Cuatro días después de nuestra invasión en las trincheras enemigas, pasamos por Béthune, por esas fechas bastante destruida y prácticamente abandonada, llegamos a Fouquiéres, y allí cogimos el tren para el Somme. La estación del Somme se hallaba cerca de Amiens; allí seguimos nuestra ruta haciendo escala en Cardonette, Daours y Buire, hasta llegar, la tarde del 14 de julio, a la línea del frente, muy cerca del lugar donde habían muerto Thomas, Richardson y Pritchard. El combate se había desplazado cinco kilómetros. El día 15 de julio atravesamos el camino que va de Méaulte a Fricourt y Bazentin, en el llamado «valle feliz» y llegamos al campo de batalla donde se habían desarrollado los últimos combates. Los heridos y los prisioneros desfilaban delante de nosotros en la penumbra. Me anonadó el espectáculo de los caballos y mulas muertos; los cadáveres humanos me parecían algo normal, en cambio resultaba innoble meter a los animales en una guerra como ésa. Marchábamos por pelotones, a cincuenta metros de distancia unos de otros. Precisamente detrás de Fricourt un bombardeo alemán había imposibilitado el cambio, de modo que tuvimos que abandonarlo y caminamos por un terreno lleno de cráteres producidos por las bombas, hasta las ocho de la mañana, hora en que llegamos a los linderos del bosque de Mametz, a reunimos con los muertos de nuestros batallones incorporados al Nuevo Ejército, que habían contribuido a capturarlo. Allí nos detuvimos en medio de una niebla. Los alemanes habían usado gases lacrimógenos, y la niebla retenía los vapores en el aire, lo que nos producía una tos constante. Intentamos fumar, pero nuestros cigarrillos sabían a gas, de manera que los tuvimos que tirar. Más tarde, nos maldijimos por imbéciles, porque era nuestra garganta, y no los cigarrillos, lo que estaba afectado por el gas.
Cuando aclaró la niebla vimos un fusil alemán con una inscripción en tiza: «Primer Batallón de los Fusileros Reales Galeses», evidentemente un trofeo. Me pregunté qué habría podido ocurrir con Siegfried y mis amigos de la Compañía A. Poco después encontramos al batallón acampado; Siegfried vivía aún, así como también Edmund Dadd, y otros dos oficiales de la Compañía A. El batallón había participado en combates muy duros: en su primer ataque a Fricourt habían derrotado al Vigésimo tercer Regimiento de Infantería Alemán, enviado a las trincheras de primera fila como medida disciplinaria después de que un oficial del Estado Mayor en función de inspector había descubierto a todos los oficiales de ese regimiento escondidos en un remoto refugio en el pueblo de Mametz, en vez de estar en las trincheras con sus soldados. (Edmund Dadd me dijo que durante el mal tiempo de marzo no había soldados alemanes en las trincheras opuestas a nosotros que tuvieran una graduación superior a la de cabo). El siguiente objetivo del batallón había sido «El Cuadrángulo», un pequeño bosquecillo antes del bosque de Mametz, donde Siegfried se distinguió al apoderarse solo de un frente que el Regimiento Real Irlandés no había logrado capturar el día anterior. Se había acercado armado con granadas a la luz del día, cubierto por el fuego de un par de rifles, y había hecho huir a los ocupantes de la trinchera. Una hazaña inútil, ya que en vez de hacer señales para pedir refuerzos, se sentó en la trinchera alemana y comenzó a leer un libro de poemas que había traído consigo. Cuando al fin volvió, ni siquiera presentó un informe sobre el hecho. El coronel Stockwell, que comandaba el batallón, se enfureció con él. Se había retrasado dos horas el ataque al bosque de Mametz porque las patrullas inglesas no habían formado aún sobre la situación. Las «patrullas inglesas» eran Siegfried y su libro de poemas.
—Hubiera podido obtener para usted la Medalla por Conducta Distinguida si hubiese tenido un poco más de sentido común —le gritó Stockwell con furia. Siegfried había estado realizando hechos heroicos desde que yo había dejado el batallón. En la Séptima División era conocido con el mote de el loco Jack. Ganó una cruz militar por haber salvado a un cabo herido, rescatándolo de un cráter de obús muy cerca de las líneas alemanas, bajo un fuego nutrido. No pude verlo en esa ocasión, porque lo habían enviado con la brigada de transportes a descansar. Pero le mandé, por medio de uno de nuestros soldados de la brigada de transportes, una carta rimada sobre los buenos ratos que pasaríamos juntos cuando terminara la guerra; después de unas vacaciones en Harlech, emprenderíamos un viaje al Cáucaso y a Persia y a China. Escribiríamos espléndidos poemas. Era la respuesta a una carta rimada que me había enviado desde la Escuela Militar de Flixécourt, unas cuantas semanas antes (apareció en El viejo cazador).
Salí a dar un paseo con Edmund Dadd, que detentaba el mando de la Compañía A.
