15

A finales de agosto de 1915, los jóvenes oficiales del estado mayor comenzaron a enterarse de los detalles de una ofensiva próxima contra la Bassée. También los civiles franceses lo sabían, y por supuesto lo mismo ocurría con los alemanes. Todas las noches, la carretera de Béthune a la Bassée veía pasar nuevas baterías y camiones pesados con bombas. Otras señales de movimiento incluían las obras de excavación en Vermelles y Cambrin, donde las líneas quedaban demasiado lejos para permitir cruzar rápidamente la tierra de nadie, y la llegada de los nidos de ametralladoras con la orden de crear una nueva línea en el frente. También se recibieron órdenes para la evacuación de los hospitales; aparecieron divisiones de caballería y del Nuevo Ejército; llegaron nuevos tipos de armamento. Los oficiales del Real de Ingenieros supervisaban las excavaciones de pozos a intervalos determinados a lo largo de la línea del frente. Habían jurado no revelar para qué servirían, pero todos sabíamos que allí se instalarían los cilindros de gas. Un camión depositó en Cambrin un cargamento de escalas de cuerda para salir rápidamente de las trincheras. Me acuerdo que el 3 de septiembre aposté contra Robertson que nuestra división atacaría desde la línea de Cambrin-Cuinchy. Cuando seis días después regresé a Inglaterra con licencia, la impresión de que estaban por ocurrir acontecimientos importantes era tan fuerte, que casi detesté marcharme.

Los permisos para oficiales se concedían cada seis u ocho meses en épocas normales; cuando el número de bajas era más levado el período de vacaciones era más breve; una ofensiva general suspendía totalmente la licencia. Sólo un oficial en Francia se negó a salir con licencia cuando le llegó el turno… fue un tal Cross, del Segundo Batallón de Infantería de Oxford & Buck (que insistía con igual celo en sus tradiciones que nosotros al mantener la ch de Welch). Según se decía, Cross se había negado a aceptar la licencia con los siguientes argumentos: «Mi padre combatió con el regimiento en la guerra de los bóers, y no tuvo ningún permiso; mi abuelo combatía en Crimea con el regimiento y no tuvo permisos. Yo considero que va contra las tradiciones del regimiento aceptar esos permisos cuando se está en servicio activo». En 1917, cuando supe de él por última vez, Cross estaba dirigiendo el batallón. Se había convertido en un superviviente profesional.

Londres me pareció una ciudad irreal. A pesar de la abundancia de uniformes que se veía en la calle, la indiferencia general y la ignorancia sobre la guerra me dejó sorprendido. El reclutamiento seguía siendo voluntario. «Los negocios como siempre» era la consigna general. Mi familia vivía en esas fechas en Londres en la casa ocupada anteriormente por mi tío Roben von Ranke, el cónsul general de Alemania. Él se había visto obligado a salir deprisa, el 4 de agosto de 1914, y mi madre se ocupó de la casa mientras duró la guerra. De modo que cuando Edward Marsh me telefoneó desde la oficina del primer ministro en Downing Street para invitarme a comer, alguien intervino e interrumpió la conversación. Por supuesto, el teléfono de la hermana del cónsul general estaba estrechamente vigilado por la sección de contraespionaje de Scotland Yard. Los zepelines habían comenzado a producir los primeros movimientos de pánico. Unos amigos de la familia nos visitaron una noche y empezaron a hablarme de los ataques aéreos de los zepelines, de las bombas que habían caído a sólo tres calles de nuestra casa.

—Bueno, saben ustedes —les dije—, el otro día estaba durmiendo en una casa y a primeras horas de la mañana cayó una bomba en la casa vecina y mató a tres soldados que estaban acantonados allí y a una mujer y a su hijo.

—¡Santo cielo! —gritaron—. ¿Y qué hiciste en ese momento?

—Era en un lugar llamado Beuvy, situado a cinco kilómetros de las trincheras —les expliqué—; y yo estaba tan cansado que me volví a dormir.

—¡Ah! —dijeron—. ¡Eso fue en Francia! —y la mirada de interés desapareció de su cara, como si les hubiera gastado una broma estúpida.

—Sí —respondí—, y no fue más que un aeroplano el que arrojó la bomba.

El resto de mi licencia lo pasé en Harlech; caminé por las colinas vestido con una camisa vieja y un par de shorts. Cuando regresé a Francia, el Actor, un oficial de carrera de la Compañía A, me preguntó:

—¿Estuviste a gusto durante la licencia?

—Sí.

—¿Fuiste a muchas fiestas?

—A ninguna.

—¿Qué espectáculos viste?

—No fui a ningún teatro.

—¿Saliste de caza?

—No.

—¿Te acostaste con muchachas agradables?

—No, con ninguna; siento decepcionarte.

—Pero, entonces, ¿qué diablos hiciste?

—Oh, hice algunas caminatas por las colinas.

—¡Dios mío! —exclamó—, ¡gente como tú no merecería obtener una licencia!

El 19 de septiembre relevamos al regimiento Midlessex en Cambrin; según se nos informó, desde aquellas trincheras iniciaríamos el ataque. El bombardeo preliminar había comenzado ya una semana antes. Mientras colocaba a mis hombres en la primera línea, reconocí con bastante disgusto el mismo refugio de ametralladoras donde había visto un suicidio la primera noche de mi llegada a las trincheras. Me pareció un mal presagio. Aquél era sin lugar a dudas el bombardeo más intenso de nuestros cañones que habíamos presentado hasta entonces. Los obuses sacudían literalmente nuestras trincheras, y una espesa nube de humo ocultaba las líneas alemanas. Los proyectiles nos pasaban por encima de la cabeza sin cesar; debíamos gritar para que nuestros vecinos nos escucharan. Por las noches los disparos disminuían ligeramente, pero volvían a iniciarse al amanecer, cada vez con mayor intensidad.

—¡Maldita sea! —exclamábamos—. Seguramente ya no debe de quedar un solo ser viviente en esas trincheras.

Sin embargo continuábamos. Los alemanes respondían pero sin demasiada energía. La mayor parte de la artillería pesada la habían retirado de aquel sector, según se nos informó, y la habían enviado al frente ruso. Sufríamos más bajas por nuestros disparos cortos y por las detonaciones a nuestras espaldas que por los obuses alemanes. Gran parte de las municiones usadas por nuestras baterías procedía de Estados Unidos y contenía un alto porcentaje de bombas defectuosas. Los casos de metralla nos llovían sin cesar. Tuvimos cincuenta bajas y tres oficiales heridos, entre ellos ¡Fuera de aquí!, que recibió una herida de gravedad en la cabeza. Esto ocurría antes de que se nos proveyera de cascos de acero. Si los hubiésemos tenido desde el principio no hubiéramos sufrido ni la mitad de las bajas. Yo recibí dos heridas insignificantes en una mano, lo que me pareció un presagio de buena suerte.

La mañana del día 23, Thomas regresó del Cuartel General del batallón con un cuaderno de notas y seis mapas, cada uno para un oficial de compañía.

