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A medida que avanzaba el verano se crearon nuevos tipos de bombas y de morteros de trinchera, los bombardeos se intensificaron, se perfeccionaron las máscaras antigás y la disciplina se hizo en todas partes más severa. Cuando vimos los primeros batallones del Nuevo Ejército tuvimos la sensación de ser verdaderos espantajos en comparación con ellos. Nuestro batallón iba y venía de las trincheras de Cambrin a las de Cuinchy, alojándose a veces en Béthune y en los pueblos de los alrededores. Ya para esa época me sentía contagiado del pesimismo de la Primera División. Su actitud en las trincheras había asumido una forma meramente defensiva; su política era no suscitar en el enemigo una hostilidad mayor que las que habitualmente le manifestaba. Pero aun así el número de bajas era muy alto para tratarse de una guerra de trincheras. El pesimismo volvía a todo el mundo supersticioso, y yo me sorprendía cuando creía ver presagios en las cosas más banales.

El sargento Smith, mi subordinado directo, me contó una vez una historia sobre el oficial que había mandado el pelotón antes que yo.

—Era un caballero agradable, señor, pero de lo más excéntrico. Precisamente antes del combate de la Rué de Bois, me dijo: «A propósito, sargento, sé que mañana me van a matar, y se también que usted va a salvar la vida. Hágame el favor de enviar mis cosas a mis familiares. Encontrará usted su dirección en mí agenda. Allí encontrará también quinientos francos. Ahora recuerde esto, sargento Smith, quédese con cien francos, y divida el resto entre los muchachos que sobrevivan». También me dijo: «Envíe también mi agenda con el resto de las cosas, pero por amor de Dios, queme mi diario. Nadie debe leerlo. Recibiré un balazo aquí», me dijo, señalándome la frente. Y así sucedió. Recibió una bala en la frente. Envié sus propiedades a sus padres, dividí el dinero y quemé el diario.

Cierto día, caminando por una trinchera en Cambrin, me lancé de pronto cuerpo a tierra; un segundo después un obús del 11 pasó volando sobre mí, exactamente en el sitio donde había estado mi cabeza. El sargento, que caminaba unos pasos delante de mí, se volvió y dijo:

—¿Lo han matado, sargento?

El obús lo habían disparado desde una batería cerca de la granja de Les Briques, a unos mil metros de distancia, de modo que debí haber reaccionado simultáneamente con el disparo del cañón. ¿Cómo pude saber que aquel proyectil iba dirigido a mí?

En Béthune vi el fantasma del soldado Challoner, que había estado en Lancaster conmigo, y también en la compañía F en Wrexham. Cuando lo incorporaron al Primer Batallón, me tendió la mano y me dijo:

—Nos volveremos a ver de nuevo en Francia, señor.

En junio le vi pasar por el campamento de la Compañía C, cuando celebrábamos nuestro retorno sanos y salvos de Cuinchy… patatas nuevas, pescado, guisantes, espárragos, chuletas de cordero, fresas con crema, y tres botellas de Pommard. El soldado Challoner se asomó por la ventana, saludó y se marchó. Era imposible confundirlo, así como a su gorro con insignias, sin embargo, ningún batallón de los Reales de Gales había acampado en esas fechas en varias millas a la redonda de Bathune. Di un salto, me asomé por la ventana, y no vi nada salvo una colilla humeante en el pavimento. Challoner había muerto en Festubert en mayo.

En el sector de Cambrin-Cuinchy se minaba constantemente el terreno. Teníamos a cada instante la impresión de que volaríamos por los aires. Un oficial que tenía a su mando una compañía zapadores ganó la Cruz de la Reina Victoria mientras estábaos allí. Comenzó desarrollando un duelo subterráneo. Cuando los alemanes comenzaron a perforar, él inmediatamente empezó a cavar un túnel debajo de ellos. Se trataba de saber quién terminaría antes. Fue él quien ganó. Pero cuando hizo explotar desde su trinchera la mina que había colocado, por medio de un cable eléctrico, no ocurrió nada. Así que volvió a atravesar un túnel, cambió el detonador, y volvió, precisamente un momento antes de que los alemanes hicieran explotar la suya. La víspera yo había visitado la parte superior, que pasaba unos seis metros por debajo de las líneas alemanas. Al final de la galería me encontré con un minero galés que estaba de centinela, un soldado de nuestro propio batallón que había sido transferido a los Ingenieros Reales. Me advirtió que debía guardar silencio. Podía oír perfectamente a los trabajadores alemanes cavar en alguna parte encima de nosotros. El soldado murmuró:

—Mientras trabajen no tengo por qué preocuparme. ¡Lo grave será cuando dejen de hacerlo! Pasaba su turno de dos horas metido en aquel boquete leyendo un libro a la luz de una vela. El oficial de zapadores me había dicho que permitía que sus hombres leyeran y que aquello no interfería en la guardia. El libro era una novela rosa titulada La molinera que llegó a ser duquesa. A propósito, era bien sabido que los zapadores eran bandidos notorios. Robaban objetos de las trincheras y corrían a esconderlos en sus madrigueras; exactamente igual que si fueran ratones.

Después de un período especialmente peligroso en las trincheras, recibí una carta con malas noticias de Charterhouse. Las malas noticias de casa podían afectar a un soldado de dos maneras. Podían inducirlo al suicidio (o a una temeridad que equivalía al suicidio), o bien podían parecer triviales en comparación con las experiencias del momento y provocar hasta la risa del soldado. Pero, a menos que estuviera a punto de obtener un permiso, no podía hacer nada que remediara la situación. Un año más tarde, en el mismo sector, un oficial del Regimiento Nortn Staffordshire se enteró de que su mujer estaba viviendo con otro hombre. Esa noche salió a un combate y no volvió. Se creyó que había muerto o lo habían capturado. Dos días después fue arrestado en Béthune, al tratar de abordar un tren; se había propuesto regresar a su casa y matar a su mujer y al amante. Los oficiales que lo juzgaron en un Consejo de Guerra por desertar, se contentaron con degradarlo. Fue enviado como soldado raso a otro regimiento. Nunca volví a saber de él.

