16

En Annezin reorganizamos nuestras fuerzas. Algunos de los heridos no graves se nos volvieron a incorporar, y llegó un gran contingente del Tercer Batallón, de modo que en menos de una semana tuvimos casi setecientos soldados con un equipo completo de oficiales. La vieja Adelphine velaba por mi comodidad. Por las mañanas entraba en mi habitación mientras yo me afeitaba, y me refería todas las noticias locales… me hablaba de la avaricia de su nuera, de los pocos escrúpulos del alcalde, y de la mujer de Fouquiéres que acababa de dar a luz a dos gemelos negros. Decía siempre que el káiser era una sabandija, y escupía en el suelo para confirmarlo. Su tema favorito era la desvergüenza de las muchachas modernas. Sin embargo también ella había sido alegre y bella y muy solicitada de joven, según decía. Había sido dama de compañía de la esposa de un rico pañero de Béthune, y había viajado por toda la región, y a veces hasta cruzado la frontera belga. Me contaba los escándalos ocurridos en las familias de alta alcurnia que en otro tiempo vivían en las diversas poblaciones que nosotros usábamos como centros de acantonamiento. En una ocasión me preguntó inocentemente si conocía La Bassée. Le dije que había tratado de visitar recientemente el lugar pero que no lo había logrado.

—¿Conoce usted, entonces, Auchy?

—A menudo lo he visto, pero desde lejos.

—Bueno, tal vez conozca usted una gran casa de campo situada entre Auchy y Cambrin, llamada la granja de Les Brices.

Le respondí, con emoción, que sabía que era un lugar fuertemente construido y defendido por fosos y con grandes sótanos y un huerto cubierto en esos días de alambradas.

—En ese caso le voy a contar una historia —me dijo—. Allá en 1870, durante la otra guerra, teníamos alojado en casa a un apuesto petit-caporal que estaba enamorado de mí. Puesto que era un muchacho agradable y debido también a la guerra, nos acostamos juntos y tuvimos un hijo. Pero Dios me castigó y el niño murió. Eso ocurrió hace mucho tiempo.

Me contó que las muchachas de Annezin rezaban todas las noches para que terminara la guerra y los ingleses se marcharan tan pronto como hubieran gastado su dinero. Y que repetían siempre la cláusula sobre el dinero, no se le fuera a olvidar a Dios.

Por lo general las tropas que servían en el Pas-de-Calais maldecían a los franceses y les resultaba muy difícil simpatizar con sus infortunios. Eran franceses con todos los defectos de las poblaciones fronterizas. También nos fastidiaba la severidad de la contabilidad nacional francesa; sabíamos por ejemplo que todos los trenes-hospital ingleses, cuyas locomotoras y vagones habían sido importados de Inglaterra, debían pagar una cuota de doscientas libras esterlinas diarias por el uso de las vías férreas de la estación central a las bases.

En esa época escribí a mi casa la siguiente carta:

Me resulta muy difícil simpatizar con los franceses, con la excepción de algunos miembros ocasionales de la oficialidad. Ni siquiera en los pueblos que alojan tropas por vez primera, hallo un solo ejemplo de la hospitalidad que uno encuentra entre los campesinos de otros países. Lo que ocurre aquí es peor que inhospitalidad, ya que estamos combatiendo por sus sucias vidas, después de todo. Sin contar que nos hacen gastar grandes sumas de dinero. Sólo hay que calcular lo que han florecido los pueblos alrededor de Béthune, que durante meses han albergado a centenares de miles de hombres. Aparte de lo que obtienen como pago directo por los alojamientos, hay que contar los gastos de la tropa. Cada soldado recibe un billete de cinco francos (cerca de cuatro chelines) cada diez días, y lo gasta inmediatamente en huevos, café y cerveza en los estaminets locales; los precios son ridiculamente elevados y los productos malos. El otro día vi en la cervecería de Béthune cómo llenaban las barricas de una cerveza ya de sí bastante floja, con agua del canal por medio de una manguera. Lo que no impide que los propietarios de los estaminets la vuelvan a bautizar después[11].

Es sorprendente que ocurrieran tan pocos incidentes violentos entre los ingleses y los civiles franceses, que nos devolvían las maldiciones y que estaban convencidos de que, cuando la guerra terminara, nosotros nos quedaríamos allí y nos apoderaríamos de los puertos del canal. No comprendíamos que a los campesinos no les importara demasiado si estabas en el lado alemán o en el inglés del frente. No tenían costumbre de tratar con soldados extranjeros, y les traían absolutamente sin cuidado los sacrificios que nosotros hacíamos por «sus sucias vidas».