—Escuchen —nos dijo—, es necesario que copien rápidamente estas instrucciones en el dorso de sus mapas. Tendrán que explicárselas a sus pelotones esta misma tarde. Mañana por la mañana deberemos abandonar nuestras mantas, mochilas y abrigos en Béthune. Al día siguiente, es decir, el sábado 2.5, atacaremos.

Era la primera vez que recibíamos instrucciones precisas. Lo miramos entre sorprendidos y aliviados. Yo guardo aún el mapa, y éstas son las órdenes que escribí en el dorso:

PRIMER OBJETIVO. — Granja de Les Briques. — La gran casa es claramente visible desde nuestro frente, rodeada de árboles. Para llegar allí es necesario cruzar tres líneas de trincheras enemigas. La primera está a una distancia de trescientos metros, la segunda a cuatrocientos metros, y la tercera a seiscientos. Después, es necesario atravesar dos vías de ferrocarril. Más allá de la segunda vía se encuentra una trinchera alemana llamada la finchera de ladrillo. Luego está la granja, un lugar bien protegido con sótanos, un pozo y un huerto fuertemente cercado y reforzado con alambradas.

SEGUNDO OBJETIVO. — La población de Auchy. — También este lugar es claramente visible desde nuestras trincheras. Se encuentra a cuatrocientos metros más allá de la granja y está defendido por una primera línea de trincheras a mitad del camino y una segunda línea inmediatamente frente al pueblo. Cuando hayamos ocupado la primera línea, la mitad del batallón debe continuar hacia la derecha y el resto dirigirse hacia la Gran Chimenea.

TERCER OBJETIVO. — Pueblo de Haisnes. — Notable por la altura de la torre de su iglesia. Debemos establecer el frente a la altura de la vía férrea, cavar trincheras y esperar refuerzos.

Cuando Thomas llegó a este punto, el Actor sacudía los hombros por las carcajadas.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó Thomas de mal humor.

El Actor, todavía riéndose, preguntó:

—En nombre del cielo, ¿quién es el responsable de este ligero esfuerzo?

—No lo sé —dijo Thomas—. Posiblemente sea Paul el Guapo, o alguien como él (Paul el Guapo era un capitán del Estado Mayor, joven, sin experiencia y detestado por todos los demás. Llevaba sus insignias rojas sobre el pecho, aunque estuviera en mangas de camisa). Que esto quede entre nosotros seis, jóvenes, nadie más debe saberlo; es lo que se conoce como un «ataque subsidiario». No habrá tropas de apoyo. Lo único que nos compete hacer es entretener al enemigo y tenerlo ocupado mientras los muchachos de nuestra derecha realizan el trabajo efectivo. Habrán notado que el bombardeo es mucho más intenso en aquella parte. Han hecho completamente trizas el reducto Hohenzollern. A mí me da exactamente lo mismo que se ataque de un lado o del otro. De cualquier manera van a matarnos.

Todos nos reímos.

—Muy bien, ríanse ahora, pero el sábado tenemos que llevar a cabo este gracioso proyecto.

Nunca antes había visto a Thomas tan comunicativo.

—Lo siento —dijo el Actor, disculpándose—. Siga usted el dictado.

Thomas continuó:

—El ataque irá precedido de una descarga de cuarenta minutos de «accesorio»[6] que allanará unos mil metros de camino, de manera que las dos líneas de ferrocarril se ocuparán sin dificultades. Inmediatamente después iniciaremos el avance. Detrás de nosotros vienen tres nuevas divisiones y el cuerpo de caballería. Se espera que no encontremos dificultades serias en nuestro avance. Todos los soldados se agruparán por pelotones. Los ordenanzas deben comenzar a advertirlos. Todos los pelotones estarán bajo la dirección de los suboficiales. Todos los suboficiales deben saber exactamente lo que se espera de ellos, y cuándo toman el mando en caso de bajas. Todos aquéllos que por alguna razón pierdan contacto, deben reunirse con su compañía y regimiento lo antes posible y continuar el avance. Gracias a la potencia del accesorio, se debe recomendar a los soldados que no permanezcan demasiado tiempo en las trincheras ocupadas, donde el accesorio tiende a encerrarse, sino que se mantengan al aire libre, y sobre todo que continúen avanzando. Es importante recomendar que, en los casos en que sea necesario quitarse las mascarillas antigás, los soldados deben guardarlas debajo de sus camisas.

El Actor volvió a interrumpir:

—Dime, Thomas, ¿crees en la efectividad del tal accesorio?

Thomas respondió:

—Lo considero condenable. No es digno de un soldado usar un material como ese aunque hayan sido los alemanes quienes empezasen a emplearlo. Es sucio, y nos traerá mala suerte. Puede ser la ruina de la ofensiva. Hay que considerar a las nuevas compañías que manejan el gas, perdón, el accesorio; su sola presencia me hace temblar. Son estudiantes de química de la Universidad de Londres, unos pobres tipos que acaban de salir de la escuela, uno o dos suboficiales del tipo de viejo militar, que han colaborado juntos durante tres semanas, y a quienes se les encarga ya una misión de tal responsabilidad como ésta. Por supuesto van a arruinarlo todo. No hay otra posibilidad. Pero pongamos cara de felicidad. Continúo: Los soldados de la compañía deberán llevar:

Doscientas cartucheras.

Los instrumentos pesados los cargarán en bandolera sólo los hombres fuertes.

Tela impermeable en el cinturón.

Un saco de arpillera en el bolsillo derecho de la chaqueta.

Vendas y yodo.

Una ración alimentaria de emergencia, que incluya galletas.

Una máscara antigás mientras dure el avance. Debe ir firmemente sujeta a la cabeza. Si es posible se proveerá a cada soldado de una banda elástica.

Una máscara del modelo viejo, para que la lleve preferentemente en la espalda, donde corre menos riesgo de ser destruida por las balas.

Tijeras de alambre, todas las que sea posible; no sólo los equipos que se encarguen de las alambradas, sino también los demás. Proveer de guantes a los equipos de alambristas.

Pantallas de pelotón, para observar la artillería, las llevará un hombre de cada pelotón que no cargue con ningún otro instrumento.

Los paquetes, mantas y abrigos se abandonarán.

Nadie debe llevar dibujos o mapas de nuestra posición o cualquier otra cosa que pueda servir al enemigo.

Eso es todo. Creo que seremos nosotros quienes iniciaremos la lucha. Los Middlesex nos apoyarán. Si logramos llegar a la alambrada alemana me daré por satisfecho. Nuestros cañones no parecen haberla cortado. Tal vez logren hacerlo después cuando intensifiquen el bombardeo. ¿Alguna pregunta?

Esa misma tarde repetí a mis hombres aquella cantinela, y les hablé del éxito seguro que obtendría nuestro asalto. Todos parecieron creer en él, excepto el sargento Townsend:

—¿Dice usted, señor, que tres divisiones y el Cuerpo de Caballería nos seguirán? —me preguntó.

—Sí —le respondí.

