23

Así pues me enviaron a Oxford; al colegio de Somerville que, como todas las grandes aulas de exámenes, había sido convertido en hospital. Allí me pareció que tal vez había acabado la guerra para mí, pues era casi seguro que ésta no iba a durar demasiado. La idea me gustaba y me disgustaba a la vez. Me disgustaba estar lejos de mi regimiento, pero me gustaba creer que viviría cuando la guerra terminase. Entretanto, Siegfried había recibido también su orden de embarque y me siguió al Segundo Batallón; pero llegó cuando yo ya había salido. Sentía que de alguna manera lo había dejado caer en una trampa. Pero él me escribió para decirme que se sentía indeciblemente aliviado al saber que estaba sano y salvo de vuelta en Inglaterra.

Nos preguntábamos entonces si la guerra debería continuar. Según se decía, en el otoño de 1915 Asquith había recibido proposiciones de paz basadas en el statu quo ante, que había deseado tomar en consideración, pero que la oposición de sus colegas había tenido como consecuencia la caída del gobierno liberal y su sucesión por el gobierno de coalición «Ganaremos la guerra» de Lloyd George. Siegfried sostenía vehementemente que las condiciones debían haberse aceptado; yo estaba de acuerdo. Ya no veíamos la guerra como un conflicto entre dos potencias comerciales rivales: su continuación nos parecía sólo el sacrificio de una joven generación de idealistas en aras de la estupidez y el miedo egoísta de los mayores. En aquella época escribí algunos textos satíricos:

La guerra debería ser un deporte reservado únicamente a los hombres de más de cuarenta y cinco años, a los Josés y no a los Davides

Sí, querido papá, ¡qué orgulloso me siento de que sirvas a tu país como un valiente caballero dispuesto a realizar el sacrificio supremo! ¡Cómo desearía poder tener tu edad: con qué placer me pondría mi armadura y me lanzaría a combatir contra aquellos nombrables filisteos! Por supuesto, en estas circunstancias, no puedo marginarme; debo permanecer detrás, en el Ministerio de la Guerra y hacer el trabajo administrativo en beneficio vuestro, de los afortunados ancianos. ¡Qué de sacrificios ha hecho!, suspiraría David mientras los ancianos marcharían al frente cantando Tipperary. ¡Allá va mi padre, y mi tío Salomón y mis dos abuelos! ¡Todos en servicio activo! ¡Es necesario que ponga una tarjeta en mi ventana con sus nombres!

Decidido a quedarme en Oxford, hice una solicitud a Currie, que dirigía los cursos de entrenamiento de Harfleur, para obtener un trabajo como instructor militar en uno de los batallones de cadetes acuartelados en los colegios. Me designaron la Compañía Wadham del Cuarto Batallón. Aquellos batallones eran la prolongación de las escuelas de instrucción de los oficiales jóvenes. La duración de los cursos reservados a los cadetes era de tres meses… después se prolongó a cuatro. Pero era un entrenamiento severo: se enseñaba sobre todo a los comandantes a manejar sus pelotones como unidades independientes. Dos terceras partes de los cadetes habían sido recomendados por los comandantes de batallón para obtener el grado de oficiales en Francia.

Les enseñábamos ejercicios de campo y práctica de tiro, y a comportarse «como oficiales y caballeros», pero sobre todo nos dedicábamos a realizar ejercicios tácticos sobre objetivos limitados. El Manual militar S.S. 143, o Instrucciones para el entrenamiento de pelotones para la acción ofensiva, de 1917, tal vez la Publicación más notable editada por el Ministerio de la Guerra durante la contienda, era nuestro libro básico. Según se dice, su autor es el general Solly-Flood, quien lo escribió después de una visita a una escuela militar de Francia. A partir de 1916, el pelotón era la mayor unidad de infantería que se podía manejar en una acción determinada, y había sustituido a la compañía como una unidad táctica primordial.

Aunque la calidad de los oficiales se había determinado desde un punto de vista regimental, su mayor eficacia en la acción compensaba ampliamente sus deficiencias en lo referente a modales. La implantación de los batallones de cadetes en Francia impidió que el ejército acantonado en las trincheras se convirtiera en una masa amorfa de soldados. Fracasamos con una sexta parte de las candidaturas para obtener el rango de oficiales; algunas veces quienes fracasaban eran muchachos de las escuelas privadas sin la dureza necesaria, pero por lo general eran soldados llegados de Francia que habían sido recomendados por pura compasión; sargentos de sección bastante estúpidos y cabos de artillería que habían estado demasiado tiempo detrás de la ametralladora y necesitaban un descanso. Nuestra selección final se hizo observando a los candidatos practicar deportes, principalmente rugby y fútbol. Los que jugaban con rudeza pero no suciamente, y tenían reacciones rápidas, eran la clase de hombres que necesitábamos, y pasábamos la mayor parte del tiempo libre practicando deportes con ellos.

