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Telegrafié a mis padres para avisarles de que llegaría a la mañana siguiente a la estación de Waterloo. Habían acordonado el acceso al camino que conducía del tren hospital a la hilera de ambulancias que nos esperaba; cada vez que una camilla se sacaba del tren, una multitud histérica se lanzaba contra la barrera, lanzando alaridos de angustia. Agitaban banderas. Daba la impresión de que en Inglaterra se consideraba la batalla del Somme como el principio del fin de la guerra. Al mirar vacuamente hacia la multitud, distinguí una figura que se destacaba entre ella; reconocí con embarazo a mi padre; saltaba sobre una pierna, agitaba un paraguas y nos aclamaba como todos los demás.

Me transportaron en ambulancia al hospital de la Reina Alejandra en Highgate, instalado en la gran casa de sir Alfred Mond, que la prestó para ese efecto mientras durase la guerra; tenía fama de ser el mejor hospital de Londres. Tener una habitación privada me pareció un lujo inesperado. Lo que más me había disgustado del ejército era el no poder estar nunca solo, el tener por fuerza que vivir y dormir con hombres cuya compañía seguramente hubiera evitado en tiempos normales.

En Highgate, el pulmón cicatrizó rápidamente, y los doctores me salvaron el dedo. Allí me enteré por primera vez de que me habían dado por muerto; aquella broma contribuyó en gran medida a mi recuperación. Algunas personas con las que había estado en los peores términos, le escribieron a mi madre conmovedoras cartas de pésame. El fantasmal Parry, por ejemplo, mi abominable jefe de pabellón, escribió sobre mí entusiastas elogios. Conservo una carta del director de publicidad del Times, fechada el 5 de agosto de 1916.

Al capitán Robert Graves.

Querido señor:

Acusamos recibo de su carta con referencia al anuncio desmintiendo las informaciones sobre su muerte. Sin embargo, como hemos publicado previamente algunos rasgos biográficos, insertamos su anuncio en nuestra edición de hoy (sábado) en la rúbrica «Noticias de la corte», sin costo alguno para usted, y nos cabe la satisfacción de adjuntarle un recorte de la misma.

Suyo, etc.

El recorte decía:

El capitán Robert Graves, del Regimiento de los Fusileros Reales Galeses, cuya muerte se anunció oficialmente como resultado de heridas de guerra, desea informar a sus amigos que se restablece de dichas heridas en el Hospital de la Reina Alejandra, en Highgate, N.

La señora de Lloyd George ha salido de Londres para instalarse en Criccieth.

Nunca vi los detalles biográficos que envió mi padre; me hubieran sido muy útiles para redactar este capítulo. Algunas cartas que me había escrito a Francia se las devolvieron por ser mi pariente más próximo, con la nota: «Muerto a consecuencia de las heridas… situación del cadáver, incierta. Cabo P. Down».

El único inconveniente de esta «muerte» fue que el banco dejó de pasarme la paga, y tuve muchos problemas para persuadirlo de que me devolviera mis cheques. Siegfried me escribió para comunicarme su alegría al saberme vivo. Lo habían enviado a Inglaterra pensando que tenía problemas pulmonares, y estaba más muerto que vivo después de los horrores de la batalla del Somme. Convinimos en pasar unas vacaciones juntos en Harlech tan pronto como yo estuviera en condiciones de poder viajar. Eso fue posible en septiembre. Nos encontramos en la estación de Paddington. Sicgfried compró un ejemplar del Times en un quiosco. Como de costumbre lo primero que leíaos fue la lista de bajas; en ella encontramos los nombres de prácticamente todos los oficiales del Primer Batallón, unos habían muerto, otros estaban heridos. Edmund Dadd había muerto; su hermano Julián, de la compañía de Siegfried, había sido herido… había recibido un disparo en la garganta, según supimos después; podía hablar sólo en susurros, y durante meses permaneció totalmente postrado. Aquello había sucedido en un lugar que denominábamos el callejón de la Cerveza, cerca de Cuinchy, el 3 de septiembre. La ofensiva había fracasado, y el batallón había tenido que replegarse debido a un contraataque. Estas noticias en Inglaterra resultaban más perturbadoras que en Francia. Aunque me hallaba muy débil, no hice más que llorar durante todo el viaje a Gales. Siegfried se lamentaba amargamente:

—¡Bueno, el viejo Stockpot se ha empeñado en obtener su condecoración a toda costa!

