En marzo me volví a unir al Primer Batallón en el Somme. Era la estación florida. Íbamos y veníamos de las trincheras de Fricourt a nuestro acantonamiento en Morlancourt, una aldea que aún no había tocado metralla. (Más tarde quedó hecha trizas; los australianos y los alemanes la tomaron y la recuperaron varias veces, hasta que sólo quedaron de ella los cimientos). Los cuarteles de la Compañía A estaban situados en la cocina de una granja, donde dormíamos en el suelo de ladrillos rojos, utilizando nuestras mochilas de almohadas. Una anciana y su hija se habían quedado en la granja para vigilar sus propiedades. La anciana era una mujer senil y paralítica; lo único que podía hacer era sacudir la cabeza y decir:
—Triste, la guerre!
La llamábamos Triste la guerre. Su hija la trataba como a tina niña pequeña.
Las trincheras de Fricourt estaban cavadas en un terreno de yeso, que nos parecía más tolerable durante la temporada de lluvias que la arcilla de La Bassée. La División nos había asignado un sector del frente en el cual nuestras trincheras estaban más cerca de las del enemigo que en ningún otro lugar en una extensión de varios kilómetros. Los ingleses acababan de ampliar el frente hasta el Somme, y los franceses se contentaban, como era ya habitual en ellos, a menos que se tratara definitivamente de una batalla, de estar en paz con los alemanes y no acercarse demasiado a ellos. Desgraciadamente, aquel lugar estaba dominado por unas lomas, y ni una parte ni la otra permitían que el rival se apoderara de aquella cresta, así que la compartían, después de una prolongada disputa. La zona era utilizada tanto por los alemanes como por nosotros como centro de experimentación del nuevo tipo de bombas y granadas. Las trincheras eran amplias y poco profundas y sin las suficientes salidas transversales. Los franceses nos habían dejado algunas pruebas de su dejadez: cadáveres enterrados demasiado cerca de la superficie; y de su amor por la seguridad: algunas casamatas cavadas a bastante profundidad, aunque extremadamente sucias. Nos dedicamos a elevar los parapetos y a construir trincheras transversales para limitar los daños producidos por las bombas de mortero que continuamente caían. Todas las noches trabajábamos arduamente no sólo las compañías de la línea del frente, sino también las dos compañías de refuerzo. El lugar estaba más plagado aún de ratas que Cuinchy. La cantina de la Compañía A se llenaba de ellas a la hora de la comida. Comíamos siempre con el revólver al lado del plato, y amenizábamos la conversación con repentinas salvas dirigidas a una rata que roía la mochila de alguien o que se arrastraba por la viga del techo sobre nuestras cabezas. Los oficiales de la Compañía A eran alegres. Todos habíamos pertenecido a los coros de la escuela, excepto Edmund Dadd, que cantaba como un cuervo, y entonábamos himnos y fragmentos de cantatas cuando las cosas iban bien. Edmund insistía en unirse a nuestros cantos.
Una noche, a la hora de cenar, llegó corriendo un muchacho galés, histérico y horrorizado. Al llegar frente a Richardson exclamó:
—Señor, señor, hay un mortero de trinchera al lado de mi litera.
Su acento galés nos hizo estallar en carcajadas.
—¡Ánimo, soldado Williams! —dijo Richardson—. ¿Como pudo ir a dar en su refugio algo tan grande como un mortero de trinchera?
Pero el soldado Williams no lograba explicárselo. Lo único que hacía era repetir:
—¡Señor, señor, hay un mortero de trinchera al lado de lado de mi litera!
Edmund Dadd salió a investigar. Informó que un obús de mortero había caído en la trinchera, resbalado por los escalones de la casamata, explotado y matado a cinco soldados. El soldado Williams era el único superviviente, ya que dormía protegido por el cuerpo de otro hombre.