—Si me excusa usted, señor, creo que serán los soldados de la derecha los que recibirán esos refuerzos. Si logramos que nos refuerce medio pelotón de ángeles de Mons[7] podremos darnos por satisfechos.

—Sargento Townsend —le dije—, su pesimismo es bien conocido por todos. Vamos a tener un combate realmente bueno.

Pasamos esa noche reparando las trincheras dañadas.

A la mañana siguiente fuimos relevados por el Regimiento Middlesex, y regresamos a Béthune, donde dejamos nuestras pertenencias en las barracas de Montmorency. Los oficiales del batallón comieron juntos en un castillo cerca de allí. Pero el Estado Mayor de una de las divisiones del Nuevo Ejército que debía tomar parte en las maniobras del día siguiente reclamaba también la posesión de dicho lugar. La discusión terminó amistosamente, y los oficiales de la división y del batallón comimos juntos. Alguien señaló que era una especie de caricatura brutal de la Últi ma Cena sólo que en duplicado. En medio de la mesa estaban sentados los dos pseudo Cristos. Todos bebían copiosamente, y los subalternos, a quienes en esa ocasión se les permitió hacer uso del whisky, se achisparon bastante.

—¡Salud, mañana cenaremos juntos en La Bassée!

Sólo los comandantes de la compañía parecían preocupados. Recuerdo en especial al comandante de la Compañía C, el capitán A. L. Samson, que se mordía el pulgar y se negaba a unirse al regocijo general.

—La última vez que el regimiento visitó este sitio teníamos mejores jefes. El viejo Marlborough tenía el suficiente buen juicio como para no lanzar a los soldados contra las líneas de La Basée; lo que hizo fue ordenar a los soldados que rodearan las tropas enemigas.

El oficial de enlace de la división del Nuevo Ejército con los oficiales del Estado Mayor, un coronel de carrera, conocía muy bien a nuestro comandante. Habían jugado al polo en la India. Yo estaba sentado frente a ellos. El oficial de enlace dijo con voz que denotaba la ebriedad:

—Charlie, ¿puedes ver a esa vieja mujerzuela que está ahí? ¡Se hace llamar general en jefe! No sabe siquiera dónde está; no sabe dónde está su división, no sabe leer un mapa correctamente. Ha hecho caminar a sus pobres soldados a marchas forzadas con todos sus pertrechos quién sabe cuántos kilómetros tras ellos. Han tenido que comerse sus víveres de reserva y lo que han podido recoger en los pueblos. Y mañana van a librar una batalla. No sabe nada sobre batallas; sus hombres no han estado nunca en las trincheras, mañana se va a cubrir de gloria, y pasado mañana estará de regreso en casa —luego terminó, hablando con voz grave—. Realmente Charlie, te digo la verdad, no estoy exagerando. Te acordarás de mis palabras.

Esa noche regresamos a Cambrin. Los hombres cantaban. La mayor parte procedían de los Midlands, y cantaban canciones cómicas en vez de himnos galeses: Un hombre astuto, Cuando rompamos la guardia del Rin y Me gusta el sabroso pastel de especias, que cantaban acompañándose con una armónica. La melodía de esta última canción permaneció en mi cerebro durante todo el día siguiente, e incluso una semana después no lograba desprenderme de ella. Los soldados del Regimiento Galés jamás hubieran cantado una canción como Cuando rompamos la guardia del Rin. Sus únicas canciones sobre la guerra eran derrotistas:

Quiero volver al bogar,

Quiero volver al bogar.

Estoy harto del estruendo de las bombas.

A las trincheras no quiero volver más.

Déjenme cruzar de nuevo el mar,

Donde las balas del kaiser no logren alcanzarme.

Así es,

No quiero morir

sino volver al hogar.

Había varias estrofas más que expresaban el mismo sentimiento. Hewitt, el oficial de artillería de Welsh, había escrito una, de espíritu todavía más hiriente:

Quiero volver al hogar,

Quiero volver al hogar.

La semana pasada, en Givenchy

Nos atacaron y casi vencieron.

Los contemplamos llenos de asombro.

¡Vaya!

Lo único que saben gritar

Es que nunca volverán al hogar.

Pero los soldados no la cantaban, a pesar de la admiración que sentían por Hewitt.

La carretera de Béthune a La Basée estaba repleta de cañones, soldados, vehículos de transporte, y tuvimos que dar un rodeo de varios kilómetros hacia el norte para poder llegar a Cambrin. Aun así tuvimos que detenernos dos o tres veces porque grupos de caballería nos impedían avanzar. Por todas partes reinaba la confusión. Habían construido un puesto de socorro en uno de los principales cruces de caminos, y ya entonces lo estaban bombardeando. Cuando llegamos a Cambrin nuestro batallón había cubierto más de treinta kilómetros ese día. Luego nos enteramos de que los Middlesex serían los primeros en iniciar el asalto y que nosotros los seguiríamos; a la izquierda estaban los soldados del segundo Argyll, del Sutherland Highlanders, y del Camerons como fuerzas de apoyo. Los jóvenes oficiales del Real Galés protestaron a voces por no habérseles concedido el honor de dirigir el asalto. Nuestro regimiento era el más antiguo, protestaron, y por eso tenía el derecho de ser el primero en atacar. A eso de la una de la mañana nos dirigimos a los flancos de las trincheras exactamente frente al pueblo. Una trinchera de comunicación conocida con el nombre de paseo de la Maison Rouge, de ochocientos metros de extensión, nos separaba de las líneas de fuego. A las cinco y media comenzaría a descargarse el gas. Teníamos frío, fatiga, ganas de vomitar, y no estábamos en absoluto en forma para emprender una batalla, pero tratamos de dormir durante una hora o dos acuclillados en la trinchera. Desde hacía un rato había comenzado a llover.

Una aurora gris y lluviosa surgió al fin tras las líneas alemanas; el bombardeo que durante la noche había disminuido de una manera sorprendente, volvió a intensificarse un poco.

—¿Por qué diablos no arrecian el fuego? —se lamentó el Actor—. Esto no es en absoluto un bombardeo. No llegan a tocar el frente alemán. Lo poco que disparan va a caer sobre la línea Hohenzollern.

—Escasez de obuses. Ya me lo imaginaba —fue la lacónica respuesta de Thomas.

Más tarde supimos que el día 23 un avión alemán había bombardeado el arsenal del ejército y había destruido la reservas de obuses. El bombardeo del 24 y el del mismo día de la batalla, fueron muy pobres en comparación con los de los días anteriores. Thomas tenía aspecto cansado, parecía enfermo.

—Ya es hora de que hubieran disparado ese maldito accesorio. No sé qué pudo haber pasado.

