Encontré al Segundo Batallón instalado en el Somme, cerca de Bochavesnes, pero para entonces era un Segundo Batallón muy diferente. Habían desaparecido la escuela de equitación, la cantina del batallón, la etiqueta y los oficiales de carrera, fuera de un par de muchachos recién llegados de Sandhurst. En esa ocasión fui acogido más calurosamente; mis supuestas actividades de espionaje se habían olvidado. Pero el día antes de que me presentara, el coronel Crawshay había sido herido mientras inspeccionaba las alambradas en la tierra de nadie: había sido herido en la cadera por uno de la «inmunda multitud» de que hablaba en su carta, que lo había confundido con un alemán y le había disparado sin previo aviso. A partir de entonces ha debido permanecer casi todo el tiempo en clínicas de convalecencia.
El doctor Dunn me preguntó con amable desaprobación mis motivos para regresar tan pronto al frente. Le respondí que no podía soportar la estancia en Inglaterra. Le dijo al comandante del batallón que, en su opinión, no estaba en condiciones de servir en las trincheras, de manera que tomé el mando de una compañía de cuarteles y fui a vivir con los hombres de las brigadas de transportes en la retaguardia, en Frises, donde el Somme hace un recodo. Mi compañía consistía en empleados de regimiento, cocineros, sastres, zapateros, guías, empleados de transportes, etcétera, que en un caso de emergencia podían transformarse en fusileros y servir como fuerza de combate, como ocurrió en la primera batalla de Ypres. Vivíamos en refugios cavados al lado del río, que estaba casi completamente congelado, con excepción de una estrecha banda en el medio por la que se deslizaba una pequeña corriente de agua. Nunca en la vida he pasado tanto frío. Como Yates estaba enfermo, yo iba todas las noches con las raciones. Entre ir y volver caminaba unos veinte kilómetros.
El general Pinney, comandante de la Trigésimo tercera División, consideró que sus hombres debían abstenerse de beber alcohol y les suprimió la ración de ron, salvo en caso de emergencia. El resultado inmediato fue que el batallón tuvo la más copiosa lista de enfermos de toda su historia. Nuestros soldados consideraban la diana matutina como el momento más brillante de las veinticuatro horas del día, ya que implicaba el consumo de un vaso de ron; cuando éste se les negó, su resistencia se debilitó. Al llevar las raciones yo debía atravesar Cléry, un pequeño pueblo que poco tiempo antes contaba con algunos centenares de habitantes. Lo único que quedaba de él era una pared de un metro de altura; el resto no era sino un conjunto de cráteres abiertos por las bombas. Junto al camino, en un tractor despedazado, estaba escrita con tiza la inscripción CLÉRY para guiar a los viajeros. A menudo perdíamos uno o dos caballos en Cléry, pues los alemanes seguían bombardeándola por costumbre.
El lugar de acantonamiento para los soldados de las trincheras de Bouchavesnes se hallaba en Suzanne; no se trataba de un campamento en regla sino de una serie de cuevas y refugios cavados en el suelo. Suzanne era otra población en ruinas. Aquel invierno fue el más duro desde 1894. Los soldados jugaban partidos de fútbol en el río; la capa congelada llegaba a los sesenta centímetros. Me acuerdo de un almuerzo que hicimos allí, en un refugio: carnero y tomates en lata servidos en platos de aluminio. Aunque la comida llegaba caliente de la cocina situada al otro lado de la puerta, se formó una capa de hielo en el borde de los platos antes de acabar de comer. En aquella región no se veían civiles franceses, ni casas que no estuvieran destruidas, ni campos de cultivo. Las únicas criaturas vivientes fuera de los soldados, los caballos y las mulas, eran unos cuantos patos que se deslizaban por la corriente no congelada en el centro del río. La ración de forraje para los caballos, muchos de ellos enfermos, había sido rebajada a kilo y medio por día, y debían comerla al aire libre. No he conservado notas de esa época, pero el recuerdo de su miseria subsiste en mí.
Tuve aquellos días un dolor de muelas que me obligó a montar a caballo y cabalgar treinta y cinco kilómetros para visitar un puesto médico que contaba con dentista; estaba instalado en el Cuartel General del batallón. Encontré al dentista enfermo como todo el mundo. Lo único que podía hacer al principio era gruñir y lamentarse por la imbecilidad que había sido ofrecer sus servicios al rey por un sueldo tan bajo.
—Cuando pienso —decía—, en la terrible destrucción de los dientes de la nación que se está efectuando en Inglaterra por hombres incompetentes y los altos sueldos que reciben por su mal trabajo, me siento enloquecer de la ira.
Siguieron otras lamentaciones por la manera en que le trataban en el Cuartel General y la obstinación de los superiores del Cuerpo Médico del Ejército en no permitir que ningún dentista fuera promovido a un grado superior al de teniente. Más tarde me examinó la boca.
—Un absceso —dijo—; debemos extraer inmediatamente la pieza.
