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Siegfried me escribió en marzo de 1917 desde el Segundo Batallón, pidiéndome hacer un esfuerzo y enviarle una carta porque se sentía terriblemente deprimido. Se quejaba del recibimiento que le habían dado. El batallón estaba en ese momento constituido por viejos oficiales de carrera, y mi enemigo, el subteniente de la Reserva Especial, que había logrado una designación temporal de capitán, había llegado al punto de insultarlo y de hacer comentarios sobre «los cabrones del Primer Batallón». Siegfried se tragó el insulto, pero había pedido que lo transfirieran al Primero.

Hasta fin de mes, el Segundo Batallón permaneció a tres kilómetros y medio de nuestro querido Morlancourt, un pueblo rodeado de suaves colinas y bosques fangosos y aeródromos, y nuestras vías de ferrocarril por las cuales acostumbraba a trotar por las tardes en su yegua negra. (En una ocasión David Thomas y yo observamos a Siegfried caracolear en aquella yegua negra, un bello y combativo animal con instintos homicidas, y nos admiramos de la paciencia de nuestro amigo. Dirigía al animal hacia un obstáculo, y cuando la yegua se negaba a saltar, no la obligaba a hacerlo sino que simplemente daba la vuelta y volvía a comenzar la operación. Todas las veces, la yegua se negó; sin embargo aquello no provocaba en él mal humor ni lo hacía abandonar sus propósitos. Finalmente, por desesperación, la yegua saltaba el obstáculo —un metro y ochenta centímetros, sin problemas, pues hubiera podido saltar aún mayor altura).

Me escribió diciendo que lo habían incorporado a la Compañía C, con un pelotón de deficientes mentales que esperaban que les diera órdenes de vencer o morir, y con un brazo inmovilizado. El doctor Dunn le había puesto una vacuna, y al clavarle la aguja en el brazo le había dicho:

—Es la piel más resistente de todo el grupo; no me extraña, usted tiene un temperamento muy resistente.

Siegfried esperaba que el batallón comenzara pronto a combatir; sería un alivio después de todas aquellas semanas de irritación, incomodidad y frustraciones. (Ésa era la clase de sentimientos que uno abrigaba cuando estaba en el Segundo Batallón). Suponía que su Viejo Cazador no se publicaría antes del otoño. Había visto el último número de The Nation y comentaba lo divertido que era que ambos apareciéramos como un dúo de poetas militares en un órgano pacifista. «Tú y yo, los poetas que se proponen trabajar juntos un día y escandalizar al viejo Gosse y también a los Strachey». (Al releer esa carta, recuerdo que el motivo de mi ruptura definitiva con Siegfried, diez años más tarde, fue no haber observado la actitud literaria correcta en una correspondencia con el difunto sir Edmund Gosse. Cuando apareció el Viejo cazador, sir Edmund había criticado severamente algunos versos de un poema alegórico, allí incluido:

… Arrobo, pálido éxtasis y hechizos;

muchos de los frágiles y demacrados caballeros

que llenaron mi alma con letanías de pecado

volvieron a casa horrorizados.

Sir Edmund Gosse consideraba que aquellos versos podían leerse como un insulto a la Cámara de los Lores. Los caballeros del reino, decía, estaban demostrando ser capaces de un heroísmo espléndido durante la guerra).

Pronto comenzaron los combates violentos que hicieron romper la línea Hindenburg. El pelotón de Siegfried tuvo a su cargo el apoyo de los Cameronianos, y cuando éstos fueron expulsados de las trincheras de las que habían logrado apoderarse, él recupero las posiciones con un equipo de seis granaderos. Aunque herido en la garganta, continuó arrojando granadas hasta el momento en que perdió el conocimiento. Los Cameronianos volvieron a la carga, y el general de brigada solicitó para Siegfried la Cruz de la Victoria; la recomendación fue rechazada con el pretexto de que las operaciones no habían sido coronadas por el éxito, ya que los Cameronianos tuvieron que retirarse nuevamente ante la aparición de un grupo de granaderos dirigidos por una especie de Siegfried alemán.