Me cuesta ordenar ios acontecimientos que tuvieron lugar en ios minutos siguientes. Pero más difícil resultó entenderlos entonces. Todo lo que oímos en el costado del frente en el que nos hallábamos fueron gritos distantes, ráfagas confusas de artillería, aullidos, cañonazos en la primera línea, nuevos gritos y aullidos, y un ininterrumpido repiqueteo de ametralladoras. Después de unos cuantos minutos, algunos hombres levemente heridos de los Middlesex comenzaron a afluir por el paseo de la Maison Rouge en dirección al puesto de socorro. Yo estaba en el ángulo formado por el paseo y las trincheras.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Una maldita desbandada —fue la respuesta más clara que pude percibir.

Entre los heridos había un gran número de hombres con los rostros amarillentos y temblorosos. Tenían los botones teñidos de color verde: habían sido víctimas del gas. Luego llegaron los heridos graves. El paseo de la Maison Rouge era demasiado estrecho, los camilleros tenían dificultades para abrirse paso por él, los alemanes comenzaron a bombardearlo con obuses del 161.

Thomas se dirigió entre el bombardeo al Cuartel General del batallón para pedir instrucciones. Era el mismo lugar que yo había visitado la primera noche que llegué a las trincheras. Aquella franja de refugios subterráneos en la línea de reserva era claramente visible desde el aire, y había sido un error utilizarla como cuartel durante la batalla. Poco antes de que Thomas llegara, los alemanes habían lanzado cinco bombas sobre el cuartel. El comandante había volado por un lado, el coronel por otro, el sargento del regimiento por otro. Un bomba había caído sobre el refugio del oficial del servicio de transmisiones, matando a algunos radiotransmisores y destruyendo el teléfono. El coronel, ligeramente herido en la mano, se unió a la corriente de heridos y lo trasladaron a la base. Un mayor tomó el mando.

Entretanto la Compañía A estaba en sus posiciones esperando a que llegara el ron; la tradición de todos los ataques exigía ración doble de ron antes del inicio. Todas las demás compañías habían recibido sus raciones. El Actor comenzó a maldecir:

—¿Dónde diablos habrá podido meterse el cantinero?

Preparamos nuestras bayonetas y nos colocamos en posicion de ataque en cuanto Thomas llegó con las instrucciones. Por nuestro lado pasaban centenares de heridos.

—Órdenes del capitán: La Compañía A debe dirigirse a la línea del frente.

En ese momento llegó el cantinero, sin rifle ni equipo de ninguna clase, balanceando la botella de ron, con la cara roja y sudorosa. Se detuvo frente al Actor y le dijo:

—¡Aquí tiene, señor! —tropezó en un agujero y cayó boca abajo en el lodo. El tapón de la botella saltó, y lo que quedaba de aquella botella de quince litros se derramó por el suelo. El Actor no respondió. Aquél era un crimen que merecía la pena de muerte. Puso un pie sobre el cuello del despensero y el otro en la espalda y lo hundió en el lodo. Entonces le dio a la compañía la orden de avanzar. La compañía avanzó con un martilleo de acero, y aquélla fue la última ocasión en que vi al despensero.

Según parece, a las cuatro y media un capitán al mando de la compañía especializada en los ataques de gas, telefoneó al Cuartel General de la División, desde la línea del frente, para decir:

—Calma absoluta. Imposible descargar el accesorio.

La respuesta que obtuvo fue la siguiente:

—El accesorio debe descargarse a toda costa.

Thomas no había menospreciado la eficiencia de la compañía encargada del gas. Se descubrió que excepto dos o tres, ninguna de las llaves para abrir los cilindros funcionaba. Los encargados mandaron a toda prisa a pedir un instrumento adecuado. Lograron descargar uno o dos cilindros; el gas salió silbando, formó una nube espesa unos cuantos metros delante de la trinchera en la tierra de nadie, y luego gradualmente regresó a nuestras trincheras. Los alemanes, que esperaban el ataque de gas, inmediatamente se pusieron sus mascarillas: una máscaras semirrígidas indudablemente mejores que las nuestras. Unas balas de algodón de desecho se colocaron a lo largo del parapeto alemán y sirvieron de barrera contra el gas. Luego sus baterías abrieron fuego contra nuestras líneas. La confusión en la trinchera del frente debe de haber sido horrible. Algunos disparos rompieron varios de los cilindros, la trinchera se llenó de gas, y toda la compañía comenzó a huir en desbandada.

No podíamos recibir ninguna orden debido a que el puesto de transmisiones del Cuartel General del batallón lo habían bombardeado; la comunicación se había interrumpido no sólo entre las compañías y el batallón, sino también entre el batallón y la división. Los oficiales en la trinchera del frente tenían que decidir sobre la acción inmediata; de modo que dos compañías de los Middlesex, en vez de esperar el intenso bombardeo que debía seguir a los anunciados cuarenta minutos de la batalla del gas, cargaron de inmediato y lograron llegar hasta las alambradas alemanas, que nuestra artillería no había cortado aún; para destrozar las alambradas era necesario poner explosivos poderosos y en gran cantidad, y hasta ese momento sólo habían sido rociados con metralla. Los alemanes abatieron a los soldados del Middlesex. Según se dijo, un pelotón logró encontrar un boquete entre las alambradas y llegó a introducirse en las trincheras alemanas. Pero no hubo un superviviente del batallón para confirmar ese rumor. Los Argyll y los Sutherland Highlanders se lanzaron a la carga también a la izquierda de los Middlesex; pero dos compañías, en vez de atacar a la vez, salieron precipitadamente de la primera trinchera llena de gas y se dirigieron a la línea de apoyo, atacando desde allí. Debe recordarse que, en preparación de la batalla, se había acercado la primera línea de nuestras trincheras a las trincheras alemanas. Aquellas dos compañías lanzaron su ataque desde la vieja línea de tiro, pero la alambrada que la protegía no se había levantado, de manera que los Highlanders fueron ametrallados entre su propia línea y las líneas de apoyo. Las otras dos compañías no lograron obtener tampoco ninguna victoria. Cuando el ataque se inició, los suboficiales alemanes habían saltado al parapeto; y desde ahí enardecían a sus soldados. Eran los Jüger, famosos por su puntería.

Los supervivientes de las dos compañías de Middlesex que habían lanzado el asalto, se hallaban ahora en los cráteres formados por las bombas, muy cerca de las alambradas alemanas, disparando y logrando que los alemanes no sacaran la cabeza. Tenían granadas para arrojar, pero eran casi todas de un nuevo tipo, fabricado para esta batalla. Eran granadas que había que encender con una cerilla, y la lluvia las había vuelto inservibles.

Las otras dos compañías de Middlesex pronto acudieron en su ayuda. El fuego de las ametralladoras las detuvo a medio camino. Sólo una de las ametralladoras alemanas seguía funcionando, las otras habían sido inutilizadas por disparos de rifle o por el fuego de mortero procedente de las trincheras. La resistencia de aquella ametralladora es en sí una historia.

