir Walter Raleigh, el profesor de literatura inglesa, de que lo invitara a una lectura de poemas en la sala de conferencias. Todo el mundo disfrutó de aquella función, que era más un ejercicio de vocalización y mímica que un recital. Después, Lawrence invitó a Lindsay y a su anciana madre y a mí a cenar en sus habitaciones. El sirviente de Lawrence se escandalizó al saber que Lindsay formaba parte de la Liga Antialcohólica de Illinois, y pidió permiso para poner en su asiento una copia de unos versos compuestos en 1661 por un miembro del colegio. Una estrofa decía:
El divino poeta que el vino no alcanza
Porque su bolsillo está siempre vacío,
Podrá reponerse y agradar a todos
Si sabe inspirarse en la buena cerveza.
A la señora Lindsay le habían aconsejado sus amigos no hacer ningún comentario sobre lo que le parecía extraño en Oxford, y cuando Lawrence hizo pedir en su honor el servicio de oro del colegio, ella consideró que aquello era común en las comidas universitarias; Lawrence se disculpó porque el servicio no fuera muy antiguo; pero el colegio había sido muy patriótico durante la Guerra Civil y había fundido su plata para ayudar al rey Carlos a pagar sus gastos cuando estableció su cuartel general en Oxford.
El departamento de Lawrence era oscuro, con las paredes revestidas de caoba, con una gran mesa y un escritorio como muebles principales. Había también dos pesados sillones de cuero que había adquirido de un modo curioso. Un día se presentó repentinamente un millonario americano, petrolero, cuando yo estaba allí, y le dijo:
—He venido desde Estados Unidos, coronel Lawrence, con el objeto de hacerle una sola pregunta. Usted es el único hombre que puede responderla honestamente. ¿Justifican las condiciones políticas de Oriente Medio la inversión de mi dinero en el petróleo de Arabia Saudita?
Lawrence, sin levantarse, respondió tranquilamente:
—No.
—Eso es todo lo que deseaba saber; ha valido la pena hacer el viaje. ¡Muchas gracias y buenas tardes! —en su rápida mirada por el cuarto advirtió que algo faltaba, y al pasar por Londres camino de su país, eligió los sillones y se los envió a Lawrence con su tarjeta.
Las otras cosas que podían verse en el cuarto eran cuadros, incluido el retrato del emir Feisal, pintado por Augustos John, que Lawrence compró, según tengo entendido, con el diamante que llevaba como marca de honor en su turbante árabe; sus libros, entre los que se hallaba el Chaucer de Kelamscott; tres alfombras para orar, regalo de los jefes árabes, una de ellas con un bordado en lapislázuli, la campana de la estación de Tell Shawm procedente del ferrocarril de Hedjas; y, sobre la chimenea, un juguete de cuatro mil años de antigüedad, un soldado de arcilla hallado en la tumba de un niño en Charhemish, donde Lawrence había hecho excavaciones antes de la guerra.
Yo trabajaba entonces en un nuevo libro de poemas, que reflejaba mi angustiosa condición de entonces; apareció más tarde con el título de El espejo. Lawrence me hizo algunas sugerencias para mejorar esos poemas, la mayoría de las cuales aproveché. A veces su comportamiento era como el de un estudiante. En una ocasión visité la cima de Radcliffe y desde allí vi los techos de los colegios vecinos. En un pináculo de All Souls ondeaba una pequeña bandera escarlata de Hedjas. Lawrence había sido un famoso escalador de muros doce años antes, cuando era estudiante en el Colegio de Jesús. Me habló de dos o tres proyectos para engalanar All Souls y Oxford en general. Uno era reemplazar la madera podrida del cuadrángulo; había sugerido en una reunión del colegio que se quemara o la sustituyeran; no se hizo nada. Había propuesto sembrar setas en él, y consultó con un experto de la ciudad. Pero las dificultades técnicas del cultivo de setas resultaron ser muchas, y Lawrence tuvo que ir a ayudar a Winston Churchill a redactar los acuerdos sobre el Oriente Próximo de 1922, antes de que los acontecimientos los superaran.