Nuestra peor amenaza la constituía el bote de metralla alemana; se trataba de un tambor de una capacidad de ocho litros, provisto de un cilindro con aproximadamente un kilogramo de explosivo llamado amonal que tenía el aspecto de pasta con salmón, olía a mazapán, y, cuando explotaba, hacía un estruendo de mil demonios. La parte hueca en torno del cilindro contenía metal de desecho, al parecer requisado a los campesinos franceses detrás de las líneas alemanas: clavos herrumbrosos, fragmentos de obuses ingleses y franceses, cascos de balas, y las tuercas, tornillos y clavos que los grandes camiones de transporte dejan al pasar por los caminos. En una ocasión hicimos la disección de un bote de metralla no explosionado, y encontramos, entre otras cosas, las ruedas dentadas de un reloj y la mitad de una dentadura postiza. Era fácil oír la aproximación de un bote de metralla; en el aire parecía inofensivo, pero su estallido era tan temible como el de la bomba más pesada. Sólo los refugios más profundos se libraban de sus efectos; aquellos dientes postizos, los clavos herrumbrosos y las ruedas dentadas volaban por todas partes. No lográbamos entender cómo disparaban los alemanes un proyectil de aquel tamaño. El problema permaneció insoluble hasta primeros de julio, cuando el batallón atacó desde las mismas trincheras y descubrió un cañón de madera enterrado en el suelo, provisto de un mecanismo de precisión. Los artilleros de aquella pieza quisieron rendirse, pero nuestros soldados habían jurado desde hacía meses darles su merecido.
Una noche (cerca de Trafalgar Square; tal vez alguno de mis Actores recuerde aquel enlace de trincheras), Richardson, David Thomas y yo nos encontramos con Pritchard y el mayor. Nos detuvimos para conversar. Pritchard se quejaba de que lo habían enviado a aquel sitio donde los morteros enemigos no daban un momento de tranquilidad.
—Ahora empiezo yo —dijo Pritchard. Como oficial encargado de los morteros del batallón, acabo de recibir dos morteros Stokes—. Son una belleza —continuó Pritchard—; ya los he probado, y mañana les vamos a dar a los fritz algo de lo que han estado pidiendo. Puedo lanzar al aire cuatro o cinco obuses a la vez
—Ya es hora —respondió el mayor—. He tenido trescientas bajas aquí durante el última mes. No parecen tantos, porque aunque resulte extraño ninguno de ellos era oficial.
En efecto, después de Loos habíamos tenido quinientas bajas, y ninguna de ellas había correspondido a un oficial.
Entonces advirtió de pronto que sus palabras eran de mal agüero.
—¡Toquemos madera! —exclamó David.
Todo el mundo saltó y tocó madera, pero estábamos en una trinchera francesa, y no estaba revestida. Yo acaricié un lápiz que llevaba en el bolsillo; aquella madera era suficiente para mí.
Richardson dijo:
—De cualquier manera, yo no soy supersticioso.
La noche siguiente conduje a los hombres de la Compañía A a realizar algunos trabajos. Las Compañías B y D estaban en la línea del frente, y nosotros nos reunimos con la C, que salía también de faena. David cerraba la marcha y parecía desazonado.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté.
—¡Oh, que estoy harto! —respondió—. Para colmo me he resfriado.
Los soldados de la Compañía C marchaban en fila a la derecha de la línea de fuego, y nosotros marchábamos por la izquierda. Era una noche inquietante, con una luna resplandeciente. Los alemanes ocupaban un nido de ametralladoras a unos cuarenta o cincuenta metros de nosotros. Estábamos de pie al lado del parapeto colocando los sacos de arena, con la luna a nuestra espalda; los soldados alemanes ignoraban nuestra existencia; posiblemente porque también ellos estaban ocupados en un trabajo manual. A veces, cuando los dos bandos se dedicaban a erigir las defensas adecuadas, cada uno simulaba ignorar el trabajo del otro. Se contaba que a veces, cuando se tenían que asegurar las alambradas a los postes, llegaban a usar los mismos martillos. Los alemanes parecían mucho mejor dispuestos que nosotros a poner en práctica una actitud de coexistencia. (Sólo en una ocasión, que yo sepa, aparte de la Navidad de 1914, ambos bandos se mostraron a la luz del día sin disparar unos a otros: fue en febrero, en Ypres, una vez en que las trincheras se inundaron de tal manera que era necesario salir a la superficie para evitar ser arrastrados por el agua). De cualquier manera, en un momento determinado comenzó un intercambio de granadas y disparos de mortero. Nos arrojaron varios botes de metralla, y los soldados tuvieron bastantes problemas para esquivarlos en la oscuridad; pero por vez primera pagábamos al enemigo con la misma moneda que nos había estado dando. Pritchard había usado sus morteros Stokes durante todo el día, y había enviado centenares de bombas; en dos ocasiones los alemanes habían localizado su emplazamiento y lo habían forzado a retirarse a toda prisa.