Los combates alrededor de Loos continuaban. Podíamos oír los cañones en la distancia, pero era ya evidente que el gran ataque había fracasado, y ahora se luchaba por obtener ventajas locales. El 13 de octubre se produjo el combate final: el estruendo de los cañones se intensificó de tal manera que hasta los habitantes de Annezin, acostumbrados a tales armas, estaban realmente asustados, y comenzaron a hacer las maletas por si se daba el caso de que los alemanes irrumpieran en el lugar. La vieja Adelphine lloraba de miedo. Estaba por la tarde temprano en Béthune, en el Globe, bebiendo cócteles de champaña con algunos amigos del Tercer Batallón, cuando el preboste asomó la cabeza por la puerta y preguntó:

—¿Hay aquí algún oficial de la Quinta, la Sexta o la Decimonovena Brigada?

Nos pusimos de pie de un salto.

—Deben regresar inmediatamente a sus unidades.

—¡Oh, Dios! —exclamó Robertson—. ¡Esto quiere decir que volveremos a repetir nuestro número! —Había estado con la Compañía D durante la batalla y por eso había logrado librarse de la carga—. Nos van a lanzar esta noche a reforzar a alguien y eso será el fin.

En Annezin reinaba una gran confusión.

—Estamos en pie de guerra… dentro de media hora debemos partir para las trincheras —nos dijeron. Empaquetamos a toda prisa y unos minutos después todo el batallón marchaba en formación de combate. Nuestro destino era la línea Hohenzollern, de la que nos habían dado una serie de nuevos mapas de trincheras. Los soldados parecían estar de magnífico ánimo, hasta los supervivientes del combate anterior: cantaban con acompañamiento de acordeón y con silbatos de un penique. Pero en un momento determinado, cuando la artillería desencadenó un «minuto de locura», se callaron y se miraron unos a otros.

—Eso es una carga —dijo sentenciosamente el sargento Townsend—. Muchos buenos soldados corren en este momento hacia el oeste; tal vez haya algunos de los nuestros.

El ruido fue disminuyendo gradualmente, y al final llegó un mensaje de la brigada indicando que nuestra presencia no era necesaria. Había sido otro ataque desastroso, famoso sobre todo porque en él murió Charles Sorley, un joven capitán de veintiún años de los Suffolks, uno de los tres poetas importantes muertos en la guerra. (Los otros dos fueron Isaac Rosenberg y Wilfred Owen).

Así terminaron las operaciones de 1915. La tensión se relajó. Volvimos a la cantina del batallón, a los ejercicios de la compañía y a la escuela de equitación para jóvenes oficiales. Parecía que la batalla de Loos no había tenido lugar, salvo que los oficiales mayores eran menos, y los elementos de las Fuerzas de Reserva Especial eran más. Dos o tres días más tarde volvimos a las trincheras en el mismo sector. El 15 de octubre recibí el grado de capitán de las Fuerzas de Reserva Especial. La promoción rápida para los subalternos de las Fuerzas de Reserva Especial que se habían incorporado desde el principio, porque el batallón había triplicado sus fuerzas y necesitaba por consiguiente tres veces más capitanes que antes. Me satisfizo ver incrementado mi sueldo en algunos chelines más al día; con un aumento de bonos de guerra y posiblemente una indemnización y una pensión mayores si resultaba herido, me di cuenta con inquietud de que mi nuevo rango era efectivo en ultramar. Me promovían a capitán, con apenas veinte años, pasando por delante de oficiales mayores que llevaban más tiempo en el servicio de trincheras y estaban mejor entrenados que yo. Un mayor y un capitán de las Fuerzas Especiales de Reserva habían sido enviados a Inglaterra, por el Primer Batallón, con un informe confidencial de ineficacia. Deseando evitar una desgracia semejante, me dirigí al mayor y le ofrecí no llevar las insignias de mi nuevo rango mientras estuviera de servicio con el batallón.

—No; debe usted ponerse sus estrellas —me dijo, con cierta amabilidad—. No hay modo de evitarlo.

Aquello resultó ser una buena decisión. Poco después, dos capitanes de las Fuerzas Especiales de Reserva, uno de ellos ascendido al mismo tiempo que yo, y sin duda bastante más eficaces, fueron enviados a Inglaterra, por considerar «que resultarían más útiles en el entrenamiento de tropas en el país».

