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El presidente de la comisión médica de Osborne tenía razón: no debía haber vuelto al servicio. El entrenamiento en el campo del Tercer Batallón era intensivo, y al habérseme dado el mando de una compañía de hombres entrenados no tenía el descanso necesario. Me di cuenta del mal estado de mis nervios un día en que al hacer una marcha por las calles de Litherland, en unas maniobras normales del regimiento, vi a tres trabajadores con máscaras de gas junto a una boca de alcantarillado abierta, inclinados sobre un cadáver que acababan de sacar de las cloacas. Su ropa estaba empapada y desprendía un olor desagradable; tenía las manos y la cara amarillas. Algunos productos químicos de la fábrica de municiones se habían colado por el desagüe y los gases habían intoxicado a aquel obrero cuando hacía un trabajo de inspección. La compañía no detuvo la marcha, y yo tuve una visión instantánea de aquel grupo; sin embargo me recordó con tal violencia a Francia que de no haber sido por la banda de música hubiera perdido el conocimiento.

El coronel me designó miembro de un tribunal militar que debía juzgar a un civil alistado en el ejército que no se había presentado cuando llamaron a su clase a prestar servicio. Intenté sentir cierta simpatía hacia aquel hombre pequeño y de aire desagradable, con aspecto de conejo, pero me resultó difícil, aunque logró demostrar que nunca se había alistado. El abogado nos mostró una carta de un cabo que servía en Francia, explicando que se había alistado porque «el conejo» había estado en las últimas fechas haciéndole la corte a su mujer. El conejo negó este último cargo; pero demostró que el color de las notas en la solicitud de alistamiento era azul, mientras que el suyo era castaño como el de los conejos; en eso se basaba su defensa. Entonces surgió otra pregunta: ¿Por qué no se había alistado bajo el Acta de Servicio Militar, si era un conejo apto para las armas? Declaró haber sido eximido, por realizar un trabajo de responsabilidad nacional en una fábrica de municiones en la época en que el Acta de Servicio Militar aún no tenía fuerza de ley. Sin embargo, un informe de la policía demostró que sus «certificados protectores» eran falsos, que no había estado trabajando en la fábrica de municiones antes del Acta, y por consiguiente se le podía catalogar como aquellos «que debían haberse alistado» y considerársele un desertor. Sin alternativa posible, lo sentenciamos a los dos años de cárcel prescritos en esos casos. Se derrumbó, comenzó a gemir como un conejo, y declaró tener objeciones de conciencia contra la guerra. El intervenir en aquel juicio me hizo avergonzarme de mí mismo.

En esa época varios contingentes importantes embarcaron con frecuencia para incorporarse al Primero, Segundo, Noveno y Décimo Batallón en Francia, y al Octavo Batallón en Mesopotamia. Eran muy pocos los que lamentaban tener que marcharse. Partían mucho más felices en primavera y en verano, cuando tenían lugar los combates intensos, que en los meses de invierno, que eran más tranquilos. (El regimiento mantuvo la moral alta hasta el último año de guerra. Attwater me dijo que los grandes contingentes enviados durante las semanas críticas de la primavera de 1918, cuando los alemanes había hecho retroceder al Quinto Ejército, bajaban en la estación cantando y lanzando hurras con gran entusiasmo. Debían de ser los reservistas de Wrexham, que él y yo habíamos visto reunidos el 12 de agosto de 1914, cuando me incorporé al Segundo Batallón poco antes de embarcar para Francia).