—No es justo, Robert —comenzó a decir en tono quejumbroso—. ¿Recuerdas que en la época de Richardson la Compañía A era siempre la mejor del batallón? Bueno, ha logrado mantener su reputación y en cada combate nos toca realizar la parte más difícil. Tomamos los objetivos que nos ordenan y sabemos conservarlos, y se espera que siempre tengamos el mismo éxito. Lo peor es que Stockpot me considera indispensable; y me hace participar cada vez que se presenta la ocasión, en vez de darme un descanso y dejar que algún otro oficial tome el mando. Hemos librado cinco batallas en poco más de quince días, y no puedo seguir teniendo la misma suerte siempre. Stockpot por lo visto se propone obtener su nombramiento para la Orden del Baño, y se lo está asegurando gracias a los esfuerzos de la Compañía A.
Los dos días siguientes permanecimos acampados en los alrededores del bosque de Mametz. Llevábamos puestos los uniformes de combate y por las noches teníamos frío, de manera que un día me interné en el bosque en busca de tabardos alemana que pudiésemos usar como mantas. El bosque estaba lleno de cadáveres gigantescos de soldados alemanes y de pequeños ca dáveres de soldados pertenecientes a los batallones del Nuevo Ejército, al Real Galés y a los fronterizos del sur de Gales. No había un solo árbol que no estuviera desgajado. Recogí los tabardos, y regresé lo más rápidamente que pude, abriéndome paso a través de las frondas caídas. Hice el viaje de ida y el de regreso por la única ruta posible, pasé junto al cadáver hinchado y fétido de un alemán con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Llevaba gafas. Tenía la cara verduzca y el cabello cortado casi al rape; unos coágulos de sangre negra le manchaban la nariz y la barba. Pasé al lado de otros dos cadáveres inolvidables: un soldado de los fronterizos del sur de Gales y otro del Regimiento Lehr, que habían logrado clavarse las bayonetas a la vez el uno al otro. Un superviviente de la batalla me dijo después que había visto a un joven soldado de la Decimocuarta Brigada del Real Galés emplear la bayoneta contra un soldado alemán como si estuviera haciendo prácticas en el cuartel, y exclamando automáticamente: «¡Adelante, atrás, en guardia!».
Yo seguía siendo supersticioso y la idea de coger botín o de coleccionar objetos me desagradaba.
—Estos abrigos son sólo un préstamo —me dije a mí mismo. Nuestra brigada, la Decimonovena, era la brigada de reserva de la Trigésimo tercera División. Las otras brigadas, la Noventa y nueve y la Cien, habían atacado Martinpuich dos días antes, pero habían tenido que detenerse, con graves pérdidas, casi al inicio del ataque. Nos dejaron solos en los cráteres cuidando nuestra artillería pesada, los cañones alineados uno junto a otro. El día 18, avanzamos hasta una posición algo más al norte de Bazentin-le-Petit, y relevamos al Irlandés de Tyneside. Fui adscrito a la Compañía D. Nuestro guía irlandés estaba histérico y había perdido el rumbo; lo arrestamos y encontramos la ruta por nuestros propios medios. Al cruzar las ruinas de Bazentin-le-Petit nos bombardearon con gases. En lo referente a las bombas de gas teníamos órdenes de no preocuparnos por las mascarillas, y seguir adelante. Hasta ese momento, todas las que nos habían arrojado habían sido bombas lacrimógenas; aquéllas fueron las primeras bombas de gases mortales que se disparaban durante la operación, de modo que perdimos una docena de soldados.
Cuando por fin la Compañía D llegó a las trincheras, cavadas junto a la carretera y de una profundidad no mayor de un metro, la maltrecha Compañía de Tyneside a la que remplazábamos se apresuró a retirarse sin ninguna de las formalidades acostumbradas. Les pregunté a los oficiales dónde estaban los alemanes. Uno me respondió que no lo sabía, pero señaló vagamente hacia Martinpuich, a un kilómetro y medio de nuestro frente. Le pregunté después quién custodiaba el flanco izquierdo y a qué distancia se encontraban. Tampoco lo sabían. Maldije su alma mientras se retiraba. En cuanto contactamos con la Compañía C, que se hallaba detrás de nosotros a la derecha, y con el Cuarto de Suffolks, cincuenta metros a nuestra izquierda, comenzamos a cavar las trincheras y logramos localizar al fin a los alemanes. Su red de trincheras se extendía a unos quinientos metros de nuestra primera línea y al parecer estaban tranquilos.
Al día siguiente, a la hora de comer, comenzó un intenso bombardeo: los obuses cayeron unos cinco metros detrás de nuestra trinchera sin llegar a tocarla. Mi taza de té se volcó tres veces debido a las explosiones, y quedó llena de tierra. Yo estaba de muy buen humor, y hasta reía. Un paquete de arenques ahumados enviado por mis padres me parecía bastante más importante que cualquier bombardeo. Recordé gratamente una de las frases favoritas de mi madre:
—Niños, recuerden esto cuando coman arenques: los arenques son baratos, pero aunque costaran cada uno cien guineas, siempre habría millonarios dispuestos a pagarlas con placer.
