26

A mediados de diciembre los batallones de cadetes se disolvieron, y los oficiales, después de unos cuantos días de permiso, fueron enviados a sus unidades. Recibí órdenes de reincorporarme al Tercer Batallón del Regimiento Real Galés, estacionado en esa época en los cuarteles del castillo de Limerick, pero decidí prolongar mi permiso hasta que naciera nuestro hijo. Nancy lo esperaba para principios de 1919, y su padre alquiló una casa en Hove para esa ocasión. Jenny nació la noche de reyes y ni era negra como el carbón, ni parecía especialmente afectada por los golpes recibidos por su madre los meses anteriores. Nancy ignoraba todo lo referente a la maternidad —creo que deberían haberla preparado un poco—, y le llevó años recuperarse de la prueba. Yo llegué a Limerick y allí tuve que inventar algunas mentiras para que me perdonaran la prolongación de mi permiso.

Limerick era una fortaleza del Sinn Fein, y los encuentros entre nuestros soldados y los jóvenes del pueblo eran constantes, sin que aquello ahondara los rencores; los galeses y los irlandeses siempre han logrado entenderse bien; del mismo modo que los galeses y los escoceses terminan siempre por no entenderse. El Real de Gales se acomodaba bien a la situación: los soldados no se tomaban demasiado en serio la política. Limerick tenía el aspecto de una ciudad destrozada por la guerra. Las calles principales estaban llenas de agujeros como cráteres de bombas y muchos de los mejores edificios parecían a punto de derrumbarse. El viejo Reilly de la tienda de antigüedades, que se acordaba bien de mi padre, me dijo que nadie quería construir casas nuevas en Limerick; el índice de natalidad había descendido considerablemente y, cuando una casa se derrumbaba, los supervivientes se mudaban a otra. También me dijo que todo el mundo en Limerick moría por la bebida, excepto los monjes de Plymouth, que morían de melancolía religiosa.

Limerick no comenzaba a vivir hasta después de las nueve de la mañana. Un día, más o menos a esa hora, caminaba por la calle O’Connell, la antigua calle del rey Jorge, y la encontré desierta. Al dar las nueve se abrió la puerta de una magnífica casa de estilo georgiano y fueron saliendo: primero, un balde de agua sucia que por poco me baña, luego un perro, que levantó una pata junto al poste del alumbrado, luego una niña desarrapada que se sentó al lado del cubo de la basura, y sacó de él unos pedazos inmundos de pan; finalmente un burro, que comenzó a rebuznar. Me había imaginado Irlanda exactamente así y me pareció que su encanto era peligroso. Cuando se me encomendó salir al mando de un destacamento militar a buscar y requisar rifles en un pueblo vecino, le pedí a Attwater, entonces comandante del regimiento, que me buscara otro puesto; le expliqué que como irlandés no me resultaba agradable mezclarme en la política irlandesa. Ese mes de enero jugué mi último partido de rugby; jugué con el equipo del batallón contra el de la ciudad de Limerick. Todos estábamos en malas condiciones y nuestros adversarios parecían deseosos de mostrarnos qué excelente material para el combate se había perdido Inglaterra al negarle a Irlanda el Home Rule. ¡Se lanzaron jovialmente sobre mí y me hundieron la cara en el fango!

Mi nueva lealtad hacia Nancy y Jenny tendía a disminuir la lealtad al regimiento, ahora que la guerra había terminado. En una ocasión en que me hallaba en mi habitación, contemplando el patio del cuartel, comencé a escribirles una absurda carta rimada:

¿Existe una canción lo suficientemente dulce

para Nancy y para Jenny?

Le preguntó Simón el Bueno a un comerciante.

Me parece que no; no conozco ninguna.

He recorrido el camino de Babilonia.

Volé alrededor de la tierra como un pájaro,

He cabalgado hasta Banbury Cross,

Pero jamás he oído esa dulce canción.

En aquel momento algunos camaradas del regimiento volvieron a los cuarteles después de una marcha de rutina; los tambores y los pífanos se acercaron a mi ventana haciendo vibrar los cristales con la Marcha de los granaderos ingleses. La insistente repetición de esta melodía y las ásperas palabras de mando que oía a medida que las tropas se reunían, compañía tras compañía, en el patio, parecieron un desafío a Babilonia y a Banbury Cross. La Marcha de los granaderos ingleses logró en un momento introducirse en el poema.