Mi pelotón consistía en neozelandeses, canadienses, sudafricanos, dos hombres de un contingente enviado por las islas Fiji, un granjero inglés, un minero de Gales y dos o tres muchachos procedentes de las escuelas privadas. La mayoría de ellos murieron durante el siguiente año y medio de guerra. Sin embargo, el trabajo duro en el húmedo clima de Oxford resultó excesivo para mis pulmones. Conseguí mantenerme durante dos meses a base de un tónico con estricnina, pero una noche me desmayé y me caí rodando por una escalera a oscuras, hiriéndome en la cabeza. Fui conducido una vez más a Somerville.

Los decanos de Wadham me habían elegido miembro de la sala común de Seniors, lo que me permitía el acceso al famoso jerez castaño, que en una oración de gracias en latín era considerado como una de las bendiciones otorgadas al colegio por el Creador. Mi comandante, el coronel Stenning, en otra época profesor universitario de hebreo, era miembro del colegio. El sistema social de Oxford había sido trastocado. El profesor J. V. Powell, miembro del colegio de Saint John destinado a ser mi tutor moral cuando me inscribiera en la universidad, llevaba ahora un uniforme gris de cabo de la Reserva General, hacía ejercicios en el patio y me saludaba marcialmente cada vez que me veía. Un scout del colegio había obtenido el rango de oficial, e impartía instrucción militar en otro batallón de cadetes, posiblemente no había más de ciento cincuenta estudiantes residentes en la universidad en aquella época: estudiantes americanos con la beca Rhodes, algunos indios y los no aptos para el servicio militar. Me reunía a menudo con Aldous Huxley, Wilfred Childe y Thomas Earp, que dirigían una revista literaria estudiantil de circulación muy restringida, The Palatine Review, en la que colaboré. Earp se había impuesto la tarea de mantener vivas las tradiciones de Oxford durante esos años muertos, como presidente y miembro único, según decía, de unas diecisiete sociedades estudiantiles de carácter literario y social. En 1919, siendo aún residente de Oxford, entregó a los recién llegados los libros de actas de dichas sociedades. La mayor parte de estas agrupaciones fueron revitalizadas.

Disfruté de la estancia en Somerville. El sol era magnífico y la disciplina, fácil. Solíamos pasear por los terrenos del hospital en pijama y bata, y algunas veces llegábamos a Saint Giles y bajábamos a Cornmarket (aun en pijama y bata) para tomar una taza de café por las mañanas en el Cadena. Me enamoré de Marjorie, una enfermera, aunque no se lo dije entonces. Mi corazón había quedado vacío, aunque herido, cuando Dick desapareció de él, sin embargo me resultaba aún difícil adaptarme a la experiencia de amar a una mujer. Por lo general me encontraba con Marjorie, que era una pianista profesional, cuando visitaba a un amigo internado en otra ala de la clínica; pero conversábamos poco, salvo en una ocasión en que me confió la vida infernal que le hacían pasar las otras enfermeras, porque su Padre era un alemán nacionalizado. Le escribí cuando salí del hospital, pero al saber que estaba comprometida con un subalterno en Francia dejé de hacerlo. Sabía lo que era estar en Francia y tener un rival en la patria. Sin embargo, sus reproches por mi silencio me sugerían que por lo menos me tenía tanto afecto como a él. Yo no insistí y dejé morir aquella relación casi antes de nacer.

Mientras estuve en el batallón de cadetes, había ido casi todos los domingos al pueblo de Garsington. Los amigos de Siegfried (Philip y lady Ottoline Morrell), vivían allí en su residencia campestre. Los Morrell eran pacifistas, y fueron las personas a quienes por primera vez, les oí decir que la responsabilidad de esa guerra se podía enfocar desde otro punto de vista. Clive Bell, el más importante crítico de arte del país y objetor de conciencia, cuidaba las vacas de la finca; se le había permitido hacer ese «trabajo de importancia nacional» en vez de ir al ejército. Aldous Huxley, Lytton Strachey y el honorable Bertrand Russell eran huéspedes frecuentes de los Morrell. Aldous no era apto para el servicio militar, de otra manera casi con seguridad se habría incorporado al ejército, como Osbert y Sacheverell Sitwell, Herbert Read, Siegfried, Wilfred Owen, yo mismo, y la mayoría de los escritores jóvenes, ninguno de los cuales creía ya en esos momentos en la guerra.