Nos remonta al privilegio concedido por los gobernantes de las colonias inglesas y el alto comisariado para nombrar a uno o dos oficiales de sus países para incorporarse en tiempos de guerra al Ejército regular. Bajo este sistema, los oficiales ingresaban con el cargo de tenientes. El capitán general de Jamaica (si es que ése es su título correcto) nombró al hijo de un rico hacendado, un muchacho de dieciocho años, que salió de Kingston para incorporarse directamente al Primer Middlesex. Tenía un gran corazón, pero valía muy poco como oficial, nunca había salido de su isla ni tenido contacto con la práctica militar, salvo un breve período de servicio con la milicia de las Indias Occidentales. El comandante de su compañía había tomado un interés paternal en el joven Jamaica, y trataba de enseñarle sus obligaciones. Aquel comandante de compañía era conocido por todos sus hombres como el Muchacho. Tenía veinte años de servicios en el regimiento Middlesex, y frecuentemente se jactaba de haber ascendido todos los grados, desde muchacho de servicio hasta capitán en la misma compañía. Según creo su padre había sido sargento del regimiento. Jamaica, con su grado de teniente, estaba situado en una posición superior a otros subalternos con más experiencia en la compañía, que eran tan sólo subtenientes.

El coronel del Middlesex decidió desembarazarse de Jamaica, encomendándole una comisión extrarregimental a la primera oportunidad. Al recibir un día de mayo o junio la orden de proporcionar un oficial para la compañía de morteros de la brigada, envió a Jamaica. Los morteros de trinchera eran tan peligrosos como ineficaces, y aquella colocación le pareció la más adecuada. Al mismo tiempo, el Real Galés había recibido órdenes de Proporcionar a un oficial, y el coronel había elegido a Tiley, un terrateniente de Malaya, que era lo que se llama un «magnífico soldado nato». Tiley había sido elegido porque, cuando se nos incorporó, procedente de un regimiento de Lancashire, mostraba un resentimiento demasiado evidente por el recibimiento de que había sido objeto. Pero, en setiembre, los morteros habían mejorado de calidad y se habían convertido en armas importantes de infantería; de modo que Jamaica, por ser superior en grado a Tiley, asumió la grave responsabilidad de oficial de la brigada de morteros.

Cuando los Middlesex cargaron, el Muchacho cayó mortalmente herido en el momento en que trataba de asaltar el parapeto. Cayó de espaldas y comenzó a arrastrarse por la trinchera hasta un puesto de camilleros situado más allá de donde estaba apostado el mortero de Jamaica. Jamaica había perdido a su equipo, y él mismo manejaba audazmente el mortero. Sin embargo, al ver al Muchacho, dejó su puesto y corrió a buscar a los camilleros. Tiley, entretanto, desde el otro flanco había utilizado todas las ametralladoras que estaban a su alcance. Disparó hasta que su mortero estalló. Sólo una ametralladora, en un pequeño saliente exactamente frente a Jamaica, permanecía activa.

En ese momento los Fusileros Reales de Gales cruzaron el paseo de la Maison Rouge. Los alemanes bombardeaban con obuses de 161 (llamados Jack Johnson debido al humo negro que desprendían) y con bombas lacrimógenas. Esto producía una marcha con frecuentes repliegues y gritos de: «¡Adelante!», «¡Atrás, bastardos!», «¡Nos están gaseando!», «¡Levanten la cabeza!», «¡Atrás, atrás muchachos!», «¿Órdenes de quién?», «¿Qué pasa?», «¡Gas!», «¡Atrás!». Los heridos y los camilleros trataban de abrirse paso. Nosotros nos poníamos y nos quitábamos alternativamente las mascarillas. En muchos lugares, la trinchera estaba obstruida, obligándonos a arrastrarnos por encima. Childe-Freeman llegó a la línea del frente sólo con cincuenta hombres de la Compañía B; el resto se había extraviado en las trincheras abandonadas a mitad del camino.

El capitán se lo encontró en una trinchera de apoyo.

—¿Listo para salir, Freeman? —le preguntó.

Freeman tuvo que admitir que había perdido a la mayor par te de sus soldados. Sentía profundamente esa desgracia; era la primera vez que dirigía una compañía en una batalla. Decidido a salir con sus cincuenta hombres en ayuda de los Middlesex, tocó el silbato y la compañía se lanzó a la carga. Fueron detenidos por el fuego de la ametralladora antes de que pudieran salir de nuestro propio terreno. Freeman murió, extrañamente de un síncope cardíaco, mientras se ponía de pie en el parapeto.

Unos cuantos minutos más tarde, el capitán Samson, con la Compañía C y el resto de la B llegaron a nuestra primera línea. Al advertir que los cilindros de gas seguían silbando y que la trinchera estaba llena de hombres agonizando, decidió salir también a la carga, nunca hubiera permitido que se dijera que el Real Galés había abandonado al Middlesex. Un profundo sentimiento de camaradería unía a los soldados de Middlesex con los del Real Galés, intensificado por la circunstancia de que los otros tres batallones de la brigada eran escoceses, y que nuestro brigadier escocés era, injustamente sin duda, acusado de favorecerlos. Nuestros superiores tenían puntos de vista extremadamente antiescoceses. Los Jocks[8] son todos iguales, tanto los que usan pantalones como los que andan con las nalgas al aire; sus trincheras son una inmundicia, son fanfarrones, y en los combates son una pesadilla, en todos los sentidos. El primer Middlesex, el antiguo regimiento de los Dichards, se había considerado más de una vez, igual que el Royal Welch, humillado por los Jocks. De cualquier manera, lo cierto es que Samson se lanzó a la carga con la Compañía C y lo que quedaba de la B.

Uno de los oficiales de la C me contó después lo que había ocurrido. Se había convenido avanzar por pelotones, apoyados por un fuego graneado. Cuando el pelotón había avanzado unos veinte metros, ordenó a sus hombres echarse al suelo y abrir fuego. La confusión fue tremenda. Al ver que el pelotón de su izquierda se tiraba también al suelo ordenó nuevamente el avance. Nadie parecía escucharlo. Se puso de pie, agitó los brazos y ordenó:

—¡Adelante!

Nadie se movió.

Gritó entonces:

—Malditos cobardes, ¿me vais a dejar avanzar solo?

El sargento del pelotón, con un hombro roto, murmuró:

—Nada de cobardes, señor. Todo lo contrario: están endemoniadamente muertos.

La ametralladora los había barrido cuando intentaron levantarse en respuesta al silbato de Samson.

También los hombres de la Compañía A habían quedado incomunicados entre sí, debido al bombardeo constante. Yo me encontraba con el pelotón delantero. El hombre de Surrey había llegado a la zona del gas y regresó tosiendo. El Actor lo acusó de cobarde. Aquello era del todo injusto; era evidente que el hombre de Surrey estaba enfermo. No sé qué sucedió con él, de lo único que me enteré fue de que el envenenamiento no fue serio, y que unos meses después logró incorporarse a su propio regimiento en Francia. Me encontré de pronto con el Actor en una estrecha trinchera de comunicación entre el frente y las líneas de apoyo. La trinchera no era lo suficientemente amplia para permitir el paso de una camilla. El Muchacho yacía en una camilla en el suelo; estaba herido en los pulmones y en el estómago. Jamaica permanecía a su lado, con lágrimas en los ojos, y repetía:

—Pobre Muchacho. Pobre Muchacho; se va a morir, estoy seguro. Fue el único que me trató decentemente. El Actor, al ver que no podíamos pasar, le dijo:

—Saca de aquí a ese pobre tipo. Es necesario que pase mi compañía. Mételo en un refugio, donde puedas.