Otro proyecto, para el que solicitó mi ayuda, consistía en robar los ciervos del Colegio de la Magdalena. Los podríamos conducir una mañana muy temprano al pequeño cuadrángulo interior de All Souls, bastaba con convencer al colegio para que respondiera a las protestas de los de la Magdalena afirmando que se trataba del rebaño de All Souls que había pastado en nuestros prados desde tiempo inmemorial. Esperábamos grandes cosas de aquel asalto, pero nos hacía falta Lawrence como caudillo; por eso el plan se derrumbó con su partida. Sin embargo, logró organizar con buenos resultados una huelga entre los sirvientes del colegio para obtener mejores honorarios y salarios, cosa que no había ocurrido desde la fundación de la universidad. También se proponía regalar un pavo real al colegio, que debería llamarse Nathaniel, el nombre de lord Curzon, un enemigo de Lawrence y rector de la universidad. Una mañana que fui a su departamento, me presentó a un visitante:
—Ezra Pound; Robert Graves… Con toda seguridad se detestarán —dijo.
—¿Qué es lo que le sucede? —le pregunté después, pues me había sentido muy a disgusto en presencia de Pound.
—Según me han dicho es sobrino nieto de Longfellow, y cuando un hombre se proclama modernista, eso debe de resultarle muy incómodo.
En esa época Lawrence se interesaba en conocer a los principales pintores y escultores, y trataba también de aprehender el secreto de su arte. Frecuentemente posaba como modelo para ver lo que hacían con él y comparar los resultados.
Hace poco vi la versión de sir Williams Orpen —la obra amplía de manera curiosa y casi difamatoria un elemento muy rara vez visto en el carácter de Lawrence—, un aire furtivo de muchacho de la calle. Es lo opuesto al retrato de Augustus John en el que su heroísmo es demasiado grandilocuente.
El profesor Edgeworth, de All Souls, evitaba el inglés coloquial y empleaba insistentemente palabras y frases que por lo general sólo se encuentran en los libros. Una tarde en que Lawrence regresaba de una visita a Londres se encontró con Edgeworth en la puerta del colegio.
—¿Había demasiada caliginosidad en la metrópoli? —preguntó el profesor.
—Había cierta caliginosidad, pero no del todo condensada —le respondió Lawrence con gravedad.
Recuerdo haber tomado té con él en Fullers y el escándalo que produjo al llamar a la camarera palmeando las manos al estilo oriental. Una tarde hizo sonar su campana de estación desde su ventana.
—¡Santo cielo! —exclamé—; va a despertar usted a todo el colegio.
—Necesita despertar.
Teníamos el proyecto de escribir una sátira sobre los escritores contemporáneos al estilo de uno de los libros azules del Gobierno. Le dije:
—Lo primero que tenemos que hacer es conseguir un libro azul y estudiarlo. —Decidió comprar uno en la siguiente ocasión que fuera a Londres. Cuando en la Oficina de Publicaciones pidió un libro azul, el empleado le preguntó:
—¿Cuál quiere usted? Tenemos centenares.
—Me da lo mismo; cualquiera.
El empleado creyó que su indiferencia ocultaba una turbación culpable, y le entregó el informe de una Comisión Real sobre las enfermedades venéreas.
En cierta ocasión le hice algunas bromas al encontrarlo de puntillas al lado del fuego; dije que lo hacía para parecer más alto. Negó aquello acaloradamente; insistió que el deber de mostrarse útil para hacer cualquier cosa incumbía a las personas altas como yo. Esto me animó a hacer una pretendida demostración de violencia física; pero me detuve inmediatamente cuando advertí su mirada. Ya había sorprendido en otras ocasiones su terror enfermizo a que lo tocasen.
Yo no participaba en la vida estudiantil; iba sólo a las oficinas a recoger la subvención del Gobierno y la ayuda universitaria; me negaba a pagar las suscripciones deportivas del colegio, alegando mi incapacidad física para practicar cualquier deporte y mi falta de interés en contemplarlo. La mayor parte de mis amigos estaban en Balliol y Queen’s, y Wadham tenía más derecho a exigirme lealtad.