Las malas noticias me llegaron por medio de uno de mis primos que estaba aún en Charterhouse. Me decía que Dick no era el muchacho inocente que yo creía sino que se portaba de la peor manera que se podía imaginar. Recordé que mi primo me guardaba rencor y decidí que aquél debía ser un cruel acto de venganza. Las cartas de Dick habían sido lo único que había logrado sostenerme en aquellos meses cuando sentía que mi ánimo decaía; me escribía todas las semanas; sus cartas trataban fundamentalmente de poesía. Eran algo sólido y limpio para anteponerlo a la precariedad de la vida de trincheras y a la sordidez de los campamentos. Yo había vuelto a Béthune. Dos oficiales de otra compañía me acababan de contar que habían dormido en una misma habitación con una mujer y su hija. Se habían jugado a cara o cruz a la madre, porque la hija no era más que «una cosita amarillenta y flaca como una lagartija». La Bombilla Roja, el burdel del ejército, se hallaba en una esquina de la calle principal. Había visto una cola de ciento cincuenta hombres esperando frente a la puerta, a que les llegara el turno de acostarse con una de las tres mujeres de la casa. Mi ordenanza, que estaba en la cola, me dijo que la tarifa era de diez francos —alrededor de ocho chelines de aquella época—. Cada mujer se acostaba por lo menos con un batallón a la semana, mientras resistía. Según el asistente del mariscal aprovisionador, resistían por lo general unas tres semanas, y «después se retiraban con sus ahorros, pálidas pero orgullosas».

Constantemente yo era objeto de bromas porque no me acostaba ni siquiera con las muchachas más agraciadas; y me excusaba, no por razones de moral o fingiendo ser demasiado exigente, sino del único modo que ellos podían entender: les decía que no quería contraer la sífilis. Buena parte de la conversación en los cuarteles tenía por tema el comportamiento de las francesas en la cania.

—Era muy agradable y muy experta. Pero cuando le dije: S’il vous plait, ôtes-toi la chemise, ma chérie, ella se negó. Me dijo. Oh, no-non, mon lieutenant. Ce n’est pas convenable.

Me sentí mejor cuando volvimos a las trincheras. Allí encontré una taita de Dick más o menos tranquilizadora. Me decía que mi primo nos guardaba a él y a mí un rencor especial, y admitía que se había estado divirtiendo de una manera un poco estúpida, pero que no había ocurrido nada malo. Decía, en fin, estar sinceramente arrepentido y prometía dejar de hacerlo en beneficio de nuestra amistad.

A finales de julio, Robertson, uno de los oficiales de los Reales de Gales transferido al Regimiento Galés, y yo, recibimos órdenes de dirigirnos al sector de Laventie. Allí debíamos incorporarnos al Segundo Batallón de los Fusileros Reales de Gales. A Frank Jones-Bateman y Hammcr Jones, dos de los nuestros, se les incorporó al Primer Batallón. Los otros dos de nuestro grupo de seis habían vuelto a Inglaterra: McLellan, enfermo, y Watkin, con heridas producidas por trozos de metralla que lo dejaron inválido. Nos dolía tener que abandonar a los soldados; todos se reunieron a nuestro alrededor para estrecharnos las manos y desearnos suerte. No nos agradaba la idea de comenzar desde el principio, con una nueva compañía y nuevas costumbres de regimiento. Robertson y yo convinimos en disfrutar del viaje todo lo posible. Laventie se encontraba a sólo veintisiete kilómetros de allí, pero habíamos recibido órdenes de «viajar en tren»; un coche militar nos condujo a Béthune. Le preguntamos al oficial de transportes encargado de la estación qué trenes salían hacia Laventie. Nos dijo que uno estaba a punto de salir; decidimos perderlo. El siguiente tren salía al otro día, de manera que pasamos la noche en el Hotel de la France, donde el príncipe de Gales, entonces teniente del regimiento Cuadragésimo Siege Battery, se alojaba algunas veces. No estaba allí. Yo había hablado con él en una ocasión, en los baños públicos de Béthune, una mañana en que él y yo éramos los únicos clientes. Por completo desnudos había comentado con gracia que el agua estaba cabronamente fría; y yo lealmente afirmé que tenía toda la cabrona razón del mundo. Teníamos el cuerpo morado de frío y después de la ducha hicimos algunos ejercicios en la barra. En son de broma le dije a Frank Jones-Bateman:

—Me acabo de encontrar a nuestro futuro rey en los baños.

Hank dijo:

—Yo lo he conocido en un lugar mejor. Hace un par de días conversé amistosamente con él en las letrinas del servicio de inrendencia.

El lugar favorito del príncipe era el Globe, un café situado en la plaza del Mercado de Béthune reservado a oficiales británicos y a civiles franceses. En una ocasión lo oí quejarse con indignación porque el general French se negaba a enviarlo al frente.

Al día siguiente, Robertson y yo tomamos el tren. Nos llevó a un punto de enlace, cuyo nombre he olvidado, donde pasamos un día de excursión por el campo. No había otro tren hasta el día siguiente, en que llegamos a Berguette, un centro ferroviario, a varios kilómetros de distancia de Laventie. Allí nos esperaba un coche militar en respuesta a un telegrama que habíamos enviado. Al fin, llegamos al Cuartel General del batallón instalado en la parte superior de la calle principal de Laventie. Habíamos tardado cincuenta y cuatro horas en cubrir veintisiete kilómetros. Saludamos al capitán con un saludo marcial, le dimos nuestros nombres, y le dijimos que éramos oficiales del Tercer Batallón que volvíamos a incorporarnos al regimiento. No nos tendió la mano, ni nos ofreció una bebida, ni dijo una palabra de bienvenida.

—Ya veo —dijo secamente—. Bueno, ¿cuál de ustedes es mayor? Oh, de cualquier inanera no tiene importancia. Ya le darán ustedes los detalles al sargento del regimiento. Díganle que coloque al mayor en la Compañía A y al otro en la Compañía B.

El sargento tomó nota de nuestras generalidades y me presentó a Hilary Drake-Brockman, un joven subteniente de la Compañía A, a la cual yo había sido adscrito. Era un reservista especial del Regimiento Rápido Surrey, conocido por todos con el nombre despectivo de el nombre de Surrey. Me llevó al cuartel de la compañía. Cuando estuvimos lejos del Cuartel General le Pregunté:

—¿Qué le ocurre al capitán? ¿Por qué no nos dio la mano ni nos saludó decentemente?