Hay quien habla de Alejandro,

quien habla de Hércules,

para ser repudiada inmediatamente:

Pero ¿quién habla de Nancy y de Jenny?

¿Y con quién podría compararlas?

¿Había dejado de ser un granadero inglés?

Decidí presentar inmediatamente mi dimisión. Al consultar la lista de oficios que tenían prioridad en la desmovilización de las fuerzas, descubrí que los agricultores y estudiantes constituían los dos grupos más privilegiados. No tenía ningún deseo especial de volver a ser estudiante y hubiera preferido convertirme en agricultor —Nancy y yo habíamos proyectado dedicarnos a trabajar la tierra cuando terminara la guerra—, pero ¿con qué experiencia agrícola contaba? En cambio, podía hacer un curso de dos años en Oxford con una ayuda económica de doscientas libras anuales, y mis servicios de guerra me dispensaban del examen intermedio. Tampoco tenía que pasar el examen previo debido a que me había presentado al examen final en Charterhouse; de tal manera que sólo tenía que presentarme a la prueba final. La ayuda económica se podía completar con un suplemento para mi bija. En aquel momento parecía absurdo suponer que los títulos universitarios pudieran servir de algo en la Inglaterra que acababa de salir de la guerra. Pero Oxford parecía un lugar adecuado para pasar el tiempo hasta que me encontrase en mejores condiciones de ganarme la vida. Nos habíamos acostumbrado al criterio de la época de guerra, consistente en que nuestros méritos en el frente serían los únicos que nos calificarían adecuadamente para obtener un buen empleo en época de paz, de manera que esperábamos que nuestras cicatrices y las recomendaciones de nuestros superiores nos abrieran todas las puertas que deseábamos. Debo decir que algunos de mis colegas consiguieron empleo antes de que el espíritu patriótico volviera a enfriarse y se colocaron en puestos para los que no tenían la preparación adecuada.

Le escribí a un amigo que trabajaba en el Departamento de Desmovilización del Ministerio de la Guerra, pidiéndole que se diera prisa en conseguir mi liberación. Me respondió que haría todo lo posible, pero que para ello era necesario que yo no hubiese manejado fondos del gobierno en los últimos seis meses. Por fortuna, no lo había hecho; sin embargo Attwater decidió de pronto encomendarme el mando de una compañía. Se quejó de hallarse desastrosamente corto de oficiales a quienes se les pudiera confiar la contabilidad de una compañía. Los últimos, llegados de los batallones del Nuevo Ejército, eran una vergüenza constante para los oficiales superiores. Falsos certificados de paternidad, cheques sin fondos y estado de ebriedad en las maniobras eran cosas frecuentes; por no hablar de los modales durante las comidas, que sumían al sargento Malley en el desconsuelo. Teníamos ahora dos cantinas: una para los subalternos y otra para los oficiales superiores; sin embargo, si algún oficial joven era un caballero (es decir, que perteneciera a una vieja familia de Gales del Norte, o procediera de Sandhurst), el coronel lo invitaba a pasar al salón para los oficiales superiores a fin de que se mezclara con su propia clase. La situación debía de parecerles muy extraña a los subtenientes de los tres batallones de línea capturados en Mons en 1914, a quienes la muerte de la mayoría de sus contemporáneos había promocionado a capitanes, y liberado según las condiciones establecidas en el armisticio.

Attwater sólo renunció a su proyecto cuando le prometí ayudarlo con las representaciones teatrales del batallón, que se preparaban para el día de San David; me comprometí a actuar en el papel de Cinna, en Julio César. El hecho de que cambiara de opinión me salvó de tener que pagar doscientas libras, porque al día siguiente el teniente más viejo de la compañía, al que debía reemplazar, desapareció con los fondos, y yo hubiera sido legalmente responsable de dicha pérdida. Antes de la guerra aquel hombre era conocido en los muelles de Blackpool como el rey de las esposas. Logró llegar a Estados Unidos sin problemas.

Hice un paseo a caballo a unos cuantos kilómetros de Limerick para visitar a mi tío Robert Cooper, de Cooper’s Hill. Era un granjero; un comandante naval retirado, y los nacionalistas irlandeses le habían quemado las cosechas y le robaban el ganado. A través de la ventana, me mostró los rebaños que pastaban no lejos de Shannon.

—Pasaron allí todo el invierno —dijo en tono abatido—, pero yo no he tenido ánimos para ir a darles una ojeada en estos últimos tres meses.