En esa época me ocupaba poco de los niños; éstos quedaban en manos de Nancy y de la nodriza. Nancy pensaba que necesitaba alguna actividad además de la pintura, pero no se decidía por ninguna. Una tarde, a mitad de unas vacaciones, me dijo de pronto:
—Debo irme inmediatamente de aquí. Estoy harta de Bear’s Hill. Vamonos a alguna parte en bicicleta.
Empaquetamos unas cuantas cosas y emprendimos el paseo en dirección a Devon. Las noches eran frías y, por no haber llevado mantas, pedaleábamos de noche y dormíamos de día. Atravesamos la llanura de Salisbury a la luz de la luna, pasamos Stonehenge, y varios campamentos militares desiertos que tenían un aspecto verdaderamente espectral. Hubieran podido albergar a un millón de hombres: al número de soldados de las Fuerzas inglesas y el Cuerpo Expedicionario Británico muertos durante la guerra. Cerca de Dorchester, tomamos un desvío para visitar a Thomas Hardy, a quien habíamos conocido no hacía mucho, cuando fue a recoger su título de doctor en Oxford. Hardy era un hombre activo y alegre, sin la afasia y la vaguedad mental que habíamos advertido durante su visita a Oxford.
Conservo algunas notas de nuestra conversación con él. Nos recibió como representantes de la generación de posguerra, explicándonos que llevaba una vida tan tranquila en Dorchester que temía haberse quedado al margen de la época. Quería saber, por ejemplo, si sentíamos simpatía hacia el régimen bolchevique, y si podía confiar en los editores del Morning Post sobre el terror rojo. Luego hizo algunas preguntas sobre el cabello de Nancy, que ella llevaba muy corto cuando aún no estaba eso de moda, y de por qué conservaba su propio nombre. Su comentario en lo referente al nombre fue:
—¡Vaya, viven ustedes con mucho atraso! Yo conocí a una pareja de ancianos aquí hace sesenta años que hizo lo mismo. La mujer se llamaba Nancy Priddle (era descendiente de una antigua familia, los Paradelles, que desde hacía mucho tiempo habían decaído al nivel de campesinos) y ella tampoco se había cambiado el nombre. —Luego quiso saber por qué yo había dejado de usar mi grado en el ejército.
Le expliqué que había presentado mi dimisión.
—Pero usted tiene derecho a usarlo; si yo tuviera un grado estoy seguro que lo conservaría y de que me sentiría muy orgulloso de oírme llamar capitán Hardy.
Nos dijo que se había lanzado esos días a restaurar la fuente bautismal normanda de una iglesia cercana… se trataba sólo de la copia, pero disfrutaba mucho al volver a su antiguo oficio. Nancy mencionó que nuestros niños no estaban bautizados. Aquello le interesó, pero no le escandalizó y declaró que su madre decía siempre que de cualquier manera el bautizo nunca le hacía mal a nadie y que a ella no le habría gustado que en el otro mundo sus hijos le acusaran de haber dejado de cumplir un deber hacia ellos.
—Y por lo general he podido ver que todo lo que decía mi madre era cierto.
Nos dijo que según su opinión la nueva generación de clérigos era mucho mejor que la anterior… Aunque él iba ahora a la iglesia sólo tres veces al año… una visita a cada una de las tres iglesias de la región… Le era imposible olvidar que en su adolescencia la iglesia había sido el centro de toda la educación musical, literaria y artística en las aldeas. Habló de las orquestas de cuerda de las iglesias de Wessex, en una de ellas habían tocado su padre, su abuelo, y también él; y lamentó su desaparición. Mencionó que el clérigo que aparece como el señor Saint Clair en Tess d’Ubervilles había protestado ante el Ministerio de la Guerra sobre las funciones de la banda de instrumentos de cobre en los cuarteles de Dorchester, y habían sido la causa del abandono por el Estado Mayor de aquella guarnición tan popular.