Jamaica no respondió; parecía paralizado por el horror de la situación, y seguía repitiendo:

—El pobre Muchacho. El pobre Muchacho.

—Mira —le dijo el actor—, si no puedes meterlo en un refugio, tendremos que sacarlo de la trinchera y ponerlo arriba del parapeto: con toda seguridad no logrará sobrevivir a las heridas, y está retrasando nuestro avance.

—No, no —gritó Jamaica vehementemente.

El Actor perdió la paciencia y sacudió con violencia a Jamaica por los hombros.

—Tú eres el maldito responsable de los morteros, ¿no es cierto? —gritó.

Jamaica asintió tristemente.

—Bueno, tu batería está a cien metros de aquí. ¿Por qué diablos no has hecho funcionar las bombonas de gas? Vuelve inmediatamente a tu puesto —y lo sacó a empellones de la trinchera. Luego gritó por encima de su hombro—: ¡Sargento Rose y cabo Jenrúngs! Levanten esta camilla y sáquenla de la trinchera. Es necesario que pasemos.

Jamaica, apoyándose contra un lado de la trinchera, dijo débilmente:

—Creo que es usted el animal más inhumano que he conocido en mi vida.

Llegamos a la primera línea, donde se amontonaban los cadáveres. El capitán de la compañía de gas, que no perdía la cabeza y llevaba una máscara especial de oxígeno, había cerrado ya para entonces los depósitos. Los vaporizadores Vermoral habían disipado la mayor parte del gas: nos aconsejó que de todos modos no nos quitáramos las máscaras. Avanzamos arrastrándonos hasta las posiciones de tiro, donde el gas no era tan espeso; el gas, por ser más pesado que el aire, se mantenía a ras del suelo. Entonces Thomas reunió a los supervivientes de la Compañía A con la D, y esperamos el silbato para seguir a las otras dos compañías. Por fortuna, en aquel momento apareció el ayudante. Se había hecho cargo del mando del batallón, y le dijo a Thomas que de ninguna manera pensaba obedecer las órdenes recibidas; no podía seguir permitiendo una pérdida de hombres como la que estaba ocurriendo, por lo tanto no enviaría a la Compañía A y D a una muerte segura hasta no recibir órdenes definitivas de la brigada. Había enviado un mensajero, y debíamos esperar su regreso.

Entretanto comenzó el intenso bombardeo que debía seguir a los cuarenta minutos de descarga de gas. Las bombas se constaban en la primera trinchera del frente alemán y en las alambradas. Muchas bombas no llegaron a su objetivo. El mayor número de bajas que sufrimos se lo debimos a ellas. En la tierra de nadie, a los supervivientes de Middlesex y de nuestras compañías B y C casi se los liquidó.

Tenía la boca seca, los ojos desencajados y las piernas temblaban bajo el peso del cuerpo. Encontré una botella llena de ron y me bebí casi un cuarto de litro; aquello me tranquilizó y me aclaró la cabeza. Samson yacía, gimiendo de dolor, a unos veinte metros de la trinchera. Se hicieron varios intentos para tratar de rescatarlo. Estaba muy mal herido. En esos intentos murieron tres soldados y dos oficiales, y resultaron heridos dos soldados. Al final su propio ordenanza logró arrastrarse hasta el sitio donde estaba. Samson le hizo señas de que regresara, diciendo que estaba acribillado de balas y que no valía la pena que lo rescatasen; se disculpó con la compañía por emitir aquellos ruidos.

Durante un par de horas estuvimos esperando la orden de cargar. Los soldados se hallaban silenciosos y deprimidos; sólo el sargento Townsend hacía algunas bromas amargas sobre la manera en que el viejo ejército británico se extinguía y daba gracias al cielo de que aún nos quedaba la Marina. Compartí con él el resto del ron, y él hizo algunos brindis. Finalmente, llegó un mensajero con la orden de posponer el ataque.

Comenzaron a llegar a la trinchera rumores de un desastre parecido al nuestro ocurrido en la pared de ladrillos, la Quinta Brigada había sucumbido; y también en Givenchy, donde los soldados de la Sexta Brigada habían llegado a penetrar en las trincheras enemigas para ser luego rechazados, al terminárseles la provisión de granadas. Parecía que a nuestra derecha las cosas habían funcionado mejor, porque una brisa ligera había llevado el gas hasta las trincheras enemigas. Según rumores la Primera, la Séptima y la Cuadragésimo séptima habían derrotado al enemigo.

Mis recuerdos de aquel día son confusos. Pasamos el resto de la jornada transportando heridos a los puestos de socorro, desalojando el gas de las trincheras y refugios, y sacando la tierra que obstruía determinados pasos en las trincheras. Las trincheras estaban invadidas por un olor a gas, sangre, pólvora y letrina. Esa tarde observamos con los prismáticos el avance de las reservas bajo un fuego graneado hacia Loos y la Colina 70; parecía una maniobra realmente importante. Eran tropas del Nuevo Ejército, con cuyo Estado Mayor habíamos cenado la noche interior. Inmediatamente a la derecha de nosotros se hallaba la división Highland, cuyas hazañas de ese día se han descrito y celebrado en Los primeros cien mil, de Ian Hay; sin duda nosotros éramos «los cobardes de la izquierda» que dejaron perecer a sus camaradas de armas.

Al anochecer, todos salimos a recoger a los heridos, dejando sólo a los centinelas en la línea. El primer cadáver que encontré fue el de Samsom, con diecisiete heridas. Descubrí que se había llevado las manos a la boca para ahogar sus lamentos a fin de no atraer a otros hombres a la muerte. El mayor Swainson, el segundo comandante del Batallón Middlesex, había logrado arrastrarse desde las alambradas alemanas. Parecía estar herido en los pulmones, en el estómago y en una pierna. Choate, subteniente del Middlesex, regresó sin una sola herida; juntos vendamos a Swainson, lo llevamos a la trinchera y lo depositamos en una camilla. Me pidió que le aflojara el cinturón; lo corté con una navaja que había comprado en Béthune para usarla durante la batalla. Lo único que pudo decir después fue:

—De ésta no me salvo[9].

Pasamos toda la noche rescatando a los heridos del Royal Welch, del Middlesex, y a los del Argyll y la División Sutherland Highlanders, que habían atacado desde la primera trinchera. Los alemanes tuvieron un comportamiento generoso. No recuerdo haber oído un solo disparo durante la noche, aunque estuvimos de faena hasta el alba, cuando ya podíamos ver con toda claridad; entonces dispararon unos cuantos tiros de advertencia y nosotros regresamos a nuestras trincheras. Ya para entonces habíamos recuperado todos los heridos y la mayor parte de los muertos del Regimiento Galés. Me quedé sorprendido por alguna de las actitudes que adoptan los muertos… vendando las heridas de los amigos, arrastrándose, cortando los alambres. Los Argyll y los Sutherland tuvieron setecientas bajas, incluyendo a catorce oficiales muertos de los dieciséis que habían participado en las operaciones; los Middlesex, quinientas cincuenta bajas incluyendo once oficiales muertos.

