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En octubre de 1919 partí al fin a Oxford, y Nicholson nos dio los muebles de Harlech. Oxford estaba superpoblado; los propietarios de casas de huéspedes, algunos de los cuales estuvieron casi muertos de hambre durante la guerra, tenían todas las habitaciones alquiladas con varios trimestres de anticipación; los alquileres en consecuencia eran muy altos. El colegio de Keble construyó una serie de barracones para los estudiantes sin alojamiento. No se podía encontrar una casa sin muebles en cinco kilómetros a la redonda. Yo resolví este problema alegando mala salud y obteniendo un permiso del Colegio de Saint John para vivir a ocho kilómetros de allí, en Boar’s Hill, donde John Masefield, a quien le gustaba mi poesía, nos ofreció una pequeña casa al fondo de su jardín.

Encontramos la universidad sorprendentemente tranquila. Los soldados que volvían no tenían ningunas ganas de pelear, romper vidrios, embriagarse, buscarse problemas con la policía o jugar a carreras con los bulldogs de los vigilantes como en otras épocas. Los muchachos que procedían directamente de las escuelas privadas se comportaban también con tranquilidad; durante cuatro años les habían estado lanzando sin cesar sermones sobre la guerra, con instrucciones de portarse lealmente con la patria mientras sus hermanos estaban en las trincheras, para hacerse merecedores de tales sacrificios. Como los muchachos entraban a formar parte de los batallones de cadetes a la edad de diecisiete años, los maestros podían mantener un firme control en las escuelas; los problemas los provocaban casi siempre los muchachos de dieciocho años. G. N. Clark, un profesor de historia de Oriel, licenciado en Oxford precisamente antes de que estallara la guerra, soldado de infantería en Francia y prisionero de guerra en Alemania, me dijo:

—No logro comprender de ninguna manera a mis alumnos. Todo les lleva a responder «Sí, señor» y «No, señor». Parece que tienen auténtica sed de conocimientos y toman notas en sus cuadernos como locos. No recuerdo un solo ejemplo de un comportamiento similar en los días de preguerra.

Los ex combatientes, entre los que se contaban docenas de capitanes, mayores, coroneles y hasta un general de brigada de sólo veinticinco años, insistían en sus derechos. En Saint John formaron un Soviet Universitario, exigieron con éxito una revisión total del escandaloso sistema de alimentación y eligieron a un representante que inspeccionara las cocinas. Los maestros más ancianos, a quienes había visto durante la guerra temblar por miedo a una invasión, ante la posibilidad de saqueo y de incendio de los colegios y de violación de sus hijas en los bosques, que contemplaban entonces a los soldados, incluyéndome a mí, como a sus nobles salvadores, habían recobrado su dominio y su altivez de antes de la guerra. El cambio en sus modales me divertía. Mi tutor, sin embargo, aunque no me saludaba cuando nos encontrábamos, seguía manteniendo un trato amistoso; convenció al colegio de que me dejaran cambiar mi curso y en vez de estudiar los clásicos, dedicarme a la lengua y a la literatura inglesa, sin que se me suprimieran las sesenta libras que recibía por estudiar letras clásicas. Me alegraba haber recibido una ayuda y no una beca, aunque en 1913 aquello me hubiera desilusionado: los reglamentos del colegio permitían a los estudiantes casarse, pero no a los becarios.

El curso de literatura inglesa me resultó tedioso, especialmente la insistencia en los poetas del siglo XVIII. Mi tutor, Percy Simpson, el editor de las obras de Ben Johnson, compartía mi punto de vista y me hablaba de lo que había sufrido de adolescente por referir a los poetas románticos. Cuando su maestro lo había golpeado un día por encontrarlo leyendo a Shelley, él había protestado mientras le pegaba: «¡Shelley es magnífico!, ¡Shelley es magnífico!». Sin embargo me recomendó que bajo ningún concepto menospreciara en el examen final a los poetas del siglo XVIII. Me costó también concentrarme en los casos, géneros y verbos irregulares de la gramática inglesa. El profesor de esta materia era un hombre candoroso: según decía, el inglés era un idioma que tenía un interés puramente lingüístico y era difícil encontrar un solo verso de poesía anglosajona con el más mínimo interés literario. Yo no estaba de acuerdo. Pensaba en Beowulf envuelto en sus mantas en medio de un pelotón de caballeros ebrios en el campamento de Gothland; en Judith saliendo «de paseo» en dirección a la tienda de Holofernes; en Brunanburgh y su rudimentaria bayoneta… para todos nosotros aquel mundo era más cercano que la atmósfera de salones y de parques con ciervos del siglo XVIII. Edmund Blunden, a quien también se le había permitido vivir en Boar’s Hill debido a que tenía los pulmones delicados por el gas, hacía el mismo curso. Para nosotros dos la guerra continuaba aún, y nosotros lo traducíamos todo a términos de trinchera. En medio de una conferencia, yo podía tener una visión muy clara de soldados marchando por el camino de Béthune a La Bassée; los hombres irían cantando, mientras una pandilla de niños franceses corría al lado de nosotros, gritando:

—¡Tommee, Tommee, dame extracto de carne!