Tomamos el té en el salón que, como el resto de la casa, estaba sobrecargado de muebles y ornamentos. A Hardy le agradaba acumular objetos, y la señora Hardy lo amaba demasiado como para sugerir la eliminación de algunos de ellos. Con la taza de té en la mano, comenzó a hacer bromas sobre los obispos del Club Athenaeum e imitó su tono episcopal cuando ordenaban:
—Té chino con un poco de pan y mantequilla. ¡Sí, señor! —Al parecer los obispos le parecían figuras jocosas, pero pronto comenzó a censurar a sir Edmund Gosse, que había pasado hacía poco unos días con ellos, por su falta de gusto al imitar la manera en que su viejo amigo Henry James tomaba la sopa. En Hardy, la lealtad hacia los amigos adquiría rasgos de verdadera pasión.
Después del té salimos al jardín, donde me pidió que le enseñase mis nuevos poemas. Le mostré uno y me preguntó si me podía hacer una sugerencia: la expresión «el perfume del tomillo», dijo, era uno de los lugares comunes que los poetas de su generación habían tratado de evitar. ¿No podía yo alterarlo? Cuando le respondí que sus contemporáneos la habían evitado tanto que ahora me era posible usarla sin desdoro, retiró su objeción.
—¿Escribe usted con facilidad? —me preguntó.
—De este poema he hecho seis versiones y probablemente no lo habré terminado hasta no haber hecho otras dos.
—¡Cómo! —exclamó—; yo no he hecho en mi vida más de tres esbozos de un poema, a veces cuatro. Temo que pueda perder su frescura.
Me dijo que él se sentaba a escribir sus novelas con un programa fijo, pero que la poesía siempre le llegaba por accidente, y que tal vez por eso era la parte de su obra que más estimaba.
Habló con desinterés de sus novelas, aunque admitía que había gozado al escribir ciertos capítulos. Mientras caminábamos por el jardín, Hardy se detuvo un momento cerca del invernadero. En una ocasión había estado podando un árbol cuando de pronto germinó en su mente la idea de un relato. La mejor idea que hubiera concebido en su vida, y le llegó completa con los personajes, el escenario, y hasta algo del diálogo. Pero como no llevaba lápiz y papel consigo, y deseaba terminar de podar antes de que el tiempo se estropeara, no tomó notas. Cuando se sentó a la mesa y trató de recordar la historia, todo había desaparecido.
—Lleve siempre papel y lápiz —dijo, y luego añadió—: Por supuesto que aunque ahora recordara la historia ya no la escribiría. Dejé atrás mi época de novelista. Pero a menudo me pregunto de qué se trataba.
Esa noche, durante la cena, se entusiasmó con la sidra y nos hizo su panegírico; la había bebido desde la infancia, y era la mejor medicina que conocía. Le dije que en el Mensaje al pueblo americano, que le habían pedido, no dejara perder la oportunidad de recomendar la sidra.
Hardy se quejó de los cazadores de autógrafos y de su obstinación. No le gustaba dejar cartas sin responder, y si lo hacía, aquellas gentes lo molestaban aún más. Esa mañana la carta de uno de esos demonios aficionados a los autógrafos lo había indispuesto. La carta comenzaba:
Querido señor Hardy:
Me interesaría saber por qué diablos no responde usted a mi solicitud…
Me pidió un consejo, y saltó de entusiasmo ante la sugerencia de que un secretario imaginario respondiese ofreciendo su autógrafo por la cantidad de una o dos guineas, que se enviarían a un hospital —(¡el hospital infantil de Swanage!, exclamó)— que le extendería un recibo.
Consideraba a los críticos profesionales como parásitos, no menos calamitosos que los cazadores de autógrafos, deseaba que desapareciesen, y lamentaba haberse contado entre ellos durante su juventud; según ellos debía haber eliminado en sus poemas todos los términos dialectales que no poseían un equivalente ordinario en inglés. Los críticos seguían molestándolo. Uno de ellos le reprochaba haber escrito el siguiente verso: «su figura disminuía en la distancia».