El hombre de Surrey dijo:

—Bueno, éste es su regimiento, no el mío. Aquí todos son así. Debe comprender que éste es uno de los cuatro únicos batallones regulares de infantería en Francia que ha logrado permanecer más o menos intacto desde el principio. Ésta es la Brigada Decimonovena, la más afortunada de Francia. Nunca se la ha incorporado de manera permanente a ninguna división particular: se la utiliza más bien como reserva del ejército y se la envía donde alguna otra necesita un apoyo urgente. Eso explica por qué, si se exceptúa la retirada general en que perdió casi una compañía, y en Fromelles, donde perdió la mitad de otra, prácticamente no ha sufrido ningún daño. Más de doscientos de los heridos se han vuelto a incorporar desde entonces. Todos los comandantes de la compañía son militares de carrera, igual que los suboficiales. La costumbre imperante en tiempo de paz de hacer caso omiso a los oficiales recién incorporados sigue más o menos vigente aquí durante los primeros seis meses. Es bastante duro para los muchachos de Sandhurst; y todavía peor para los reservistas especiales, como usted y Rugg y Robertson, pero todavía peor para elementos ajenos al regimiento, como yo.

Descendíamos por aquella calle. Los soldados sentados en el umbral de las puertas saltaban por todas partes a medida que pasábamos y nos saludaban con mirada fija y glacial. Eran muchachos de aspecto magnífico. Sus uniformes eran impecables, todas las piezas eran de un caqui pálido, y los botones e insignias de las gorras resplandecían. Llegamos a los cuarteles generales de la compañía, donde me presenté al comandante de mi compañía, el capitán G. O. Thomas. Era un militar de carrera con diecisiete años de servicio, un célebre jugador de polo y un magnífico soldado. Éste es el orden descriptivo que él hubiese preferido. Nos estrechó la mano sin pronunciar una palabra, me indicó una silla, me ofreció un cigarrillo y continuó escribiendo su carta. Después me di cuenta de que la A era la mejor compañía que podía haberme tocado.

El hombre de Surrey me pidió que le ayudara a censurar algunas cartas de la compañía antes de dirigirme a la cantina del batallón a almorzar; los soldados estaban culturalmente más preparados que los del Regimiento Galés, pero también eran menos imaginativos. Cuando íbamos a la cantina me preguntó si había estado antes en Francia.

—Estuve incorporado —le respondí— en el Segundo Regimiento Galés durante tres meses; tuve a mis órdenes una compañía durante ese tiempo.

—¿De verdad? Bueno, le aconsejo que no diga nada sobre eso; así no serán demasiado exigentes. Nos tratan como basura; pero será peor para usted que para mí porque usted es ya un teniente. Lo pagarán; les parecerá que es demasiado grado para tan poco tiempo de servicio. Hay aquí un teniente que lleva seis años de servicio, y varios subtenientes que han estado desde el otoño pasado. Dos capitanes de las Reservas Especiales han sido impuestos al batallón; los oficiales más viejos están tratando de deshacerse de ellos de una manera u otra. Los oficiales viejos son bestiales. Si abres la boca o haces el menor ruido en la cantina, se te echan encima. Sólo los oficiales a partir del grado de capitán tienen permiso para beber whisky o tocar el gramófono. Nosotros debemos mantenernos en silencio absoluto y hacer todo lo posible por parecer muebles. Igual exactamente que en tiempos de paz. Los precios en la cantina son muy altos; la cantina estaba endeudada en Quetta el año pasado, de modo que ahora ahorran mucho para pagar esa cuenta. En realidad, con el dinero que tenemos no podemos conseguir más que raciones ordinarias, y nunca nos está permitido beber whisky. Disponemos hasta de un campo de polo. El otro día hubo un partido de polo entre el Primer y el Segundo Batallón. El Primero perdió sus mejores caballos en octubre en la batalla de Ypres. De modo que el Segundo pudo ganar con facilidad. ¿Monta usted? ¿No muy bien? bueno, todo aquel subalterno que no monte como los dioses debe hacer cursos de equitación por las tardes mientras estemos acantonados aquí. Nuestra vida se transforma en un infierno. Dos de los nuestros han ido a esos cursos durante cuatro meses y aún no los dejan en paz. Nos hacen trotar todo el tiempo alrededor del campo, con los estribos cruzados, y con sillas de carga y no de montar. Ayer nos llamaron de pronto sin darnos siquiera tiempo de ponernos pantalones de montar. A propósito, ¿ha advertido usted que lodo el mundo lleva aquí pantalones corros? Es una orden del regimiento. El batallón considera que está aún en la India. Los soldados tratan a los civiles como si fueran negros, los golpean, les hablan en indostaní. A veces acabo por reírme. Bueno, con una sucia silla de carga, las rodillas desnudas, los estribos cruzados y un caballo salvaje que los soldados les han requisado a los franceses, paso un tiempo del demonio. El coronel, el comandante y el oficial de transportes permanecen en las cuatro esquinas de la arena y azuzan a los caballos cuando pasan frente a ellos. Me he caído ya dos veces, y me he enfadado tanto que en una ocasión casi decidí montar sobre el comandante. Lo gracioso es que ellos ni siquiera perciben que nos están tratando mal… lo único que se les ocurre es que se nos honra con servir en su regimiento. Así que lo mejor es fingir que a uno no le importa lo que hagan o digan.

Yo protesté:

—Pero todo esto es pueril. ¿Estamos o no en tiempo de guerra?

—El Real de Gales no lo reconoce socialmente —respondió—. Aun en las trincheras es preferible estar con este batallón que con cualquier otro que yo conozca. Los oficiales saben cumplir con su deber, diga uno lo que quiera de ellos, y los suboficiales son también de absoluta confianza.

Una de las peculiaridades del Segundo Batallón era la de tener una cantina de batallón en vez de distintas cantinas según las compañías: otra supervivencia de los tiempos de paz. El hombre de Surrey me dijo con amargura:

—Se supone que es para estimular las relaciones sociales.

Fuimos juntos al gran cháteau cerca de la iglesia. Unos quince oficiales de distintos rangos estaban sentados en sillones leyendo los periódicos ilustrados de la semana o, por lo menos los más viejos, conversando en voz queda. Al llegar a la puerta dije:

—Buenos días, caballeros —es el saludo que todo nuevo oficial debe hacer al llegar a la cantina. No obtuve respuesta. Todos me miraron con curiosidad. El silencio que mi entrada produjo lo rompió poco después el gramófono, que comenzó a canturrear:

Apenas hace un año nos casamos

y ya hemos obtenido la más dulce,

y ya hemos obtenido la más pura y

ya hemos obtenido la más rica

estufa de petróleo.

Encontré una silla al fondo de la sala y tomé un ejemplar de The Field. La puerta se abrió súbitamente, y entró por ella un teniente coronel con la cara roja y una mirada de basilisco.

—¿Quién diablos ha puesto ese disco? —gritó—. Debe de haber sido uno de esos malditos oficiales nuevos, me imagino. Que lo quite alguien inmediatamente. Me pone enfermo. Pongan verdadera música. Oigamos El Angelus.