De haber vuelto a las trincheras como oficial de mi compañía, seguramente habría modificado mi fórmula para correr riesgos; porque una tremenda depresión se apoderó de mí. Sin embargo, me incorporaron a una brigada de zapadores. Hill, del Middlesex, también estaba disfrutando de un respiro semejante. Me dijo que el coronel del Middlesex se había dirigido a los supervivientes de su batallón en cuanto estuvieron acantonados, y les había prometido que muy pronto tendrían la oportunidad de vengar a sus muertos; haciendo un nuevo y, en esa ocasión, esperaba, afortunado ataque a La Basée.

—Los conozco muy bien a ustedes, Diehards. Sé que cargarán como leones hasta la victoria.

—De buena gana prescindiríamos de hacerlo —murmuró en voz baja el ordenanza de Hill.

La compañía de zapadores se especializaba en la reparación y mantenimiento de las trincheras de comunicación de apoyo Un mes más tarde, el mayor me mandó de nuevo al servicio ordinario con una compañía; era un castigo por no haber observado, un día en que estábamos acantonados, un párrafo del reglamento que nos exigía a los zapadores estar presentes durante las maniobras del batallón.

Mi permanencia ese otoño en el Segundo Batallón no registra nada memorable; el servicio de patrullas había dejado de resultarme estimulante, el trato continuo con la muerte no me producía ya horror. La única cosa que vale la pena recordar de aquel período tiene un interés puramente técnico: un nuevo método que un oficial llamado Owen y yo descubrimos para silenciar las ametralladoras que disparaban por la noche. Le dábamos a cada centinela una pieza de cordel de un metro de largo con un cartucho atado en cada extremo. Cuando una ametralladora comenzaba a disparar contra nosotros, los centinelas más alejados de la línea de fuego orientaban aquel cordel hacia ella y lo fijaban con dos cartuchos, de manera que lográbamos tener una idea bastante exacta del sitio donde se encontraba la ametralladora. Cuando teníamos unos treinta centinelas o más enfocando hacia la misma ametralladora, apuntábamos los rifles con la mayor precisión posible y esperábamos; tan pronto como volvía a disparar, nosotros respondíamos rápidamente con una ráfaga de cinco disparos. Esto permitía una intensa concentración de fuego, y ningún elemento de nerviosismo perturbaba el tiro, ya que los rifles estaban afirmados entre los sacos de arena. Del cuartel general de la división se nos pidió un informe sobre aquel método. Todos los días a la hora de presentar armas había un intercambio de cortesías entre nuestras ametralladoras y las de los alemanes; al vaciar la cartuchera se podía obtener el ritmo de la célebre frase de las prostitutas de Londres: «Ven a verme a Piccadilly», a la cual los alemanes respondían, aunque con un ritmo más lento, pues nuestras armas eran más rápidas que las suyas: «Iré a verte sin calzones».

A finales de octubre recibí un recorte del periódico John Bull. Horatio Bottomley, el editor, protestaba contra la disparidad de las penas infligidas a aristócratas y gente corriente por atentar contra las buenas costumbres. Un joven, continuaba, juzgado por la policía por delitos sexuales sólo había recibido un buen sermón y lo habían confiado al cuidado de un médico… ¡porque resultó ser nieto de un conde! Un delincuente que no perteneciera a las clases influyentes de la sociedad, hubiera sido condenado a tres meses, sin opción a la libertad bajo fianza. El artículo describía con algunos detalles cómo Dick, un muchacho de dieciséis años, le había hecho «determinadas proposiciones» a un soldado del regimiento de canadienses estacionado cerca de Charterhouse College, y cómo el soldado, juiciosamente, lo había entregado a la policía. Esa noticia me dejó casi liquidado. Preferí pensar que la guerra había hecho perder la razón a Dick. Sabía yo que en su familia se habían dado algunos casos de locura; en una ocasión me había enseñado una carta de su abuelo, escrita en círculos que llenaban toda la página. De cualquier manera, con toda la carnicería que tenía lugar a mi alrededor, no me era difícil considerarlo muerto.