Comenzó a tirar de la pieza con el peor humor posible, y rompió la corona. Volvió a intentarlo, utilizando el tipo de fórceps ineficaz que el gobierno le proporcionaba, y lo único que logró hacer fue romper otro pedazo. Después de media hora logró extraerme la muela a trozos. La anestesia local que mandaba el Gobierno me pareció tan ineficaz como los fórceps. Volví al campamento con la encía despedazada.
La brigada me designó como miembro de un tribunal militar que debía juzgar a un sargento irlandés por «haber arrojado desvergonzadamente las armas en presencia del enemigo». Yo había oído hablar ya del caso oficiosamente; el hombre, enloquecido por un intenso bombardeo, había arrojado su rifle y había corrido con el resto de su pelotón. Una orden militar, secreta y confidencial, dirigida a los oficiales superiores a partir del grado de capitán, establecía que en los casos en que un acusado mereciera la pena de muerte, la sentencia podía suavizarse si su conducta había sido ejemplar en el campo de batalla; pero que en los casos de cobardía se debía aplicar siempre la pena de muerte, sin aceptar ningún certificado médico como excusa. Por consiguiente, no tenía otra opción que no fuera la de condenar a muerte al acusado o negarme a formar parte del tribunal. Si yo me negaba, sería llevado a juicio y otro tribunal sentenciaría a muerte de todos modos al soldado irlandés. Sin embargo, no podía firmar una sentencia de muerte por un delito que muy bien hubiera podido cometer yo en iguales circunstancias. Logré evadir el dilema. Otro oficial del batallón, además del que ocupaba las funciones de comandante, llevaba ya un año de capitán, lo que lo acreditaba para formar parte de un tribunal militar. Se mostró encantado de ocupar mi puesto. Era un hombre duro, y la idea de hacer un viaje a Amiens le resultaba agradable; yo asumí entretanto sus funciones.
En Francia, las ejecuciones eran frecuentes. Tuve por primera vez una prueba directa de las mentiras oficiales cuando en mayo de 1915 llegué a El Havre, y leí los archivos del ejército. Contenían cerca de veinte informes de soldados ejecutados por cobardía o deserción; sin embargo unos cuantos días después, el ministro responsable en la Cámara de los Comunes, al responder una pregunta hecha por un pacifista, negó que se hubiera citado una sola sentencia de muerte en Francia por crímenes de guerra contra algún miembro del Ejército de Su Majestad.
James Cuthbert, el oficial que actuaba como comandante, un mayor de las fuerzas de reserva, no pudo resistir la tensión nerviosa a la que estábamos sometidos y comenzó a beber whisky en exceso. El doctor Dunn consideró que estaba demasiado enfermo para seguir en las trincheras; fue enviado a Frises, donde compartía el mismo refugio con Yates y conmigo. Sentado en su sillón, yo leía un día la Biblia y de pronto encontré aquel pasaje habla de una cama demasiado estrecha para tenderse en ella y una manta demasiado pequeña para abrigarse.
—Escucha, James —le dije—; aquí hay algo que parece haber sido escrito para describir este lugar. Y le leí el pasaje.
Se apoyó en un hombro, auténticamente encolerizado:
—Mira, von Runicke —gritó—, no soy un hombre religioso; he infringido muchos de los mandamientos desde que estoy en Francia; ¡pero mientras sea yo quien mande aquí me niego a oír que tú o cualquier otro cabrón blasfeme con la Biblia!
Me gustaba trabajar con James, a quien había conocido el mismo día de mi llegada a Wrexham al incorporarme al regimiento. Él acababa entonces de llegar del Canadá; hacía morir de risa a todo el mundo en la antecámara de la cantina reservada a los oficiales jóvenes. Había hundido su arado, decía, en las tierras vírgenes, y les recitaba versos de Kipling a los perros de las praderas. Su trozo favorito (aunque puede ser que me equivoque) era el siguiente:
¿Estás allí, estás allí, estás allí?
Cuatro puntos en un cuadro de ciento cuarenta kilómetros
Con un alegre guiño de alegría bajo el sol,
¿Estás allí, estás allí, estás allí?
James, que había servido en las Fuerzas Especiales de Reserva un año o dos antes de emigrar, no se preocupaba por nadie, era muy valiente, aunque inclinado al sentimentalismo, y probablemente fue el oficial de mayor servicio durante la guerra en el Segundo Batallón, con excepción de Yates.