Pasé la noche en Cooper’s Hill, y desperté con un escalofrío repentino, que reconocí como un primer síntoma de gripe.

Al volver al cuartel, me enteré de que había llegado un telegrama del Ministerio de la Guerra autorizando mi liberación, pero que la desmovilización de las tropas en Irlanda debía interrumpirse al día siguiente por un período de tiempo indefinido debido a los disturbios políticos. Attwater me mostró el telegrama y me dijo:

—No te vamos a dejar partir. Prometiste ayudarme en la representación teatral.

Protesté; él se mantuvo firme. Pero yo no estaba dispuesto a pasar la gripe en un hospital militar irlandés con los pulmones que tenía entonces.

Decidí salir de allí como fuera. El sargento encargado de la Sala de Ordenanzas había preparado mis documentos al recibir el telegrama; yo tenía todas mis cosas perfectamente empaquetadas. Sólo necesitaba dos cosas: la firma del comandante declarando que no había manejando fondos de la compañía en los últimos seis meses y el sello que sólo el oficial de desmovilización del batallón podía proporcionarme; pero era íntimo de Attwater, de manera que no me atreví a pedírsela. El último tren antes de que terminara la desmovilización saldría de Limerick a las seis y quince esa tarde; era el 13 de febrero. Mi única esperanza consistía en esperar a que Attwater saliera de la Sala de Ordenanzas, y pedirle sutilmente al comandante que firmara mi declaración, sin mencionar que Attwater se oponía a mi partida. Attwater estuvo en la Sala de Ordenanzas hasta las seis y cinco. En cuanto lo perdí de vista me apresuré, saludé, conseguí la firma… por fortuna, mi viejo amigo Mcartney-Filgate estaba a cargo de la comandancia; volví a saludar, y corrí a recoger el equipaje. Contaba con encontrar un coche en la puerta del cuartel, pero no había ninguno. Me quedaban cinco minutos tan sólo, y la estación estaba bastante lejos de allí. Pasó un cabo del Primer Batallón. Le grité.

—¡Cabo Summers, pronto, llame a un pelotón! Tengo un billete y debo tomar el último tren que sale hacia Inglaterra —Summers llamó inmediatamente a cuatro soldados; cogieron mis cosas y marcharon con ellas hasta la estación. Salté al tren cuando ya había arrancado y le arrojé un billete de una libra al cabo Summers.

—¡Adiós, cabo, beban esta noche a mi salud!

Sin embargo no tenía el sello, y sabía que cuando llegara al centro de inmovilización de Wimbledon los oficiales no me dejarían seguir adelante. Aquello no me importaba demasiado. Por lo menos podría pasar la gripe en un hospital inglés y no en uno irlandés. Mi temperatura comenzaba a subir con rapidez, y mi mente trabajaba claramente, como me ocurre siempre bajo los efectos de la fiebre; las imágenes visuales que en épocas ordinarias son oscuras y parciales, en esos momentos se me definen y completan. Llegamos a Fishguard después de una agitada travesía. Compré un número del South Wales Echo y leí que habría huelga de ferrocarriles eléctricos al día siguiente, 14 de febrero, a menos que los directores de la empresa satisficieran las demandas del sindicato. De manera que al llegar a Paddington salté del tren aún en marcha, caí al suelo, me levanté y corrí hacia la entrada de la estación, donde, a pesar de la competencia de los porteros, muy escasos en aquella época, me apoderé del único taxi cuando sus ocupantes pagaban la tarifa. Había previsto la escasez de taxis y no podía permitirme perder el tiempo. Volví en taxi hasta el tren, donde docenas de oficiales condecorados me contemplaron con envidia. Uno que había viajado en mi compartimento había sido recibido por su esposa.

—Excúseme —le dije—, ¿quieren ustedes compartir mi taxi? les advierto que tengo gripe. Voy hacia Wimbledon, de manera que puedo dejarlos en Waterloo; los trenes de vapor aún están funcionando —aceptaron encantados, porque vivían en Ealing y no tenía idea de cómo llegar a casa a menos que consiguieran un taxi.

Cuando nos dirigíamos a Waterloo, él me dijo:

—Me gustaría poder mostrarle de alguna manera nuestra gratitud. Si pudiéramos hacer algo por usted.

—Bueno, por el momento sólo hay una cosa que deseo. Obtener los sellos para mi permiso de desmovilización, y eso, me temo, no lo podrá conseguir usted. Me vine de Irlanda sin ellos, y lo pagaré muy caro si en Wimbledon me obligan a volver.