Dos subalternos se levantaron, apagaron el gramófono y luego pusieron El Angelus. El joven capitán que había puesto Un año de casados se encogió de hombros y se puso a leer; las otras caras del salón habían permanecido impávidas.

—¿Quién es? —le pregunté en un murmullo al hombre de Surrey.

—Le llaman ¡Fuera de aquí! —murmuró—; es el segundo comandanie.

Antes de que terminara el disco, se abrió la puerta y entró el coronel. ¡Fuera de aquí! reapareció con él. Todo el mundo se puso de pie y saludó al unísono:

—¡Buenos días, señor! —aquélla era su primera aparición del día.

En vez de devolver nuestro leal saludo y pedir que nos sentásemos, se volvió desdeñosamente al gramófono y exclamó:

¿Quién diablos pone este maldito Angelus cada vez que entro en la cantina? Por amor de Dios, poned algo más alegre para variar. —Con sus propias manos, quitó el Angelus del gramófono y puso Un año de casados. En ese momento el gong indicó que era la hora del almuerzo y abandonó la tarea.

Nos dirigimos a la habitación contigua, un salón de baile con espejos y un plafón decorado, y tomamos asiento en una larga y elegante mesa. Los oficiales más ancianos se sentaron en un extremo, los más jóvenes trataron de conseguir asiento lo más lejos posible de ellos. Para mi desgracia, yo obtuve un asiento en una esquina de la mesa, frente al coronel, el capitán y ¡Fuera de aquí! Permanecí en mi asiento sin que nadie me dirigiera una palabra, excepción hecha de algunos murmullos para pedir la sal o la cerveza, una cerveza francesa con muy poco cuerpo. Robertson, que no había sido prevenido, le pidió whisky al camarero.

—Lo siento, señor —le respondió el camarero—, pero tenemos órdenes de no servir whisky a los jóvenes.

Robertson era un hombre de cuarenta y dos años, un abogado con sólida clientela; había lanzado el año anterior su candidatura al parlamento por el distrito de Yarmouth.

Vi la mirada que nos dirigió ¡Fuera de aquí!, y me concentré en la carne y las patatas.

Entonces le preguntó al capitán:

—Charlie, ¿quiénes son esos tipos tan graciosos que se han sentado a nuestra mesa?

—Llegaron esta mañana, enviados por la milicia. Responden a los nombres de Robertson y Graves.

—¿Quién es quién? —preguntó.

—Yo soy Robertson, señor.

—No le estoy dirigiendo a usted la palabra.

Robertson carraspeó, pero no dijo nada. Entonces ¡Fuera de aquí! advirtió algo.

—El otro parece haberse vestido de un modo extraño —me miró y me preguntó en voz alta—: Eh, usted. ¿Por qué diablos lleva las estrellas en el hombro en vez de llevarlas en la manga?

Yo tenía la boca llena, y todas las miradas estaban fijas mí. Tragué el bocado de carne y dije:

—En el Regimiento Galés, señor, llevábamos las estrellas en los hombros. Yo creí que lo normal sería llevarlas así mientras estuviésemos en Francia.

El coronel se volvió hacia el comandante con expresión de asombro.

—¿Qué es lo que dice ese hombre sobre el Regimiento Galés? —y luego volvió a dirigirse a mí, para añadir—: Tan pronto como termine de comer diríjase al sastre, y preséntese en la Sala de Ordenanzas en cuanto esté usted convenientemente vestido.

En una dura lucha entre el resentimiento y la lealtad al regimiento, el resentimiento logró imponerse. Dije para mis adentros: «¡Malditos esnobs, los sobreviviré a todos. Llegará el día en que ninguno de ustedes estará en el batallón para recordar este almuerzo en Laventie!».

Esa misma noche partimos para las trincheras. Eran trincheras poco profundas, porque en cualquier parte donde se cavaba brotaba el agua a menos de un metro de profundidad; se habían construido bardas y parapetos de la altura de un hombre. Mi pelotón me pareció seco y reservado. Ni siquiera durante las guardias nocturnas los centinelas hablaban confidencialmente sobre ellos y sus familias, como los de mi pelotón del Regimiento Galés. Townsend, el sargento del pelotón, era un ex policía que estaba en la reserva cuando estalló la guerra. Manejaba a sus soldados más que dirigirlos. La Compañía A ocupaba la esquina de La Bombilla Roja; la trinchera de la primera línea se interrumpía poco antes de ese sitio y volvió a comenzar un poco más allá a la derecha, detrás de una zona pantanosa. El farol rojo pendía en la esquina, invisible para el enemigo; por la noche servía de señal a la compañía que teníamos detrás, a nuestra derecha, para que no disparara sobre nosotros. Todas las faenas se hacían en silencio, y con una eficacia militar desconocida en el Regimiento Galés.

Durante esa primera noche, el capitán Thomas me preguntó si me gustaría salir a hacer una ronda. Era la costumbre del regimiento probar de esa manera a los nuevos oficiales, y ninguno se atrevía a negarse. Durante toda mi estancia en el Regimiento Galés nunca había salido a tierra de nadie, ni siquiera para revisar las alambradas; esa labor estaba reservada a los oficiales del batallón de comunicaciones y a los hombres de los Ingenieros Reales. Las veces que Hewitt, el oficial a cargo de los cañones del Galés, salía de patrulla, nosotros considerábamos aquella actitud como suicida. Pero ambos batallones de los Fusileros Reales de Gales consideraban una cuestión de honor dominar la tierra de nadie desde el anochecer hasta el alba. No había una sola noche en Laventie que no oyera uno en las trincheras la orden: «¡Patrulla de oficiales dispuesta a salir, a formar!». Recibí instrucciones de verificar si un nido de ametralladoras alemán estaba ocupado por la noche.

El sargento Townsend y yo salimos de la esquina de La Bombilla Roja a eso de las diez de la noche; ambos provistos de pistolas. Les habíamos cortado la punta a nuestros calcetines, y nos los habíamos subido por encima de las rodillas desnudas, para impedir que nos vieran en la oscuridad y así facilitar el rastreo. No era posible avanzar a gatas, debíamos arrastrarnos sobre el vientre por el terreno. Después de cada movimiento nos deteníamos y observábamos durante unos diez minutos. Dejamos atrás nuestras posiciones y seguimos por el cauce seco de un arroyo: los uniformes se desgarraban con las púas de las alambradas. Observábamos la oscuridad con tal atención que todo parecía dar vueltas alrededor de nosotros. Fn una ocasión aparté horrorizado los dedos del sitio donde los había colocado: un viejo cadáver putrefacto. Nos dábamos codazos uno al otro rápidamente y, con el corazón latiendo de ansiedad, al menor ruido nos arrastrábamos, observábamos, nos arrastrábamos, simulábamos ser cadáveres cada vez que notábamos encima las luces de los faros enemigos, y volvíamos a arrastrarnos, a observar, a arrastrarnos. Un oficial del Segundo Batallón, que volvió a visitar las trincheras de Laventie una vez terminada la guerra, me decía el otro día cuán ridiculamente pequeña era la extensión de la tierra de nadie comparada con lo inmenso que parecía durante las penosas patrullas que había tenido que efectuar entonces.