El coronel Jones-Williams daba siempre el mismo discurso a los soldados que partían. El día que salí de Osborne para incorporarme al batallón, pasé por la estación de enlace de Liverpool y allí tomé el tren eléctrico hacia Litherland. La estación de Litherland estaba llena de soldados. Oí una voz familiar pronunciando un discurso familiar: el coronel se despedía de un pequeño grupo de soldados que se incorporaban al Primer Batallón «llenos de entusiasmo como soldados ingleses llamados a combatir al enemigo común… algunos de ustedes tal vez perecerán… manteniendo las magníficas tradiciones del regimiento de los Reales Fusileros Galeses…». Las tropas vitoreaban vehementemente, tal vez demasiado vehementemente, me pareció… ¿quizá con cierta ironía? Cuando el coronel terminó, me dirigí a saludar a algunos amigos: el 79 Davies, el 33 Williams, y a otro Davies a quien todo el mundo conocía como Dytn Bacon, que en galés significa: no hay tocino. Se había ganado el mote en sus tiempos de recluta. Era hijo de un granjero galés y estaba acostumbrado a comer muy bien. Había protestado la primera mañana que fue a desayunar, gritándole a un sargento:

—Oiga ¿a ésta porquería le llaman aquí desayuno? ¡No hay tocino, no hay salchichas, no hay arenques, no hay nada! ¡Nada más que este pan cabrón con mermelada!

Vi otro rostro del Primer Batallón que recordaba muy bien: D. C. M. con escarapela, Médaille Militaire, Medalla Militar inglesa, pero ningún galón.

—¿Se los volvieron a quitar, sargento Dickens? —le pregunté.

Me guiñó un ojo.

—Vienen rápidamente, señor, y se van con la misma rapidez.

El tren se acercó, y yo le tendí la mano deseándole buena suerte.

—Nos va a tener que excusar, señor —dijo Dickens.

El contingente soltó entonces la carcajada, y vi por qué no me había dado la mano, y también por qué los hurras se habían pronunciado con tanta vehemencia. Todos llevaban las manos esposadas. Debían haber salido quince días antes hacia Mesopotamia, pero querían regresar al Primer Batallón y habían logrado conseguir un permiso suplementario. El coronel, que no había comprendido la situación, los había encerrado en la sala de guardias para estar seguro de su próxima salida. Iban con las manos esposadas y con una escolta de policía militar al batallón de su elección. Los soldados no le guardaban rencor al coronel Jones-Williams por las esposas. Era un hombre de buen corazón, se preocupaba de inspeccionar personalmente las cocinas del campamento, había hecho instalar una sala de cine, era razonablemente suave en los castigos y procuraba no maltratar demasiado a los soldados que volvían del frente.

Yo decidí abandonar Litherland, previendo lo que podía ser allí el invierno, con niebla que bajaba del Mersey y se detenía sobre el campamento, cargada con vapores de T.N.T. El invierno anterior había tenido que sentarme en mi cabaña y toser hasta hacerme daño. Aquellos vapores deslucían nuestros botones e insignias y nos irritaban los ojos. Pensé en volver a Francia, pero comprendí que era una idea absurda. Desde 1916 me obsesionaba el miedo al gas; cualquier olor desacostumbrado, hasta un repentino aroma de flores en un jardín, era suficiente para provocarme estremecimientos. Y no podía soportar el estruendo del cañón; el ruido del tubo de escape de un automóvil bastaba para que me lanzara cuerpo a tierra, o para echar a correr. Comencé a pensar en Palestina, donde no se conocían los gases, y los bombardeos eran como un juego en comparación con Francia.

Siegfried me escribió desde Craiglockhart en agosto: «¿Qué piensas de las últimas batallas? ¡Es espléndida esta guerra de desastre! Como dice lord Crewe “no estamos en absoluto deprimidos”. Una frase que sólo se puede comparar con la de lord Carson: “Debemos mantener a toda costa las reservas de héroes necesarias”».

En mi siguiente examen médico pedí que me inscribieran en la categoría B2, que significaba: «Apto sólo para el servicio militar en el país». Logré que me mandasen al Tercer Batallón del regimiento, acampado en Oswestry, en Gales. Desde allí, cuando me sintiera mejor, pediría mi cambio a la categoría B1, O sea: «Apto para el servicio de guarnición en el extranjero», y, en su debido momento, me enviarían con un batallón de Guarnición del Real Galés, a Egipto. Una vez allí, me sería fácil conseguir el A1 y unirme al Vigésimo cuarto o Vigésimo quinto Batallón (del Nuevo Ejército) en Palestina.