Una amedrentada cotorra se había refugiado en nuestra trinchera; al parecer pertenecía a los alemanes expulsados de la población por los Highlanders de Gordon un día o dos antes. Tenia el plumaje muy maltratado.
—Es un animal de mal agüero —dije.
Los hombres juraban que había hecho comentarios en alemán al unirse a nosotros y hablaban de retorcerle el cuello.
Estaba de descanso, y me dormí en la trinchera sin esperar a que terminara el bombardeo. Lo mismo daba morir dormido que despierto. Por supuesto, no había refugios. Yo podía dormir fácilmente durante los bombardeos, aunque tenía una vaga conciencia del ruido. Sin embargo si alguien me despertaba para hacer una guardia o gritaba «¡Presenten armas!», me ponía de pie al instante. Podía dormir sentado, de pie, mientras marchaba, tendido en un suelo de piedra, o en cualquier otra posición, en cualquier instante, de día o de noche. Pero en aquella ocasión tuve una terrible pesadilla: alguien me tocaba en la oscuridad, buscaba el sitio propicio para introducirme un puñal. Finalmente me hería a la altura de los ríñones. Desperté con un alarido, asiendo la mano del asesino… y descubrí que había matado una rata que, aterrorizada por las bombas, se había introducido por mi cuello.
Esa tarde la compañía recibió la orden de construir dos contrafuertes cruciformes en los puntos indicados en el mapa. Moodie, el comandante de la compañía, y yo miramos nuestros mapas y nos echamos a reír. Moodie envió un mensaje diciendo que le agradaría obedecer la orden, pero que para hacerlo necesitaría primero un bombardeo de la artillería pesada y refuerzos considerables; porque los puntos elegidos, a medio camino de Martinpuich, estaban ocupados por el enemigo. Llegó el coronel Crawshay y comprobó nuestro aserto. Nos dijo que construyéramos los puntos fuertes unos trescientos metros delante de la línea del frente y a una distancia de doscientos metros uno de otro. Así que un pelotón permaneció detrás en la trinchera, y los otros salieron y comenzaron a cavar. Un contrafuerte cruciforme consiste en dos trincheras de unos treinta metros de extensión cada una, que se cruzan en el centro en ángulo recto; rodeado Por otras partes de alambres, a lo que más se parece, visto en diagrama, es a uno de esos bizcochos en forma de cruz que se hacen en semana santa. Los defensores pueden concentrar todo el fuego sobre el enemigo desde cualquier dirección de donde proceda el ataque. Debíamos mantener esos puntos con una ametralladora y un pelotón de soldados en cada una.
Esa noche hice mi primera guardia y visité periódicamente ambos contrafuertes. Para acercarme al que se encontraba a derecha, debía caminar por la carretera que comunica Bazentin con los bosques de Freux y atravesar un espacio muy claro, ya que había una luna brillante. El cadáver de un sargento alemán yacía en posición supina, con los brazos abiertos. Llevaba un paquete y todo su equipo consigo. Era un hombre de baja estatura, robusto, con una abundante barba negra. Necesité echar mano de un sortilegio para lograr alejarme de aquella figura siniestra. El modo más simple que se me ocurrió fue el de santiguarme. Evidentemente, una brigada de la Séptima División había tomado el camino que los alemanes bombardeaban incesantemente. Los defensores, los Gordon Highlanders, que habían comenzado a cavar posiciones para disparar, en la ribera norte, frente a los alemanes, habían tenido, por lo visto, que interrumpir el fuego aquella noche debido a un contraataque. Los hombres heridos se habían arrastrado hasta algunos de aquellos agujeros, habían metido en ellos la cabeza y los brazos y habían muerto allí. Como si trataran de huir del hombre de la barba negra.
En mi visita al segundo contrafuerte, descubrí que la trinchera tenía ya casi un metro de profundidad. Un equipo de los Ingenieros Reales aguardaba con rollos de alambre de púas para iniciar el cerco. Pero el trabajo se detuvo. Se oyó un murmullo por todo el lugar:
—Cojan inmediatamente los rifles. ¡Llegan los fritz!
Me tendí en el suelo, para ver mejor, y a unos setenta metros de distancia pude ver, a la luz de la luna, a un abigarrado grupo de figuras. Detuve a los hombres que ansiaban disparar, y envíe a un mensajero al Cuartel General de la compañía; debía pedirle a Moodie una ametralladora Lewis y un rifle de bengalas. Las necesitábamos con urgencia. Dije:
—Es posible que no sepan que estamos aquí; los podremos coger mejor si dejamos que se acerquen un poco más. Es posible que hasta lleguen a rendirse.