—Era como comparar el tamaño real de una cavidad dental con el abismo que percibe la lengua.

Encontramos un agujero en las alambradas alemanas y llegados a acercarnos a unos cinco metros del nido de ametralladoras. Esperamos durante veinte minutos a que algún ruido nos indicara si estaba ocupado. Luego le hice una señal con un codo al sargento Towiiserid y, revólver en mano, nos arrastramos rápidamente y nos asomamos al nido. Tendría un metro de profundidad y estaba vacío. En el suelo había unos cuantos cartuchos vacíos, y una cesta de mimbre que contenía algo largo, redondo y terso, dos veces más grande que una pelota de fútbol. Con extremado cuidado cogí una y comencé a reconocerla con el tacto en la oscuridad. Temía que pudiera tratarse de una especie de máquina infernal. Tuve el valor de cargar con ella: pensaba que podía tratarse de uno de esos cilindros alemanes de gas de los que tanto habíamos oído hablar.

Volvimos a nuestra trinchera después de hacer un viaje de tal vez doscientos metros en más de dos horas. Los centinelas pasaron la voz de que habíamos regresado. Nuestro botín resultó ser un recipiente de cristal lleno de un líquido amarillento. Se envió al cuartel general del batallón, y de allí a los oficiales del servicio de inteligencia de la División. Todo el mundo parecía interesarse por aquel recipiente. La teoría era que contenía un producto químico destinado a humedecer las máscaras de gas; pero también podía ser perfectamente una botella de vino de la región mezclado con agua de lluvia. Nunca supe cuál fue el informe oficial. Sin embargo el coronel le dijo al capitán Thomas, en presencia del hombre de Surrey:

—Este nuevo muchacho parece tener más valor que los demás.

Después de aquella primera experiencia, salí de patrulla bastante a menudo, advirtiendo que lo único que se respetaba en los oficiales jóvenes era el valor personal. Por otra parte, había llegado a la conclusión de que la única manera de sobrevivir hasta el final de la guerra era gracias a una herida, y el mejor modo de que le hiriesen era por la noche y al aire libre, con todo el cuerpo expuesto a los soldados que disparaban en la oscuridad. También era mejor que te hirieran a la hora en que no había demasiada afluencia en los puestos de socorro, y en que las zonas de retaguardia no estaban siendo violentamente bombardeadas. Sí, lo mejor sería que te hiriesen allí, en una patrulla nocturna, en un sector relativamente tranquilo. Uno podía arrastrarse hasta llegar a un cráter abierto por las bombas y esperar la llegada del socorro.

De cualquier manera, las operaciones de patrulla tenían sus riesgos específicos. Si una patrulla alemana encontraba a un hombre herido era casi seguro que lo degollaba. El puñal era el arma favorita de las patrullas alemanas debido al silencio. (Nosotros nos inclinábamos más por la cachiporra). La información más importante que una patrulla podía obtener era a qué regimiento y división pertenecían las tropas del lado opuesto. Así, si resultaba imposible arrastrar a un enemigo herido a nuestras trincheras, debíamos despojarlo de sus insignias. Para hacer eso rápida y eficazmente había que cortarle el cuello primero o destrozarle el cráneo.

Sir Pyers Mostyn, teniente del Real Galés, que a menudo salía de patrulla en Laventie, tuvo que combatir una vez con una patrulla alemana que inspeccionaba el flanco izquierdo de nuestro batallón. Nuestras propias patrullas se componían por lo general de un oficial y de uno o dos soldados como mucho. Las patrullas alemanas consistían en seis o siete soldados comandados por un suboficial. A los oficiales alemanes no les interesaba, como decía uno de nuestros ordenanzas «comprar un perro para ponerse a ladrar en su lugar»; así que dejaban todo lo que podían en manos de los suboficiales. Una noche, Mostyn descubrió a sus adversarios; se había puesto de rodillas para lanzarles una granada de percusión, cuando ellos abrieron fuego y te hirieron en un brazo, que instantáneamente quedó inutilizado. Logró detener la granada antes de que cayera al suelo y la arrojó con la mano izquierda; en medio de la confusión que se produjo, pudo volver a la trinchera.

Como todos los demás, yo tenía una fórmula personal para aceptar los riesgos. En principio, debíamos afrontar todos los riesgos, aun la certeza de la muerte, para salvar la vida de los demás o para mantener una posición importante. Para salvar una vida humana, debíamos correr uno de cada cinco riesgos, por así decirlo, especialmente si nuestro objetivo era más importante que el de debilitar el potencial humano del enemigo, por ejemplo, liquidar un puesto de ametralladoras, o asegurarnos la supremacía de tiro en las trincheras donde las líneas se acercaban peligrosamente. Sólo en una ocasión me abstuve de disparar contra un alemán, y eso fue en Cuinchy, unas tres semanas después de mi incorporación al regimiento. Se me había encargado ametrallar al enemigo desde un punto oculto en las líneas de apoyo, donde habíamos instalado un nido de ametralladoras. De pronto vi a un alemán, por los prismáticos, a unos setecientos metros de distancia. Se estaba bañando en la tercera línea. Me desagradó la idea de disparar contra un hombre desnudo, así que pasé el rifle al sargento que estaba a mi lado.

—Tome esto —le dije—. Usted tiene mucha mejor puntería que yo. —Le disparó, pero yo ya me había retirado para no ver el espectáculo.