De manera que por el momento fui enviado a Oswestry. Teníamos un buen coronel, pero los soldados habían sido en su mayoría obligados a alistarse por la fuerza; y los oficiales, salvo algunas excepciones, eran unos inútiles. La primera tarea, al llegar, fue supervisar el embarque de provisiones y su transporte; debíamos pasar al campamento de Kinmel Park, cerca de Rhyl. El capitán puso ciento cincuenta soldados a mi disposición y me dio seis horas para hacer el trabajo. Elegí cincuenta de los soldados que me parecieron más fuertes y cuatro suboficiales que tenían aire de competentes, y envié al resto a jugar al fútbol. Organicé a aquel grupo al estilo del Primer Batallón, y logré que mis cincuenta hombres efectuaran el transporte en dos horas menos del tiempo estipulado. El coronel me felicitó. En Rhyl, me asignó como trabajo «perfeccionar la instrucción» de unos sesenta jóvenes oficiales que le habían enviado de los batallones de cadetes. Pocos oficiales del batallón habían estado en el servicio activo.

En esa época comencé a recordar a Nancy Nicholson. La había conocido en abril de 1916, en la casa de los Nicholson en Harlech, después de mi operación de nariz. Tenía entonces dieciséis años, y había ido a pasar las vacaciones escolares en Harlech; conocí también a su hermano Ben, el pintor, que debido al asma no se había podido incorporar al ejército. Cuando volví a Francia en 1917, fui a visitar a Ben y al resto de su familia en Chelsea, y la última persona que se despidió de mí cuando me dirigía a la estación Victoria fue Nancy. La recordaba de pie en el pórtico de su casa, con un vestido de terciopelo negro y un collar de coral. Era una joven ignorante, con una mente independiente y buen corazón; su actitud hacia la guerra era mucho más inteligente que la de la mayoría de las personas en Inglaterra. En el verano de 1917, poco después del episodio con Marjorie, la llevé a una revista musical, la primera que veía en mi vida. Era Cheep, con Lee Write, que cantaba sobre una Susana de ojos negros, y de como «las chicas debían convertirse en los hijos de los granjeros, quitarse la falda y ponerse pantalones de pana». Nancy me dijo que también ella trabajaba en el campo. Me mostró sus pinturas, unas ilustraciones para el Jardín de poemas infantiles de Stevenson. Mi amor por los niños se correspondía con el suyo. Me gustaba toda la familia, especialmente su madre, Mabel Nicholson, pintora, una mujer bella y con una fantasía melancólica muy escocesa. William Nicholson, también pintor, se cuenta todavía entre mis amigos. Tony, un hermano algo mayor que Nancy, era oficial de artillería, y esperaba ser movilizado a Francia en cualquier momento.

Comencé a mantener correspondencia con Nancy sobre algunos poemas para niños que había escrito y que ella deseaba ilustrar. Poco tiempo después me enamoré de ella. Durante mi siguiente salida con permiso, en octubre de 1917, fui a visitarla a la granja donde trabajaba en Huntingdonshire… sola, con su caniche negro, entre granjeros, braceros y soldados heridos que trabajaban en el campo; la ayudé en sus labores. Después de eso nuestras cartas fueron más íntimas. Me advirtió que debía tener mucho cuidado al expresar mis opiniones sobre las mujeres, porque ella era feminista; la actitud de los granjeros de Huntingdon para con sus mujeres e hijas la mantenía en un estado de ira permanente. El brutal resumen de Nancy de la religión cristiana («Dios es varón, por consiguiente todo está podrido»), me quitó un peso de encima.