Aquellos soldados parecían andar sin rumbo fijo; nos pre guntábamos a qué se debería. Muchos alemanes se rendían últimámente por las noches, y aquel espectáculo podía ser el de una rendición a gran escala. Entonces llegó Moodie con la ametralladora Lewis, la pistola de bengala, y unos cuantos hombres con rifles y granadas. Decidimos darle al enemigo una oportunidad y para ello lanzamos una bengala y les disparamos con la ametralladora en la cabeza. El alto oficial que se acercó corriendo hacia nosotros, con las manos en actitud de rendición, pareció sorprenderse al descubrir que no éramos alemanes. Decía pertenecer al Batallón de los Internados de nuestra propia brigada. Cuando se le preguntó qué diablos estaba haciendo, explicó que tenía a su mando a una patrulla. Moodie lo había enviado con algunos de sus soldados para comprobar que no era una trampa. La patrulla constaba de cincuenta soldados, que vagaban sin objeto entre las líneas, con el fusil en bandolera y, al parecer, sin la más remota idea de dónde estaban, o de qué información debían proporcionar. Aquel Batallón de los Internados era uno de los cuatro o cinco de la misma clase que se formaron en 1914. Su entrenamiento había estado interrumpido continuamente por el envío constante de soldados a otros regimientos. Los pocos soldados con que contaba parecían incompetentes para realizar cualquier tarea de cierta responsabilidad; ni siquiera para ser buenos soldados. Los demás batallones permanecieron en Inglaterra con los cuerpos de entrenamiento; sólo al que teníamos delante se le envió a Francia y demostró ser una calamidad constante para nuestra brigada.
Esa noche recogí un souvenir; un tiro de caballos alemanes que arrastraban un cañón habían sido bombardeados mientras galopaban de Bazentin a Martinpuich. Los caballos y el conductor yacían muertos a un lado del camino. Entre ellos se encontraban los tesoros de los artilleros; recogí un trozo de pizarra envuelta en una servilleta de tela, inscrita y decorada de colores con los lemas militares, las banderas de las potencias aliadas de Alemania, y los hombres de las batallas en que el artillero había Participado. Envié aquella pieza al Cuartel General como regalo para el doctor Dunn. Tanto el doctor como el trofeo sobrevivieron a la guerra; actualmente, él ejerce de nuevo su profesión en Glasgow, y el trozo de pizarra reposa en una caja de cristal en su consultorio.
La noche siguiente, el 19 de julio, llegaron relevos y se nos informó que atacaríamos el Gran Bosque, que podíamos ver a unos mil metros en la cima de la colina situada a nuestra derecha. El Gran Bosque, que los franceses denominaban bosque de los fresnos, formaba parte de la principal línea de batalla alemana, que seguía la ladera de la colina hasta el bosque de Delville que, no lejos de allí, protegía el ala izquierda alemana. Dos brigadas inglesas habían intentado apoderarse del lugar; en ambos casos un contraataque los había vuelto a expulsar. El Real Galés había sufrido tal cantidad de bajas que sus efectivos se reducían a cuatrocientos hombres, incluyendo brigadas de transporte, camilleros, cocineros y otros no combatientes. Yo tomé el mando de la Compañía B.
Conservo aún una de las consignas que el batallón recibió a medianoche.
Al comandante de la Compañía N. 20. R. F. G., 20 de julio de 1916.
Compañías | deberán | avanzar | manera | siguiente |
hacia | mismas | posiciones | en | S14b |
Comenzarán | a | actuar | después | de |
ser | relevadas | por | Cameronians | Punto |
Compañía A. | 12.30 h | |||
Compañía B | 12.45 h. | |||
Compañía C | 13 h. | |||
Compañía D | 13.15 h. | Punto | ||
A | 14 h. | Comandantes | Compañías | |
deberán | encontrar | superiores | en | X |
caminos | S14b 99 | Punto | ||
soldados | deberán | tirarse | suelo | y |
buscar | refugio | necesario | pero | equipo |
no | deberá | dejarse | nunca | abandonado |
Punto. |
S14b 99 era en nuestros mapas la referencia al cementerio de Bazentin. Nos dirigimos allí por el cauce seco de un arroyo hasta llegar a unos ochocientos metros del bosque. Estuve presente en la reunión de comandantes de la compañía. El coronel Crawshay nos explicó su plan:
—Miren, muchachos —dijo—, nuestra misión será reforzar este ataque. Los del Camerons y el Quinto de Rifles Escoceses serán los primeros en llegar al bosque. Eso ocurrirá a las 5 a.m. El Batallón de los Internados será enviado como refuerzo si las cosas se ponen feas. No sé si se nos llamará. En caso de que así sea, eso querrá decir que los escoceses han sido derrotados, como de costumbre. —Aquel añadido final encarnaba nuestros prejuicios contra los escoceses—. El Batallón de los Internados es… bueno, ustedes saben muy bien lo que es; de manera que si nos llaman, será para nosotros el fin.
