Obtuve un permiso en abril de 1916. Aquel viernes santo fue la última ocasión en que asistí a un servicio religioso, fuera de las bodas, ceremonias religiosas del regimiento y otras a las que asistía por obligación. Recuerdo bien la fecha porque los niños del coro no llevaban sobrepellices, y los salmos se leyeron, no se cantaron. Mi padre quería que asistiera al primer servicio de la mañana, y trató de obligarme a hacerlo, pero yo tenía una falta de sueño de trece meses; y aunque se presentó en mi habitación a las seis y media de la mañana y dio fuertes golpes en la puerta, diciendo que mi madre esperaba que la acompañara, ese día más que ningún otro, no me levanté. Alegué tener un dolor de muelas, y en verdad no era una excusa. Una muela me había comenzado a doler de una manera terrible. Me atraparon a la hora del desayuno, y a pesar de haber ganado el primer encuentro, vi que tenía que perder el segundo y asistir al servicio religioso. Como no quería provocar una discusión religiosa, decidí plegarme a los deseos de mis padres; si ellos creían sin la menor duda que Dios sostenía las fuerzas del Ejército Británico, resultaría poco amable disentir.
Sospechaba que lo que deseaban era exhibirme en la iglesia con mi uniforme de oficial. Pero el dolor de muelas me tenía de un humor pésimo y surgió una disputa durante el desayuno; dije cosas que enfurecieron a mi padre y apenaron a mi madre. Sólo por ella, que no tomaba parte activa en la discusión, sino que adoptaba un aire triste y apoyaba tácitamente a mi padre, consentí en acompañarlos.
A las nueve subieron a sus habitaciones a vestirse. El servicio tendría lugar a las nueve y media. Me pareció que era demasiado temprano, pero lo atribuí al nuevo horario de guerra, bajo el cual todo se hacía con mayor celeridad. Entonces sonó el timbre de la puerta. Era el propietario de una empresa de sillas de ruedas; comenzó a explicarme que, como ya le había dicho antes a mi madre, no disponían de un hombre que pudiera llevarla a la iglesia, pues debido a la guerra estaban muy limitados de personal; en efecto, el único empleado que les quedaba debía llevar la silla de la condesa tal y tal a la iglesia parroquial situada a una distancia de dos kilómetros en dirección contraria. Por un momento pensé que se trataba de una idea generosa de mi madre, quien, pensando que seguramente me encontraría mal, creía que no podría llegar a pie a la iglesia situada a unos seiscientos metros de casa. Olvidé la gota de mi padre, así como el pasaje de Herodoto donde dos hijos devotos se uncen a una carreta de bueyes para llevar a su madre, la sacerdotisa, al templo, y que Solón, en una conversación con el rey Creso, consideró extrañamente como el símbolo de la felicidad suprema.
Cuando comprendí lo que me esperaba no pude más que echarme a reír. Entonces bajó mi madre, con su libro de oraciones, su velo y su expresión profundamente religiosa; y no fui capaz de arruinarle el día.
Empujé aquel absurdo vehículo sin decir una palabra; apareció mi padre con sombrero de copa, sus polainas más elegantes y se instaló en él; y emprendimos la marcha. Aquella silla necesitaba aceite; una de las ruedas se desviaba constantemente. Había que subir una colina de una altura considerable para llegar a la iglesia; la subida fue de cualquier manera más fácil que el regreso. A eso de las diez y media el servicio no parecía desarrollarse con la rapidez debida, y comencé a aburrirme de una manera atroz, ansiando salir para… bueno, ansiando simplemente salir.
Le murmuré a mi madre:
—¿Terminará pronto?
—Querido —me respondió—, ¿no te dijo tu padre que se trataba de una ceremonia de tres horas? Como no lo pudiste traer al servicio de primera hora, ahora debe permanecer hasta el final para recibir la Sagrada Comunión.
Así que tuve que quedarme y entretanto intenté componer epigramas latinos, que en aquellos días constituyeron mi manera de matar el tiempo; durante la presentación de armas, por ejemplo, o en la silla del dentista, o por la noche en las trincheras, o en los momentos de calma. Compuse un maligno epigrama sobre aquel robusto joven sacerdote. Los únicos varones de la congregación éramos él, yo, mi padre, el bedel y un anciano con una mano paralizada, sentado delante de mí; el resto lo constituían sesenta o setenta mujeres. Traté de recordar si la i de clericus era corta o larga, pero no lo logré; de cualquier modo no importaba, porque podía hacer dos versiones que respondían a las exigencias rítmicas de ambos casos:
O si bracchipotens qui fulminat ore clericus…
y:
O si bracchipotens clericus qui fulminat ore…[13]
Porque en aquel momento pronunciaba un sermón sobre el Sacrificio Divino, y se explayaba sobre los gloriosos hechos de nuestros hijos y hermanos en Francia. Decidí preguntarle cuando terminara el servicio por qué, si pensaba de esa manera, no iba a Francia y se vestía de caqui.