Había pasado a la categoría B1, pero las órdenes que recibí de dirigirme a Gibraltar trastornaron mis planes. Gibraltar era un punto muerto; sería tan difícil marcharse desde allí a Palestina como desde Inglaterra. Un amigo del ministro de la Guerra se encargó de cancelar esa orden hasta que se pudiera encontrar para mí una vacante en el batallón estacionado en El Cairo. En Rhyl tenía la satisfacción de, por primera vez, no tener que obedecer órdenes directas de ningún superior. Obtuve el cargo de comandante debido a que corrió un rumor de invasión de la costa nordeste, que debía seguir a un ataque de la flota alemana. Gran número de batallones se enviaron por Inglaterra para defender aquel punto. Todos los hombres aptos del Tercer Batallón de Guarnición recibieron la orden de trasladarse, en el plazo de las siguientes veinticuatro horas, a York. Sin embargo hubo un ligero error en el mensaje cifrado del Ministerio de la Guerra al Comando Occidental. Y en vez de a York, el batallón se envió a Cork, donde, al reflexionarlo, se consideró tan necesario como en York, de manera que permaneció allí hasta el fin de la guerra.

Desde la rebelión de Pascua de 1916, Irlanda había estado en plena efervescencia, los soldados irlandeses de los cuarteles les distribuían rifles a los Sinn Reiners. El coronel me dijo que yo era el único oficial en que podía confiar para conducir el resto del batallón: treinta jóvenes oficiales, cuatrocientos o quinientos gandules dedicados a las labores del campamento, y un contingente de doscientos soldados con entrenamiento militar, a punto de salir para Gibraltar. Me dejó un ordenanza muy competente, tres caballos para mis paseos y me pidió que vigilara a sus hijos, a quienes dejaría allí hasta que encontrara una casa adecuada en Cork; me había visto jugar muchas veces con ellos. Me encargué de enviar el contingente de tropas a Gibraltar en el momento adecuado; su apariencia militar había impresionado tanto a un general de inspección que los mandó a todos al cine, pagando las entradas de su propio bolsillo. Eso me valió nuevamente el reconocimiento del coronel en Irlanda. La lealtad de mis servicios llegó a la cima cuando desbaraté la maniobra del intendente de campo, que trataba de responsabilizar a nuestro batallón de la pérdida de quinientas mantas.

Lo que sucedió fue lo siguiente: una noche, tenía en el campamento un contingente de tres mil trescientos soldados que habían llegado de Francia con licencia; eran irlandeses pertenecientes a todos los regimientos del Ejército; se detuvieron en Holyhead en el viaje hacia Irlanda debido a la presencia de submarinos en el mar de Irlanda. Eran ruidosos e insubordinados, y durante los cuatro días que estuvieron en el campamento no me dieron tregua. Las quinientas mantas que faltaban, parte de un lote de seis mil seiscientas que se les había encomendado, las habían vendido con toda probabilidad en Rhyl para comprar tabaco y cerveza. Yo estaba en condiciones para demostrar ante la comisión investigadora que los soldados, aunque incorporados al batallón por motivos de disciplina, habían sido provistos de mantas de nuestros propios almacenes. La pérdida de las mantas debía de haber ocurrido entre el momento de la repartición y el de la incorporación de los soldados a las filas del batallón; yo no le había firmado al proveedor ningún recibo por aquellas mantas. La comisión investigadora estaba reunida en la oficina privada del intendente de campo; y yo insistí en que éste debía salir de la habitación, mientras se presentaban las pruebas, ya que en ese momento aquella no era su oficina privada sino la sede de una comisión judicial. El no saber cuál iba a ser mi defensa lo desconcertó. Finalmente el caso se resolvió y se supo que él era el autor de la desaparición. Este éxito, y la prueba que presenté de que el responsable de la cantina del batallón aceptaba obsequios de los mayoristas (el presidente de la cantina había intentado hacerme pagar una vez la cuenta dos veces, y yo le correspondí mandando investigar su vida privada) le agradaron tanto al coronel que me recomendó para la Orden rusa de Santa Ana, con sables cruzados, de tercera clase. Después de todo, pensaba, no iba a abandonar el Ejército sin una condecoración, pero la revolución bolchevique de octubre anuló la lista de recompensas.