De regreso a Londres, y muy enfermo, me escribió contándome que a menudo, cuando salía a pasear, veía cadáveres sobre el pavimento. En abril, Yates le envió una carta diciendo que cuatro oficiales habían muerto y siete habían resultado heridos en un combate en Fontaine-les-Croiselles, una batalla terriblemente sangrienta. Pero el batallón había avanzado cerca de setecientos metros, lo que a Siegfried le produjo cierto sentimiento de consolación. Sin embargo, en la frase siguiente me decía cómo lo enfermaba de ira pensar en los innumerables hombres que se habían sacrificado durante aquel verano, sin ninguna finalidad. Los sanguinarios políticos y también los generales con su maldita incompetencia y sus ideas bestiales, continuarían con aquella diversión hasta que se aburrieran o hasta que obtuvieran todas las condecoraciones que ambicionaban. Quería protestar de alguna manera, pero incluso asesinar al primer ministro o a sir Douglas Haigh no serviría de nada, porque se conformarían con internarlo en un centro psiquiátrico como a Richard Dadd, de gloriosa memoria. (Reconocí la alusión. Dadd, un brillante pintor del siglo XIX, tío abuelo, por cierto, de Edmund y Julián, había hecho una lista de personas que merecían ser asesinadas. La primera persona en la lista era su padre. Dadd se lo encontró un día en Hyde Park, se lo subió a los hombros, y lo llevo cargando media milla hasta arrojarlo al suelo públicamente). Siegfried llegaba a decir que, como protesta, se negaba a volver; de lo único que podrían acusarlo era de tener miedo a las bombas. Yo me preguntaba si creía que estaríamos mejor al fin de ese verano de carnicerías. Nunca lograríamos romper el frente alemán con operaciones aisladas. Además, nuestras bajas eran mayores que las de los alemanes. Los canadienses habían sido aniquilados en Vimy, sin embargo los communiqués oficiales publicaban mentiras desvergonzadas sobre el número de bajas. Julián Dadd lo había visitado en el hospital, y como todos los demás, le había pedido que solicitara un puesto seguro en Inglaterra… pero él sabía que aquél era sólo un bello sueño: que se sentiría moralmente obligado a marcharse hasta que lo mataran. La sola idea de regresar lo enloquecía. Sobre todo ahora que había vuelto a la luz… «¡Oh, vida, oh, sol!» (era una cita de un poema mío sobre mi regreso de la tumba). Su herida casi había cicatrizado y esperaba que al cabo de tres semanas lo enviaran a una clínica a convalecer. No le gustaba la idea, pero cualquier cosa estaría bien si le permitía estar solo y no ver a nadie, contemplar sencillamente los árboles cubrirse de follaje y sentir también él lo mismo. Estaba terriblemente débil y con los nervios hechos pedazos. Un simple gramófono en la sala del hospital le irritaba terriblemente. El Viejo cazador había aparecido esa primavera, y como broma pensaba enviarle un ejemplar a sir Douglas Haig. Nadie le impediría hacer precisamente eso.

En junio, había visitado a los Morrell en Oxford, sin saber que yo estaba allá, pero le parecía que tal vez era mejor no habernos visto, ya que ninguno de los dos se encontraba en un buen momento; por lo menos uno de ambos debía hallarse en buenas condiciones mentales cuando volviéramos a vernos. Habían aparecido cinco poemas suyos en The Cambridge Magazine (uno de los pocos periódicos ferozmente pacifistas publicados en Inglaterra en esa época, cuyas oficinas fueron asaltadas más tarde y saqueadas por los cadetes del cuerpo de paracaidistas). Admitía que ninguno de ellos tenía mucho más valor que el de un bofetón al público complaciente y absolutamente incalificable que pensaba que la guerra debía continuar indefinidamente, hasta que todo el mundo, menos ellos, hubiera sido exterminado. Los pacifistas lo animaban a escribir algo incendiario al estilo de El fuego de Barbusse, pero no podía hacerlo. Tenía otros proyectos en la mente, no poemas. (No sé qué quería decir con esto, pero esperaba que no fuera un programa de asesinatos como el de Richard Dadd). La idea de lo que estaba ocurriendo en Francia le enloquecía a veces. En la clínica de Kent podía oír el ruido sordo e incesante de los cañones que llegaba desde el otro lado del canal, y ya no sabía si lo que quería era volver y morir al lado del Primer Batallón, o quedarsé en Inglaterra y hacer lo que estuviera en sus manos para impedir la continuación de la guerra. Los dos proyectos eran igualmente desesperados. Volver y dejarse matar significaba hacerle el juego al público —al peor público— y no veía ningún modo de oponerse eficazmente a la guerra si se quedaba en el país. Le habían ofrecido un puesto en un batallón de cadetes estacionado en Inglaterra, que, si aceptaba, lo mantendría lejos del peligro; pero le parecía una solución deshonrosa.