Para complacer a mi madre recibí el Sacramento, aunque no me encontraba en absoluto en el estado de resignación espiritual que ello requiere. Ahí termina la historia, salvo que al salir de la iglesia fui presentado a los nuevos amigos de mi familia:
—Su padre nos ha mostrado las cartas tan interesantes que le ha enviado desde las trincheras. Dígame…, etc., etc. El regreso fue detestable. Mi madre tuvo que ayudarme a empujar la silla hasta la cima de la colina; mi padre había cogido su libro de oraciones, y yo sudaba como un toro.
Al día siguiente fui primero al dentista y luego al Hospital Militar Milbank de Londres, donde un cirujano del ejército me operó gratuitamente la nariz. En época de paz la operación me hubiera costado sesenta guineas, y otras veinte guineas el hospital. Pero, por otra parte, hubiese podido elegir al especialista; el que me operó, lo hizo con negligencia y hoy día aún no puedo respirar correctamente por una fosa nasal.
Después de una estancia en el hospital, fui a Harlech y caminé por las colinas. Le compré una cabaña de dos habitaciones a mi madre, que había adquirido considerables propiedades en Harlech. Lo hice como un desafío a la guerra: para tener algo en qué pensar cuando los cañones cesaran de disparar. Siempre que pensábamos en el fin de la guerra era con la expresión «cuando los cañones cesen de disparar». Pinté de blanco la casita, que quedaba algo alejada del pueblo, y la amueblé con una mesa, una silla, una cama, unos cuantos platos y utensilios de cocina. Había decidido vivir algún día allí y alimentarme de pan y manteca, tocino y huevos, lechugas durante la estación, col y café, y escribir poesía. Mi gratificación militar me permitiría vivir por lo menos uno o dos años. Después de abrir una gran ventana que me permitía contemplar los bosques y el mar, escribí dos o tres poemas como un avance de la buena vida que allí me esperaba. Pero después tuve que destruirlos.
Más tarde, en Londres, mi padre me llevó a una comida de la Honorable Sociedad Cymmrodorion, un club literario gales, donde Lloyd George, entonces secretario de guerra, y W. M. Hughes, el primer ministro australiano, fueron los oradores. Hughes era desenvuelto, seco y directo; Lloyd George pronunció un discurso retórico sobre las «Glorias de las colinas de Gales». El poder de su retórica me asombró. El tema de su discurso podía ser banal, fútil y falso, pero tuve que luchar duramente para no dejarme llevar por el entusiasmo que embargaba al resto del público. Extraía el poder de sus auditores y luego se lo volvía a transmitir. Más tarde mi padre me presentó a Lloyd George, y cuando lo miré atentamente a los ojos vi que parecían los de un sonambulo.
Me incorporé al Tercer Batallón en Litherland, cerca de Liverpool. En cuanto el Tercer Batallón abandonó Wrexham, se había instalado en Liverpool como parte de las fuerzas de defensa de Mersey. Los oficiales superiores, con gran generosidad, no me impusieron ninguna misión que no quisiera desempeñar, y allí volví a encontrar a tres de mis camaradas de Wrexham, que habían sido gravemente heridos (todos ellos, por una coincidencia, en la cadera izquierda) y que creían haberse librado de la guerra: Frank Jones-Bateman y el «padre» Watkin, que habían estado conmigo en el Regimiento Galés, y el mayor Aubrey Attwater, que estuvo en el Segundo Batallón a comienzos de 1915, y había resultado gravemente herido durante una de las operaciones de patrulla. Attwater salió de Cambridge al principio de la guerra y se le conocía como Cerebro en el batallón. Los mayores, casi todos señores rurales con propiedades en Gales, y cuyos únicos pensamientos en tiempos de paz se centraban en la caza, la pesca y la administración de sus tierras, disfrutaban con la charla instructiva de Attwater mientras bebían oporto en la cantina. Cuando el sargento Malley, el sargento despensero, preguntaba si servía un licor suave o fuerte, los viejos mayores se dirigían a Attwater:
—Ahora, Cerebro, háblenos de Shakespeare. ¿Es cierto que fue Bacon quien escribió sus obras?