—¿De qué otra manera podía haberlo dicho? —Hardy se rió un poco.
En una o dos ocasiones recientemente había verificado la existencia de algunas palabras en el diccionario, por temor de que lo fueran a acusar de nuevo de acuñar términos nuevos, para descubrir que la única autoridad citada era él en alguna novela ya olvidada. Decía que sus primeras influencias literarias eran de escaso mérito porque él no procedía de un ambiente literario. Pero admitió que un aprendiz en la oficina de arquitectos donde trabajó de joven, acostumbraba a prestarle algunos libros. Sus gustos literarios eran sorprendentes. En una ocasión, cuando Lawrence se atrevió a decir algo poco respetuoso sobre la Ilíada de Homero, protestó:
—Oh, yo admiro esa obra enormemente. ¡Y no hay un manual de literatura que no la recomiende!
Lawrence creyó al principio que se trataba de una broma.
Al día siguiente nos marchamos, después de otro ataque de Hardy a los críticos durante el desayuno. Lamentaba que lo acusaran de pesimismo. Un crítico citaba como ejemplo lúgubre su poema sobre la mujer cuya casa ardía en su noche de bodas.
—Pero si se trata de un poema humorístico —decía Hardy—, y ese individuo debe de ser lo bastante obtuso como para no advertirlo. Después de leer esa crítica ha revisado mi colección de poemas con un lápiz, haciendo anotaciones, T, N y A, según fueran tristes, neutros o alegres. Y he descubierto que las tres categorías estaban en proporción, así que nadie puede considerarlo como un libro pesimista.
En su opinión, el vers libre no tenía futuro en Inglaterra.
—Todo lo que podemos hacer es escribir sobre los viejos temas y en los viejos estilos, pero tratando de hacerlo un poco mejor que quienes nos precedieron.
Sobre sus poemas, me dijo que una vez escritos le interesaba muy poco lo que les sucediera.
Me describió su trabajo durante la guerra; se alegraba de haber sido presidente del Comité Contra la Especulación, y haber logrado ajustarles las cuentas a un buen número de comerciantes bribones de Dorchester.
—Por supuesto eso me hizo muy impopular —admitió—, pero era cien veces mejor que sentarse en un tribunal militar y enviar al frente a los jóvenes que no querían ir.
No volvimos a ver a Hardy, aunque él nos invitó a visitarlo cada vez que quisiéramos.
De Dorchester pedaleamos hasta Tiverton, en Devonshire, donde la vieja nodriza de Nancy tenía una tienda de novedades. Nancy la ayudó a decorar el local, y le aconsejó enmarcar los grabados que vendiera. Como resultado de la labor de Nancy, las ventas aumentaron varios chelines durante esa semana y continuaron en esa cifra durante una o dos semanas después de nuestra partida. Eso le dio a Nancy la idea de abrir una tienda propia en Boar’s Hill, un gran distrito residencial sin ninguna tienda a menos de cinco kilómetros de distancia. Podríamos comprar una barraca de segunda mano del Ejército, y proveerla de artículos, dulces, tabaco, productos de mercería, medicinas y todas las demás cosas que uno encuentra en una tienda de pueblo, administrarla sabiamente y hacer una pequeña fortuna. Prometí ayudar mientras durasen mis vacaciones.