Una tarde, Bertrand Russell, demasiado viejo para el servicio militar y un ardiente pacifista (una combinación nada frecuente), se volvió hacia mí y me preguntó:

—Dígame, si enviaran a una de sus compañías a disolver una huelga de obreros en una fábrica de municiones y estos se negaran a volver al trabajo, ¿les daría a sus soldados la orden de disparar contra los obreros?

—Sí, si todos los otros métodos hubieran fracasado. En realidad no sería peor que disparar contra los alemanes.

Me preguntó, muy sorprendido:

—¿Y los soldados, le obedecerían?

—Ellos detestan a los obreros de las fábricas de armamento, y se sentirían realmente felices si pudieran matar a unos cuantos. A sus ojos no son más que gente que se aprovecha de la situación.

—Pero ¿se dan cuenta ellos de que la guerra no es sino una imbecilidad perversa?

—Sí, tan bien como yo.

No pudo comprender mi actitud.

Lytton Strachey no era apto para el servicio militar, pero en vez de permitir que un médico le diera la baja, prefirió comparecer ante un tribunal militar como objetor de conciencia. Nos contó la extraordinaria impresión que produjo en el tribunal el hecho de que se pusiera a inflar un cojín de aire, como protesta contra la dureza de los bancos. El presidente le hizo la pregunta de costumbre:

—Según entiendo, señor Starchey, usted tiene una objeción moral contra la guerra.

—Oh, no —respondió él con su extraña voz de falsete—, no contra todas, sólo contra esta guerra.

Y cuando el presidente le hizo otra pregunta que nunca dejaba de embarazar a los objetores:

—Dígame, señor Strachey, ¿qué haría si viera a un soldado alemán tratando de violar a su hermana?

El respondió con aire de noble virtud:

—Trataría de colocarme entre ellos.

En 1916 conocí a más escritores que ya eran famosos o que empezaban a serlo. Dos de esos encuentros fueron desafortunados. George Moore acababa de escribir The Brook Kerith y mis crispaciones neurasténicas interrumpían el tranquilo y natural flujo de su conversación. Me dijo en tono irritado que dejara de molestar; a mi vez, le respondí con desprecio que había introducido cactus en Tierra Santa unos mil quinientos años antes del descubrimiento de América, su lugar de origen.

En el Club Reform, H. G. Wells, extraordinariamente popular en aquella época, y lleno de optimismo militar, hablaba sin escuchar. Había hecho el Circuito Cook en Francia, y los guías del alto mando le habían mostrado los panoramas que se permitía ver a la realeza, a algunos prominentes hombres de letras y a subditos importantes de los países neutrales. Describía su experiencia ampliamente, y parecía no advertir que Siegfried, que iba conmigo, y yo, conocíamos también aquellos lugares.

Me gustó mucho en cambio Arnold Bennett por su amable modestia; y también Augustine Birrell, que había sido el representante de Asquith en Irlanda. Una vez me atreví a corregirlo cuando comentó que los textos apócrifos nunca se leían en los servicios religiosos; y otra vez, cuando describió a Eliú el jebuseo como uno de los consoladores de Job. Birrell trató de rebatirme ambos puntos, pero yo pedí una Biblia y le demostré que tenía la razón.

Se inclinó con gran amabilidad hacia mí y me dijo:

—Le diré lo que Thomas Carlyle le dijo un día a un joven que lo corrigió en el momento de hacer una cita inexacta: «¡Joven, por este camino irá usted a dar directamente al infierno!».

¿Quién más? John Galsworthy; ¿o quizá lo conocí uno o dos años después? Editaba una revista literaria llamada Reveille, publicada bajo los auspicios del gobierno, y cuyos beneficios se destinaban a los fondos de ayuda de los inválidos de guerra. Envié algunas colaboraciones que se publicaron. Cuando nos encontramos, me hizo algunas preguntas técnicas sobre el habla de los soldados; estaba escribiendo una obra acerca de la guerra y quería ser lo más exacto posible. Parecía un hombre humilde, y, fuera de esas preguntas, se dedicó a escuchar sin hablar; lo que, aparentemente, era su costumbre.