Dio un golpe con los nudillos en el vidrio del taxi, le dijo al chófer que se detuviera, bajó su maleta, la abrió, y me mostró un pequeño sobre con formularios del Ejército.

—Mire —me dijo—, resulta que soy el oficial de Desmovilización del Distrito de Cork y tengo aquí un sobre con todas esas cosas.

Luego selló mis papales.

En Wimbledon, en vez de tener que hacer una cola de unas nueve o diez horas, como había esperado, me liberaron inmediatamente; Irlanda era oficialmente un «foco de guerra», y la desmovilización de los focos de guerra tenía prioridad sobre la de los campamentos en la metrópoli. Después de una rápida visita a mis padres, instalados de nuevo en su casa a setecientos metros de Common, me dirigí a Hove. Llegué a la hora de cenar, previne a los Nicholson sobre mi gripe, y me metí enseguida en la cama. En un par de días toda la familia había contraído la enfermedad, con excepción de Nicholson, Jenny y la sirvienta, una gitana irlandesa, que se libró de ella por obra y gracia de un talismán, una pata de lagartija en una bolsita atada en la nuca. Había comenzado una nueva epidemia, tan mala como la del verano anterior. En todo Brighton no se podía encontrar una enfermera. Nicholson logró finalmente contratar a dos, retiradas; una era competente, pero estaba casi siempre borracha; tenía la costumbre, cuando bebía, de registrar todos los armarios de la casa y vaciar el contenido en su bolso. La otra, sobria pero incompetente, se quedaba por lo menos una docena de veces al día frente a una ventana abierta, con los brazos extendidos, gritando:

—¡Mar, mar, devuélveme a mi marido! —El marido, dicho sea de paso, no se había ahogado, sino que se había ido con otra mujer.

Un doctor, que conseguimos con las mismas dificultades, no me dio ninguna esperanza de recuperación; se trataba de una pulmonía infecciosa, y había afectado a ambos pulmones. Debido a que había logrado escapar con vida de la guerra, me negué a morir de gripe. Ésa era la tercera vez en mi vida que me habían desahuciado, y siempre había sido a causa de los pulmones. En la primera parte de este libro debí haber mencionado la pulmonía doble que siguió al sarampión y que estuvo a punto de mandarme al otro barrio a la edad de siete años. Maggie, la sirvienta gitana lloraba cada vez que limpiaba mi habitación, yo suponía que debido a algún altercado con su novio, pero aquellas lágrimas eran por mí, mi viuda y mi niña huérfana. Yo concentraba mi atención en un poema, «El ramillete del elfo», que me estaba costando mucho organizar. Había hecho treinta borradores y aún no estaba conforme con los resultados. La versión número treinta y cinco pasó el examen; me sentí mejor y Maggie volvió a sonreír. Por fortuna, la gripe que padeció Nancy fue muy débil.

Unas cuantas semanas después, contemplé un motín de las guardias reales; en esa ocasión cerca de mil soldados de todos los regimientos salieron del campamento de Shoreham y desfilaron por las calles de Brighton protestando contra restricciones que consideraban innecesarias. La impaciencia de las tropas ante la disciplina militar entre la fecha del armisticio y la firma del tratado de paz entusiasmaba a Siegfried; había participado de manera destacada en las elecciones generales que Lloyd George impuso inmediatamente después del armisticio, donde pedía plenos poderes para ahorcar al káiser e imponer severas condiciones de paz. Siegfried apoyaba la candidatura de Philip Snowden y su programa pacifista, y se había tenido que enfrentar a una amenazadora multitud de civiles; creía que sus tres galones, así como la cinta malva y blanca que no había arrojado cuando se deshizo de la medalla, le harían ganar un ascendiente privilegiado sobre el público. Snowden y Ramsay Mac Donald eran tal vez las dos figuras más impopulares de Inglaterra, y cualquier esperanza que hubieran tenido de un movimiento general antigubernamental emprendido por los ex combatientes se disolvió rápidamente. Una vez de regreso en Inglaterra, se contentaban con tener un techo, alimentos decentes, cerveza, que al menos era mejor que la francesa, y mantas suficientes para dormir. Cualquier estrechez que encontraban en casa no era nada en comparación con las que habían conocido en Francia: una casa abandonada de cuatro habitaciones albergaba a veces a sesenta soldados. Haber ganado la guerra les bastaba, el resto se lo dejaban a Lloyd George. La única revuelta seria tuvo lugar en Rhyl. Allí se produjo durante dos días un motín de jóvenes soldados canadienses, que causaron bastantes daños y varias muertes. Los soldados se habían levantado al grito de: «¡A las armas, bolcheviques!».