Había pasado ya cinco meses en las trincheras, así que mi noviciado había concluido. Durante las tres primeras semanas, un oficial es casi un inútil en el frente; no logra orientarse; no conoce las reglas de higiene y de seguridad, ni logra reconocer los grados de peligro. A la tercera o cuarta semana se encuentra en las mejores condiciones, a menos que haya sufrido una crisis nerviosa. Después sus capacidades van gradualmente disminuyendo a medida que se va apoderando de él la neurastenia. A los seis meses se encuentra aún más o menos bien; pero a los nueve o diez meses, a menos que haya pasado algunas semanas de reposo en un curso técnico o en un hospital, se convierte por lo general en una pesadilla para los demás oficiales. Después de un año o de quince meses es, por lo general, peor que un inútil. El doctor W. H. R. Rivers me dijo después que la acción de una de las glándulas endocrinas —creo que la tiroides— producía ese lento deterioro general en la competencia militar, al no lograr en determinado momento introducir una sustancia sedante en la sangre. Sin ese elemento, el soldado cumple sus tareas con gran apatía, como si estuviera bajo los efectos de un estupefaciente, lo que le produce ilusión de resistencia. Fueron necesarios diez años para que mi sangre pudiera recuperarse.

Los oficiales tienen un trabajo menos penoso que los soldados, pero que tiende a afectarles más el sistema nervioso. Había una proporción de dos veces más casos de neurastenia entre los oficiales que entre los soldados, y por lo mismo se podía esperar que un soldado durara en el frente el doble que un oficial antes de hacerse herir o matar. Los oficiales entre los veintitrés y los treinta y tres años podían prestar mejores servicios que los mayores o menores de esa edad. Yo era demasiado joven. Los hombres mayores de cuarenta años, aunque no sufrían tanto por la falta de sueño como los menores de veinte, tenían menos resistencia ante las alarmas repentinas y los colapsos nerviosos. Los más desafortunados eran los oficiales que lograban resistir dos años o más de servicio continuo en trincheras. En muchos casos se convertían en dipsómanos. Conocí a tres o cuatro que habían llegado al punto de necesitar dos botellas de whisky al día antes de tener la suerte de ser heridos, o enviados a Inglaterra por alguna otra razón. Un comandante de compañía de uno de nuestros batallones de línea, que aún vive, envió innecesariamente a toda su compañía a la muerte en uno de los combates, por su incapacidad para tomar decisiones claras. Era uno de esos oficiales de dos botellas diarias.

Aparte de las heridas, el gas y los accidentes de guerra, la vida de un soldado en la trinchera no tenía nada de antihigiénico, siempre y cuando sus glándulas funcionaran bien. La abundancia de comida y de trabajo duro al aire libre compensaban las molestias de los pies mojados, la ropa húmeda y los acantonamientos expuestos a todos los vientos. La continua tensión impedía el desarrollo de enfermedades menores: un resfriado se desvanecía en unas cuantas horas, una indigestión pasaba casi inadvertida. Esto, por lo menos en un buen batallón, era cierto, pues los hombres no esperaban volver a Inglaterra hasta haber recibido una herida honorable. En un batallón inferior, los soldados preferían sin duda una herida a la bronquitis; pero recibían con gusto una bronquitis. En un mal batallón, no les importaba, usando una frase de trincheras, «si la vaca paría o el toro se rompía el jodido cuello». En un batallón realmente bueno, como era el Segundo cuando me incorporé a él por primera vez, no se podía siquiera hablar de heridas y de repatriación. Un batallón como aquél tenía una lista mínima de enfermedades. Durante el invierno de 1914 a 1915, el Segundo no tuvo más que cuatro o cinco bajas por enfermedad, y en el siguiente invierno, ocho o nueve; en cambio, otros batallones menos disciplinados registraron un alto número de bajas.

Las enfermedades de los pies, que eran las más abundantes en invierno, se debían al parecer casi por completo al estado de la moral de los soldados; y eso, a pesar de las explicaciones que los suboficiales y oficiales repetían diariamente sobre el fenómeno: «Las enfermedades de los pies se deben al uso de botas muy estrechas, de bandas demasiado apretadas, o a otras prendas de vestir que dificultan la circulación de la sangre en las piernas». A mí me parecía más bien que la enfermedad se debía al hecho de acostarse con las botas mojadas, los pies fríos y una depresión del ánimo. Las botas mojadas por sí solas no tenían tanta importancia. Si un hombre se calentaba los pies en un brasero, o hacía algunos ejercicios hasta que entraban en calor y se iba inmediatamente a dormir con un saco de arena atado alrededor, podía muy bien evitar la enfermedad. Pero el mal se presentaba cuando al soldado dejaba de importarle la salud, cuando en el batallón se había perdido la fuerza para soportar las contrariedades. En Bouchavesnes, en el Somme, durante el invierno de 1916 a 1917, un batallón de caballería perdió a la mitad de sus tropas en un par de días, víctima de enfermedades en los pies; nuestro Segundo Batallón había pasado diez días en las mismas trincheras sin que se presentara un solo caso.