Un día o dos después, debido a que James estaba aún enfermo, me encontré como comandante temporal del batallón y asistí en el Cuartel General de la Brigada a una conferencia de oficiales. «¿Cómo es posible que yo haya llegado a esto?», me preguntaba. Frente a nuestras trincheras, los alemanes ocupaban una colina que el general de brigada quería arrebatarles para demostrar el espíritu ofensivo de la división. Los soldados de las trincheras no podían entender el deseo del Estado Mayor de arrancarle al enemigo aquella colina. No era nada apetecible encontrarse de nuevo bajo un fuego disparado desde ambos flancos; si los alemanes se habían apoderado de ese estorbo nuestra labor evidentemente debía ser mantenerlos allí todo el tiempo que fuera posible. Concluimos que la pasión por las líneas rectas que caracterizaba al Estado Mayor era la causa de aquel plan, que no tenía ninguna excusa estratégica o táctica. El ataque había sido propuesto dos veces, y dos veces se había cancelado. Tengo aún un mensaje de campo referente a él, fechado el 21 de febrero:
Favor | cancelar | forma 4 | de | mi |
AA 202 | unidades | deberán | retirar | de |
19.ª | brigada | Sección B | la | siguiente |
cantidad | de | ron | que | deberá |
repartirse | entre | todas | las | tropas |
que | participen | en | las | operaciones |
anunciadas | a | discreción | de | los |
oficiales | unidades | 2 F.R.G. | 7.5 | galones |
Ni siquiera la promesa de una ración extra de ron logró levantar el ánimo del batallón. No había nadie que no estuviera de acuerdo en que aquel ataque era inútil, imbécil e irrealizable. El deshielo había comenzado, y los cuatro comandantes de las compañías me aseguraron que cruzar los trescientos metros de tierra de nadie que los bombardeos constantes y el deshielo habían transformado en un lodazal donde se hundía uno hasta las rodillas, exigía a los soldados ligeramente armados por lo menos cuatro o cinco minutos. Nadie podría llegar a las líneas enemigas mientras hubiera una sección de alemanes con rifles dispuestos a defenderlas.
A mi llegada, el general me preguntó en un tono paternal si no estaba orgulloso de asistir a una conferencia de comandantes a la edad de veintiún años. Le respondí con irritación que no había analizado mis sentimientos, pero que tenía la suficiente experiencia como soldado para darme cuenta de la imposibilidad de aquel ataque. El coronel de los Cameronianos, que debía Participar en la batalla, expresó un punto de vista parecido. El general de brigada desistió al fin de llevar a cabo la operación. Esa noche fui a las trincheras como de costumbre con las raciones; los oficiales se sintieron muy confortados al saber cuál había sido mi actitud en la conferencia.
Al tiempo que caminábamos rumbo a las trincheras, tuvo lugar un nutrido bombardeo, y mientras me tomaba un trago en el Cuartel General del batallón, alguien me anunció que un vehículo de la Compañía D había sido destrozado. Al salir a inspeccionar los daños, pasé ante nuestro capellán, que me había acompañado desde Frises, con un grupo de tres o cuatro hombres. El capellán estaba oficiando un servicio fúnebre sobre un cadáver tendido en el suelo cubierto con una manta impermeable… aquel tiempo terrible y el temor de un ataque inminente habían sido los responsables de su muerte. Aquél fue el último cadáver que vi en Francia; como el primero, también se había suicidado.
Descubrí los restos del camión, así como las latas de petróleo llenas de agua que transportaba, pero no vi los animales de tiro. Eran caballos de alto precio, habían ganado un premio en una exposición equina organizada por la División unos meses antes, como la mejor yunta de animales de tiro. De manera que Meredith, el sargento de transportes y yo, enviamos a los hombres al acantonamiento y nos dedicamos a buscar los caballos en la oscuridad. Caminamos kilómetros aquella noche, entre el lodo, pero no pudimos encontrarlos. Presumíamos de poseer los mejores animales de tiro en Francia, y de que nuestros hombres de la brigada de transportes eran los mejores ladrones de caballos… No menos de dieciocho de nuestros caballos habían sido robados de otras unidades, por su buen aspecto, en una u otra ocasión. Habíamos «conseguido» dos que pertenecían a los Escoceses Grises. El caballo que monté la noche que fui a ver al dentista había pertenecido a la policía francesa; su único defecto consistía en que por haber sido un caballo del flanco izquierdo de un pelotón de policía montada, siempre tiraba hacia el lado malo del camino. Nunca habíamos perdido un solo caballo. Por eso, el sargento Meredith y yo, que habíamos salido con las raciones a las cuatro de la tarde, continuamos la búsqueda hasta pasada la medianoche. Cuando volvimos a Frises a las tres de mañana, yo caí en mi litera absolutamente exhausto.
Al día siguiente, el doctor Dunn me diagnosticó una bronquitis, y me envió en ambulancia hacia Ruán, una vez más al hospital número 8 de la Cruz Roja. El mayor del Cuerpo Médico Ejército me reconoció y me dijo:
—Pero ¿qué diablos está usted haciendo en Francia, joven? Si vuelvo a encontrarme de nuevo con usted y sus pulmones en este hospital, lo mandaré a un tribunal militar.
Yates me escribió para tranquilizarme, diciendo que poco después de mi salida aparecieron los dos caballos… los habían encontrado sin más heridas que unas cuantas rozaduras en el vientre. La Compañía de Artilleros de la Cuarta División se había apoderado de ellos. Los artilleros habían sido descubiertos cuando trataban de teñirlos con una sustancia colorante e intentaban hacer desaparecer las insignias del regimiento.
En Ruán me preguntaron en qué parte de Inglaterra deseaba ser hospitalizado. Dije al azar:
—En Oxford.