Había cierto desacuerdo en lo que se refería a salvar la vida de enemigos heridos; la costumbre variaba según la división. Algunas divisiones, como la de los canadienses, y una de territoriales del Lowland, que pretendían vengar algunas atrocidades, no solamente no corrían ningún riesgo para rescatar a los enemigos heridos, sino que salían de sus trincheras para acabar con ellos. El Real Galés era un regimiento de caballeros: a veces se consideraba justificado correr un riesgo entre veinticinco para rescatar a un alemán herido. Un factor importante para calcular los riesgos era nuestra condición física. Cuando estábamos exhaustos y necesitábamos llegar rápidamente de un punto de las trincheras a otro sin sufrir un colapso, acortábamos la distancia arrastrándonos por la tierra de nadie, siempre y cuando el enemigo no se hallara a menos de cuatrocientos o quinientos metros. Cuando teníamos prisa corríamos un riesgo de cada doscientos; cuando estábamos muertos de fatiga, uno de cada cincuenta. En los batallones donde la moral había decaído, no era raro que se corriera, por desesperación o por fatiga, mío de cada cincuenta riesgos. El Galés les reprochaba a los Munsters de la Primera División «dilapidar inútilmente las vidas de sus soldados», por no proteger suficientemente las líneas de reserva. En ningún momento de la guerra llegamos a creer que las hostilidades pudieran continuar más de nueve meses o un año, así que valía la pena tener cuidado; podíamos tener la suerte de llegar hasta el final absolutamente intactos.

El Segundo Real Galés, a diferencia del Real Galés, se consideraba más capacitado que los alemanes para la guerra de trincheras. En lo referente al Real Galés no se trataba de cobardía sino de modestia. Y en lo que respecta al Segundo Real Galés no era jactancia sino valor; tan pronto como llegaban a un nuevo sector insistían en conseguir la supremacía de tiro. Lo primero que hacían era recabar de las tropas a las que relevaban toda la información posible sobre los cañones enemigos, ametralladoras y patrullas, e inmediatamente comenzaban a reducir tales elementos, uno a uno. En primer lugar las ametralladoras. Tan pronto como una ametralladora abría fuego por la noche sobre un determinado punto de la trinchera, todos los soldados del pelotón más alejado de la línea de fuego respondían con una ráfaga de cinco disparos. Por lo general, la ametralladora cesaba bruscamente y no volvía a comenzar a disparar hasta uno o dos minutos después. Una ráfaga de cinco balas volvía a responderle. Hasta que el alemán abandonaba la partida.

En el Galés muy rara vez se respondía a una ametralladora. Y si se hacía, no era con un fuego organizado, que comenzara y terminara al unísono, sino como una forma de protesta confusa y desordenada que recorría toda la línea. En el Real Galés casi nunca se disparaba de noche, con excepción de ese fuego organizado contra las ametralladoras, o sobre un centinela enemigo, o sobre una patrulla que estuviera lo suficientemente cerca de las trincheras para podérsela reconocer como mía patrulla alemana. En todos los demás batallones que encontré en Francia, se disparaba constantemente, los centinelas querían demostrar su odio contra la guerra. El Real Galés usaba muy rara vez las bengalas, salvo para transmitir a nuestras patrullas la orden de replegarse.

Una vez las ametralladoras enemigas habían quedado desalentadas, nuestras patrullas salían con bombas a proclamar la posesión de la tierra de nadie. A la mañana siguiente, al alba, comen/aba la lucha que debía decidir la supremacía de los fusileros. Los alemanes contaban con tiradores excelentes, que habían aprendido a camuflarse en el regimiento. Una vez, en Cuinchy, vi cómo mataban a uno que había disparado durante codo el día desde un cráter de obús, entre las trincheras. Llevaba una especie de capa cubierta de hierba artificial, la cara pintada de verde y marrón, y el rifle teñido también de verde. Un buen número de cartuchos vacíos yacían a su lado, y su gorro tenía una insignia especial con una hoja de encina. Pocos de nuestros batallones lograban dominar la situación con respecto a los tiradores. Los alemanes tenían la ventaja de contar con muchísimas más miras telescópicas que nosotros, y con nidos de tiro blindados. Su táctica consistía en mantener a sus tiradores apostados durante meses en el mismo sector hasta que conocían todos los puntos de tiro de nuestras trincheras, así como las zonas en que éstas eran menos profundas, los terrenos que nuestros grupos de abastecimiento utilizaban por las noches; y todos los demás detalles; mucho mejor de lo que nosotros lográbamos saber sobre ellos. Los fusileros británicos cambiaban de trincheras con sus batallones, cada una o dos semanas, y nunca tenían suficiente tiempo para familiarizarse con el territorio de las trincheras alemanas. Pero al menos nosotros contábamos con liquidar a los tiradores no profesionales. Más tarde nos proporcionaron un fusil de elefantes, que podía perforar los nidos de ametralladoras del enemigo; y cuando no llegábamos a localizar con precisión el nido de un fusilero persistente, tratábamos de liquidarlo por medio de una salva de granadas, o incluso echando mano de la artillería.

Nos asombraba que cuando a un tirador se le había localizado y matado, al día siguiente otro tirador comenzaba a disparar desde la misma posición. Los alemanes posiblemente nos subestimaban y consideraban aquella pérdida como un simple accidente. La complacencia que mostraban los demás batallones al Permitir el avance de los tiradores alemanes sobre el campo nos ayudaba; los tiradores enemigos, incluso los profesionales, se exponían a menudo innecesariamente. Contábamos con una ventaja que ni el avance ni la retirada del enemigo nos podía arrebatar: estábamos siempre más o menos orientados hacia el este. El sol nacía detrás de las líneas alemanas, y ellos no podían advertir que durante algunos minutos pudiésemos verlos, mientras nosotros, en cambio, seguíamos siendo invisibles. Los equipos alemanes que por la noche trabajaban en las alambradas, a menudo permanecían fuera de las trincheras demasiado tiempo, y nosotros podíamos abatir uno o dos hombres cuando regresaban; los crepúsculos vespertinos, en cambio, estaban en nuestra contra; pero el anochecer es siempre un momento menos crítico. Por la noche, nuestros centinelas tenían órdenes de permanecer con la cabeza y los hombros sobre los parapetos, y con los rifles listos para disparar. Esto me sorprendió en un principio, pero implicaba mayor vigilancia y mayor seguridad durante las guardias. Las ametralladoras enemigas disparaban siempre a ras del parapeto, y por eso el centinela corría menos riesgo si era herido en el pecho o en los hombros que en la frente. Las balas perdidas por la noche constituían un riesgo menor, y por eso aquella táctica era la más segura. En ciertos batallones que no insistían en aquella regla, los centinelas sólo se asomaban de vez en cuando por encima de los parapetos, lo que permitía a las patrullas enemigas acercarse hasta las alambradas inglesas sin ser vistas, arrojar unas cuantas bombas y regresar con toda seguridad a sus trincheras. En el Real Galés, el control de las alambradas se convertía en responsabilidad de la compañía a la que protegían. Una de nuestras primeras acciones cuando llegábamos a una trinchera era inspeccionarla y repararla. Trabajamos mucho en las alambradas.