En otoño reinó la melancolía en el sector de Béthune y La Basée; en los grandes bosques de álamos las hojas amarilleaban, diques estaban llenos, y el suelo completamente húmedo. Béthune había perdido algo de su encanto; los canadienses acantonados allí recibían un sueldo dos o tres veces mayor que nuestras propias tropas y habían subido los precios de todo. Pero la ciudad seguía más o menos intacta, y uno podía aún comprar pasteles de crema y comer platillos a base de pescado.

En noviembre recibí con gran placer la orden de incorporarme al Primer Batallón, que comenzaba a reorganizarse después de la batalla de Loos. Lo encontré acantonado en Locon, a sólo un kilómetro y medio al norte de Cambrin. La diferencia entre los dos batallones se mantenía a pesar de la guerra, y a pesar de que en muchas ocasiones fueron casi deshechos. La diferencia estribaba en que en agosto de 1914 el Segundo Batallón había pasado dieciocho años en ultramar, mientras que el Primer Batallón no había abandonado Inglaterra desde la guerra de Sudáfrica y era, por consiguiente, menos anticuado en su formalismo militarista y más humano. El humor era mejor; los hombres habían tenido relaciones con blancas y no con negras; allí hubiera sido imposible presenciar cosas como las que ocurrían en el Segundo; en una ocasión vi a un oficial perseguir a un soldado por la calle y propinarle patadas porque había hecho un saludo poco enérgico. El Primer Batallón era tan eficaz militarmente como el otro, más operativo en el campo de batalla, y desde luego la vida en él resultaba mucho más fácil.

El batallón había recibido un complemento de comandantes de compañía, así que me incorporé en calidad de subcapitán del joven Richardson de la A, una de las mejores compañías con las que he servido. Richardson procedía de Sandhurst, y sus hombres eran en su mayor parte galeses reclutados en 1915. Ningún oficial de la compañía tenía más de veintidós o veintitrés años. Un día o dos después de mi llegada visité la cantina de la Compañía C, donde me recibieron amistosamente. Vi sobre la mesa un libro de ensayos de Lionel Johnson. Era el primer libro que veía en Francia (con excepción de mis volúmenes de Keats y Blake) que no fuera un texto militar o una novela barata. Miré furtivamente la solapa, y vi un nombre escrito: Siegfried Sassoon. Miré a mi alrededor para tratar de adivinar quién podría ser aquel Siegfried Sassoon que llevaba a Lionel Johnson al Primer Batallón. La respuesta era evidente; empecé a conversar con él, y unos minutos después salimos hacia Béthune y hablamos de poesía hasta la noche, cuando volvimos al servicio.

Siegfried Sassoon había publicado hasta la fecha, en ediciones privadas, unos cuantos poemas pastorales muy del estilo de cierta poesía del siglo XVIII y XIX, y una sátira sobre Masefield que en un momento determinado abandona el tono paródico para convertirse en un poema bastante bueno a la manera de Masefield. Fuimos a la confitería y compramos pasteles de crema. En esos momentos yo preparaba para la imprenta mi primer libro de poemas Sobre las brasas; llevaba uno o dos poemas en el bolsillo y se los mostré. Siegfried frunció el ceño y me dijo que no le podía escribir sobre la guerra de una manera tan realista. Me mostró a su vez algunos poemas. Uno de ellos comenzaba así:

Volved a mí, colores que fueron mi alegría,

no con la púrpura de los soldados muertos…

Siegfried no había estado aún en las trincheras. Le dije, con actitud de veterano, que pronto modificaría su estilo.