Conocí a Ivor Novello en 1918; era dos años mayor que yo y disfrutaba ya de fama mundial como autor y compositor de una canción patriótica:

Mantén la llama viva del hogar

mientras los corazones sufren…

Dijo algo sobre la posibilidad de ponerle música a una de mis canciones. Lo encontré vestido con una bata de seda, en una atmósfera de incienso y cócteles. Estaba rodeado de sus jóvenes amigos actores, todos ellos sentados o tendidos sobre almohadones desparramados por el suelo. Me sentí incómodamente militar, y me quité las espuelas (era entonces oficial de campo) a fin de no herir a nadie. Novello se había alistado en los Servicios Aéreos de la Marina Real, pero a su genio, oficialmente reconocido, se le permitió «mantener viva la llama del hogar» hasta que los soldados volvieran a casa…

El Ministerio de Guerra abolió entonces el privilegio de que gozaban los oficiales al salir del hospital de ir a convalecer a casa. Se había observado que a muchos no les preocupaba curarse y volver al servicio; se acostaban tarde, bebían y malgastaban inútilmente sus fuerzas. Por consiguiente, cuando me recuperé, fui enviado a una clínica de convalecencia en la isla de Wight… instalada nada menos que en el palacio Osborne; mi habitación había sido en otra época la sala de juegos del rey Eduardo VII y de sus hermanos y hermanas. Era la estación de las frambuesas y el clima era excelente. Los pacientes podíamos dar todos los paseos favoritos de la reina Victoria a través de los bosques y de la playa tranquila, jugar al billar en los billares reales, cantar canciones obscenas en la sala de música del rey, beber los vinos del Rin favoritos del príncipe consorte en medio de sus Winterhalters, jugar al golf y visitar Cowes cuando teníamos necesidad de aventuras. Se nos consideraba miembros honorarios del escuadrón del yate real. Otra de las escenas caricaturescas de mi vida: yo como pseudo-yachtman, sentado en un sillón de cuero en el salón para fumadores de lo que ha sido, y es ahora nuevamente, el club más exclusivo del mundo, bebiendo ginebra con ginger y observando el canal de la Mancha con un potente telescopio.

Establecí lazos amistosos con los padres benedictinos franceses que vivían no lejos de allí. Expulsados de Solesmes por las leyes anticlericales de 1906, habían construido una nueva abadía en Quarr. La abadía había recibido del Vaticano la comisión especial de reunir y editar antiguos textos de música sacra. Oír cantar a los padres sus himnos me hacía olvidar completamente la guerra. Muchos de ellos eran ex oficiales del ejército que, según me informaron, se habían refugiado en la religión después de conocer la violencia de los combates o de alguna decepción amorosa. Consideraban la guerra como una gracia de Dios para restaurar en Francia el catolicismo, y me dijeron que el elemento masón en el ejército, representado por el general Papá Joffre, había perdido todo su prestigio, y que el nuevo alto mando que rodeaba a Foch era predominantemente católico, un augurio, exlamaban, de la victoria aliada.

El portero me mostró un día una biblioteca de veinte mil volúmenes, de los cuales varios centenares eran manuscritos. El bibliotecario, un viejo monje de Béthune, me pidió que le relatara detalladamente los daños sufridos en su barrio. Me preguntó si quería leer alguno de esos libros. Los había de todas clases: historia, botánica, música, arquitectura, ingeniería; casi todas las actividades laicas estaban representadas. Le pregunté si tenían una sección de poesía. Sonrió bondadosamente y me dijo que no, que no podían considerar la poesía como una lectura edificante.

El padre superior quiso saber si yo era un bon catholique.

Le respondí cortésmente que no, que no pertenecía a la «verdadera religión». Para evitar una confesión de agnosticismo, le expliqué que mis padres eran protestantes.

—Pero si la nuestra es la verdadera religión, ¿por qué no se convierte al catolicismo? —me hizo la pregunta con tal sencillez que me sentí avergonzado.

Comprendí que debía descartar el tema, por lo cual respondí:

—Reverendo padre, hay un proverbio inglés que dice: «Nunca cambies de caballo mientras estés cruzando un río». Yo estoy atrapado todavía en esta guerra, usted lo sabe.

Me miró desilusionado; yo entonces murmuré:

Peut-étre aprés la guerre —era la respuesta clásica que los sacerdotes les habían ordenado dar a las muchachas del Pas de Calais, cuando los soldados aliados las invitaran a une promenade, mademoiselle. Según he oído decir fueron muy raros los casos en que dieron aquella respuesta, y cuando la daban era sólo como inicio de las negociaciones.

De cualquier manera, envidiaba la vida de los padres (nada de guerras, nada de asuntos amorosos), su abadía en la colina, y admiraba su bondad, su amabilidad y seriedad. ¡Aquellas celdas limpias, encaladas, y las comidas en silencio en largas mesas de roble, mientras un novicio leía vidas de santos! La comida, consistente sobre todo en cereales, legumbres y frutas, fue la mejor que había probado en años… yo había comido las suficientes raciones de cuartel de carne, jamón, queso y pan como para que no se me volvieran a antojar en la vida. En Quarr, el catolicismo dejó de repugnarme.