O bien:
—Bueno, Cerebro, ¿qué piensa usted de ese tal Hilaire Belloc? ¿Sabe realmente cuándo va a acabar la guerra?
Attwater aceptaba humorísticamente su situación de enciclopedia y almanaque. El sargento Malley, otro amigo a quien siempre me agradaba ver, podía hacer caber más vino en un vaso que ningún otro cantinero del mundo: llenaba las copas hasta el borde sin derramar jamás una gota.
El miércoles por la noche, la cantina se reservaba a los invitados. El coronel exigía que los oficiales casados, que por lo general cenaban en casa, recibieran esa noche. La banda tocaba música de Gilbert y Sullivan detrás de una cortina. Durante los intervalos, el arpista del regimiento ejecutaba solos, melodías galesas que extraía de manera incierta de una pequeña arpa. Más tarde, al director de la banda lo invitaban a la mesa de los oficiales de alto rango a beber el vaso reglamentario de licor. Cuando él y los oficiales jóvenes se retiraban, el oporto comenzaba a circular, y la conversación, al principio muy formal, se hacía libre e íntima. Recuerdo que en cierta ocasión, un viejo mayor dijo de manera axiomática que todos los deportistas habían cometido en un momento u otro del deporte alguna infracción. Cuando se le retó a demostrar el fundamento de aquella afirmación, él, a su vez, interrogó a sus vecinos, exigiendo que, por su honor, dijesen la verdad.
Uno de ellos, ruborizándose, admitió que en una ocasión había cazado dos días antes de que terminara la veda:
—Debía embarcarme al día siguiente —dijo—, para incorporarme a mi batallón acantonado en la India, y aquélla era mi última oportunidad.
Otro dijo que en sus tiempos de estudiante, pero siendo ya lo suficientemente adulto como para saber lo que hacía, había arrojado una piedra contra un faisán echado en el suelo. Otro había salido con un cazador furtivo —en sus días de Sandhurst— y arrojó veneno en una corriente de truchas. Una confesión aún más escandalosa fue lo que hizo un mayor del Nuevo Ejército, un terrateniente. Un año proliferaron en sus propiedades las zorras, el cuartel de cazadores se hallaba situado a unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia, y permitió a su administrador proteger los gallineros con una escopeta. Luego le llegó el turno al médico militar, que dijo:
—Bueno, cuando era estudiante en St. Andrews, un amigo me pidió que apostara diez chelines por él a un caballo que corría en Lincolnshire. No encontré a tiempo al encargado de las apuestas. El caballo perdió, pero nunca devolví los diez chelines. En ese momento, uno de los huéspedes, un oficial de los Fronterizos Escoceses del Rey, se puso de pie terriblemente excitado, se inclinó sobre la mesa, apoyó en ella los puños y dijo:
—¿Y no se llamaba acaso Strathspey aquel caballo? Págame inmediatamente mis diez chelines.
Sólo el campo de tiro separaba nuestro campamento de la fábrica de Brotherton, donde se producía un explosivo especialmente delicado. Los trabajadores de la fábrica tenían los rostros y las manos permanentemente amarillos. Ganaban salarios proporcionalmente elevados. Attwater acostumbraba a discutir a veces en la cantina que podía ocurrir en el caso de que Brotherton volara. Casi todos estábamos convencidos de que eso significaría la muerte de los tres mil soldados de nuestro campamento, además de la destrucción de Litherland y de gran parre de Bootle. Attwater sostenía que la proximidad del campamento sería su salvación; que la onda expansiva pasaría por encima y que alcanzaría en cambio a un campamento de municiones situado a mil quinientos metros de distancia, el cual seguramente también estallaría. Un sábado por la tarde, Attwater salió de la cantina y vio una columna de humo que salía de Brotherton. Parte de la fábrica estaba en llamas. Inmediatamente envió a la brigada contra incendios, que logró apagar el fuego antes de que este llegara a un centro vital; de tal manera que la discusión nunca se resolvió en favor de nadie.
En las barracas se hablaba tanto galés como inglés; la Iglesia disidente había puesto a todos sus hombres a disposición de Lloyd George. Una comisión de soldados de Harlech y de sus alrededores se presentó ante mí una mañana y me dijo solemnemente:
—Capitán Graves, señor, no estamos contentos con nuestro sargento. Lanza blasfemias y juramentos, bebe, fuma, y además es un hombre de baja extracción.
