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Había cerca de treinta instructores en el campamento de Harfleur, donde llegaban los nuevos contingentes para recibir instrucción técnica antes de que los enviasen al frente. La mayor parte de mis colegas se especializaba en ejercicios de tiro, manejo de ametralladoras, gas y granadas. Como yo no había recibido ningún tipo de entrenamiento especializado, sino que contaba sólo con experiencia general, enseñé a las tropas disciplina de trincheras y, en un sistema modelo, les instruí en el arte del relevo. Además les enseñaba el manejo de las armas. Un día de lluvia, el terrorífico mayor Currie, comandante del campamento, me ordenó de pronto dar una conferencia en el gran salón de conciertos.

—Hay allí tres mil soldados esperándolo, Graves; usted es el único oficial con una voz suficientemente poderosa para hacerse oír.

Eran canadienses, así que en vez de darles mi acostumbrada conferencia, ligeramente humorística sobre «Cómo ser feliz, aunque se esté en las trincheras», les hice el honor de contarles la historia real de lo ocurrido en Loos, el fiasco que había sido aquella batalla y por qué. Aquél ha sido el único público que me ha escuchado con verdadera atención durante una hora. Me imaginaba que el mayor Currie estaría furioso, porque el principal objeto de aquellos cursos era inculcar en los soldados el espíritu ofensivo; pero recibió bastante bien mi charla y me hizo dar otras conferencias en la sala de conciertos.

En la cantina de instructores, los principales temas de conversación, fuera de los asuntos puramente locales y técnicos, eran el grado de confianza que nos merecían las distintas divisiones en el campo de batalla, la validez de los distintos métodos de entrenamiento, y la moral bélica, con especial referencia a las atrocidades. Hablábamos con mayor libertad de la que se nos podía haber concedido en Inglaterra o en las trincheras. Parecíamos estar de acuerdo en que se podía contar con seguridad con una tercera parte de las tropas que formaban la Fuerza Expedicionaria Inglesa; era la gente a la que se llamaba siempre para efectuar cualquier labor importante. Una tercera parte era regular: había divisiones que contenían uno o dos batallones débiles pero en los que se podía confiar en conjunto. El resto era más o menos material de desecho: aun colocados en puestos de relativa seguridad, habían perdido a una cuarta parte de sus tropas. Era un motivo de orgullo pertenecer a una de las divisiones de mayor prestigio: la Segunda, la Séptima, la Vigésimo novena, la de Guardias, o la Primera de Canadienses, por ejemplo. No es que se las homenajease cuando volvían a la retaguardia, como sucedía con las tropas de asalto alemanas, pero las posibilidades de promoción, permisos, y las de resultar heridos se producían en ellos con mayor rapidez.

Los oficiales de la cantina reconocían sin ningún apasionamiento que los mejores soldados ingleses eran los de los regimientos de Midlands, los de los condados industriales de Yorkshire y Lancashire, y los de Londres. Los soldados del Ulster, los escoceses del sur y los ingleses del norte se comportaban bastante bien. Los católicos irlandeses y los escoceses del norte corrían demasiados riesgos en las trincheras y por ello tenían bajas innecesarias; y en los combates, aunque por lo general alcanzaban sus objetivos, los derrotaban a menudo en las operaciones de contraataque; sin oficiales, eran absolutamente inútiles. Los regimientos de los condados del sur de Inglaterra iban de los buenos a los muy malos. Todas las fuerzas de ultramar se consideraban buenas. La excelencia de las divisiones variaba también según la antigüedad de su formación. Las últimas divisiones del Nuevo Ejército y las unidades de territoriales situadas en la segunda línea, fuese cual fuese la zona en que reclutaran sus tropas, eran deficientes porque contaban con pocos oficiales y suboficiales competentes.

En una ocasión discutimos sobre cuáles eran las tropas más limpias en las trincheras, según sus nacionalidades. Estuvimos de acuerdo en que podría establecerse el siguiente orden. En primer lugar los ingleses y alemanes protestantes; luego los irlandeses del norte, los galeses y los canadienses; a continuación, los irlandeses y los alemanes católicos; luego los escoceses, con algunas excepciones entre los oficiales de alto rango; después los indios mahometanos, después los argelinos, después los portugueses, después los belgas y por último los franceses. Colocamos a los belgas y a los franceses en el último grado por rencor; era imposible que fueran más sucios que los argelinos y los portugueses.