Volví a ver a Nancy nuevamente cuando fui de visita a Londres en diciembre, y decidimos casarnos de inmediato. Aunque no concedíamos mayor importancia a la ceremonia, Nancy no quería desilusionar a su padre, a quien le gustaban mucho las bodas y las fiestas. Yo esperaba que me movilizasen a Egipto, y además me proponía ir a Palestina. Sin embargo, la madre de Nancy puso como condición para el matrimonio —Nancy era aún menor de edad— la visita a un especialista de Londres para saber si estaba en condiciones de incorporarme al servicio activo en el curso de uno o dos años más. Fui a ver a sir James Fowler, que me había visitado en Ruán cuando estaba herido. Me dijo que mis pulmones parecían bastante saludables: aunque tenía adherencias bronquiales y el pulmón herido no alcanzaba más que la tercera parte de su desarrollo normal; afirmó que sería una locura en el estado en que se encontraba mi sistema nervioso pensar en volver al servicio activo en cualquiera de los teatros de la guerra.

Nancy y yo nos casamos en enero de 1918 en la iglesia de St. James, en Piccadilly. Tenía dieciocho años y yo, veintidós. George Mallory fue nuestro padrino. Nancy había leído por primera vez esa mañana el acta de matrimonio y se había quedado tan aterrorizada que estuvo a punto de renunciar a la boda, aunque logré que la ceremonia se modificara y se redujera en todo lo posible. Es otra escena caricaturesca la que tengo ante mis ojos; yo, caminando por aquella alfombra roja, con botas de campo, espuelas y espada: Nancy, frente a mí, vestida con un traje de novia de seda azul, absolutamente furiosa; los bancos a ambos lados de la iglesia llenos de familiares; tías con pañuelos en los ojos; los niños del coro; Nancy murmuraba las respuestas con indignación; yo las recitaba con mi voz de oficial en un campo de maniobras.

Luego, la recepción. En esa etapa de la guerra, el azúcar sólo se podía obtener con tarjetas de racionamiento. Había un pastel de boda de tres pisos, pues los Nicholson habían guardado todas sus tarjetas de azúcar y mantequilla de un mes, para que supiera a pastel de verdad; pero cuando George Mallory quitó la caja de plástico que imitaba el hielo, un suspiro de desencanto escapó de boca de los invitados. De cualquier manera, el champán era otro producto muy difícil de obtener en esos días, y los invitados se arremolinaron ante la docena de botellas que había en la mesa.

—Espera —dijo Nancy—; por lo menos voy a obtener algo de este matrimonio.

Después de beber tres o cuatro copas, Nancy salió de la habitación y volvió a aparecer vestida con sus pantalones y su chaqueta de trabajadora agrícola. Mi madre, que había disfrutado enormemente de la ceremonia y la fiesta, tuvo que apoyarse en su vecino, el ensayista E. V. Lucas; luego exclamó:

—¡Oh, cielos, me hubiera gustado tanto que no hiciera eso!

La turbación que experimentamos en nuestra noche de bodas (tanto Nancy como yo éramos vírgenes) la atenuó una incursión aérea alemana; las bombas arrojadas por un zepelín no lejos de allí produjeron una confusión indecible en el hotel.