Les dije que me hicieran su queja en la debida forma, escoltados por un suboficial. No volvieron a presentarse ante mí.
Una delegación de ministros galeses disidentes se dirigió a Attwater para quejarse del lenguaje blasfemo usado por los suboficiales. Attwater estuvo de acuerdo en que blasfemar durante los ejercicios iba en contra de los reglamentos militares; pero les llamó la atención a los ministros sobre el hecho de que las contravenciones al reglamento se habían elevado en un doscientos por ciento desde que sus inocentes rebaños habían llegado a Litherland para recibir entrenamiento militar.
Permanecí sólo unas cuantas semanas en Litherland. El 1 de julio de 1916 comenzó la ofensiva del Somme, y todos los soldados y oficiales disponibles debían ir a reemplazar las bajas. Yo tuve el placer de ir al frente en una locomotora, y ayudar al maquinista francés a manejarla, con lo cual cumplía un sueño infantil; pero me decepcionó amargamente saber que había sido incorporado al Segundo Batallón y no al Primero.
El Primer Batallón se hallaba apostado en las trincheras de Givenchy, del otro lado del canal situado junto a las ladrilleras de Cuinchy. Llegué el 5 de julio, y me encontré con que el combate ya había comenzado. Los prisioneros marchaban por la trinchera con aire atemorizado, conversando entre sí. Eran sajones, recién incorporados a su división después de un descanso en Alemania; llevaban uniformes nuevos, y paquetes llenos de cosas tentadoras. Un prisionero recibió un severo sermón de un sargento de la Compañía C, un soldado de Birmingham, escandalizado ante un paquete de fotografías obscenas que se encontraron en la mochila del alemán.
Se trataba de un combate de represalia. Sólo unos cuantos días antes, los alemanes habían explosionado la mina más grande que jamás hubiera explotado en todo el frente occidental. La víctima había sido nuestra Compañía B; la B era proverbialmente desafortunada. El cráter, al que se le dio el nombre de Cráter del Dragón Rojo, en homenaje a las insignias del Regimiento Real Galés, debía de tener unos treinta metros de diámetro. Eran muy pocos los supervivientes de la compañía B. Los alemanes embistieron inmediatamente, aprovechando la confusión que reinaba en las filas de las otras compañías, para tomarlas por sorpresa. Stanway, que había sido el sargento de la compañía durante la retirada, y era ahora mayor, reunió a algunos hombres en un flanco y logró hacer que los alemanes se retiraran. Blair, un comandante de la Compañía B, quedó enterrado hasta el cuello por la explosión de la mina, y permaneció el resto del día bajo un fuego graneado. Aunque era veterano de la guerra de los bóers, sobrevivió a la experiencia, se recuperó de sus heridas, y unos cuantos meses más tarde volvió al batallón.
La incursión que me tocó presenciar era la venganza de Stanway. Él y el coronel Tibs Crawshay —el comandante del cuartel que en un principio me había enviado a Francia—, la planearon con todo detalle, con bombas y cortinas de humo a ambos flancos. Nuestros morteros debían disparar sin cesar contra la trinchera de primera línea alemana y las líneas de apoyo. El objetivo era obligar a los alemanes a esconderse desde el primer bombardeo en los refugios a prueba de obuses, dejando sólo a unos cuantos centinelas apostados en las trincheras de tiro, a fin de aparecer cuando los disparos hubieran acabado. En aquel momento la artillería debía intensificar una vez más el fuego y hacer que el enemigo se refugiara de nuevo en el interior de sus trincheras. Después de que esto ocurriera dos o tres veces, tardarían más tiempo en volver a aparecer. Entonces, cubiertos por una cortina de humo, los soldados se lanzarían a la carga, y la artillería dispararía ininterrumpidamente sobre las líneas de apoyo y de reserva para evitar cualquier refuerzo del frente.
Mi única participación en esa acción militar, que fue coronada por el éxito, consistió en hacer un informe detallado de ella por petición de Crawshay, no el informe para el Cuartel General de la división, sino una página de historia que debía enviarse al cuartel del regimiento para colocarse en los anales del mismo. Observé que por primera vez desde el siglo XVIII el regimiento había vuelto a usar la pica. En vez de rifles y bayonetas, algunos de los soldados que se lanzaron a la carga llevaban cuchillos de cocina, atados con esparadrapo y cuerdas al extremo de un palo de escoba. Esta pica, un arma más ligera que el rifle y la bayoneta, era un añadido útil a las granadas y los revólveres.