Pero las barracas del Ejército no se podían comprar a un precio razonable; de manera que un carpintero local construyó la tienda según los proyectos de Nancy. Un vecino nos alquiló una esquina de su terreno, cerca de la carretera. Pronto terminaron las obras y compramos las mercancías. El Daily Mirror celebró la apertura en su primera página con el titular: COMERCIANTES EN EL PARNASO; multitudes de Oxford se pusieron en movimiento para ir a vernos. Pronto nos dimos cuenta de que nuestra tienda debía ser o un gran almacén general que convirtiera a Boar’s Hill en una entidad más o menos independiente de Oxford (y del poco satisfactorio sistema de servicios de distribución que realizaban algunos agentes con productos de ínfima categoría y la consigna de «tómelo o déjelo»), o un pequeño quiosco en que se vendieran dulces y tabaco y que no les hiciera la competencia a los comerciantes de Oxford. Decidimos el camino de la competencia. El edificio debía ser mayor, y era necesario invertir doscientas o trescientas libras en mercancías. Yo atendía la tienda durante varias horas al día, mientras Nancy visitaba las casas de los alrededores para recoger los pedidos diarios. Las clases habían comenzado y yo debía seguir los cursos en Oxford. Otra escena caricaturesca: yo, con un delantal de lona verde, sofocado de calor, despeinado, vendiéndole un paquete de tabaco al poeta con una mano, y pesándole con la otra media libra de azúcar moreno a la esposa del jardinero de sir Arthur Evans.
Finalmente, la vida comercial invadió todas nuestras actividades, no sólo la pintura de Nancy sino mi trabajo en la universidad, y el cuidado de la casa y los niños. Contratamos a un muchacho para recoger los pedidos y muy pronto logramos que todos los residentes de Boar’s Hill, con la excepción de dos o tres personas, fueran nuestros clientes. Hasta la señora Masefield nos visitaba una vez por semana. Siempre compraba el mismo frasco de polvo limpiador y una caja de jabón en polvo, y sacaba el dinero de una alcancía que llevaba consigo. Los problemas morales del comercio me interesaban. Tanto a Nancy como a mi nos costaba mucho ser realmente honrados en aquellos días de precios fluctuantes; no podíamos resistir la tentación de vender a menor precio a los pobres campesinos de Wootton, que eran clientes habituales, y recobrar nuestro dinero a expensas de los residentes ricos de Boar’s Hill. Jugar a Robin Hood me resultaba muy fácil. Nadie advertía el fraude, era tan sencillo como contar guisantes, nos decía el muchacho cuando se ponía detrás del mostrador. Descubrimos que la mayoría de las personas compraban el té por el precio y no por la calidad. Si en un momento dado carecíamos del té que vendíamos a nueve peniques los cien gramos, que era el que la señora Fulana de tal compraba siempre, pues le disgustaba el de ocho peniques, y si la señora Fulana de tal se presentaba deprisa pidiendo su té, le servíamos un paquete del de siete peniques, que era del mismo color que el de nueve, y le cobrábamos los nueve peniques. La diferencia nunca se advertía.
Nos apenaba ver a los agentes comerciales que subían la colina, sudando bajo los pesados sacos de mercancías, muchas veces a pie, y que debían regresar sin un solo pedido. Nos contaban alguna historia terrible sobre sus desdichas, y a menudo les comprábamos las mercancías y llenábamos nuestro almacén con más productos de los que necesitábamos. En agradecimiento, nos enseñaban algunos de los trucos del oficio. Nos aconsejaban, por ejemplo, a no cortar nunca el queso ni el tocino exactamente al peso que nos pedían, sino pasarnos de una a dos onzas y cobrarlas.
—Son muy pocos los que pueden hacer la suma antes de que haya usted retirado la mercancía de la balanza y menos aún los que se toman la molestia de volver a hacer las cuentas cuando llegan a casa.