La Compañía A trabajó desde las siete hasta las doce de la noche. Debimos de colocar unos tres mil sacos de arena en los parapetos, y unos cincuenta metros de la trinchera del frente tenían un aspecto bastante presentable. A eso de las diez y media, estalló una salva de fuego a la derecha, y los centinelas pasaron la noticia:
Un oficial herido.
Richardson se dirigió a toda prisa a ver de quién se trataba. Al volver nos dijo:
—Fue el joven Thomas. Una bala en el cuello; pero creo que no es nada grave; no ha podido atravesarle la columna o una arteria porque ha ido caminando hasta el puesto de socorro.
Me alegraba; David sería enviado fuera de allí y podría escapar así a la próxima ofensiva, y tal vez al resto de la guerra. Terminamos a las doce de la noche. Richardson me dijo:
—Von Ranke. (Sólo que pronunció von Runicke, que era el mote con que me llamaban en el regimiento). Haga el favor de conducír a la compañía a tomar su té con ron. Es más que evidente que esta noche se lo han ganado. Voy a salir con el cabo Chamberlain a ver qué ha hecho la brigada que trabajó en las alambradas.
Apenas habíamos comenzado a marchar de regreso cuando oí caer un par de obuses a nuestras espaldas. Me acuerdo bien de ellos, porque fueron los únicos obuses que se dispararon esa noche. Por el ruido se podía saber que eran obuses del 161. Acabábamos de llegar a las trincheras de apoyo en la parte posterior de la colina, cuando oímos el grito:
—¡Camilleros!
En ese momento un hombre se acercó a mí corriendo y me dijo:
—¡El capitán Graves está herido!
Aquella frase desató la hilaridad general, y seguimos caminando; pero de cualquier manera envié a un par de camilleros a investigar. Era Richardson: el obús lo había alcanzado cuando estaba con el cabo Chamberlain entre las alambradas. Chamberlain perdió una pierna y murió uno o dos días después. A Richardson la detonación lo había lanzado a un pozo lleno de agua, y había permanecido allí inconsciente durante unos minutos hasta que los centinelas oyeron los gritos del cabo y se dieron cuenta de lo que había pasado. Los camilleros lo rescataron semiinconsciente; nos reconoció, dijo que seguramente tendría que estar algún tiempo ausente de la compañía, y me dio algunas instrucciones. El doctor no encontró ninguna herida en los centros vitales, aunque la piel del costado izquierdo se le había saltado completamente al deslizarse por el terreno. Sentimos el mismo alivio que en el caso de David; es decir, que durante algún tiempo estaría fuera de peligro.
Entonces llegó la noticia de que David había muerto. El doctor del regimiento, un especialista de la garganta en la vida civil le había dicho en el puesto de socorro:
—Usted saldrá bien librado de ésta; lo único que debe hacer es no levantar la cabeza durante un rato.
David se sacó entonces una carta de un bolsillo, se la dio a un ordenanza, y le dijo:
—Ponga esto en el correo —era una carta dirigida a una muchacha de Glamorgan, para enviar en el caso de que muriera. El doctor vio que se asfixiaba y trató de practicar una traqueotomía; pero era demasiado tarde.