Reconocimos que los informes propagandísticos sobre las atrocidades de la guerra eran ridículos. Recordamos que mientras que los alemanes podían cometer atrocidades contra la población civil de los países enemigos, ellos, fuera de una incursión inicial de la caballería rusa, nunca habían tenido al enemigo en su territorio. Habíamos dejado ya de creer en las descripciones sumamente fantasiosas de las atrocidades alemanas en Bélgica, ahora que conocíamos por experiencia propia a los belgas. Por atrocidades nos referíamos específicamente a los casos de violaciones, mutilaciones y torturas, y no a los juicios sumarios y las ejecuciones de espías y de quienes los ocultaban, francotiradores, u oficiales locales insubordinados. Si la lista de atrocidades debiera incluir el bombardeo accidental, o la muerte de civiles ametrallados desde el aire, se podría acusar a los aliados de cometer tantas atrocidades como los alemanes. La población civil de Francia y Bélgica había tratado a menudo de ganarse nuestra simpatía al exhibir mutilaciones de niños —muñones de manos y de pies, por ejemplo— presentándonoslos como atrocidades deliberadas y diabólicas, cuando lo más probable es que fueran consecuencia de los bombardeos. Considerábamos que los casos de violaciones no eran más frecuentes en la zona alemana que en la aliada. Y como una alimentación a base de carne de buey, miedo a la muerte y la ausencia de las esposas exigía un amplio número de mujeres disponibles en las zonas ocupadas, las autoridades militares alemanas proveyeron de burdeles a todas las principales ciudades francesas del otro lado de la línea, de la misma manera que las francesas lo hicieron en la zona aliada. No creíamos en las historias sobre el reclutamiento forzado de mujeres para esos establecimientos. ¿Y qué se le podía reprochar al alistamiento voluntario?, nos preguntábamos cínicamente.

En cuanto a las atrocidades contra los soldados… ¿dónde podía uno trazar el límite? Los soldados ingleses consideraban al principio como algo atroz el uso de cuchillos por parte de las patrullas alemanas. Después de cierto tiempo, también nosotros los usamos; eran armas mortales más limpias que los revólveres y las bombas. Los alemanes consideraban como un crimen de guerra el empleo por parte de los ingleses de las balas Mark VII, que eran más eficaces que las balas alemanas. En lo que concierne a verdaderos actos de barbarie, es decir, a violaciones personales más que militares de los códigos de guerra, había muy pocas ocasiones… fuera del intervalo que separaba la captura de prisioneros y su llegada (o no llegada) a los cuarteles generales. Y era muy rara la ocasión en que se presentaban esas oportunidades. Casi todos los instructores, en la cantina, podían citar algunos ejemplos específicos de prisioneros que habían sido asesinados después de la captura. Los motivos más frecuentes eran, según parece, actos de venganza por la muerte de amigos y familiares, envidia por el viaje de los prisioneros a un confortable campo de prisioneros en Inglaterra, entusiasmo militar, miedo de ser repentinamente vencido por los prisioneros, o, sencillamente, impaciencia en el trabajo de escolta. En todos esos casos, los conductores informaban a su llegada al cuartel que una bomba alemana había matado a los prisioneros. Teníamos toda la razón del mundo para creer que lo mismo ocurría en la zona Remana, donde los prisioneros, como bocas inútiles en un país ya con escasez de raciones alimenticias, tenían menos razones para ser bien recibidos. Ninguno de nosotros sabía que los prisioneros alemanes hubieran recibido más que amenazas en los cuarteles generales para sonsacarles información militar. La clase de información que podían proporcionar no era tan importante como para que valiera la pena recurrir a la tortura; de cualquier manera, se había descubierto que cuando los prisioneros eran tratados amablemente, por gratitud decían todo lo que sabían. Probablemente los oficiales del servicio de inteligencia alemán habían descubierto también aquello.