Una semana después, Nancy volvió a su granja y yo a mi campamento de Kinmel Park. Llevaba una vida bastante tranquila. Las maniobras habían terminado; todos los hombres estaban ocupados trabajando en el campamento. Encontré un teniente que tenía la suficiente experiencia para «perfeccionar la instrucción» de los jóvenes oficiales. Mi trabajo en la Sala de Ordenanzas me llevaba sólo diez minutos al día; las infracciones eran raras, y el ordenanza siempre me tenía preparados y en orden los pocos documentos que yo debía firmar, lo que me dejaba en libertad para cabalgar a alguno de mis tres caballos por el campo durante el resto del día. Con frecuencia visitaba al actual arzobispo de Gales en su palacio de St. Asaph; su hijo había muerto mientras servía en el Primer Batallón. Descubrimos un placer común por la excentricidad; guardo todavía una postal suya, con el siguiente texto:

El Palacio, St. Asaph.

Banquete hipofágico tendrá lugar en el Hotel Langham, febrero de 1868.

A. G. ASAPH.

(Conocí a varios obispos durante la guerra, pero a ninguno después; con la excepción del obispo de Oxford, a quien vi hace dos años en un vagón de ferrocarril, discutiendo las bellezas de Samuel Richardson. Y al obispo de Liverpool, en Harlech, en 1932… Estaba yo en las dunas preparando el té, cuando lo vi salir del agua gritando de dolor; una medusa le había quemado una pierna. Aceptó con gusto una taza de té, reprochándose constantemente haber creído que las medusas sólo hacían daño en los países extranjeros).

Fatigado por la ociosidad, conseguí que me transfirieran al Decimosexto Batallón de Cadetes en otra parte del mismo campamento. Allí realicé el mismo trabajo que había hecho con el Cuarto en Oxford, y permanecí desde febrero de 1918 hasta el 11 de noviembre, día del armisticio. Como Rhyl era mucho más sano que Oxford, podía hacer deporte sin riesgo de sufrir otro ataque. Nancy consiguió un trabajo como jardinera cerca del campamento, y pudo venir a vivir conmigo. Un mes o dos después descubrió que estaba encinta, suspendió los trabajos pesados y volvió a sus dibujos.

Ninguno de mis amigos había aprobado mi compromiso, sobre todo por tratarse de una muchacha tan joven como Nancy. Uno de ellos, Robbie Ross, el agente literario de los herederos de Oscar Wilde, a quien conocí a través de Siegfried, trató de disuadirme del matrimonio, insinuando, de modo poco amable, que en la familia Nicholson había sangre negra… y que tal vez uno de nuestros hijos nos saldría negro como el carbón. Siegfried no se acostumbraba fácilmente a la idea de la existencia de Nancy, a la que no conocía, aunque me siguió escribiendo desde Craiglockhart. Unos cuantos meses después, aunque no había renunciado aún a sus ideas pacifistas, decidió que la única actitud que podía adoptar era, después de todo, la de volver a Francia. Me había escrito en octubre que el hecho de verme lo inquietaba más que nunca. La soledad de la vida en el hospital le resultaba casi intolerable. El viejo Joe le había escrito una larga carta para decirle que el Primer Batallón se hallaba acantonado desde el final de la batalla del bosque poligonal; las condiciones y la vida general eran más desesperantes que nunca… siete kilómetros de fango, cráteres, cadáveres, y caballos muertos que había que atravesar para llevar las raciones. Siegfried pensaba que estaría mejor en cualquier otro sitio que en el hospital; no podía tolerar la idea de que el viejo Joe tuviera que pasar la noche en cráteres de bombas expuesto a que lo hiriesen. Varios soldados de las brigadas de transporte habían muerto, pero, por lo menos, según Joe, el batallón seguía recibiendo sus raciones. ¡Si la gente que escribía los editoriales del Morning Post sobre nuestra victoria pudiera leer la carta de Joe…! Cuando sus servicios le hicieron ganar a Joe una Medalla por Servicios Distinguidos, se le envió un formulario que debía completar con detalles biográficos para una nueva edición de The Companionage and Knightage; Joe contempló los diversos encabezamientos con desprecio. Se desinteresó del «lugar y fecha de nacimiento», e incluso de «campañas militares», los dos únicos renglones que llenó fueron:

Descendencia: Ron, rifles, etc.