Dijo esas últimas palabras con una sonrisa, y todos nos echamos a reír.
Estábamos sentados en el suelo, protegidos por el talud de un camino; un cañón comenzó a disparar por encima de nosotros a unos veinte metros de distancia. Había una gran concentración de artillería en el valle Feliz. Apenas podíamos oír las palabras del coronel, pero comprendíamos que en caso de que recibiéramos la orden de atacar, debíamos desplazarnos por secciones. Una vez en el bosque teníamos que resistir a cualquier precio. Luego se despidió y nos deseó buena suerte, y nosotros nos reunimos con nuestras compañías.
En ese momento crítico llegó el mensaje inoportuno que la división nunca dejaba de enviar en esas ocasiones. Sabíamos ya que la división era capaz de mandarnos un mensaje recordándonos que no dejáramos que los atomizadores Vermorel se oxidasen, o prohibiéndonos tener perros en las trincheras, o pidiéndonos un trato más cortés para con nuestros aliados, o alguna otra trivialidad por el estilo, precisamente cuando un combate iba a estallar. En aquella ocasión recibimos la orden de enviar a un soldado de la Compañía C escoltado por un cabo al puesto de policía de Albert, donde se había establecido una corte marcial. También un sargento de la compañía debía presentarse como testigo en el caso. El soldado había sido acusado de asesinar un mes antes a un civil francés en un estaminet de Béthune. Según parece habían consumido una buena cantidad de coñac, y el francés, que guardaba rencor a los ingleses debido a las infidelidades de Su mujer, había comenzado a insultar al soldado. Según decían, aunque a mí me parece poco probable, el francés había dicho:
—Anglais no bon, Allmand très bon. War fineesh, napoo les Anglais. Allmand win.
El soldado, en respuesta, había desenvainado su bayoneta y lo había atravesado con ella. En la corte marcial, al soldado lo indultaron; el abogado del francés lo felicitó por haber «castigado con energía el derrotismo local». De manera que él y dos suboficiales estuvieron ausentes durante la batalla.
Me llevó algún tiempo entender qué clase de batalla había sido aquélla. Los escoceses habían penetrado en el bosque, y el Real Galés no fue llamado a apoyar el ataque hasta las once de la mañana. Los alemanes comenzaron a disparar hacia donde nosotros estábamos tendidos, de tal manera que habíamos perdido una tercera parte del batallón antes de que el combate se iniciara. Yo fui uno de los heridos.
Las baterías alemanas nos disparaban con obuses de calibre pesado, tanto que decidimos replegarnos unos cincuenta metros. Cuando lo hacíamos, un obús del veinte cayó a tres pasos de mí. Oí la explosión y tuve la impresión de que me habían asestado un golpe violento enire los omóplatos, pero sin experimentar ningún dolor. Creí que aquella sensación era sólo efecto de la explosión, pero la sangre comenzó a cubrirme los ojos; sentí una gran debilidad, le dije a Moodie que me habían herido y caí al suelo. Uno o dos minutos antes había recibido dos pequeñas heridas en la mano izquierda, exactamente en el mismo punto que las que me hicieron en la derecha durante el bombardeo previo al ataque de Loos. Consideré que aquello era una señal de buena suerte, y repetí en voz baja un verso de Nietzsche, en traducción francesa:
Non, tu ne me peux pas tuer!
Era un poema que trataba de un hombre en la guillotina que contempla al verdugo de barba roja que está frente a él (mi ejemplar de los poemas de Nietzsche, dicho sea de paso, había contribuido a fomentar las sospechas de mis actividades de espionaje. Nietzsche, condenado por la prensa como el filósofo del militarismo alemán, era considerado por el pueblo como una especie de personaje a lo William le Queux, como una figura siniestra que medraba a la sombra del káiser).
Un trozo de metralla se me incrustó en la cadera izquierda, cerca de la pelvis. Gracias a que debía de tener las piernas muy abiertas, pude escapar a la castración. La herida del ojo la produjo un pequeño trozo de mármol, arrancado sin duda de una de las lápidas del cementerio de Bazentin. Ésta y una herida en un dedo, que me destrozó el hueso, fueron probablemente producidas por otra bomba que estalló frente a mí. Pero también una pieza de metralla se me había incrustado unos cinco centímetros más, arriba del omóplato derecho, me había atravesado la caja torácica y salido cinco centímetros por encima de la tetilla derecha.
Mis recuerdos de lo que sucedió entonces son vagos. Según parece, el doctor Dunn atravesó el fuego enemigo a la cabeza de un grupo de camilleros, vendó mis heridas y me condujo al antiguo puesto alemán de socorro al norte del bosque de Mametz. Recuerdo que me colocaron en una camilla y que le hice un guiño a un camillero que decía:
—¡Todo esto es a cuenta del viejo Gravy, muy bien!
Mi camilla fue depositada en un rincón del puesto de auxilio, donde estuve inconsciente durante más de veinticuatro horas.