La tienda duró seis meses. Los precios comenzaron a caer a razón de un cinco por ciento a la semana; las mercancías que teníamos en el almacén se devaluaron rápidamente, algunos de los campesinos de Wootton nos debían cuentas muy altas. Entonces enfermé de gripe y Nancy se peleó con la nodriza y tuvo que volver a hacerse cargo de la casa y de los niños. Cuando hicimos cuentas, decidimos contar nuestras pérdidas; esperábamos recuperar la inversión original, y hasta obtener algo más en la operación, vendiendo la tienda y la clientela a una gran firma de comerciantes de ultramarinos de Oxford que deseaba comprarla para instalar una sucursal de su empresa. Por desgracia, el local no era nuestro, y la señora Masefield aconsejó al propietario no permitir la instalación de ningún negocio ordinario, a fin de no arruinar la belleza bucólica del lugar. Tuvimos que vender el resto de la mercancía a precios de coste a los agentes comerciales, y buscar un comprador para el edificio. Por desgracia también, el edificio no se había construido en secciones desmontables para poderse reconstruir en otra parte, y tuvimos que venderlo como madera; durante esos seis meses los precios de la madera habían bajado desastrosamente. Recuperamos veinte libras de las doscientas que habíamos invertido; pero debíamos unas quinientas libras a los proveedores. Un abogado se ocupó de todo, dispuso de nuestros haberes y logró reducir la deuda a trescientas libras. Nicholson le envió a Nancy un billete de cien libras (en una caja de cerillas) como contribución, y Lawrence inesperadamente nos proporcionó el resto. Me dio cuatro capítulos de Los siete pilares de la sabiduría para venderlos en Estados Unidos a una revista que deseaba publicarlos en serie. Lawrence había hecho una cuestión de honor no obtener un sólo centavo de la rebelión, ni siquiera indirectamente; pero si podía ayudar a un poeta en apuros no veía en ello ningún mal.
Les comunicamos a los Masefield que dejaríamos libre la casa a finales de junio de 1921; pero no teníamos la menor idea de dónde iríamos a vivir, ni de qué haríamos después. Era evidente que debíamos conseguir otra casa, vivir tranquilamente, cuidar de nuestros hijos, y tratar de ganarnos la vida escribiendo y pintando. Nancy, que se había hecho cargo de todo mientras yo estuve enfermo, me dejó la tarea de buscar la casa. Debía encontrarla en un plazo de tres semanas.
Protesté:
—Sabes muy bien que no se consigue ninguna casa en alquiler.
—Sí, pero sencillamente debemos encontrar una.
—Muy bien, descríbemela al detalle. Como no vamos a encontraria, sabremos cuál es la clase de casa inexistente que realmente nos gustaría tener.
—Bueno, debe tener seis habitaciones, agua corriente, una buhardilla habitable, un jardín cerrado; debe estar junto a un río, en un pueblo con tiendas, y a la vez algo retirada del pueblo. El pueblo debe hallarse a unos ocho o diez kilómetros de Oxford en dirección opuesta a Boar’s Hill. La iglesia debe tener una torre y no una aguja; las detesto. Y sólo nos podemos permitir pagar diez chelines a la semana; por supuesto, la casa no debe tener muebles.
Anoté otros detalles sobre el suelo, sanitarios, ventanas, escaleras, e instalaciones de cocina. Puse una regla sobre el mapa del Estado Mayor de la región de Oxford y encontré cinco pueblos que correspondían en general con la dirección y la distancia establecidas por Nancy. De esos pueblos pronto supimos que dos tenían tiendas, y de esos dos, uno tenía una iglesia con torre.
Me dirigí a una empresa inmobiliaria en Oxford y les pregunté:
—¿Tienen ustedes en alquiler alguna villa sin muebles?
El empleado sonrió cortésmente.
—Lo que necesito —le dije— es una casa en los alrededores del pueblo de Islip, con un jardín cercado, seis habitaciones, agua corriente, una buhardilla y una renta que no exceda de los diez chelines a la semana.
—Ah, ¿se refiere usted a World’s End? Pero esa casa está en venta; no la alquilan. Sin embargo, no hemos logrado encontrar un comprador desde hace dos años, de modo que es posible que el propietario se conforme ahora con quinientas libras, que es sólo la mitad de lo que pedía en un principio.
Al día siguiente Nancy me acompañó a Islip. Examinó la casa y me dijo:
—Sí, ésta es la casa, perfectamente, sólo que tendré que cortar esos cipreses y cambiar las marquesinas de las ventanas. Nos instalaremos aquí el día que entreguemos la otra casa.
—¿Y el dinero? No tenemos un centavo.
Nancy respondió:
—¿Crees que no vamos a encontrar una simple suma de dinero, cuando hemos podido encontrar la casa?
Tenía razón. Mi madre compró la casa por quinientas libras y nos la alquiló, bondadosamente, por sólo diez chelines a la semana.