Edmund y yo estábamos conversando en los cuarteles generales de la Compañía A cuando entró el ordenanza. Nos miró abatido. Richardson acababa de morir: la explosión y el agua fría le habían provocado un paro cardíaco. Su corazón se había debilitado durante las maniobras que había realizado con el Octavo en Radley. El mayor me dijo nervioso:
—Sabe usted, de alguna manera me siento responsable de esto… por lo que dije ayer en Trafalgar Square. Por supuesto no creo en supersticiones, pero…
Precisamente en aquel momento tres o cuatro obuses estallaron a unos veinte metros de distancia. Se oyó un grito de alarma, luego otro:
—¡Camilleros!
El mayor se puso pálido, y no necesitamos decir nada para saber lo que había ocurrido. Pritchard, que había estado disparando durante toda la noche y que al fin había logrado silenciar al enemigo, regresaba al cuartel. Un obús lo alcanzó en el punto donde la trinchera de comunicación hacía esquina con un reducto. Había recibido el golpe de lleno. Las bajas de esa noche fueron tres oficiales y un cabo.
Nos pareció ridículo, cuando volvimos sin Richardson al acantonamiento de la Compañía A en Morlancourt, encontrar a la anciana aún viva y oírla una vez más murmurar Triste, la guerre!, cuando su hija le explicó que le jeune capitaine había muerto. La anciana le había cogido mucho cariño a le jeune capitaine, nosotros solíamos hacerle bromas por eso.
Sentí más la muerte de David que ninguna de las que presenté desde mi llegada a Francia, pero no me enfureció tanto como a Siegfried. Estaba actuando como oficial de transportes y, cuando por las noches llegaba a nuestra trinchera con las raciones alimenticias, salía de patrulla a matar alemanes. Yo me sentía vacío y perdido.
Uno de los himnos que acostumbrábamos a cantar en la cantina era: «Aquél que logre resistir hasta el final, hallará la salvación». Yo solía repetir interiormente aquellas palabras, como un ensalmo, cuando algo iba mal. «Habrá millones que sufrirán y caerán a tu lado, decenas de miles perecerán a tu alrededor, sin embargo, la muerte no se te acercará». Había otro trozo que decía: «Patrimonio incorruptible…, la fe te conducirá a la salvación. Te lo revelará el último toque de trompeta». Cuando cantábamos en vez de trump (trompeta) decíamos crump. Un crump es un obús especial alemán, y así el último crump nos indicaría el fin de las hostilidades. ¿Llegaríamos a vivir para poder oírlo? Yo me preguntaba si tendría la fuerza de resistir hasta el final y creer en la salvación… Me encontraba al borde de una crisis nerviosa, si no ocurría algo que la impidiera. Hasta entonces no había perdido la cabeza; no es que temiera que me venciese el miedo. Estaba seguro de que eso no iba a ocurrir. Tampoco temía volverme loco; la locura no estaba en mí, lo que temía era un ataque de nervios generalizado, con lágrimas y temblores y los calzones sucios. Ya había visto casos semejantes.
Nos habían proporcionado una nueva máscara antigás. Difería de los modelos anteriores en que uno respiraba con la nariz dentro de la mascarilla y exhalaba el aire por una especie de válvula especial colocada frente a la boca. Pero me era imposible hacer esa operación. Por boxear recientemente con la nariz ya rota se me había desviado el tabique, lo que me obligaba a respirar por la boca. En un ataque con gas, no podría usar aquella mascarilla, la única que era a prueba de los nuevos gases alemanes. El doctor del batallón me recomendó operarme la nariz lo antes posible.
Seguí su consejo, y no estuve con el Primer Batallón en las fechas en que se esperaba comenzaría la gran ofensiva. En ella murieron tres de mis cinco amigos oficiales. El sueño de Dilapidador de una guerra al aire libre no logró materializarse. Él mismo resultó gravemente herido. Del coro de la Compañía A, sólo otro miembro sobrevivió: C. D. Morgan, a quien le rompieron una cadera, y que varios meses después del fin de la guerra seguía aún en el hospital.