Inglaterra nos resultaba extraña a los soldados repatriados. No podíamos comprender la histeria bélica que se extendía enloquecidamente por todo el país. Los civiles hablaban un lenguaje que nos resultaba ajeno; era el lenguaje de los diarios. Me di cuenta de que cualquier conversación seria con mis padres era del todo imposible. Algunas citas de un documento típico de aquella época será suficiente para mostrar la situación a la que nos enfrentábamos.

RESPUESTA DE UNA MADRE A

«UN SOLDADO COMO TANTOS»

Por una «pequeña madre».

Mensaje a los pacifistas Mensaje a los afligidos

Mensaje a las trincheras

Debido a la inmensa demanda que tuvo tanto en el país como en las trincheras aquella carta, que apareció en The Morning Post, el editor consideró necesario entregarla a los editores de Londres para que se publicara en forma de folleto; en menos de una semana los editores vendieron setenta y cinco mil ejemplares del texto.

Extracto de una carta de Su Majestad

La reina se ha sentido profundamente conmovida por la hermosa carta de una «pequeña madre», y Su Majestad comprende todo lo que sus palabras deben representar para nuestros soldados que se encuentran en las trincheras o en los hospitales.

Al director del Morning Post:

Señor:

Permítame, como madre de un hijo único, un hijo que muy pronto sintió la necesidad de cumplir con su deber, que conteste a Tommy Atkins, cuya carta apareció en su edición del 9 del corriente mes. Tal vez esta carta logrará hacer llegar a sus amigos en las trincheras no lo que piensa el Gobierno, no lo que piensan los pacifistas, sino lo que piensan las madres de raza inglesa sobre nuestros combatientes. Es una voz que exige ser oída, debido a que nosotras desempeñamos el papel más importante en la historia del mundo, ya que somos nosotras quienes criamos a los hombres que mantienen el honor y las tradiciones no sólo de nuestro imperio sino de todo el mundo civilizado.

Al hombre que modestamente se proclame un «soldado como tantos» puedo decirle que nosotras las mujeres, que exigimos que nos escuche, no toleraremos gritos de «¡Paz! ¡Paz!» en un mundo donde no existe la paz. El trigo que germinará en tierras inundadas con la sangre de nuestros valientes muchachos será un testimonio en el futuro de que su sangre no ha sido derramada en vano. No necesitaremos monumentos de mármol para recordarlo. Necesitamos sólo la fortaleza de carácter que anima todos los móviles para dirigir esta monstruosa tragedia mundial a un epílogo de victoria. La sangre de los muertos y de los agonizantes, la sangre de «un soldado como tantos» que escapa de sus «heridas leves» no nos llamará en vano. Ellos han pagado su cuota, y nosotras, las mujeres, sabremos pagar la nuestra sin murmurar, sin lamentarnos. Que nos envíen a los pacifistas y muy pronto les demostraremos, y le demostraremos al mundo, que en nuestros hogares por lo menos no podrán «gozar cómodamente del calor en invierno, y de una fresca sombra en el verano». Para las mujeres de raza británica sólo hay una temperatura y es el fuego ardiente. Con quienes deshonran la sagrada confianza de la maternidad no tenemos nada en común. Nuestros oídos no están sordos a los gritos que ascienden desde los campos de batalla donde combaten hombres de carne y hueso, cuyo indómito valor llega a nosotros, por así decirlo, en cada ráfaga de viento. Nosotras, las mujeres, no debemos escatimar la munición humana, nuestros «hijos únicos», que irán a llenar los huecos, de manera que cuando «el soldado como tantos» mire hacia atrás pueda ver a las mujeres de la raza británica siguiéndolos, seguras, fieles, sin proferir vanos lamentos.

El aliento de las mujeres sostendrá al «soldado como tantos». Nuestro sexo, cariñoso y tímido por naturaleza, no desea la guerra. No constituye para nosotras un placer ver los hogares desolados y separarnos de las niñas de nuestros ojos. Por supuesto que hubiésemos preferido ver a nuestros queridos y primorosos muchachos seguir su curso en la escuela. Hubiésemos preferido observar con el corazón alegre sus entretenimientos, sus diversiones. Pero el clarín los ha llamado, y hemos guardado las raquetas de tenis, hemos mandado a buscar a nuestros jóvenes a las escuelas, hemos contemplado el último informe escolar que decía: «Excelente», hemos envuelto todo eso en el pabellón nacional y lo hemos guardado en una arquilla cerrada con llave. No volveremos a ver esos objetos hasta el final de la guerra. Es posible que el «soldado como tantos» no tenga confianza en las mujeres, pero también ellas tienen un papel que desempeñar, y hemos demostrado saber estar a la altura de nuestras responsabilidades. Estamos orgullosas de nuestros soldados, y ellos a la vez pueden estar orgullosos de nosotras. Si los hombres fallan, Tommy Atkins, las mujeres no lo harán.