A avanzadas horas de la noche, el coronel Crawshay volvió del bosque de los fresnos y visitó el puesto de socorro; me vio tendido en un rincón y le dijeron que estaba desahuciado. A la Mañana siguiente, los soldados que sacaban de allí a los muertos me encontraron aún respirando y me metieron en una ambulancia que me llevó a Heilly, el hospital de campo más cercano. Los saltos que la ambulancia daba al atravesar el valle Feliz, surcado de cráteres de obuses cada tres o cuatro metros, me hicieron despertar. Recuerdo que grité. Pero una vez emprendimos un camino mejor, volví a quedar inconsciente. Esa mañana, Crawshay escribió las cartas formales de condolencia a los parientes más próximos de los seis o siete oficiales que habían muerto en la batalla. Ésta fue la carta que le dirigió a mi madre:
Querida señora Graves:
Lamento mucho tener que escribirle para comunicarle que su hijo pereció a consecuencia de las heridas recibidas. Fue un soldado valiente, su comportamiento era excelente. Para nosotros constituye una gran pérdida.
El estallido de un obús le produjo heridas muy graves; según tengo entendido murió al regresar al campamento. Murió sin sufrir, y nuestro médico le prestó todos los auxilios posibles.
Hemos pasado por duras pruebas, y nuestras bajas han sido numerosas. Sepa que tiene usted todo mi apoyo en este momento de dolor; nosotros hemos perdido a un soldado muy valiente. Por favor, escríbame si puedo serle útil de alguna manera.
Sinceramente,
C. CRAWSHAY, teniente-coronel
Luego hizo la lista oficial de bajas, que fue muy larga, porque no quedaban más que ochenta soldados en el batallón y anotó junto a mi nombre «muerto a consecuencia de heridas». Heilly era un lugar junto a la línea ferroviaria; cerca de la estación estaban las tiendas del hospital con la cruz roja que resaltaba en el techo, para impedir los bombardeos aéreos. El clima de julio hacía que en las tiendas el calor fuese insoportable. Me hallaba semiinconsciente, y sólo me enteraba de la herida en el pulmón debido a las dificultades para respirar. Me divertía ver las burbujitas de sangre de la herida abierta, cual pompas de jabón color escarlata, que mi aliento dejaba escapar. El doctor se acercó a mi cama. Me produjo lástima; parecía no haber dormido en varios días.
Le pregunté:
—¿Puedo beber algo?
—¿Quiere usted un poco de té?
—Pero no con leche condensada —murmuré.
Me dijo, disculpándose:
—Lo siento, pero no tenemos leche fresca.
Lágrimas de desilusión inundaron mis ojos; yo esperaba mucho más de un hospital de la retaguardia.
—¿Quiere beber agua?
—A condición de que no esté hervida.
—Es agua hervida. Y me temo que no podamos darle ninguna bebida alcohólica, en su actual situación.
—¿Tiene algo de fruta?
—No hemos visto fruta aquí desde hace tiempo.
Sin embargo, unos minutos después volvió a aparecer con dos ciruelas verdes. En un murmullo le prometí un huerto de frutales entero cuando lograra recuperarme de las heridas.
Las noches del 22 y del 23 fueron terribles. A primera hora de la mañana del 24, cuando el doctor se presentó a hacer su ronda, le dije:
—Debe usted hacerme salir de aquí. Este calor me matará —en efecto lo sentía martillear contra mi cráneo a través de la lona.
—Olvídelo. La única oportunidad que tiene de salvarse es quedarse aquí sin hacer un solo movimiento. No llegaría vivo a la base.
—Déjeme correr el riesgo. Me pondré bien, ya lo verá.
Volvió media hora más tarde.
—Bueno, será como usted quiere. Acabo de recibir órdenes de evacuar a todos los heridos del hospital. Parece que nuestros hombres han tenido problemas en el bosque de Delville y se espera que lleguen aquí esta noche.
Yo no tenía ningún miedo a morir… me bastaba con haber sido herido honorablemente y poder volver a Inglaterra.
Un brigada mayor, herido en la pierna, que yacía en la cama vecina, me dio noticias de nuestro batallón. Observó mi placa de identidad y me dijo:
—Por lo que veo pertenece usted al Segundo del Real Galés. Vi la batalla del bosque con mis prismáticos. La manera en que avanzó su batallón, en secciones, compañía por compañía, cada sección formada por cuatro o cinco soldados a cincuenta metros de la precedente, para descender al valle y luego volver a subir la pequeña colina, es el ejemplo más bello que he visto en mi vida de maniobras militares. Los oficiales de su compañía deben de ser gente soberbia.