A finales de julio me llegó otra carta de Siegfried. El sobre me pareció muy fino. Me senté a leerla en un banco dedicado por la reina Victoria a John Brown («Nunca ha latido un corazón más fiel dentro de un pecho humano»). Cuando abrí el sobre, encontré un recorte de periódico con una anotación en tinta: Bradford Pioneer, 27 de julio de 1917.

Leí en primer término un artículo que no era el más importante:

LIBERTAD PARA LOS OBJETORES
DE CONCIENCIA

Por PHILIP FRANKFORD

El objetor de conciencia es un hombre valiente. Cuando el historiador del futuro resuma la historia de esta guerra atroz, el objetor de conciencia será recordado como uno de los pocos actores nobles de este drama mundial.

El objetor de conciencia se opone al militarismo. Es un combatiente por la independencia y la libertad. Su actitud desenmascara al despotismo. Y, por encima de todo, prepara el camino que conducirá a la abolición final de la guerra.

Pero gracias a una prensa mentirosa, corrompida, al servicio del más sucio capitalismo, estos hechos no se conocen por el gran público, que ha aprendido a despreciar a los objetores de conciencia por considerarlos seres cobardes y amedrentados.

Hace poco ha tenido lugar una nueva persecución de objetores de conciencia. A despecho de las promesas hechas por los «honrados» ministros del gabinete, varios objetores de conciencia han sido enviados a Francia y, una vez allí, los han condenado a muerte, sentencia conmutada más tarde por la de «crucifixión», o por la de «cinco a diez años de trabajos forzados». Pero aun los que han obtenido el permiso para quedarse en el país han sufrido el más escandaloso de los tratos. Esos hombres, la sal de la tierra, como Clifford Alien, Scott Duckers y otros muchos no menos espléndidos entusiastas de la causa del antimilitarismo, están en prisión porque se resisten a matar; y porque no quieren renunciar a su virilidad convirtiéndose en esclavos de la maquinaria militar. Esos hombres DEBEN SER PUESTOS EN LIBERTAD.

Los «saboteadores» políticos en Irlanda…

Luego volví la página y leí:

REPUDIO A LA GUERRA

Declaración de un soldado

(Esta declaración se la hizo a un oficial de su regimiento el subteniente del Tercer Batallón de los Fusileros Reales Galeses, Cruz Militar, recomendado para la condecoración por conducta distinguida, como explicación de su renuncia a servir por más tiempo en el ejército. Alistado el 3 de agosto de 1914, se distinguió por su valor en Francia, fue gravemente herido y hubiera podido obtener un puesto militar en Inglaterra en el caso de permanecer en el ejército).

La presente declaración es un acto de voluntario desafío a la autoridad militar, porque creo que la guerra ha sido deliberadamente prolongada por aquéllos que tienen los medios de ponerle fin.

Soy soldado, y estoy convencido de que actúo en nombre de los soldados. Creo que esta guerra en la que había decidido tomar parte por tratarse de una guerra defensiva y de liberación, se ha convertido en una guerra de agresión y de conquista. Creo que los fines por los que mis camaradas soldados y yo habíamos decidido participar en esta guerra debieron haberse estipulado de una manera clara a fin de que resultara imposible modificarlos, y creo también que por haber sucedido esto, los propósitos que nos impulsaron en un principio a ir al frente podrían obtenerse ahora por medio de negociaciones.

He visto y resistido el sufrimiento de las tropas, y no puedo ser por más tiempo cómplice de la prolongación de estos sufrimientos para que se obtengan fines que considero malvados e injustos.

No protesto contra la dirección de la guerra, sino contra los errores políticos y la mentira constante por los que se está sacrificando a los combatientes.

En nombre de los que hoy sufren, hago esta protesta contra el engaño de que son víctimas. También creo que puedo ayudar a destruir la brutal complacencia con que la mayoría de la población inglesa contempla la prolongación de unos sufrimientos que no comparten, y que no tienen la suficiente imaginación para comprender.

Julio de 1917.

S. Sassoon

Esta lectura me sumió en un estado de ansiedad y de desdicha. Yo estaba totalmente de acuerdo con Siegfried en lo referente a «los errores políticos y la mentira constante» y pensaba que su actuación era extraordinariamente valiente. Pero había que considerar otras cosas además de la razón de nuestros agravios contra los políticos. En primer lugar, Siegfried no estaba en condiciones físicas apropiadas para sufrir el castigo que su carta implicaba; es decir, ser juzgado por un tribunal militar, degradado y encarcelado. Sentía una gran amargura hacia los pacifistas que lo habían alentado a realizar aquella acción. Como no eran soldados, no podían comprender lo que aquello debía costarle emocionalmente a Siegfried. Era una maldad que él tuviera que sufrir las consecuencias de su carta después de sus experiencias en el Cuadrángulo y en Fontaine-les-Croiselles. También advertí la inutilidad de aquel gesto. Nadie seguiría su ejemplo, ni en Inglaterra ni en Alemania. La guerra continuaría hasta que una de las partes lograra aniquilar a la otra.