Nancy, Jenny yo nos trasladamos a Harlech, donde Nicholson nos prestó su casa. Nos quedamos allí un año. Yo abandoné el uniforme, que era la única prenda de vestir que había usado durante cuatro años y medio, y busqué en mi baúl las ropas de civil que me quedaban. El único traje, fuera de un uniforme de colegio, me iba estrecho. La población de Harlech me trataba con el mayor respeto. En las celebraciones del día de paz en el castillo, se me pidió en mi calidad de soldado de Harlech con mayor antigüedad en el frente, pronunciar un discurso sobre la gloria de nuestros muertos. Hice elogios al valor de los galeses en el campo de batalla y fui ampliamente aclamado. Pero no sólo carecía de experiencia en la vida civil independiente por haberme marchado directamente de la escuela al ejército: mi mente y mi sistema nervioso seguían en la guerra. Los obuses aún explotaban sobre mi cama a medianoche, aunque Nancy la compartiera conmigo; durante el día, los desconocidos que veía en la calle asumían los rostros de amigos muertos. Cuando me encontraba lo suficientemente fuerte como para subir a las colinas de Harlech y volver a mis paisajes favoritos, no podía verlos más que como un posible campo de batalla. Me di cuenta de pronto que estaba tratando de resolver problemas tácticos; planeaba apoderarme del valle superior de Artro contra un ataque desde el mar, o buscaba la forma de colocar un cañón Lewis apuntando a la granja de Dolwreiddiog desde un lado de la colina, pensando cuál sería la mejor manera de proteger a mi pelotón de granaderos. Tenían aún la costumbre militar de disponer sobre todo aquello de propiedad incierta que encontraba en el camino; también me costaba decir la verdad… me era más fácil, cuando se me reprochaba alguna falta cometida, tratar de evitar la responsabilidad mintiendo (como era costumbre en el ejército). Cuando analizo mi situación durante aquel período veo que usaba la misma técnica en los acontecimientos que en las trincheras. Alimentos, agua, posibles peligros, medios de comunicación, sanidad, protección contra las inclemencias del tiempo, combustible y luz… y trataba de resolver aquellos problemas del modo más satisfactorio.

También persistían otros malos hábitos contraídos en tiempos de guerra, tales como detener los coches para pedirles que me llevaran, hablar sin reservas en los compartimentos del tren, y desabrocharme la bragueta sin pudor a un lado del camino, sin importarme quién pudiera estar cerca. De la misma manera sobrevivía un sentimiento de resistencia: una especie de tenacidad brutal que me permitía conseguir de alguna manera mis fines, sin finura, satisfecho sólo con lograr ver los principales elementos de cualquier problema o situación. Pero por lo menos logré suavizar la vulgaridad de mi lenguaje. La mayor dificultad se refería a las cuestiones económicas, las que no me habían preocupado desde mis primeros días en Wrexham; por el momento mis ahorros de ciento cincuenta libras, mis bonos de guerra de doscientas cincuenta, la pensión de invalidez de sesenta libras al año, y algunas sumas ocasionales que recibía por mis poemas, nos parecían suficientes. Nancy y yo contratamos a una niñera y a una sirvienta, y vivíamos como si tuviéramos un ingreso de mil libras al año. Nancy pasaba mucho tiempo ilustrando algunos poemas míos. Yo revisé los poemas de Sentimiento del paisaje, y escribí reseñas críticas.

Muy delgado, muy nervioso, y tratando de recuperar cuatro años de sueño, esperaba restablecerme lo suficiente para ir a Oxford con una beca del Gobierno. Sabía que serían necesarios varios años para soportar cualquier otro género de vida que no fuera la tranquila del campo. Tenía muchas limitaciones: no podía hablar por teléfono, me ponía enfermo cada vez que viajaba en tren, y ver a más de dos personas nuevas en un día me impedía dormir. Me avergonzaba ser una carga para Nancy, pero había jurado el mismo día de mi desmovilización no volver a estar durante el resto de mi vida bajo las órdenes de nadie. Si me iba a ganar la vida, debía ser escribiendo.