El capitán Thomas era un hombre extraordinariamente silencioso, pero no por altivez sino por timidez. Su conversación se limitaba a emitir algunos síes y noes. Nunca nos hizo, a sus subalternos, ninguna confidencia sobre los asuntos de la compañía, y a nosotros no nos gustaba preguntarle demasiado. Por las noches hacía rigurosamente sus guardias, lo que era frecuente en los demás comandantes de la compañía. Compartíamos sus provisiones, enviadas cada semana por Fortum y Masón; cuando estábamos en las trincheras comíamos divididos en compañías. Muestro único reproche era que ¡Fuera de aquí!, que poseía un paladar muy exigente, pasaba más tiempo del conveniente en el comedor de nuestra compañía. Su presencia nos cohibía. En esa época Thomas recibió permiso para volver a Inglaterra. Accidentalmente, me enteré de su actitud en la patria. Había caminado por el West End en traje de civil, estupefacto ante el militarismo recalcitrante que encontraba en todas partes. Para estar en consonancia con su atavío, saludaba de una manera deliberadamente torpe a los subtenientes recién ingresados en el ejército, y se quitaba el sombrero ante coroneles y generales retirados, una broma privada a expensas de la guerra.

Durante mi estancia en Laventie, prefería los días que pasábamos en trincheras; la vida de acuartelamiento en la población significaba tener que asistir a la cantina del batallón, y a la escuela de equitación, que resultó ser mucho peor de lo que el hombre de Surrey me había pronosticado. Las prácticas militares se efectuaban con una minuciosidad y una elegancia dignas del tiempo de paz, especialmente el cambio de guardia diario del batallón, que de vez en cuando yo debía supervisar como oficial. En una ocasión, después de terminar el cambio de guardia y en el momento en que iba a ordenarle a la guardia saliente que rompiera filas, vi a ¡Fuera de aquí! cruzar la calle dirigiéndose del cuartel general de una compañía al otro. Al pasar, le ordené a la guardia que hiciera el saludo reglamentario. Después de esperar medio minuto, di la orden de romper filas. Pero ¡Fuera de aquí! no había entrado en realidad en el edificio; se había escondido en el pórtico. En ese momento se aproximó a nosotros aparentando una gran indignación.

—¡A sus posiciones! ¡Firmes! —vociferó, dirigiéndose a la guardia. Y luego a mí—: ¿Por qué diablos, señor Graves, no solicitó usted mi permiso para retirar la guardia? ¿Ha leído usted las ordenanzas reales? ¿No? ¿Dónde ha aprendido semejantes modales?

Me disculpé, le expliqué que creí que había entrado en el edificio. Eso sólo empeoró las cosas. Me reprochó tratar de discutir con él; luego me preguntó dónde había aprendido a hacer el saludo.

—En el cuartel, señor —le respondí.

—Entonces, señor Graves, aprenda usted a saludar como lo hace el batallón. A partir de mañana va usted a desfilar diariamente antes del desayuno durante un mes bajo la dirección del sargento instructor Evans y a hacer una hora de ejercicios de saludo.

Se dirigió después a la guardia y dio la orden de romper filas. Aquel no era ningún gesto de enemistad personal hacia mí, sino un incidente más del principio general de «templar a los recién llegados», del que participaban conscientemente todos los oficiales de alto grado y con el que pretendían honestamente hacer de nosotros mejores soldados.

Hacía tres semanas que había sido incorporado al Real Galés, cuando la Decimonovena Brigada fue enviada al sur, al sector de Béthune, para llenar un hueco que había dejado en la Segunda División; el hueco se debía a que le habían retirado la brigada de guardias para transferirla a una división de guardias en formación. En nuestra marcha, desfilamos ante lord Kitchener. Según nos dijeron después, Kitchener elogió ante el general de brigada el aspecto marcial del batallón que iba a la cabeza —que era el nuestro—, para luego añadir cínicamente:

—Déjenlos estar una o dos semanas en trincheras y pronto perderán esa elegancia. —Al parecer nos confundía con una formación del Nuevo Ejército.

Las primeras trincheras que ocupamos al llegar fueron las pilas de ladrillos de Cuinchy. Mi compañía ocupó el terreno que bordeaba las márgenes del canal, a unos cuantos centenares de metros a la izquierda del lugar en donde yo había estado con el Regimiento Galés a finales de mayo. Los alemanes que teníamos frente a nosotros trataban de ser amables. Nos enviaron mensajes con sus rifles de granadas. Uno de ellos se dirigía evidentemente al batallón de irlandeses al que habíamos relevado:

«Todos los cabos alemanes les deseamos a los cabos ingleses un buen día y los invitamos esta noche a una buena cena alemana con cerveza y pasteles. El perrito de ustedes vino a vernos y no lo pasa mal; le parecía que no tenía bastante comida con ustedes y por eso se vino a vivir a este lado. Respondan de la misma forma, si les parece bien».

Otra granada contenía un ejemplar del Neueste Nachrichten, un periódico del ejército alemán impreso en Lille, que daba detalles sensacionales sobre las derrotas rusas cerca de Varsovia, con la inmensa captura de prisioneros y armamentos. Pero lo que más nos interesó fue un informe muy detallado de la destrucción de un submarino alemán por buques de guerra ingleses; ningún periódico inglés había obtenido autorización para publicar detalles del hundimiento de submarinos alemanes. Al batallón no le interesaban los triunfos o los reveses de nuestros aliados así como tampoco los orígenes de la guerra. Tampoco tenía ningún sentimiento político respecto a los alemanes. El deber de un soldado inglés era sencillamente combatir contra quienes el rey le ordenaba combatir. Con el rey como coronel del regimiento aquello resultaba todavía más sencillo. La fraternización de la Navidad de 1914 en la que el batallón había sido una de las primeras unidades participantes, se había desarrollado con igual candidez profesional: de ninguna manera se había tratado de una tregua emocional, sino de un lugar común dentro de la tradición militar… un intercambio de cortesía entre los oficiales de ejércitos enemigos.

En Cuinchy proliferaban las ratas. Subían del canal, se alimentaban de los cadáveres que abundaban en los alrededores, y se multiplicaban de una manera alarmante. Mientras estuve allí con el Galés, un nuevo oficial se unió a la compañía y, en señal de bienvenida, recibió un refugio con una cama colchón. Al caer la noche y dirigirse a su cama oyó un ruido extraño, encendió la linterna y descubrió a dos ratas que en la cama se disputaban encarnizadamente una mano. La historia suscitó la hilaridad general.