Las tropas que gozaban de peor reputación en lo que se refiere a actos de violencia contra los prisioneros eran los canadienses (y luego los australianos). Según se decía, el motivo que impulsaba a los canadienses era vengar a uno de ellos, al que encontraron crucificado con bayonetas en las manos y los pies en una trinchera alemana. Aquella atrocidad jamás llegó a confirmarse; tampoco creímos la historia, que circulaba por doquier, de que los canadienses habían crucificado a un oficial alemán poco tiempo después. Hasta qué punto era merecida la inculpación de aquellos crímenes, y en qué grado era atribuible a las costumbres de ultramar de fanfarronear y de disminuir el prestigio del vecino, es algo difícil de decir. De cualquier modo, la mayor parte de los hombres de ultramar y algunas tropas británicas alardeaban de aquellas atrocidades cometidas contra los prisioneros y no lo consideraban motivo de remordimiento.

Más tarde, durante la guerra, oí dos relatos de primera mano. Un canadiense me dijo:

—Me enviaron para custodiar a tres prisioneros, y uno, sabe usted, comenzó a gemir y a lloriquear. Empecé a darle golpes en las nalgas por toda la trinchera. Era un oficial. Había comenzado a oscurecer, así que pensé: «Ha llegado el momento de divertirse un poco». Les apunté con el revólver del oficial e hice que cada uno de ellos abriera uno de sus bolsillos sin darse la vuelta. Luego arrojé una granada Mills en cada bolsillo, con el disparador arrancado. Entonces me escabullí por una trinchera transversal. ¡Bang, bang, bang! ¡Había acabado con aquellos cabrones! ¡Ahí quedaron los cadáveres de los tres boches!

Un australiano contaba:

—Bueno, donde más me divertí fue en Morlancourt, la primera vez que tomamos la población. Había un rebaño de boches en un sótano. «¡Salid, camaradas!», les grité. Así que salieron; eran una docena, todos con las manos en alto. «¡Vaciaos los bolsillos!», les ordené. Se los vaciaron. Relojes, oro, dinero; de todo había. Luego les dije: «¡De nuevo al sótano, hijos de perra!». No me iban a seguir molestando. Cuando estaban todos abajo, les arrojé media docena de granadas Mills. Pude apoderarme del botín y ese día no hubo prisioneros.

Una anciana en Cardonette, en el Somme, me contó un relato de atrocidades cometidas a gran escala. Yo estaba alojado en su casa en julio de 1916. Cerca de su casa, un batallón de turcos del ejército francés cortó la retirada de una división alemana que partía del Marne en setiembre de 1914. Los turcos sorprendieron a los soldados alemanes, que, muertos de cansancio, seguían marchando en una columna. La anciana continuaba relatando con gestos de pantomima la matanza.

Et enfin, ces animaux leur ont arraché les oreilles et les ont mises à la poche![12].

La presencia de tropas de color, semicivilizadas, en Europa, era, desde el punto de vista alemán, según sabíamos, una de las mayores atrocidades aliadas. Nosotros estábamos de acuerdo. Uno de los instructores nos contó que hacía poco, en Flixécourt, al cocinero del Cuartel General lo visitaba todas las mañanas un turco, ordenanza de un oficial de enlace francés. El turco le decía todos los días:

—Tommy, dale a Johnny dulce.

Y el cocinero le daba un frasco de mermelada de ciruela o de manzana.

En una ocasión, el cuerpo del ejército recibió órdenes de abandonar el lugar por la tarde. El cocinero le dio al turco el acostumbrado frasco de mermelada y le dijo:

Oh, la, la! Johnny, mañana no habrá más mermelada.

El turco no podía creer lo que oía.

—Sí, Tommy, camarada —insistía—, sí habrá dulce para Johnny mañana, mañana, mañana, mañana.

Para librarse de él, el cocinero le dijo:

—Tráeme esta noche la cabeza de un fritz, y yo le pediré al general que te dé un frasco de mermelada mañana.

—Bueno, camarada —dijo el turco—. Esta noche traeré la cabeza de un fritz y el general me dará dulce mañana.

Aquella noche, el cocinero del nuevo batallón instalado en el castillo vio a un turco que preguntaba por él y que sacudía una cabeza sangrienta en un saco de arena.

—Aquí está la cabeza del fritz, camarada —dijo el turco—; el general me dará dulce mañana.