Tomtny Atkins ha ido al frente,

con el fusil en el hombro.

¿Suspiran y gimen las que se han quedado?

No, mientras tus ojos vigilan, nosotras,

erguidas, sólo deseamos enfrentarnos al

cañón… o morir.

Las mujeres han sido creadas con el objeto de dar la vida, y los hombres de quitarla. Hoy día la damos en un doble sentido. Con toda seguridad estaremos a la altura de Tommy. No cederemos en nuestra actitud hasta que la guerra haya terminado, hasta que no oigamos el clarín que señala el fin de la batalla, aunque no se nos deba reprochar que, por un instante, un breve instante, nos retiremos a nuestras habitaciones secretas y compartamos con Raquel la silenciosa, la angustia solitaria de un corazón afligido y una vez más contemplemos la gorra escolar, para salir de allí con mayor fortaleza y proseguir la labor gloriosa que el recuerdo de nuestros hombres nos ha legado para hoy y para la eternidad.

Suya atentamente,

Una pequeña madre

EXTRACTOS DE LA PRENSA

«Es de fundamental importancia asegurarle a esta carta la más amplia circulación posible». The Morning Post.

«Mantiene la atención y expresa con rara elocuencia y fuerza los sentimientos con que las esposas y madres británicas se enfrentan al supremo sacrificio». The Morning Post. «Una carta que se ha hecho célebre». The Star. «Nos gustaría verla colgada en la pared de nuestra sala». Hospital Blue.

«Despierta el mayor interés». The Gentlewoman.

«Una de las mejores páginas que se hayan escrito nunca, ya que combina la grandeza del valor con la profundidad de la ternura, lo que debería ser, y es, el sello de todo lo que hay de noble y bueno en la naturaleza humana». Un soldado de Francia.

«Florence Nightingale realizó grandes y espléndidas hazañas por los soldados de su época, pero ninguna mujer ha hecho mas que esa “pequeña madre”, cuya carta ahora famosa publicada en The Morning Post se ha extendido como un reguero de polvora de trinchera en trinchera. Ruego a Dios que sea transmitida a la posteridad, porque nada ha causado tanta impresión en nuestros combatientes. Desafío a cualquiera a que se sienta desalentado después de leerla… ¡Dios mío, gracias a ella moriremos felices!». Uno que ha combatido y derramado su sangre.

«Digna de un interés bastante más que pasajero. Se la debería reimprimir y enviar a cada uno de nuestros soldados en el frente. Es una obra maestra y lo llena a uno de orgullo, es una carta noble, sensata y patética en el más alto grado». Un herido grave.

«He perdido a mis dos queridos hijos, pero desde que me han mostrado la hermosa carta de la “Pequeña Madre”, una resignación demasiado perfecta para ser descrita ha calmado mi dolorosa tristeza; ahora daría una vez más si pudiera mis dos hijos al ejército». Una madre afligida.

«La carta de la pequeña madre debería ser conocida en todos los confines de la tierra… una carta desbordante de los ideales más elevados, inflamada de valor y del mayor espíritu de sacrificio». Percival M. Wonkton.

«La exquisita carta de una “Pequeña madre” nos hace enorgullecemos cada día más. Nosotras, las mujeres, deseamos mantener viva la llama que ella ha sabido encender tan soberbiamente en nuestros corazones». La madre de un hijo único.

En Harlech, Siegíried y yo pasamos el tiempo corrigiendo nuestros poemas; Siegfried trabajaba en su Viejo cazador. Cada uno hizo algunas modificaciones en los poemas del otro; yo le propuse correcciones que él aceptó en un poema necrológico, A su cuerpo yacente, escrito en mi honor cuando creyó que había Huerto.