Esa noche todo el batallón comenzó a trabajar en un nuevo plan de defensa en Festubert. Festubert había sido una pesadilla desde los primeros combates que tuvieron lugar allí en 1914, cuando los residentes del manicomio, situado entre ambos fuegos, lograron escapar y dispersarse por toda la región. La línea de trincheras inglesa, que cruzaba un espacio de terreno designado en el mapa como «pantanos, a veces secos durante el verano», consistía en una serie de islas de trincheras, sin comunicación entre sí excepto por la noche. El batallón había sido casi destrozado en ese lugar seis meses antes. Comenzamos a construir una fuerte línea de reserva. El trabajo tenía que hacerse por la noche. La temperatura había descendido a veintidós grados bajo cero, y el terreno estaba congelado a una profundidad de treinta centímetros. Sólo logramos construir unos doscientos metros de trincheras a la altura de la rodilla y al precio de varios hombres heridos por proyectiles casuales que traspasaban la línea del frente. Otras tropas continuaron el trabajo cuando comenzó el deshielo y construyeron una rampa de dos metros de altura que se fue hundiendo poco a poco en los pantanos hasta ser definitivamente engullida.

Cuando dejé el Segundo Batallón, el mayor me permitió llevarme a mi admirable ordenanza, el soldado Fahy (conocido como Tottie Fay en recuerdo de la actriz). A Tottie, un reservista de Birmingham, lo habían llamado al servicio nada más estallar la guerra, y había combatido todo el tiempo al lado del Segundo Batallón Era orfebre de profesión; había pasado recientemente unos días de licencia en Inglaterra, y al volver me regaló una cigarrera hecha por él con mi nombre grabado. Al llegar al Primer Batallón se encontró con un tal sargento Dickens. Ambos habían sido compañeros de armas en la India y celebraron con alegría el encuentro. A la mañana siguiente me quedé desagradablemente sorprendido al encontrar mis botones sin pulir y agua fría para afeitarme; llegué tarde al desayuno. No logré saber qué había pasado con él. Pero a las nueve, al dirigirme a pasar revista de los rifles de la compañía, advertí que en un rincón del patio le aplicaban a un soldado el castigo número 1. Era Tottie; había sido condenado a veintiocho días de castigo por «ebriedad en el campo de batalla», y estaba atado por las muñecas y los tobillos, en forma de cruz, a una gran rueda de cañón. Estaba obligado a permanecer en esa posición —la llamaban «crucifixión»— durante varias horas cada día, mientras el batallón estuviese acantonado. La pena volvería a aplicarse en cuanto regresáramos de las trincheras. Jamás olvidaré la mirada de mi tranquilo, respetuoso y devoio Tottie. Quería expresarme su pesar por haberme abandonado, y su reacción inmediata fue un intento de saludo. Pude ver como trataba en vano de llevarse una mano a la frente, y de unir los talones. El sargento de la policía del batallón, un hombre de aspecto feroz, acababa de atarlo cuando yo llegué. Le dije a Tottie, por si eso podía consolarlo, que sentía mucho que tuviese problemas.

Aquel incidente, como pude darme cuenta después, acabo favoreciéndolo. Yo tuve que buscar otro sirviente, y Joe Cotterell, el sargento mayor, al saber que era el único ordenanza calificado que quedaba libre en el batallón, lo tomó a su servicio cuando la sentencia expiró; llegó aun a inducir al coronel a rebajarle la pena unos cuantos días. No le guardé ningún resentimiento a Joe Cotterell. Tottie estaría mucho más a salvo con él en el campamento que conmigo en las trincheras. Unas cuantas semanas después expiró su contrato de siete años como reservista. Cuando terminaban los siete años, a los reservistas se los enviaba durante unos cuantos días a Inglaterra, pero luego eran obligados a volver a alistarse bajo el Acta del Servicio Militar, y se les enviaba de nuevo al batallón. Tottie aprovechó su licencia. Su cuñado, director de una fábrica de municiones, lo contrató como obrero metalúrgico calificado. Se convirtió en un hombre privilegiado, uno de aquéllos cuyo trabajo era tan importante para la industria que no podía ser desperdiciado en el servicio militar. De esta manera, Tottie debe de estar aún vivo, al menos eso espero.

El sargento Dickens era un caso diferente: un combatiente nato, y uno de los mejores suboficiales de los dos batallones de nuestro regimiento. Su valor le había hecho obtener la medalla por Conducta Distinguida y la Médaille Militaire francesa; había sido ascendido en dos o tres ocasiones a sargento, y todas las veces fue degradado por ebriedad. Había escapado siempre al castigo público que se reservaba a ese delito, porque se consideraba ya suficiente desgracia que perdiera sus galones; en cuanto comenzaba una batalla se distinguía de manera tan notable que volvía a recuperarlas.