Muchos de los pacientes hospedados en Osborne eran neurasténicos y debían haber sido internados en un hospital psiquiátrico. Tal era, por ejemplo, el caso de A. A. Milne, un subteniente del Regimiento Real de Warwickshire, que pasaba una racha de pésimo humor. Un tal Vernon Bartlett, del Regimiento Hampshire Y yo, decidimos que debíamos hacer algo novedoso. Fundamos la Real Sociedad de Alberto, cuya pretendida finalidad era revivir el interés por la vida y la época del príncipe consorte. Mi atuendo como presidente consistía en una casaca escocesa, botines alemanes, y un par de patillas falsas. No se podía leer el orden del día hasta que no se me mandara depositar las patillas en la mesa. La pertenencia a la sociedad estaba abierta sólo a aquellos oficiales que se declararan estudiosos de la vida y las obras del príncipe consorte; los nacidos en la provincia de Alberta, en Canadá, los que hubiesen residido por más de seis meses en las márgenes del Albert Nyanza, los que hubiesen obtenido la Medalla de Alberto por salvamento de vidas; o los que de cualquier otra manera estuvieran relacionados con la memoria del príncipe consorte. Aquél debió de haber sido uno de los primeros actos burlescos, ahora tan populares, sobre el victorianismo. Se pedía a los miembros que relataran en cada sesión recuerdos obtenidos de los viejos sirvientes del palacio y de los granjeros de Osborne, que arrojaran alguna luz en el aspecto humano de la vida del príncipe consorte. Éramos quince miembros y comimos cantidades asombrosas de fresas.

En cierta ocasión, una docena de oficiales llegaron a pedir que se les admitiera en la sociedad, proclamando cumplir los requisitos establecidos. Uno de ellos decía ser nieto del ingeniero que había construido el Albert Memorial; otro había trabajado en los muelles de Albert; otro poseía en realidad la Medalla de Alberto; los otros eran estudiantes interesados en la vida del Principe. Al principio se sometieron tranquilamente a los reglamentos y ceremonias que habíamos instituido, pero muy pronto se vio que en realidad lo que deseaban era destruir la sociedad. Casi todos estaban borrachos. Comenzaron a relatar anécdotas indecentes sobre la vida privada del príncipe consorte, alegando que podían probar su veracidad por medio de fotografías. Bartlett y yo comenzamos a intranquilizarnos; no era ésa la clase de reuniones que nos habíamos propuesto celebrar. Me levanté en calidad de presidente y les narré una versión mejorada de la historia que había ganado en 1914 en el concurso interregimental celebrado en Aldershot, el título de la historia más obscena del año. Yo la ligué con el príncipe consorte, diciendo que la había oído de labios de John Brown, el mayordomo de Balmoral, cuyo acre humor tanto deleitaba a la reina Victoria; yo añadí que impedir a nuestro personaje dormir durante tres días y tres noches había contribuido a su muerte prematura. Vencidos en su propio terreno, los intrusos levantaron los brazos y salieron del salón. Me asombró ver cuánto había progresado desde mis primeros años en Charterhouse. ¡Si se me hubiera ocurrido emplear tal técnica entonces!

Un día en la playa, Bartlett y yo encontramos un viejo mascarón de navio. Unas cuerdas anudadas en la parte superior le daban cierto parecido con el cabello humano. Bartlett suspiró y dijo:

—Pobre camarada, yo lo conocía muy bien. Estaba en mi pelotón, con el Hampshire, pero enloqueció y se arrojó por la borda del barco hospital.

Un poco más adelante, en la playa, encontramos un viejo par de pantalones y una chaqueta, y luego unos calcctincs y una bota. De manera que vestimos con todo aquello al «viejo amigo» de Bartlett, lo cubrimos con algas donde hizo falta, y seguimos caminando. Enseguida encontramos a un guardacostas y volvimos con él, después de decirle:

—Hay un cadáver en la playa.

Se detuvo unos metros y exclamó, tapándose la nariz:

—¡Como apesta este tipo!

En ese momento nos retiramos, dejando al guardacostas con el cadáver, y al día siguiente leímos en el periódico de la isla de Wight que «ciertos oficiales convalecientes en Osborne se habían permitido hacer bromas pesadas a las autoridades». Entre nuestros absurdos entretenimientos puede contarse el de haber cambiado las etiquetas de todos los cuadros colgados en la galería. Hacíamos todo lo que pudiera hacer reír a la gente. Pero la labor nos resultaba difícil.