En nuestros poemas definíamos la guerra oponiéndole deflaciones de la paz. En el caso de Siegfried se trataba de la caza, la naturaleza, la música y algunas escenas pastorales; en el mío, principalmente de la infancia. En Francia, acostumbraba a pasar huena parte de mi tiempo libre jugando con los niños franceses de las aldeas en las que estábamos acantonados. Cuando Siegfried se marchó, yo comencé una novela en la que se basan los primeros capítulos de este libro, pero pronto la abandoné.

Hacia finales de septiembre pasé unos días en Kent con un amigo del Primer Batallón recientemente herido. Un hermano mayor había muerto en los Dardanelos, y su madre mantenía su habitación exactamente como él la había dejado, con sábanas siempre recién lavadas, y flores y cigarrillos en la mesita de noche. Deambulaba por la casa con una expresión vaga y una mirada de profundo fervor religioso. La primera noche que pasé allí mi amigo y yo estuvimos conversando sobre la guerra hasta las doce de la noche. Su madre se había acostado temprano, después de rogarnos que no nos desveláramos demasiado. La conversación me excitó, y aunque logré dormirme una hora más tarde, me despertaba constantemente con ruidos que trataba de ignorar pero que a cada momento se hacían más agudos. Parecían llegar de todas partes. El sueño acabó por abandonarme; sudaba copiosamente. A eso de las tres de la mañana, oí un alarido diabólico, y unas carcajadas mezcladas con sollozos. Me levanté de la cama y abrí la puerta. En el corredor tropecé con la madre que, para mi sorpresa, estaba enteramente vestida.

—No es nada —me dijo—. Una de las sirvientas ha tenido un ataque de histeria. Siento mucho que lo hayan despertado.

Volví a la cama pero ya no pude dormir, aunque los ruidos habían cesado. Por la mañana le dije a mi amigo:

—Me voy de este lugar. Es peor que estar en Francia.

Había miles de madres que como aquélla trataban de ponerse en contacto con sus hijos muertos por medio de procedimientos espiritistas.

En noviembre Siegfried y yo nos incorporamos al batallón en Litherland, y compartimos una cabaña. Decidimos no hacer ninguna protesta pública contra la guerra. Siegfried decía que debíamos «mantener la buena reputación de los poetas»… como hombres valientes, quería decir. El mejor lugar para estar era Francia, lejos de la desvergonzada locura que caracterizaba el servicio en Inglaterra. Allí nuestra función debía consistir no en matar alemanes, aunque eso pudiera ocurrir, sino en hacer las cosas más fáciles para los soldados que estuvieran bajo nuestro mando. Para ellos, la diferencia entre estar a las órdenes de alguien a quien pudieran considerar como un amigo, alguien que los protegiera todo lo que pudiera de las indignidades mayores del sistema militar, y tener que estudiar los caprichos de un engreído tirano vestido con casaca militar, significaba una gran diferencia en este mundo. En esa época, las filas de ambos batallones estaban llenas de hombres que se habían alistado por razones patrióticas y a los que les molestaban las tradiciones del soldado profesional… Siegfried había logrado ya poner en práctica sus ideas. El ataque a Fricourt se había ensayado en trincheras falsas en la retaguardia; hasta que todas las maniobras no alcanzaran la perfección no comenzaría la acción. Siegfried ordenó un ensayo más el día anterior al ataque, llevó su pelotón a un bosque y allí se dedicó a hacerles una lectura en voz alta; no se trataba de nada militar ni literario, sino del London Mail. El London Mail era un semanario muy poco de su gusto, pero Siegfried pensó que a sus soldados les divertiría la columna Cosas que queremos saber.

Los oficiales del Real Galés eran miembros honorarios del club de golf Formby. Siegfried y yo íbamos a menudo allí. El jugaba con seriedad, yo me conformaba con acompañarlo y golpear de vez en cuando la pelota. Yo había jugado en una ocasión en Harlech como miembro juvenil del Royal St. Davil, pero renuncié al comprobar que era un deporte que no se avenía con mi temperamento. Temía volverme a tomar en serio el juego y me limitaba a un solo palo. No me importaba errar el tiro. Jugaba tontamente a propósito para confundir a Siegfried. En aquella época se produjo una considerable reducción de las reservas alimenticias. Los submarinos alemanes hundían uno de cada cuatro barcos cargados de alimentos, y se impuso un estricto racionamiento de carne, mantequilla y azúcar. Pero la guerra no había llegado al campo de golf. Los hombres de negocios más importantes de Liverpool eran miembros del club, y no tenían intención de privarse de nada mientras llegara algún alimento a los muelles. Siegfried y yo fuimos a almorzar al club la víspera de Nochebuena, y encontramos una comida fría en el comedor, consistente en jamones, carnes frías, lenguas de gelatina, pavos al horno y pollos. Un robusto camarero presidía el servicio. Siegfried le preguntó con sarcasmo:

—¿Esto es todo? Me parece que no hay tanta variedad de platillos como en los años anteriores.