A comienzos de diciembre se extendió el rumor de que nos enviarían a un lugar lejos de allí para recibir entrenamiento militar especializado. Yo me negaba a creerlo, pues a menudo había oído rumores de ese tipo sin ninguna confirmación. Sin embargo esa vez resultó ser cierto. Siegfried Sassoon, en sus Memorias de un cazador de zorros ha descrito aquel movimiento de tropas. La experiencia de nuestra Compañía A fue más penosa aun que la de la C. Nos levantamos una mañana a las cinco, desayunamos rápidamente, empaquetamos, y nos pusimos en marcha hacia la estación del ferrocarril que se encontraba a cinco kilómetros de distancia. Allí depositamos en los furgones todos los enseres del batallón, así como los animales de tiro. Eso nos llevó la mitad de la mañana. Luego iniciamos un viaje de diez horas que nos debía llevar a una bifurcación en el Somme, a unos treinta y cinco kilómetros del frente de batalla. Los oficiales efectuaron el viaje en compartimentos de tercera clase, y los soldados, en furgones cerrados con la siguiente inscripción: Hommes 40, chevaux 8; cuando llegamos estaban furiosos. La Compañía A recibió la orden de hacer también las operaciones de descarga Cuando terminamos, las marmitas de té que nos habían preparado estaban frías. Las otras compañías habían podido descansar un par de horas; nosotros, sólo unos minutos.

Iniciamos una marcha a lo largo de los caminos en pavé y los senderos pedregosos que atraviesan los valles de la Picardía. Empezamos a caminar a medianoche y terminamos a las seis de la mañana del día siguiente; los soldados cargaban las mochilas y los rifles. Se estableció una competencia entre las compañías para ver cuál tenía menos rezagados; ganó la A. Finalmente, llegamos a un pueblo llamado Montagne le Fayel. Nunca había habido allí acantonamientos de tropas, y los habitantes estaban molestos con razón porque a mitad de la noche los despertaron nuestras avanzadillas para que proporcionasen alojamiento a ochocientos soldados en un plazo de dos horas. Aquellos campesinos picardos nos parecieron bastante más agradables que la población del Pas de Calais. Yo me alojé con un anciano llamado Monsieur Élie Carón, un amable maestro de primaria retirado, de ojos brillantes y cabello blanco, totalmente vegetariano, que me regaló un folleto titulado Comment Vivre Cent Ans. (Ya para entonces estábamos enterados de la próxima ofensiva en el Somme, así que aquello me pareció una buena broma). También me dio la Evangeline de Longfellow, en inglés. Como siempre había lamentado la escasez de libros ingleses en Francia, cualquiera que fuese su calidad, acepté con gusto aquel regalo y más tarde lo llevé conmigo a Inglaterra.

Permanecimos seis semanas en Montagne. El coronel Ford (conocido en el regimiento como Dilapidador, porque el día que se unió a nosotros por primera vez gasto con prodigalidad pensión que le pasaba su padre) organizó el batallón con una severidad digna de los tiempos de paz. Nos ordenó que nos olvidáramos de las trincheras y nos preparásemos para la guerra a campo abierto, que era la que iba a tener lugar tan pronto como se lograran abatir las defensas del Somme. Hacíamos maniobras cada dos días; habíamos vuelto al espíritu del Entrenamiento de Compañías, del general Haking. Aun aquellos que no creían que fuese posible romper las defensas enemigas, disfrutaban de los ejercicios en un campo libre de toda profanación. Apenas se oían los cañones a lo lejos. Todos los hombres del batallón estaban en forma. Cuando no hacíamos maniobras militares revisábamos las armas y hacíamos ejercicios de tiro. El entrenamiento parecía no tener nada que ver con la guerra tal como la habíamos conocido. Jugábamos al rugby. Yo era defensa de nuestra compañía. Otros tres oficiales formaban parte del equipo: Richardson, un delantero rompedor, Pitchard, otro chico de Sandhurst, medio ala, y David Thomas, un subteniente, lateral tres cuartos. David procedía de Gales del Sur; era un muchacho sencillo, amable y amante de la lectura. Él, Siegfried Sassoon y yo acostumbrábamos a pasear siempre juntos.

Un día David me detuvo en la calle:

—¿Te has enterado de las noticias? Parece que se está preparando una gran ofensiva. Todos los oficiales y suboficiales deben reunirse inmediatamente en la escuela del pueblo. Dilapidador está que echa chispas. Nadie sabe exactamente de qué se trata.