Como Flixécourt quedaba a más de treinta y cinco kilómetros del frente…

Discutíamos también sobre la resistencia de la moral en los regimientos. Un capitán en un batallón de línea del Regimiento Surrey dijo:

—Nuestro batallón no se ha vuelto a recuperar después de la primera batalla de Ypres. La preparación en el cuartel fue pésima. Los nuevos contingentes son malos, y por eso sufrimos una constante reinfección —me dijo una noche en nuestra barraca—. En los dos últimos combates he tenido que matar a un hombre de mi compañía para hacer que el resto saliera de las trincheras. Fue algo tan terrible que no pude contenerme. Por eso solicité que me enviaran aquí —aquellas palabras eran sinceras, y no tenían nada que ver con las conversaciones pretenciosas que uno oía en la base. Me produjo más compasión que ningún hombre de los que encontré en Francia. Merecía un regimiento mejor.

El orgullo de todo buen batallón consistía en no perder nunca una trinchera; nuestros dos batallones de línea habían logrado esa proeza, es decir, que las veces que habían sido obligados a abandonar una trinchera, la habían recuperado antes de que el combate terminara. Capturar una trinchera alemana y no poder retenerla por falta de refuerzos era algo que no contaba; tampoco la retirada por órdenes expresas del Cuartel General, o cuando el batallón vecino había sido derrotado y había dejado un flanco abierto. Hacia el fin de la guerra, se consideraba perfectamente honorable abandonar una trinchera cuando quedaba deshecha por los bombardeos, o porque ya no era en modo alguno una trinchera, sino una línea de cráteres producidos por las bombas.

Todos estábamos de acuerdo en considerar los ejercicios de manejo de armas como un factor importante para elevar la moral. Los ejercicios, cuando están bien hechos, son algo hermoso, sobre todo si la compañía se siente como si fuera un solo organismo, y cada movimiento no es un movimiento sincronizado de un individuo en especial, sino el movimiento de una gran criatura.

Yo acostumbraba a instruir a los canadienses en grupos nutridos, de cuatrocientos o quinientos soldados a la vez. Cierto día, unos voceros de aquellos grupos dieron unos cuantos pasos al frente y me preguntaron qué sentido tenía levantar y bajar las armas, y poner y quitar bayonetas a los fusiles. Habían cruzado el océano para combatir y no para hacer la guardia del palacio de Buckingham. Les respondí que en cada una de las cuatro divisiones en las que había servido, la Primera, la Segunda, la Séptima y la Octava, había tres clases diferentes de tropas. Las que tenían valor pero no sabían manejar las armas, las que sabían manejar las armas pero carecían de valor, y las que tenían valor y sabían manejar las armas. Esas últimas, por una u otra razón, combatían mucho mejor que las otras en el momento oportuno… no sabía la razón, ni me importaba saberla. Les dije que cuando fueran mejores en la batalla que los guardias, entonces podrían permitirse el lujo de olvidarse de los ejercicios de armas.

A menudo discutíamos sobre esos ejercicios en la cantina. Yo sostenía que los ejercicios resultaban mejores cuando no los impartía un sargento mayor; que debía haber un perfecto respeto entre el hombre que daba las órdenes y quien las ejecutaba. La prueba de los ejercicios se produce, dije, cuando un oficial da incorrectamente una voz de mando. Si la compañía realiza sin ningún titubeo la orden que se había impartido o, en el caso de que esa orden resultase imposible de cumplir, la compañía se mantiene perfectamente quieta o continúa marchando sin confusión alguna en sus filas, entonces el sistema de ejercicios es excelente… Algunos instructores consideraban que el espíritu corporativista que nacía de la práctica de tales ejercicios era un camino hacia la pérdida de iniciativa de los soldados.