El camarero se sonrojó.

—No, señor —le respondió—, no estamos a la altura de nuestro prestigio, señor, pero estamos esperando una provisión más satisfactoria de carne para mañana.

El comedor del club estaba siempre lleno; los campos de golf, prácticamente vacíos.

Los oficiales de la guarnición Mersey hicimos del Hotel Adelphi nuestro lugar de reunión favorito… Tenía una piscina y un bar por lo general atestado de oficiales de la Marina rusa, siempre muy borrachos. Un día tropecé allí con un mayor de los Escoceses Fronterizos del Rey. Lo saludé. El me cogió de un brazo, me llevó a un rincón y me dijo en voz baja:

—Es muy agradable que me salude usted, hijo mío, pero debo confesarle que no soy lo que parezco. Llevo una corona en la manga, igual que los altos oficiales de mi compañía; sin embargo no tengo derecho a usar estos tres galones y este bordado. Son bonitos, ¿verdad? No, yo no soy lo que parezco. Soy un fraude. Y sin embargo, tengo un estómago igual al de cualquier comandante.

Acostumbrado ya para entonces a tratar con viejos oficiales en estado de ebriedad, le respondí respetuosamente:

—¿De verdad, señor? ¿Y cómo ha conseguido entonces ese uniforme?

—Usted piensa que estoy ebrio —dijo—. Bueno, tal vez lo esté, pero lo que le he dicho sobre mi estómago es cierto. Sabe usted, recibí un balazo en el vientre en la batalla de Beaumont-Hamel. Debo decirle que es algo que duele como el infierno. Me llevaron al hospital de campo. Estaba muriéndome; y había comandante herido en la cabeza que también se estaba muriendo; por cierto, murió. Bueno, en cuanto el comandante se murió, le sacaron esa cosa del vientre, no sé cómo se llama, eso que se enreda, dice que es tan grande como un palo de criquet, y me lo pusieron a mí, lo cosieron de alguna manera. ¡Son unos tipos maravillosos esos médicos! Son capaces de cambiarle a uno las partes como si se tratara del motor de un automóvil. Bueno, aquel comandante según parece era abstemio. Mis nuevos intestinos funcionan mucho mejor que los antiguos; así que lo estoy celebrando. Me hubiera gustado también que me hubieran trasplantado sus riñones.

Un capitán del cuerpo médico que estaba sentado no lejos de nosotros intervino en la conversación:

—Sí, comandante, una herida en el vientre es la peor de todas. Fue usted muy afortunado de poder llegar vivo a la ambulancia. Lo mejor en esos casos es quedarse absolutamente quieto. Yo fui herido cuando estaba entre las líneas de fuego, vendando a un herido. Me deslicé hasta un cráter. Los camilleros querían llevarme a nuestras trincheras, pero no lo permití. Los tuve que contener con un revólver durante cuarenta y ocho horas, y así salvé la vida. No podía contar con que hubiera piezas de recambio esperándome en el puesto de socorro. Mi única oportunidad era quedarme quieto y esperar la cicatrización.

En diciembre me examinó un equipo de médicos; me auscultaron el pecho y me preguntaron cómo me encontraba. El jefe quería saber si deseaba permanecer unos meses más en Inglaterra.

—No, señor —le respondí—; le quedaré muy agradecido si me permite incorporarme al servicio de ultramar.

En enero obtuve el permiso para volver a embarcarme.