Nos dirigimos inmediatamente a la escuela y nos sentamos en uno de los pequeños pupitres.

Cuando Dilapidador entró, el comandante hizo que todos nos pusiéramos de pie; David y yo nos lastimamos las rodillas al tratar de levantarnos. Dilapidador nos ordenó sentarnos. Los oficiales estaban en una sección, los suboficiales en otra. Dilapidador se nos quedó mirando desde la mesa del profesor. Comenzó su conferencia con algunas acusaciones generales, afirmando que en los últimos tiempos había observado muchos signos de negligencia en el batallón; soldados con los bolsillos descosidos, otros que caminaban por las calles del pueblo con las manos en los bolsillos y las botas sucias, centinelas que permitían pasear por el campamento cuando estaban de guardia en vez de hacer sus turnos con eficacia militar, desórdenes en los estaminets, falta de marcialidad en el saludo, y muchas otras graves indicaciones de un relajamiento de la disciplina. Nos amenazó con suprimir todos los permisos para volver a Inglaterra hasta que las cosas no mejoraran y nos prometió una revista de saludos todas las mañanas antes del desayuno, a la que asistiría en persona.

Aquellas acusaciones no eran sino generalizadas; sabíamos que no había llegado al meollo de sus agravios; pero al fin lo hizo.

—He venido aquí sobre todo para comunicarles un incidente en extremo desagradable. Cuando esta mañana abandoné la Sala de Ordenanzas, me acerqué a un grupo de soldados; no voy a especificar su compañía. Uno de ellos conversaba con un cabo. No lo van a creer, pero el hecho es que llamó al cabo por su nombre: ¡lo llamó Jack! ¡Y el cabo no protestó! ¡Pensar que el Primer Batallón ha descendido a un nivel en el que es posible que exista tal familiaridad entre un suboficial y los soldados a su mando! Por supuesto he arrestado al cabo y lo he hecho comparecer ante mí con el cargo de «conducta impropia de un suboficial». Lo he degradado y hecho que se castigara al soldado por usar un lenguaje irrespetuoso ante un suboficial. Pero quiero advertirlo aquí muy claramente, si se produce otro incidente de esta naturaleza —y espero que los oficiales me informen inmediatamente de la más mínima infracción— en lugar de tratar el caso como un asunto interno de la compañía…

Traté de cambiar una mirada con Siegfried, pero él lo evito; en cambio percibí la de David. Ésta es una de esas escenas caricaturescas en que hoy día me parece que se resumen las diferentes épocas de mi vida. Vuelvo a verme enfundado en un uniforme impecable, con los botones y la hebilla del cinturón relucientes, un revólver al cinto, un silbato con cordón, un bigote fino sobre el labio superior, los ojos brillantes de severidad insegura, tratando de creerme un capitán del ejército; sin embargo, estoy sentado en un pupitre manchado de tinta como un estudiante demasiado crecido. Una pintura mural cubre una pared del aula ilustrando los males del alcoholismo. Comenzaba con un inocente niño a quien su colega le ofrece una copa, y luego mostraba su caída por el camino de la degradación que culminaban en golpes a su mujer, asesinato y delirium tremens; ¡al menos no había llegado al extremo de llamar Jacquot a su petit-caporal!

La única queja del batallón contra Montagne era que las mujeres no eran tan complacientes en esa parte del país como en los alrededores de Béthune. Los oficiales gozaban del injusto privilegio de poder alquilar caballos y cabalgar hasta Amiens. Había una Bombilla Azul en Amiens, igual que en Abbeville, El Havre, Rúan y todas las otras grandes ciudades detrás del frente. La Bombilla Azul estaba reservada a los oficiales, La Bombilla Roja a los soldados. Si en este cuidadoso mantenimiento de la disciplina, las autoridades preveían el caso de los suboficiales, y si las mujeres de La Bombilla Azul debían demostrar cualidades especiales para responder al honor de servir a una categoría social más elevada, son cosas que desconozco. Yo seguí siendo un puritano, salvo en el lenguaje, durante todo mi servicio en ultramar.

El día de Año Nuevo, la Séptima División envió a dos oficiales de compañía de cada brigada para instruir tropas en la base. Un capitán del Regimiento de la Reina y yo tuvimos la suerte de ser los decanos en el frente, y a eso debimos el regalo de ocho semanas más de vida.