Otros rebatían tal cosa, declarando que precisamente el efecto era el contrario:

—Supongamos que una sección de soldados con rifles queda aislada del resto de la compañía, sin un suboficial al mando, y se encuentra bajo el fuego de una ametralladora. Enfrentada al peligro, dicha sección encontrará el espíritu de unidad que tenía durante los ejercicios y obedecerá a una imaginaria voz de mando. Podrá no haber comunicación entre sus miembros, pero harán los movimientos aprendidos en el entrenamiento, con dos hombres que de una manera natural abrirán fuego contra la ametralladora mientras el resto se ocupa de atacar por ambos flancos, y el ataque final será simultáneo. Por lo general se cree que el fin de tales ejercicios es la obediencia a la dirección. Eso es falso. La dirección es sólo la primera etapa. La perfección se obtiene cuando se consigue la acción conjunta. Aunque se crea que es un ejercicio anacrónico propio de los desfiles; en realidad es el fundamento de la táctica de tiro. Y son estos elementos los que han ganado todas las batallas de la historia de nuestro regimiento. Esta guerra, que difícilmente se extenderá más y que terminará por «desgaste» con toda seguridad, de una u otra parte, se ganará por las tácticas de tiro… por las simples tácticas en el manejo de las armas de pequeñas unidades combatiendo en espacios limitados; en medio de un ruido y una confusión tan grandes que la dirección resulta casi imposible.

No obstante la divergencia de opiniones sobre ese punto, todos reconocíamos que el orgullo de un batallón estribaba en la capacidad de mantener y elevar la moral de sus hombres como una unidad efectiva de combate; esa opinión difería especialmente de las concepciones patrióticas y religiosas.

El patriotismo en las trincheras era un sentimiento demasiado remoto, se consideraba válido sólo para la población civil y los prisioneros. Cualquier recién llegado que hablaba de patriotismo recibía pronto la orden de callar. Como concepto geográfico, Inglaterra era un lugar tranquilo y agradable para volver después de las miserias pasadas en el extranjero; pero Inglaterra, como nación, incluía no sólo a los soldados de las trincheras y a aquellos que habían vuelto heridos a la patria, sino también al Estado Mayor, a las tropas de las líneas de comunicación, a las unidades de base, a las unidades de servicio en el país, a toda la población civil, incluyendo a las detestadas clases de los periodistas, los que se lucraban, los hombres eximidos del servicio activo, los objetores de conciencia y los miembros del Gobierno. El soldado de trincheras, ante esa cuidadosa jerarquización de castas, consideraba que era imposible que los alemanes situados frente a ellos pudieran tener una clasificación idéntica. Nuestro soldado consideraba Alemania una nación en armas, una nación unificada que se inspiraba en la clase de patriotismo que él despreciaba. Daba fe a la mayor parte de los artículos periodísticos sobre las condiciones y sentimientos reinantes en Alemania, aunque creía poco o nada de lo que leía sobre condiciones y sentimientos similares en Inglaterra. Sin embargo nunca llegó a subestimar a los soldados alemanes. Las calumnias periodísticas sobre la cobardía e ineficacia de los fritz creaban resentimientos entre nuestros soldados atrincherados, que conocían la realidad por propia experiencia.

Creo que ni siquiera un soldado de cada cien se inspiraba en sentimientos religiosos, ni siquiera en los más burdos. Habría resultado difícil seguir manteniendo una fe religiosa en las trincheras, caso que ésta hubiese sobrevivido a la irreligiosidad del batallón de entrenamiento en Inglaterra. Un sargento regular en Montagne, un soldado del Segundo Batallón, me había dicho bacía poco que la religión le había dejado de interesar durante la guerra. Me dijo también que los negros (se refería a los indios), tenían razón al permitir oficialmente el relajamiento de sus normas religiosas durante la contienda.

—Y todas estas malditas tonterías, señor… excúseme, señor, que leemos en los periódicos, señor, sobre el modo milagroso en que, en los crucifijos que hay en los caminos y que son siempre ametrallados, la figura de Nuestro Señor Jesucristo nunca resulta herida, sencillamente me hacen vomitar, señor.

Ésa es la explicación por la que un día, mientras daba órdenes de disparar desde lo alto de una colina, y sin saber que yo estaba detrás de él, dio la siguiente orden:

—¡Al llegar a los setecientos metros, media vuelta a la izquierda, las miras sobre la cruz, ráfaga de cinco disparos, tiro concentrado, fuego! Y también explicaba el que humorísticamente hubiera sustituido «concentrado», por «consagrado». Toda la sección, sin exceptuar a sus dos extraordinarios «obsesos de la Biblia», cuyas cartas a casa comenzaban siempre con el mismo formulismo: «Querida hermana en Cristo», o «Querido hermano en Cristo», dispararon.