El coronel exigió que una patrulla hiciera una visita de reconocimiento a un lado de los muros de ladrillos donde la noche anterior habíamos oído ruidos sospechosos, e investigar si se trataba de una brigada de zapadores. Yo me ofrecí para ir. Pero esa noche había una luna llena tan brillante que deslumhraba. Entre nuestras trincheras y las alemanas había una planicie de unos seiscientos metros, interrumpida sólo por los cráteres producidos por las bombas y por ocasionales manojos de hierba. Yo no iba con mi propia compañía, sino que había sido temporalmente cedido a la B, que tenía dos oficiales de licencia. Childe-Freeman, el comandante de la compañía, me dijo:

—¿No saldrá usted a patrullar esta noche, Graves, verdad? La noche está tan brillante como si fuera de día.

—Razón de más para ir —le respondí—. Con toda seguridad no me esperarán. Tenga la amabilidad de disponer todo como de costumbre; que los soldados disparen de vez en cuando, y lance una bengala cada media hora. Si voy con cuidado, los alemanes no me verán.

Mientras cenábamos, derramé nerviosamente una taza de té, y luego rompí un plato; Freeman dijo:

—Mire, voy a telefonear al batallón y a decirles que hay demasiada claridad para que salga usted de patrulla.

Pero yo sabía que si lo hacía, ¡Fuera de aquí! me tacharía de cobarde.

Así que un tal sargento Williams y yo nos pusimos los uniformes para arrastrarnos y salimos por un cráter de obús al lado del camino. Esa noche no teníamos necesidad de esforzarnos para ver. Por el contrario, podíamos ver con demasiada claridad. Nuestro plan era esperar una oportunidad para poder movernos deprisa, detenernos, confiar en la suerte, y volver rápidamente de nuevo a la trinchera. Teníamos planeados nuestros movimientos de agujero en agujero, las oportunidades nos las proporcionarían nuestros artilleros, quienes de cuando en cuando distraerían a los centinelas. Muchos de los cráteres contenían cadáveres de hombres heridos y abandonados allí. Algunos eran esqueletos, completamente devorados por las ratas.

Nos acercamos hasta unos treinta metros de distancia de un numeroso equipo de trabajo alemán, que cavaba una trinchera delante de su primera línea. Entre ellos y nosotros vimos a un grupo de diez hombres que yacían en el suelo envueltos en sus abrigos. Habíamos ido demasiado lejos. Un alemán yacía boca arriba a unos doce metros entonando una melodía. Era el vals de La Viuda alegre. El sargento, que me seguía, me oprimió el pie con la mano y me mostró el revólver. Con un movimiento de cejas me preguntó si disparaba. Le indiqué que no. Dimos la vuelta para regresar. Era difícil no moverse con demasiada rapidez. Habíamos recorrido medio camino, cuando una ametralladora alemana comenzó a disparar a ras de suelo. Nos levantamos inmediatamente. Las balas estaban quemando la hierba, de manera que regresar a pie era más seguro. Hicimos caminando el resto del camino, pero moviéndonos irregularmente para desorientar el fuego enemigo en el caso de que los soldados de la brigada de trabajo nos llegaran a ver. Al regresar a la trinchera, llamé a la brigada de artillería, y le pedí que disparara todo el parque que fuera posible, a cincuenta metros del lugar donde el frente alemán tocaba el camino. Sabía que una de las piezas de batería que habían instalado esa noche para protegernos estaba situada muy cerca de aquel punto. Quince minutos después los obuses comenzaron a estallar. Al oír el ruido de los instrumentos que caían y los gritos lejanos, pudimos calcular las bajas probables.

A la mañana siguiente, ¡Fuera de aquí! se me acercó.

—Me enteré de que salió anoche de patrulla.

—Sí, señor.

Me pidió algunos detalles. Cuando le hablé del equipo de trabajo, me maldijo por no haberlos liquidado con mi revólver. Cuando se retiraba lo oí gruñir:

—¡Qué cobardía!

Una noche en Cuinchy recibimos órdenes del Cuartel General de la División de gritar a través de la tierra de nadie y hacer conversar al enemigo. El objetivo era saber si por la noche las trincheras de tiro alemanas estaban bien protegidas. Usando un Megáfono, uno de los oficiales de la compañía que hablaba alemán se colocó entre los montones de ladrillos y gritó:

Wie geht’s Ihnen, Kamaraden?

Alguien exclamó desde el otro lado con deleite:

Ach, Tommee, hast du denn deutsch gelernt?.

El fuego se detuvo, y tuvo lugar una conversación a través de los cincuenta metros de la tierra de nadie. Los alemanes se negaron a revelar a qué regimiento pertenecían, ni a conversar sobre asuntos militares.

Uno de ellos gritó:

Les sheunes mademoiselles de La Basée bonnes pour coucher avec. Les mademoiselles de Béthune bonnes aussi, hein?

Nuestro portavoz se negó a discutir sobre temas sexuales. En la pausa que siguió, preguntó sobre el káiser. Los otros respondieron con respeto que gozaba de excelente salud, y dieron las gracias.

—¿Y cómo está el príncipe heredero? —preguntó el otro.

—¡Oh, a la mierda con el príncipe heredero! —gritó alguien en inglés, pero sus camaradas lo hicieron callar. Después de una confusión de voces alteradas y risas, ellos comenzaron a cantar: Die Watch am Rhein. Aquella trinchera estaba evidentemente muy bien defendida.

Tenía entonces un periscopio de trinchera, un pequeño instrumento de metal que me habían enviado de casa. Cuando lo colocaba sobre el parapeto ofrecía sólo una mira de cuatro centímetros cuadrados a los tiradores alemanes: sin embargo en Cuinchy, en el mes de mayo, un tirador logró atravesarlo a una distancia de cuatrocientos metros. Lo envié a casa como un recuerdo de guerra; pero mi madre, con el sentido práctico que la caracterizaba, lo llevó a la fábrica y logró cambiarlo por uno nuevo.

Mi refugio en Cuinchy era un agujero repleto de ratas, junto al camino; cuando volvíamos al campamento, dormía en el sótano de una casa en ruinas de Cambrin, iluminado por dos enormes agujeros provocados por las bombas en el piso superior: pero cuando nos reuníamos con las reservas en Béthune, dormía en una hermosa alcoba Luis XVI del castillo de Montmorency, con espejos y tapices, y entonces encontraba la cama demasiado blanda y tenía que poner el colchón sobre el parquet del suelo.