Sin embargo una de las compañías, por lo menos, había maniobrado sin un solo oficial. Cuando le pregunté si habían podido mantener las posiciones en el bosque, me respondió:
—Conservaron el bosque casi hasta el final. Creo que lo que pasó fue que los soldados del Batallón de los Internados regresaron al caer la noche, igual que la mayoría de los escoceses. Los soldados del Galés se quedaron más o menos solos durante cierto tiempo. Se pusieron a cantar y eso los tranquilizó. Más tarde el capellán, un católico, por supuesto, el padre McCabe, hizo volver a los escoceses. Por ser católicos de Glasgow era más fácil que obedecieran a un sacerdote que a un oficial. Ni los alemanes ni los ingleses lograban apoderarse del centro del bosque… había en él una terrible concentración de artillería. Los árboles quedaron convertidos en madera para cerillas. Esa misma noche, más tarde, una brigada de la Séptima División relevó a los supervivientes, entre los que se incluía al Primer Batallón de ustedes.
Aquella versión no era del todo exacta. Más tarde supe que algunos soldados del Batallón de los Internados, a pesar de no tener oficiales ni suboficiales, mantuvieron sus posiciones en el flanco izquierdo del bosque, y permanecieron en ellas hasta que fueron relevados por una brigada de la Séptima División, veintidós horas más tarde. Tampoco todos los escoceses se habían portado indignamente. La fuga de un gran número de Cameronianos, y su regreso bajo el mando del padre McShane (no McCabe) me fueron confirmados más tarde. El capitán Colbart del Quinto Rifles Escoceses me escribió recientemente:
Atacamos por el flanco derecho; los del Camerons por el izquierdo. Nos apoderamos de nuestros objetivos e hicimos algunos prisioneros. A mediodía no quedaba ningún oficial en el batallón fuera de mí. A eso de las nueve de la mañana las tropas que atacaban a la izquierda tuvieron que retroceder ante un contraataque… según pude ver no trataron de oponer ninguna resistencia. Eran soldados de varias unidades, de los Camerons, Rifles Escoceses y del Batallón de los Internados. La retirada se detuvo a mitad del bosque y la compañía que estaba a la derecha volvió a tomar nuestro objetivo. Yo me había hecho cargo de un contrafuerte que, conforme a órdenes recibidas, habíamos construido en el extremo oriental del bosque, cuando llegó el Real Galés comandado por Moodie atacó en dirección noroeste y ocupó todo el bosque. El coronel Crawshay había instalado su Cuartel General en el extremo sur. Me presente allí, y luego volví a hacerme cargo de mis tropas, ya que los alemanes, apoyados por la artillería pesada, contraatacaron a eso de las cinco de la tarde bajo un intenso bombardeo.
Crawshay informó a la brigada de que había tornado el bosque pero no se responsabilizaba de conservar las posiciones a menos que le enviaran refuerzos inmediatos. En el momento en que llegaron, los alemanes ya habían vuelto a poner el pie en el extremo noroeste del bosque. Nos relevó la Brigada Noventa y ocho de nuestra propia División.
Esa noche, los empleados del Cuerpo Médico no se atrevieron a colocarme en una cama del vagón hospital por miedo a provocar una hemorragia en el pulmón, de manera que subieron mi camilla y la instalaron sobre la litera. Había estado cinco días en la misma camilla. Me acuerdo de ese viaje como de una pesadilla. La espalda me dolía y no podía alzar las rodillas para atenuar los dolores porque la litera que tenía encima estaba solo a unos cuantos centímetros de mi cuerpo. En el otro extremo del vagón, un oficial alemán de aviación, que sufría una complicada fractura de la pierna a consecuencia de un accidente de aviación, gemía y lloraba sin cesar. Aunque los demás heridos lo maldecían y le pedían que se callara y se comportara como un hombre, seguía quejándose, y mantenía despierto a todo el mundo. No era un caso de delirio, sino de miedo y de dolor intenso. Un ordenanza me pasó un lápiz y un papel y yo le escribí a mi madre: «Estoy herido, pero no es grave». Era el 24 de julio, mi vigésimo primer aniversario, y también la fecha oficial de mi muerte Ella recibió la carta dos días después de la del coronel; la mía estaba fechada el 23 de julio, porque yo había perdido la cuenta de los días, y la del coronel el 22.[14] En casa no sabían si mi carta había sido escrita antes de morir, y había equivocado la fecha, o si había muerto precisamente después de escribirla. La mención de «muerto a consecuencia de heridas» era menos tajante que «muerto en el campo de batalla»; pero, al recibir un largo telegrama del Consejo Superior del Ejército confirmándoles mi muerte, renunciaron a toda esperanza. Yo me encontraba en el Hospital Número 8 de Ruán… un château que dominaba la ciudad. Al día siguiente llegó mi tía Susana del sur de Francia a visitar a un sobrino perteneciente al Fronterizos del sur de Gales, a quien le acababan de amputar una pierna en el hospital. Al ver mi nombre registrado en la lista de la sala, me ofreció algunas de las frutas que llevaba, y le escribió a mi madre para darle la noticia. El día 30 recibí una carta del coronel Crawshay:
30-7-1916
Querido Von Runicke:
No puedo expresar el placer que me produce saber que estás vivo. Me habían afirmado que era imposible que te recuperaras, y una carta del hospital de campo me anunció que habías pasado a mejor vida.