Nuestras tropas, aunque estaban dispuestas a creer que el káiser era una especie de demonio cómico en persona, sabían que los soldados alemanes eran, por lo general, más devotos. En la cantina de instructores hablábamos libremente del God inglés y del Gott teutónico como de deidades tribales opuestas. Los capellanes anglicanos del regimiento nos merecían muy poco respeto. Todos estábamos de acuerdo en que si hubieran mostrado la décima parte del valor, la resistencia y demás cualidades humanas que mostraban los médicos del regimiento, se habría producido entre las fuerzas del Ejército Británico un renacimiento de la fe religiosa. Pero no era así; ellos habían recibido órdenes de no inmiscuirse en los combates y permanecían en la retaguardia con los transportes. Los soldados apenas podían respetar a un capellán que obedecía tales órdenes, y el hecho era que como máximo sólo uno de cada cincuenta de aquellos capellanes parecía lamentar tales limitaciones. Ocasionalmente, durante un día tranquilo en un sector apacible, el capellán podía hacer una visita por la tarde a las líneas de apoyo y distribuir algunos cigarrillos antes de volver deprisa a la retaguardia. Sin embargo, en campamentos no tenían tregua. A veces el coronel le ordenaba a alguno ir con los santos óleos y enterrar a los muertos del día; el capellan llegaba, recitaba sus textos, y salía nuevamente disparado. La situación era complicada por el respeto que la mayor parte de los oficiales importantes tenían por los hábitos… aunque no todos. El coronel de uno de los batallones en los que serví se desembarazó de cuatro pastores anglicanos en cuatro meses; al final solicitó que le enviaran a un católico, alegando un cambio de fe en los hombres a su mando. Porque a los sacerdotes católicos no sólo se les permitía visitar los puestos de peligro, sino que decididamente disfrutaban al estar en los lugares de combate, para poder dar así la extremaunción a los agonizantes. Y nunca supimos de ninguno que no hiciera todo lo que se esperaba de él y a veces más. Durante la primera batalla de Ypres, cuando todos los oficiales fueron asesinados o heridos, el jovial padre Gleeson, de los Munsters, se arremangó la sotana negra, y tomó el mando de los supervivientes, manteniendo la línea.

Los capellanes anglicanos no tenían apenas contacto con sus tropas. El capellán del Segundo Batallón, justo antes de la batalla de Loos, había predicado un violento sermón sobre la lucha contra el pecado, a lo que un viejo soldado que se encontraba detrás de mí rezongó:

—¡Cristo, como si una sola de estas batallas no fuera ya suficiente para preocuparse!

Por otra parte, un padre católico le había dado la bendición a sus soldados y les había dicho que si morían por la buena causa irían directamente al cielo, o, de cualquier manera, se les excusarían muchos años de Purgatorio. Cuando conté esta anécdota en la cantina, alguien dijo que la víspera de una batalla en Mesopotamia, el capitán anglicano de su batallón había predicado un sermón sobre la conmutación de los diezmos.

—Por lo menos era más inteligente que predicar la lucha contra el pecado. Los soldados no entendieron nada y dejaron de preocuparse por el combate.

Después de pasar unas cuantas semanas en Harfleur comencé a encontrarme mejor, aunque sabía que se trataba de un descanso temporal, y ese pensamiento me obsesionaba. Un día salí de la cantina para comenzar el trabajo vespertino en el campo de entrenamiento, y pasé por el sitio donde tenía lugar la instrucción en el uso de granadas. Un grupo de soldados estaba reunido alrededor de una mesa donde se exhibían distintos tipos de granadas. De pronto oí una explosión. Un sargento del Regimiento de Rifles Reales Irlandeses había estado haciendo una demostración oficiosa antes de que llegara el instructor del curso. Cogió una granada de percusión número uno y dijo:

—Muchachos, con esta pieza hay que tener un gran cuidado. Recuerden que si tocan cualquier cosa mientras la tienen en la mano, explota.

Para ilustrar su aseveración, golpeó la granada contra el borde de la mesa. Murieron él y el hombre que estaba a su lado; otros doce soldados recibieron heridas de distinta gravedad.