Y volvía a sentir el olor de los retretes a las afueras del pueblo. O podría estar en la calle principal de Laventie, pasando junto a la barraca de una compañía; un suboficial exclamaría: «¡Pelotón, firmes!», y los soldados del Segundo Batallón, en pantalón corto, exhibiendo rodillas morenas y rostros morenos, inexpresivos, se pondrían de pie como sacudidos por un resorte en los escalones rotos donde estaban sentados. O podría ser en un granero con mi primer pelotón del Regimiento Galés, observándoles jugar a las cartas a la débil luz de una vela. O en un refugio profundo en las trincheras de Cambrin, conversando con un oficial de comunicaciones; al levantar la vista veía las piernas cubiertas de lodo de alguien que bajaba los escalones, luego una repentina explosión y las sacudidas en todo el refugio. Aquellos sueños diurnos persistieron como una vida alterna y no me abandonaron del todo hasta 1928. Las escenas eran casi siempre recuerdos de mis primeros cuatro meses en Francia; según parece el aparato registrador de emociones debió de averiarse después de Loos.

Si el estudio del siglo XVIII era tan poco popular entre los estudiantes se debía en gran parte a su afrancesamiento. El sentimiento antifrancés entre la mayoría de los soldados se había convertido en una obsesión. Edmund solía decir en aquella época, temblando de excitación:

—¡Por ningún precio iría a otra guerra! Excepto si fuera contra los franceses. Si alguna vez les declarásemos la guerra, partiría como una bala.

El sentimiento pro-alemán iba en aumento. Una vez terminada la guerra, y derrotado su ejército, podíamos reconocer que los soldados alemanes eran los más eficientes combatientes de Europa. A menudo oí decir que sólo el bloqueo había conseguido vencer a los fritz; que durante la última ofensiva de Haig, no habían sido verdaderamente derrotados y que sus secciones de ametralladoras nos habían contenido el tiempo suficiente para cubrir la retirada del armamento pesado. Algunos estudiantes insistían en que habíamos estado combatiendo en el lado equivocado, que nuestros enemigos naturales eran los franceses.

Al final del primer trimestre en el colegio asistí a la acostumbrada reunión del consejo universitario para informar sobre mi trabajo. El presidente tosió, y me dijo con cierta sequedad:

—Tengo entendido, señor Graves, que los ensayos que ha escrito para su profesor de inglés son, digamos, un poco temperamentales. Parece, en efecto, que usted prefiere ciertos poetas a otros.

En aquella época varios poetas vivían en Boar’s Hill; demasiados, según nos parecía a Edmund y a mí. Se había convertido casi en un centro turístico, dominado por Robert Bridges, el poeta laureado, de ojos brillantes, modales bruscos y provocadores, y una flor en el ojal… fue uno de los primeros hombres de letras que cantó la palinodia de Oxford en tiempos de guerra sobre el odio a los alemanes. También vivía allí el doctor Gilbert Murray, un hombre de voz amable y con el aspecto espiritual de un riguroso vegetariano, que hacía propaganda preliminar para la Liga de las Naciones. En una ocasión, en que estaba en su estudio conversando sobre la Poética de Aristóteles, le pregunté de repente mientras él iba de un extremo a otro:

—¿A qué principio obedece esa manera de caminar? ¿Está tratando de evitar las flores del tapete o trata de pisar sólo los cuadros?

Mi neurosis compulsiva me ayudaba a advertirla en los demás. Se volvió hacia mí rápidamente y me dijo:

—Es usted la primera persona que me ha descubierto. No, no se trata ni de las flores ni de los cuadrados; es una costumbre que tengo de hacerlo todo siete veces. Doy siete pasos, ve usted, luego cambio de dirección y doy otros siete pasos, y luego doy la vuelta. El otro día consulté este asunto con Browne, el profesor de psicología, y me aseguró que no se trata de un hábito peligroso. Me dijo: «Cuando se encuentre usted rigiendo su vida por múltiplos de siete, vuelva a verme».