Cuando regresé, mi equipaje proclamaba que era un viejo soldado. Había reducido el «árbol de navidad» que transportaba al principio a una lámpara de bolsillo con una batería para catorce días, y unas tijeras para cortar alambre, lo suficientemente buenas para cortar las alambradas alemanas (las que ordinariamente nos proporcionaban en el ejército sólo lograban corrtar el alambre inglés). En vez de la mochila llevaba un pequeño saco como el de los soldados, pero más ligero e impermeable. Había perdido mi revólver al ser herido y no compré otro; un rifle y una bayoneta podían conseguirse siempre en el batallón (no llevar rifle ni bayoneta durante un ataque revelaba a los alemanes quiénes eran los oficiales; en la mayoría de las divisiones los oficiales habían comenzado a salir armados igual que los soldados; en vez de los pantalones de montar usaban los mismos que los demás soldados, pues los alemanes habían empezado a reconocer a los oficiales por las rodillas delgadas). Las pesadas mantas que había llevado antes fueron remplazadas por un saco de dormir plegable, con forro de seda alquitranada. Llevaba conmigo a Shakespeare y una Biblia de papel muy fino, así como un Catulo y un Lucrecio en latín, y dos ligeras sillas plegables, una para Yates, el sargento mayor, y la otra para mí. Iba cubierto con una gruesa chaqueta, con un remiendo muy visible sobre el segundo botón, y otro en la espalda… era lo único que había logrado rescatar de la vez anterior, además del par de botas moderadamente impermeables que llevaba cuando me hirieron. Los pantalones me los habían robado en el hospital.

Tomé el mando de un grupo de diez jóvenes oficiales. Los jóvenes oficiales, en ese período de la guerra, eran expertos, como alguien ha escrito en sus memorias de guerra, en vino y en mujeres. Aquellos diez lo eran. Tres de ellos contrajeron enfermedades venéreas en la Linterna Azul de Ruán. Eran muchachos galeses de familias de profesión liberal y habían sido educados con extrema rigidez, por tanto no habían estado nunca en un burdel ni sabían nada sobre medidas profilácticas. Uno de ellos compartía conmigo una cabaña. Una noche llegó muy tarde y muy ebrio del Drapeau blanc, me despertó y comenzó a relatarme sus experiencias:

—Nunca me hubiera podido imaginar —me dijo—, lo maravilloso que es el sexo.

Le dije con irritación y con cierto disgusto:

—¿El Drapeau blanc? Entonces, espero que por lo menos se haya lavado usted.

Era un muchacho típicamente galés, con un gran sentido de la dignidad.

—¿Qué quiere usted decir, capitán? Me lavé la cara y las manos.

No había ninguna restricción en Francia; aquellos muchachos tenían dinero para gastar y sabían, de cualquier manera, que era muy posible que los mataran en unas cuantas semanas. No querían morir vírgenes. El Drapeau blanc salvó la vida de docenas al incapacitarlos para el servicio de trincheras. Los hospitales para enfermedades venéreas estaban atestados siempre. Los soldados experimentaban un maligno placer en exagerar el número de capellanes del ejército que eran tratados allí en comparación con los oficiales combatientes.

En el campo de entrenamiento, los instructores estaban entusiasmados con las balas y la bayoneta, y trataban de inculcarlo a los reclutas. Los reclutas eran en su mayor parte soldados alistados por la fuerza, o heridos que volvían al frente. En esa estación muerta del año era imposible que nadie sintiera entusiasmo al llegar. Las reglas de entrenamientos habían sido revisadas no hacía mucho. El Manual de infantería, de 1914, establecía cortésmente que el objetivo último de un soldado era poner fuera de acción o paralizar las fuerzas armadas del enemigo. Pero el Estado Mayor había considerado que esa afirmación no era lo suficientemente eficaz en una guerra de desgaste. Las tropas debían aprender que tenían que ODIAR a los alemanes y MATAR al mayor número posible de ellos. En las prácticas con bayoneta, los hombres debían hacer muecas horribles y lanzar gritos sanguinarios a la hora de la carga. Las caras de los instructores estaban constantemente contraídas en rictus innobles:

—¡Hiérelo ahora, ahora! ¡En el vientre! ¡Sácale los intestinos! —acostumbraban a gritar, mientras los hombres cargaban contra los maniquíes—. Ahora, dale hacia arriba. ¡No le dejes una sola oportunidad de sobrevivir! ¡Acabemos de una vez por todas con los fritz! ¡Eso! ¡Cualquiera diría que amas a ese cerdo inguinario, si lo acaricias de esa manera! ¡MUÉRDELO, TE DIGO! ¡MÉTELE LOS DIENTES CON FUERZA, HASTA QUE REVIENTE! ¡SACALE EL CORAZÓN CON LOS DIENTES!

Una vez más, me alegré de poder volver a las trincheras.