Residencia familiar: Mis pantalones caqui.

Siegfried escribió entonces el poema Cuando duermo, arrullado por el calor, sueño, sobre los fantasmas de los soldados que en sueños le reprochaban su ausencia… lo han buscado por todo el frente, desde Ypres a Frise sin encontrarlo. Le dijo a Rivers que volvería a Francia si consentían en enviarlo, pero dejó muy claramente establecido que sus puntos de vista eran los mismos que cuando en julio escribió la carta de protesta y, si cabía, más violentos. Exigía una garantía escrita de que sería enviado a ultramar inmediatamente y que no le harían perder tiempo en ningún batallón de entrenamiento. En una carta me reprochaba la actitud que yo había adoptado en julio cuando le dije que en el regimiento lo tacharían de cobarde o considerarían su actitud como una infracción a las normas de buena conducta. Era una estupidez suicida, una simpleza de espíritu, escribió, identificarse de cualquier manera con la buena conducta que exigen los demás; un hombre realmente valiente no se plegaba como yo lo había hecho. «Admito —decía— que aquéllos que sacrifican las tropas son unos salvajes innobles y que lo misino ocurre en todas partes, excepto en Rusia». He olvidado qué le respondí; tal vez que cuando estuvimos en Francia nunca vi a nadie tan temerario como él… el número de alemanes que yo maté o herí no podía compararse de ninguna manera con las carnicerías que él había cometido. En efecto, el indefectible idealismo de Siegfried cambiaba de dirección según el ambiente: su actitud iba del guerrero feliz al amargo pacifista. Su poema:

A estos vuelvo, en estos creo,

Hermano Plomo, Hermana Hierro;

A su ciego poder apelo,

Su belleza defiendo del orín…

lo había inspirado originalmente el discurso sanguinario del coronel Campbell, Cruz de la Reina Victoria, dirigido a los estudiantes de una escuela militar. Más tarde, Siegfried lo presentó como una pieza satírica; el poema se sostiene cualquiera que sea la interpretación que se haga de él. Yo era a la vez más consciente y menos heroico que Siegfried.

No recuerdo si en aquella ocasión utilicé algunas influencias; de cualquier manera, el hecho es que lo incorporaron al Vigésimo quinto Real Galés —guardia nacional— en Palestina. Parecía disfrutar de la vida allá, pero en abril, con una carta fechada «en algún lugar en Ephraim» me envió la triste noticia de que la división tenía órdenes de partir hacia Francia. Me escribió que le disgustaba la idea de volver a las trincheras y lanzarse tal vez a la carga en Morlancourt y Méaulte. La mención de Morlancourt en los communiqués lo había hecho sentirse cerca de casa. Esperaba que el Primer y el Segundo Batallón hubieran dejado de existir.

Volví a tener noticias suyas a fines de mayo desde Francia. Siegfried citaba a Duhamel: «Se ordenó que vosotros sufrierais sin sentido ni esperanza, pero no permitiré que todos vuestros sentimientos se pierdan en el abismo». Sin embargo, escribió el siguiente párrafo en su vena de guerrero feliz, diciendo que sus soldados eran los mejores que había conocido hasta el momento. Aunque no lo pudiera creer, los estaba entrenando muy bien y no podía imaginar de dónde procedía su apasionado ardor; pero era un hecho que existía. Su eficacia militar derivaba de los admirables panfletos que en esas fechas se editaban; tan diferentes de los materiales que nos proporcionaban dos años atrás. Decía que al leer una carta mía había pensado: «¡Al diablo Robert, al diablo todos los que no pertenecen a mi compañía, la más brillante que ha existido, al diablo Gales y los permisos de salida, al diablo las heridas y al diablo cualquier cosa que pueda hacer que no sea estar al lado de mi compañía hasta que hayan acabado con nosotros! Ah, entrenar, arrastrarse entre los cráteres, yacer muy quietos bajo el sol de la tarde en actitudes nobles o profanas». Me pedía que le recordara esa carta cuando lo viera (si es que lo volvía a ver) agotado y desecho, quejumbroso o al borde de un ataque nervioso. O cuando leyera su nombre en la lista de bajas y recibiera una amable carta del señor Lousada, su abogado. Nunca había existido un batallón como aquél, decía, desde 19t6, aunque en seis meses habría dejado de existir.