Bueno, al fin una grata noticia. Tuvimos un tiempo infame, y después de conseguir prácticamente lo imposible, disciplinar a toda aquella inmunda multitud y colocarla en sus puestos, en cuanto llegó la noche echaron a correr. Fue un asunto muy triste.
Sufrimos pérdidas muy graves. No es justo mezclar a soldados valientes como los nuestros con esa canalla. Quiero darte las gracias por tu eficaz y valiente labor, y sólo deseo que vuelvas a reunirte pronto con nosotros. He leído mucho sobre el valor, pero nunca vi un desprecio tan magnífico y maravilloso a la muerte como el que presencié ese día. Era casi sobrenatural. En una ocasión le oí decir a un viejo oficial del Royal Welch que los soldados serían capaces de seguirte hasta el infierno; seguro que esos muchachos serían capaces de ir por ti y de ponerte a salvo en el Cielo.
Buena suerte y una rápida recuperación. Beberé a tu salud esta noche.
Tibs
Las dificultades para respirar que tenía me hacían la vida imposible; fuera de eso no sentía ningún dolor, salvo el de la herida del dedo, que había comenzado a supurar porque nadie se molestaba en atender algo tan insignificante. Y en la cadera, donde el esparadrapo que sostenía los vendajes me arrancaba el vello cada vez que lo quitaban para esterilizar la herida. Comparaba el dolor y la incomodidad con las de la operación de nariz efectuada dos meses antes, y el resultado era favorable. Además la operación de nariz no me había proporcionado simpatía alguna, ya que no se trataba de una herida de guerra. El comportamiento de los demás enfermos me indignaba. Aquéllos cuyo lema era «robar a todos los camaradas» se habían apoderado de todas mis posesiones, excepto unos cuantos papeles que guardaba en el bolsillo de mi casaca y un anillo que era imposible sacarme del dedo; de vez en cuando tocaban las marchas militares de una manera terrible, poniendo el acento y haciendo las pausas donde no eran necesarios. Le dije a un ordenanza que arrestara al corneta, si no quería que yo rindiera un informe a los oficiales encargados del servicio médico.
En la cama vecina a la mía se encontraba un subteniente del Real Galés llamado O. M. Roberts, que se había incorporado al batallón unos cuantos días antes del combate. Me contó lo que había ocurrido en el bosque de los fresnos; había llegado al borde cuando fue herido en la cadera y cayó en un cráter de obús. En momento determinado, por la tarde, había recuperado la conciencia y había visto a un oficial del alto mando alemán matando a los heridos con una pistola automática. Había unos soldados del Royal Galés que no estaban heridos, sino que, tirados en el suelo, continuaban disparando. (Teníamos una deuda pendiente con el enemigo: una sección alemana había fingido rendirse, y cuando estaba a un paso de nuestros soldados comenzaron a lanzar granadas de mano). El oficial alemán estaba muy cerca de él, le disparó y le hirió en un brazo. Roberts, muy débil, trató de sacar su Webley de la funda, lo que consiguió con muchas dificultades. El alemán volvió a disparar pero erró el tiro. Roberts apoyó la Webley contra el borde del cráter y trató de oprimir el gatillo, pero las fuerzas le fallaron. El alemán se acercó para no volver a errar el tiro. Roberts logró oprimir el gatillo con los dedos de ambas manos cuando el alemán estaba sólo a unos cinco pasos de distancia. El disparo le voló la parte superior del cráneo. Roberts perdió el conocimiento.
Los médicos habían estado observando con atención mi pulmón, y veían con preocupación que se llenaba de sangre y me oprimía el corazón, desviándolo demasiado hacia la izquierda; el viaje en ferrocarril había producido una nueva hemorragia. Marcaban su progreso gradual con un lápiz indeleble sobre mi piel y me informaban que si llegaba a cierto punto se verían en la necesidad de hacerme una punción. Aquello me sonó como si fuera una operación seria. En realidad consistía sólo en introducir una aguja en mi pulmón desde la espalda y extraer la sangre con un recipiente que hiciera el vacío. Me aplicaron un anestésico local; la punción me resultó igual de dolorosa que una vacuna; yo leía la Gazette de Rouen mientras la sangre llenaba el recipiente. Me parece que fue sólo un cuarto de litro.
Esa noche oí de pronto una irrupción de magníficas canciones en el patio de ambulancias. Reconocí el timbre de las voces.
—El Primer Batallón ha vuelto a presentar batalla —le dije a Roberts; y la enfermera se encargó de confirmarlo. Sin duda alguna debían de haber vuelto a atacar el bosque de Delville.
Un día o dos después me embarqué rumbo a Inglaterra en un barco hospital.