Otros dos oficiales del Middlesex además de Choate, volvieron sin haber sido heridos; sus nombres eran Henry y Hill, los habían nombrado subtenientes hacía poco tiempo; habían permanecido durante todo el día bajo la lluvia en agujeros creados por las bombas, disparando y recibiendo el fuego constante del enemigo. Según Hill, Henry había logrado introducir a cinco hombres heridos en su refugio y había hecho una especie de parapeto con sus manos y un cuchillo para protegerlos. Hill estaba al lado del sargento de su pelotón; éste había recibido una herida en el estómago y pedía a gritos un poco de morfina. La herida era mortal; Hill le dio cinco pastillas. Siempre llevábamos morfina para casos de emergencia como ése.

Choate, Henry y Hill volvieron a las trincheras con unos cuantos rasguños; e inmediatamente se dirigieron al cuartel general del Middlesex. Hill me contó la historia. El coronel y el mayor estaban sentados comiendo un pastel de carne cuando él y Henry llegaron. Henry dijo:

—Vengo a informar, señor, de que sólo quedamos con vida yo y unos noventa hombres de todas las compañías. Choate también regresó sin heridas.

Lo miraron con dureza.

—¿Así que ustedes sobrevivieron? —dijo el coronel—. Bueno, todos los demás habrán muerto. Me parece que el señor Choate podrá encargarse de lo que queda de la Compañía A; oficial de artillería tomará el mando de lo que queda de la B (El oficial de artillería no había entrado en acción ese día, sino que había permanecido en el Cuartel General); el señor Henry tomará el mando de la Compañía C, y el señor Hill de la D. El Real de Gales sostendrá la línea del frente. Nosotros estamos aquí solo para reforzarlos. Deje dicho dónde se los puede localizar en caso de que los necesitemos. Buenas noches.

No les ofrecieron ni un trozo de pastel ni un vaso de whisky. Henry y Hill se despidieron y salieron con aspecto abatido.

El mayor los llamó:

—¡Señor Henry! ¡Señor Hill!

—¿Sí, señor?

Hill dijo que esperaba un cambio de actitud por su parte; sin duda el coronel y el mayor habían pensado que era necesario mostrar mayor hospitalidad con unos suboficiales derrotados. Nada de eso.

—Señor Hill, señor Henry, acabo de ver a algunos soldados en las trincheras con las hombreras desabotonadas y el equipo en desorden. Ustedes se encargarán de que esto no vuelva a repetirse en el futuro. Eso es todo.

Henry oyó al coronel quejarse de que tenía sólo dos mantas y de que la noche era endemoniadamente fría.

Choate, que en tiempos de paz era periodista, llegó unos cuantos minutos más tarde; los otros le informaron sobre la recepción que les habían dado. Después de saludar e informar que el mayor Swainson, de quien se creía que había muerto, estaba sólo herido y había sido transportado al puesto de socorro, se inclinó audazmente hacia la mesa, cortó un gran trozo de pastel de carne y comenzó a comerlo. Aquello provocó tal sorpresa que la conversación se suspendió del todo. Choate terminó de comer su pastel y se bebió un vaso de whisky; se despidió y salió a reunirse con los demás.

Entretanto, yo había tomado el mando de lo que quedaba de la Compañía B. Sólo otros seis oficiales de compañía sobrevivieron en el Real Galés. A la mañana siguiente éramos sólo cinco. A Thomas lo alcanzó un proyectil cuando observaba descuidadamente con sus prismáticos el regreso de las tropas del Nuevo Ejército a nuestra derecha. Después de haber penetrado ciegamente en la brecha abierta en el frente alemán por el avance de la Séptima y la Cuadragésimo séptima Divisiones la tarde anterior, se quedaron sin saber dónde estaban ni qué se suponía que debían hacer. Sus raciones alimenticias se terminaron, así que volvieron a sus antiguas posiciones, sin pánico, estúpidamente, como una multitud que regresa de un partido de fútbol, con una lluvia de proyectiles sobre ellos. Nosotros apenas podíamos creer lo que veíamos, tan extraño era el espectáculo.

La muerte de Thomas era absurda; pero todo había salido tan mal que pareció perder cualquier interés en lo que sucedía. El Actor se hizo cargo del mando de la Compañía A. Dos días después fusionamos las Compañías A y B, con el fin de poder relevarnos durante las guardias nocturnas y conseguir dormir un poco. Acepté encargarme de la primera guardia, y despertarlo a medianoche. Cuando llegó la hora, tuve que moverlo, gritarle en el oído, echarle agua en la cara, golpearle la cabeza contra un lado de la cama. Finalmente acabé por tirarlo al suelo. Yo también necesitaba desesperadamente dormir, pero él había caído en un sueño tan profundo que nada podía despertarlo; así que lo volví a colocar en la litera y terminé la noche sin relevo. Ni siquiera la diana logró despertarlo a la mañana siguiente. Al final logré sacarlo de la cama a las nueve de la mañana y se enfureció conmigo por no haberlo despertado a medianoche.

El día después del ataque lo pasamos transportando a los muertos para enterrarlos, y limpiando las trincheras lo mejor que pudimos. Esa noche los Middlesex se hicieron cargo de la línea, mientras el Real Galés trasladaba las bombonas de gas que no se habían roto a una posición en el flanco izquierdo de la brigada, donde debían utilizarse la noche siguiente, el 27 de septiembre. Aquello fue peor que transportar a los muertos. Las bombonas eran de hierro, pesadas y odiosas. Los hombres maldecían y jadeaban. Sólo dos oficiales tenían noticias sobre el próximo ataque; a los soldados no se les avisaría hasta muy poco antes. Yo tenía escalofríos. La lluvia era más intensa que nunca. En esa ocasión sabíamos definitivamente que nuestra actividad se reduciría a entretener al enemigo para que las tropas a nuestra derecha llevaran a cabo el verdadero ataque.

El plan era el mismo que el anterior; a las cuatro de la tarde, y durante cuarenta minutos, dispararíamos el gas, y después de bombardear durante quince minutos deberíamos atacar. Les comuniqué esas noticias a los soldados a las tres de la tarde. Las tomaron bastante bien. Las relaciones entre los oficiales y los soldados y entre los oficiales de distinta categoría habían sido muv diferentes durante la batalla. No es que hubiese habido alguna insubordinación, sino una libertad de lenguaje mucho mayor, como si todos nos hubiéramos embriagado juntos. En un momento me sorprendí al llamar Charley al capitán, a quien esa familiaridad no pareció molestar. Durante los diez días siguientes mis relaciones con los soldados fueron parecidas a las que reinaban en el Regimiento Galés; más tarde, la disciplina volvió a imponerse, y sólo ocasionalmente me fue posible tener alguna intimidad con ellos.