Siegfried había ido a vivir a Oxford en cuanto fue liberado del Ejército, y esperaba que me reuniera allí con él. Sin embargo, después de un par de trimestres en la universidad, aceptó la dirección literaria del Daily Herald, que acababa de fundarse. Me envió libros para reseñar. En esa época el Daily Herald no era un periódico respetable, sino fuertemente antimilitarista; era el único periódico que se atrevía a protestar contra el Tratado de Versalles y el bloqueo de Rusia por la flota británica. El Tratado de Versalles me alarmó; parecía destinado a provocar otra guerra en el futuro, sin embargo, a nadie parecía preocuparle. Mientras en París se tomaban decisiones capitales, el interés público se concentraba fundamentalmente en tres asuntos nacionales: la travesía del Atlántico de Hawkers y las posteriores operaciones de rescate; el matrimonio de la belleza que entonces reinaba en Inglaterra, lady Diana Manners; y un caballo maravilloso, llamado Pantera, el favorito del Derby, que perdió de una manera lamentable.

El Herald nos arruinaba todas las mañanas el desayuno. Leíamos las noticias sobre el desempleo en todo el país debido al cierre de fábricas de armamento; sobre los ex combatientes a los que se les negaba la readmisión en los empleos que tenían antes de la guerra, sobre las especulaciones del mercado, sobre paros y huelgas abortadas. Comencé también a enterarme de la miseria a la que se habían visto reducidos los familiares de mi madre en Alemania, especialmente los oficiales retirados cuyas pensiones, por la caída del marco, eran de sólo unos cuantos chelines a la semana. Nancy y yo nos tomábamos aquello muy a pecho y comenzamos a considerarnos socialistas.

Mis familiares, que vivían ahora permanentemente en Harlech, por haber vendido la casa de Wimbledon, no sabían cómo tratarme. Había combatido valientemente por mi país… en efecto, de seis hermanos, sólo yo había estado en el servicio activo, y mi condición de herido de guerra les merecía todo su respeto; pero mi simpatía por la revolución rusa contra el corrupto gobierno zarista los ultrajaba. Volví una vez más a perder la estima de mi tío Charles. Mi padre trató de hablar conmigo, me recordó que mi hermano Philip, en otra época pro-bóer y un feniano, había abandonado el idealismo revolucionario de la juventud y al final había encontrado el buen camino. Casi todos mis hermanos y hermanas mayores estaban en el Oriente Próximo, eran oficiales británicos o estaban casadas con oficiales británicos. Mi padre esperaba que cuando me lograse recuperar iría a Egipto, tal vez como miembro del servicio consular, donde la influencia familiar me ayudaría, y allí lograría perder mi «entusiasmo revolucionario».

Para Nancy, el socialismo no podía tener más que un objetivo: la igualdad jurídica entre los sexos. Para ella, todos los males del mundo se debían al dominio y a la estrechez mental de los varones, y no podía comparar mis sufrimientos de guerra con los padecimientos que millones de mujeres casadas tenían que sufrir sin quejarse. Esto, por lo menos, tenía el efecto de hacer pasar la guerra a un segundo plano de mis preocupaciones; mi amor por Nancy me hacía respetar sus puntos de vista. Pero la estupidez y el egoísmo masculinos constituían para ella tal obsesión que comenzó a incluirme en su condenación universal del sexo masculino. Pronto, no pudo tolerar la presencia de un periódico en casa, porque la lectura de algún párrafo la horrorizaba; por ejemplo, sobre la necesidad de anunciar el índice de natalidad, o sobre la inteligencia limitada de las mujeres, o sobre las desvergonzadas jóvenes modernas de pecho plano; o sobre todo aquello que los clérigos escribían en torno a las mujeres. Nos inscribimos en la recién formada Sociedad Constructiva para el Control de la Natalidad, y distribuimos sus folletos entre las mujeres de la población, para gran escándalo de mi familia.

Lo que empeoraba las cosas era que ninguno de nosotros frecuentaba la iglesia de Harlech, y que nos negamos a bautizar a Jenny. Mi padre llegó a escribirle al padrino de Nancy, que resultó ser mi editor, pidiéndole que persuadiera a Nancy, por cuyos principios religiosos había prometido velar ante la pila bautismal, de bautizar cristianamente a su hija. Les escandalizaba también que Nancy siguiera usando su propio nombre y que se negara a que la llamasen «señora Graves» en cualquier ocasión. Ella explicaba que con «señora Graves» perdía su individualidad. En aquella época los hijos eran propiedad exclusiva del padre. La ley no reconocía a las madres derechos sobre ellos.