Inmediatamente pedí comparecer ante la comisión médica, que debía reunirse al día siguiente; y les pedí a los doctores que me consideraran apto para el servicio militar. No estaba en condiciones, y ellos lo sabían, pero lo pedí como un favor. Tenía que salir de Osborne y ocuparme del asunto de Siegfried. Después escribí al honorable Evan Morgan, con quien uno o dos meses antes había hecho regatas en Oxford, secretario privado de uno de los ministros del gobierno de coalición. Le pedí que hiciera rodo lo posible por impedir la republicación o la aparición de comentarios sobre la carta; y que tratara de que se le diera una respuesta adecuada al señor Less-Smith, el principal miembro pacifista del Parlamento, cuando sacara el tema a colación. Le expliqué a Evan que yo estaba realmente del lado de Siegfried, pero que no se le debía permitir convertirse en el mártir de una causa desesperada en sus actuales condiciones físicas. Finalmente, escribí al Tercer Batallón. Sabía que el coronel Jones-Williams era un patriota de estrecho criterio, no había estado nunca en Francia, y era inimaginable que pudiera ver el asunto con simpatía alguna. Pero el segundo comandante, el mayor Macartney-Filgate, era más humano; de manera que le pedí que le hiciera ver el asunto al coronel bajo una luz razonable. Le conté las recientes experiencias de Siegfried en Francia y le sugerí que debía ser internado en un hospital con una licencia por tiempo indefinido.

Recibí una carta de Siegfried desde el Hotel Exchange de Liverpool, en la que me decía que sin duda debía estar preocupado por él. Había llegado a Liverpool uno o dos días antes y se había presentado en la Sala de Ordenanzas del Tercer Batallón en Litherland; se encontraba muy mal, pero dio la necesaria impresión de seguridad. El mayor Macartney-Filgate, ante quien debió presentarse, ya que el coronel estaba de vacaciones, se había portado de un modo inimaginablemente decente, haciéndolo sentir como un estúpido, y había consultado el caso con el general a cargo de la línea defensiva de Mersey. Al parecer, el general estaba «consultando con Dios, o con alguien parecido». Yo podía escribirle al hotel, ya que había prometido no escaparse al Cáucaso. Esperaba que al cabo de un tiempo se comportarían desagradablemente; era posible que, de momento, no se dieran cuenta de que su actuación obtendría una gran publicidad. Aunque detestaba el asunto más que nunca, sabía también, con mayor claridad que antes, que tenía razón y que nunca se arrepentiría de lo que habían hecho. Añadía que, al parecer, las cosas estaban mejor en Alemania, pero que Lloyd George probablemente calificaría esa situación como un complot, le parecía imposible que un político se comportara como un ser humano.

El general no había consultado con Dios sino con el Ministerio de la Guerra; y el ministro con quien trabajaba Evan persuadió al Ministerio para que no tratara el asunto como un caso disciplinario, sino que sometiera a Siegfried al dictamen de una comisión de médicos. Evan había realizado muy bien su parte. Me propuse que Siegfried accediera a presentarse ante aquella comisión. Me incorporé al batallón y fui a verlo a Liverpool. Parecía muy enfermo; me dijo que había estado en el campo de golf de Formby y que había arrojado su Cruz Militar al mar. Discutimos la situación política. Mi argumentación se basaba en que todo el mundo estaba loco salvo nosotros y una o dos personas más, y que no tenía ningún sentido oponerle a un mundo de dementes razonamientos basados en el sentido común. Lo único que podíamos hacer era continuar en las filas hasta que nos mataran. Yo esperaba volver pronto, por cuarta vez, al frente. Además, ¿qué podrían pensar de él los Batallones Primero y Segundo? ¿Cómo iban a poder entender su punto de vista? Lo acusarían de cobardía, de abandonar a sus soldados en el peor momento. ¿Cómo iba a poder el viejo Joe, por ejemplo, el hombre más comprensivo del regimiento, entender el asunto? ¿A quién iba dirigida su carta? En el ejército únicamente se entendería como un acto de cobardía o, en el mejor de los casos, como una infracción de las normas de buena conducta. En cuanto a los civiles, su actitud sería aún más dura, sobre todo cuando descubrieran que S. era la inicial de «Siegfried».