Tony, el hermano de Nancy, también se había marchado a Francia, y su madre estaba enferma de preocupación. A principios de julio, obtendría un permiso para volver a casa. Yo estaría también de permiso al acabar uno de los cursos cuatrimestrales para cadetes; lo pasaría con el resto de la familia de Nancy en Maesyneuardd, una gran casa Tudor cerca de Harlech. De todas las casas encantadas que he conocido, ninguna podía compararse con aquélla, salvo que los fantasmas, con una sola excepción, sólo eran visibles muy ocasionalmente y a través de los espejos. Abrían y cerraban puertas, golpeaban en los paneles de nogal, en las pantallas de las lámparas, se nos bebían el vino del vaso cuando no los veíamos. El fantasma visible era un pequeño perro amarillo que solía aparecer en el prado muy temprano por las mañanas para anunciar alguna muerte. Nancy lo vio esas vacaciones, desde la ventana.

Se declaró la primera epidemia de gripe española, la madre de Nancy la contrajo, pero no quiso dejar de ir a los teatros de Londres con Tony durante sus días de permiso. De manera que, cuando el médico se presentó, ella tomó cantidades de aspirina, logró bajar la temperatura y pretendió estar curada. Sabía que los fantasmas de los espejos conocían la verdad. Murió en Londres el 13 de julio, unos cuantos días después. Su principal consuelo, cuando estaba agonizando, fue saber que, gracias a su muerte, Tony podría prolongar su estancia. Yo estaba alarmado por el efecto que las consecuencias de esa muerte podían tener en el embarazo de Nancy. Entonces me enteré de que Siegfried había recibido un balazo en la cabeza el mismo día mientras hacía una ronda entre la maleza de la tierra de nadie. No murió. Me escribió una carta en verso desde un hospital de Londres (que no puedo reproducir, aunque me gustaría), comenzaba:

Había fijado mi muerte en el momento preciso…

Es el más terrible de sus poemas de guerra.

Tony murió en septiembre. Yo continuaba desempeñando mecánicamente mi trabajo en el batallón de cadetes. Los nuevos candidatos al grado de oficiales eran en su mayoría empleados de empresas textiles de Manchester o de compañías navieras de Liverpool, soldados con una buena hoja de combate, tranquilos y bien educados. Tratando de olvidarme de la guerra, escribí Sentimiento del paisaje, un libro de poemas románticos y baladas.

En noviembre se produjo el armisticio. A la vez me enteré de la muerte de Frank Jones-Bateman, que había vuelto al frente poco antes del final de la guerra, y de la de Wilfred Owen, que me enviaba poemas a menudo desde Francia. La historia de la noche del armisticio no afectó demasiado a nuestro campamento, aunque algunos de los canadienses fueron a Rhyl a celebrar la ocasión al estilo típico de ultramar. Recibí las noticias cuando caminaba solo por los diques de los pantanos de Rhudland (un antiguo campo de batalla, el de Flodden de Gales), maldiciendo y sollozando y pensando en los muertos.

El famoso poema de Siegfried celebrando el armisticio comienza:

De pronto todos comenzaron a cantar,

y yo me sentí lleno de tan gran alegría

como la de un pájaro cautivo, liberado…

Pero aquel todos no me incluía.