Un periodista, oficial del Cuartel General, escribió también un informe sobre nuestra maniobra. Los soldados del batallón disfrutaron al leer que habían saltado sobre las trincheras gritando: «¡Recordad a Kitchener!», y «¡Vengaremos al Lusitania!».
—¡Qué estupidez hubiera sido gritar semejantes cosas! dijo alguien. —El viejo Kitchener estaba muy bien como figura representativa, pero nadie querría verlo volver, por lo que he oído, al Ministerio de la Guerra. Y en lo que se refiere al Lusitanía, los alemanes ya habían prevenido a los yanquis; y si el hundimiento de aquél iba a hacer a estos entrar en la guerra, tanto mejor.
Pocos oficiales del Segundo Batallón habían estado en él cuando yo lo dejé después de Loos; y ninguno —excepto el sargento mayor Yates, y Robertson, ya capitán (aunque muerto poco después)—, recordaba la cantina del batallón de Lavantie Yo esperaba una acogida más amistosa que la de mi primera llegada. Sin embargo, como registra en su diario (según tengo entendido) el doctor del batallón, Dunn: «Graves fue recibido glacialmente, lo que me sorprendió». La razón era sencilla. Uno de los oficiales incorporados al Tercer Batallón en agosto de 1914 había sido enviado a Francia poco antes que yo, por ser más eficiente, y había llegado a consolidar un grado de oficial, lo que satisfacía sus ambiciones. Pero no había pasado del rango de subteniente, y los celos ante mis dos estrellas extras le amargaban la vida. En una ocasión en que hizo un comentario desagradable en público sobre los «capitales que quemaban etapas», me abstuve de arrestarlo como debí hacer, y en cambio le cité unos versos consoladores:
Es orgullo profundo, no incapacidad
Lo que impide que mis alas se eleven.
La mañana y el crepúsculo
Tienen sólo una estrella que mostrar.
Hasta entonces no nos habíamos visto en Francia, y de una manera ajena a toda ética, revivió la sospecha que mi nombre alemán había despertado en un principio en Wrexham. Como resultado de ello, me vi tratado con gran reserva por todos los oficiales que no me habían conocido antes en las trincheras. Para mi desdicha, el más notable espía alemán atrapado en Inglaterra se llamaba Carl Graves. Mi enemigo había hecho correr la voz de que Carl y yo éramos hermanos. Yo me consolaba pensando que, por lo visto, pronto habría una batalla que pondría fin a esas sospechas. «A menos que un suboficial no haya recibido órdenes de dispararme ante la menor apariencia de traición». Se sabía que tales cosas podían ocurrir.
En verdad, aunque yo no tenía ningún trato con los alemanes mi madre y sus hermanas en Alemania mantenían una correspondencia irregular por medio de mi tía Clara von Haber du Faur, cuyo marido era cónsul general en Zúrich. De esa manera llevaban un registro de las muertes de los familiares, y se hacían referencias discretas a los servicios militares de los supervivientes. Mis tías escribían siguiendo la consignas que el gobierno alemán había impartido a todos aquéllos que tuvieran familiares o amigos en el extranjero, y presentaban a su país como la parte inocente de una guerra tramada por Francia y Rusia. Mi madre, firmemente convencida de la causa aliada, escribía diciéndoles que estaban equivocadas, pero que sin embargo las perdonaba.
Los oficiales del batallón, a quienes prefería fuera de Robertson, eran el coronel Crawshay y el doctor Dunn, un escocés tenaz que había sido soldado de caballería en la guerra de los bóers, y había obtenido la Medalla por Conducta Distinguida. En nuestro regimiento era mucho más que un doctor; vivía en el Cuartel General del batallón y había sido el brazo derecho de tres o cuatro coroneles sucesivamente. Todo aquél que por alguna circunstancia no seguía sus consejos lo lamentaba después. En una ocasión, en las operaciones militares de agosto de 1917, un obús estalló en medio del Cuartel General donde estaba reunido el Estado Mayor y mató al coronel, al capitán y al oficial de transmisiones. Dunn no dudó un solo instante en convertirse en oficial combatiente temporal del Real Galés, descargando sus deberes de médico en el sargento de camilleros. Los soldados tenían por él un respeto inmenso.