No logré que me diera la razón, pero le di a entender claramente que su carta no había tenido ni iba a tener la publicidad que esperaba. Al final, sin poder negar cuan enfermo estaba, Siegfried consintió en presentarse ante la comisión médica.

¡Hasta allí todo había marchado bien! El siguiente paso era convencer a la comisión. Pedí un permiso para ir a testificar como amigo del paciente. El equipo lo formaban tres doctores; un coronel médico militar de carrera, un mayor y un capitán «provisional». Advertí inmediatamente que el coronel era un patriota que veía con muy poca simpatía el caso; el mayor era un hombre razonable pero ignorante, y el capitán un especialista competente en enfermedades nerviosas, inteligente, y, por el momento, mi única esperanza. Tuve que repetir de nuevo toda la historia, tratando al coronel y al mayor con especial deferencia, pero utilizando al capitán como un aliado para destrozar sus escrúpulos. Muy en contra de mi voluntad tuve que hacer el papel de patriota preocupado por el trastorno mental de un camarada de armas… un trastorno debido sobre todo a sus magníficas hazañas en las trincheras. Mencioné las alucinaciones de Siegfried: los cadáveres tendidos en Piccadilly. ¡Era una atroz ironía del destino tener que discutir con aquellos viejos chiflados sobre la salud mental de Siegfried! Aunque era del todo consciente de que traicionaba la verdad, actué con método jesuítico. Mi sistema nervioso se hallaba en un estado casi semejante al de Siegfried; lo que hizo que estallara tres veces en sollozos durante mi declaración. El capitán McDowell, que resultó ser un famoso psiquiatra de Harley Street, se portó muy bien. Cuando salía, me dijo:

—Joven, usted también debería presentarse ante esta comisión.

Le pedí al cielo que Siegfried, que entraba en la sala de consulta cuando yo salía, no echase a perder mi labor, pareciéndoles demasiado sano. Pero McDowell convenció a sus superiores de la validez de mis argumentos.

Macartney-Filgate me confió la tarea de escoltar a Siegfried hasta un centro de reposo para neurasténicos situado en Craiglockhart, cerca de Edimburgo. Tanto a Siegfried como a mí aquello nos pareció una gran broma, especialmente cuando yo perdí el tren, y él tuvo que presentarse en «la loquera», como él la llamaba, sin mí. En Craiglockhart, Siegfried estuvo al cuidado del profesor Rivers, a quien veíamos por vez primera, aunque sabíamos que era uno de los neurólogos, etnólogos y psiquiatras de mayor prestigio de Cambridge. Se había hecho el firme propósito de cambiar de campo de investigación cada ciertos años, e incorporar un nuevo terreno de estudios a su amplio cuadro antropológico.

Rivers murió poco después de la guerra, cuando estaba a punto de presentarse como candidato independiente a un escaño parlamentario representando a la Universidad de Londres; tenía la intención de incorporar su amplio programa de estudios a la política. En aquella época se dedicaba al estudio de los estados psicológicos morbosos. Tenía cerca de cien casos de neurastenia a su cuidado, y hacía sus diagnósticos en buena parte a través de un estudio de los sueños, basado en la teoría de Freud, aunque repudiaba con energía algunas de sus tesis más características. Su obra postuma Conflicto y sueño es el resultado de sus trabajos en Craiglockhart. A propósito, a Dick lo había tratado Rivers después del episodio en la delegación de policía, y, tras el tratamiento, había sido declarado lo suficientemente sano como para incorporarse al ejército.

Siegfried y Rivers se hicieron pronto amigos íntimos: Siegfried se interesaba por los métodos que utilizaba Rivers para establecer sus diagnósticos y, por su parte, Rivers se interesaba por la poesía de Siegfried. Al abandonar Edimburgo, yo estaba mucho más feliz. Siegfried comenzó a escribir la terrorífica serie de poemas (algunos de los cuales salieron en la revista del hospital de Craiglockhart, The Hydra) que publicaría al año siguiente bajo el título de Contraataque. Otro paciente era Wilfred Owen, del regimiento Manchester. No hacía otra cosa que repetir que había sido injustamente acusado de cobardía por un oficial superior. El encuentro con Siegfried llevó a Owen, un hombre pequeño y tranquilo, de cara redonda, a escribir poemas de guerra.