Frecuenté bastante a John Masefield, un hombre nervioso, amable y correcto, muy sensible a la crítica, que parecía haber sufrido mucho durante la guerra como ordenanza en una unidad de la Cruz Roja; estaba trabajando en esa época en Reynard el zorro. Escribía en una cabaña de su jardín, rodeado de altos arbustos de aliaga, y sólo se le veía a la hora de las comidas. Por la noche solía leer el trabajo del día a la señora Masefield, y ambos lo corregían juntos. Masefield estaba en el apogeo de su fama y un flujo incesante de visitantes americanos llamaba a su puerta. Pero la señora Masefield protegía a su John. Provenía del norte de Irlanda, y ponía un freno necesario a la generosidad y sociabilidad de John. Admirábamos sus excelentes cualidades de ama de casa y la manera con que exigía el respeto a sus derechos, en puntos donde personas menos resueltas hubieran cedido. Un ejemplo: unos vecinos nuestros tenían un perro airedale especialmente estúpido; un día que estaba paseando, un conejo salió corriendo del huerto de los Masefield. El airedale persiguió al conejo sin lograr capturarlo, como de costumbre. El conejo, que lo creía un poco más imbécil y lento de lo que era en realidad, volvió sobre sus pasos para encontrarse de pronto en las mandíbulas del perro. Los propietarios del airedale, encantados por la brillante exhibición de su animal, cogieron el conejo y se lo llevaron a casa. La señora Masefield había observado la escena desde el huerto. Como aquel no era, estrictamente hablando, un camino público, el conejo era legalmente suyo. Esa noche los vecinos oyeron que alguien llamaba a su puerta.

—¡Adelante, ah, pase usted, señora Masefield! —había ido a pedirles la piel del conejo. La única extravagancia de la señora Masefield era el bridge; acostumbraba a jugar a medio penique los cien puntos. Pero con nosotros era una propietaria llena de consideraciones, y siempre le recomendaba a Nancy que se mantuviera al mismo nivel intelectual que yo si deseaba conservar mi amor.

Otro poeta que vivía en Boar’s Hill era Robert Nichols, otro ex combatiente neurasténico, que llevaba un anillo de ópalo, sombrero de ala ancha, agitaba expresivamente los brazos y poseía «una melancólica grandeza cuando estaba en reposo» (la frase procede de una nota crítica de sir Edmund Grosse). Nichols pasó solamente tres semanas en Francia, con la artillería pesada, y nunca participó en ningún combate; pero por ser extremadamente nervioso había quedado exento del servicio en el frente y le habían enviado a Estados Unidos, a hacer, por cuenta del Ministerio de Información, un ciclo de conferencias sobre los poetas ingleses en la guerra. Había leído poemas de Siegfried y míos, y creó la leyenda de unos nuevos tres mosqueteros, que éramos Siegfried, él y yo, aunque nunca habíamos estado los tres reunidos en un mismo cuarto.

Ese invierno, George y Ruth Mallory nos invitaron a Nancy y a mí a escalar con ellos. Pero Nancy no podía soportar las alturas y esperaba otro niño; y yo advertí que mis días de alpinista habían pasado. Había decidido no volver a arriesgar nunca más deliberadamente mi vida. En marzo nació el niño y lo llamamos David. A mi madre la embargaba la felicidad al haberse asegurado el primer nieto de los Graves. Mis hermanos mayores habían tenido sólo niñas; al fin aparecía un heredero para la plata y los documentos de la familia. Cuando Jenny nació se había lamentado con Nancy, aunque llegó a afirmar:

—Tal vez sea mejor tener una niña primero, puede servir de práctica.

Nancy estaba decidida a tener cuatro hijos; se parecerían a los niños de sus dibujos; el orden sería: una niña, un niño, una niña y un niño. Pensaba tenerlos lo más rápidamente posible. Creía en las familias con padres jóvenes y tres o cuatro hijos sin grandes diferencias de edad. Ella era quien tomaba las decisiones, sin embargo comenzó a lamentar haberse casado, consideraba su matrimonio como un agravio a sus convicciones, como una concesión al patriarcado. Quería, de algún modo, no estar casada, tampoco divorciarse (que era tan malo como casarse), sino encontrar una forma en que ella y yo pudiéramos vivir juntos sin estar obligados a hacerlo por un compromiso legal o religioso.

Fue entonces cuando volví a ver a Dick por última vez; lo encontré desagradablemente agradable. Estaba en Oxford, se preparaba para ingresar en el servicio diplomático, y había cambiado tanto que me parecía absurdo que en otra época hubiera podido sufrir por él. Sin embargo persistía cierto parecido caricaturesco con el muchacho que yo había amado.