A las cuatro de la tarde, el gas comenzó a salir con la fuerza necesaria; los soldados encargados de su manejo habían sido provistos de las llaves adecuadas en esa ocasión. Los alemanes permanecieron en un silencio absoluto. En las líneas de reservas se elevaron algunas bengalas, parecía como si todos los hombres de la trinchera del frente hubieran muerto. El general de brigada decidió no fiarse demasiado; después del bombardeo envió a un oficial del Camerons y a veintiocho soldados para hacer un reconocimiento. Aquella patrulla logró llegar a las alambradas alemanas; en aquel momento, las ametralladoras y los fusiles abrieron fuego, y sólo dos hombres heridos lograron volver con vida a nuestra trinchera.

Estuvimos esperando en los puestos de tiro desde las cuatro basta las nueve de la noche, con las bayonetas preparadas para cuando nos dieran la orden de avanzar. Tenía el cerebro en blanco; sólo podía pensar en aquella insistente canción: ¡Ah, el magnifico pastel de especias… Ah el magnífico pastel de especias… No me des jamón, cordero ni confituras, no me des tampoco ningún otro postre!…

Los soldados se reían al oírme cantar. Un suboficial que remplazaba al sargento de la compañía, dijo:

—Es un crimen, señor.

—Por supuesto que lo es, idiota —convine—. Pero no lo podemos impedir, ¿no es cierto? —seguía aún lloviendo.

Pero en cambio te pido dos raciones de ese magnífico pastel de pasas.

A las nueve de la noche recibimos la orden de suspender el ataque. Se nos dijo que deberíamos estar preparados para emprenderlo al amanecer.

Al amanecer no recibimos ninguna orden, y después de aquello ya no se habló de nuevos ataques. Desde la mañana del 24 de septiembre hasta la noche del 3 de octubre, había dormido un total de ocho horas. Lo único que me logró mantener despierto y vivo fue el consumo de una botella de whisky diaria. Nunca había bebido whisky, y a partir de entonces lo he hecho en muy raras ocasiones; pero es seguro que entonces fue un gran sostén. No teníamos mantas, abrigos o impermeables, ni el tiempo ni el material necesarios para construir nuevos refugios. La lluvia caía implacablemente. Todas las noches salíamos a recoger los muertos de los otros batallones. Los alemanes seguían mostrándose indulgentes durante esas operaciones, y teníamos muy pocas bajas. Después de dos o tres días los cuerpos se corrompían y apestaban. Yo vomite más de una vez mientras vigilaba el transporte. Los que no podíamos recuperar por estar dentro de las alambradas alemanas se hinchaban hasta que las paredes del estómago reventaban, ya fuera de una manera natural o por obra de un proyectil; desprendían un hedor terrible. Los rostros de los cadáveres pasaban del blanco al gris amarillento, al púrpura, al verde, al negro, al color de la arcilla.

La mañana del día 27 un grito se elevó de la tierra de nadie. Un soldado herido del Middlesex había recuperado la conciencia después de dos días. Yacía cerca de las alambradas alemanas. Nuestros hombres lo oyeron y se miraron unos a otros. Entre nosotros se encontraba un cabo de corazón muy tierno llamado Baxter. Era el tipo de soldado que prepara una comida caliete al regreso de los centinelas de su sección. Desde el momento en que oyó al herido del Middlesex, recorrió la trinchera en busca de un voluntario que lo ayudara a rescatarlo. Por supuesto nadie quería ir; poner la cabeza al lado de aquel parapeto equivalía a una muerte segura. Cuando se acercó a mí yo me excusé diciéndole que era el único oficial de la compañía. De manera que se marchó solo. Saltó con toda rapidez por el parapeto, cruzó la tierra de nadie, enarbolando un pañuelo blanco; los alemanes dispararon para amedrentarlo, pero como persistió lo dejaron acercarse. Baxter continuó caminando, y cuando llegó al herido se detuvo y lo señaló para mostrarle a los alemanes su propósito. Entonces vendó las heridas del soldado, le dio un trago de ron y unas galletas, y le prometió regresar durante la noche. Volvió con unos camilleros, y el herido llegó a recuperarse. Por ser el úuico oficial que había sido testigo de la acción de Baxter, lo recomendé para la Cruz de la Reina Victoria, pero los mandos pensaron que no valía más que una medalla por Conducta Distinguida.

El Actor y yo decidimos ponernos en contacto con el batallón de nuestra derecha. Era el Décimo de Infantería Ligera de los Highlands. La mañana del 26 me presenté en sus trincheras y caminé cerca de cuatrocientos metros sin encontrar a un solo centinela u oficial. Cadáveres, heridos, gaseados, hombres dormidos yacían por doquier. La trinchera había sido usada como letrina. Al final encontré a un oficial del Regimiento de los Ingenieros Reales que me dijo:

—Si los boches supieran qué fácil sería tomar esta trinchera, ya habrían cruzado el espacio que nos separa.

Informé al Actor de que nuestro flanco derecho podrían tomarlo en cualquier momento. Convertimos la trinchera de comunicación que servía de límite entre los dos batallones en una trinchera de defensa; y colocamos una ametralladora en medio por si se daba el caso de que los Highlanders huyeran. En la noche del 27 confundieron a algunos de nuestros soldados, que estaban en la tierra de nadie recogiendo a los muertos, con soldados enemigos, y comenzaron a disparar ferozmente. Los alemanes respondieron al fuego. Nuestros hombres se contagiaron de aquel ardor y comenzaron a disparar, pero recibieron al instante la orden de cesar el fuego. Esta orden recorrió la trinchera hasta llegar a los Highlands, que la confundieron con una orden de retirada. El pánico se apoderó de ellos y comenzaron a correr, por fortuna entre las trincheras, sin llegar a saltar al exterior. Fueron detenidos por el sargento McDonald del Quinto de los Rifles Escoceses, un batallón de territoriales en quienes se podía confiar y que había llegado como fuerza de apoyo para nosotros y los Middlesex. Los hizo volver a sus puestos a punta de bayoneta, y fue condecorado por aquella hazaña.

El 3 de octubre fuimos relevados por un batallón heterogéneo, constituido por unos cien hombres del Regimiento Warwickshire y unos setenta de Reales Fusileros de Gales… que era todo lo que quedaba de nuestro Primer Batallón. Hanmer Jones y Frank Jones-Bateman estaban heridos. Frank tenía una pierna rota por una bala recibida cuando trataba de rescatar el equipaje de un herido en tierra de nadie. La cartuchera del soldado había recibido un disparo y todas las balas habían explotado.[10] Nosotros fuimos trasladados por un par de días a Sailly la Bourse, donde el coronel se nos unió con su mano vendada, y luego continuamos hacia Annezin, un pueblo pequeño, no lejos de Béthune, donde me alojé en una cabaña de dos habitaciones con una anciana de cabello blanco llamada Adelphine Heu.