He aquí algunos extractos de cartas que escribí en aquel tiempo. He restablecido los nombres de lugares que entonces nos estaba prohibido mencionar:
21 de mayo de 1915. Nos han vuelto a acantonar en un pueblo de mineros llamado La Bourse. A pesar de que estamos sólo a unos cinco kilómetros del frente, los mineros siguen trabajando. Cuando salimos de las trincheras, los alemanes bombardeaban un bosque situado en los alrededores de Cambrin, tratando de destruir una de nuestras baterías. Creo que no lo lograron, pero fue divertido ver cómo aquellos álamos se venían abajo igual que tulipanes, cuando las bombas los golpeaban. Cuando llegamos a la carretera asfaltada de Cambrin, los hombres que hasta ese momento habían marchado en formación de cuatro en fondo, perdieron el paso y avanzaron confusamente. Tenían los pies lastimados por no haberse podido quitar las botas en una semana. Cada hombre tenía sólo un par de botas. Añado aquí una lista del equipo mínimo, que no pesa menos de treinta kilos. A eso hay que añadir toda una serie de productos extras, raciones alimenticias, pico o pala, prismáticos, y los objetos personales que desean llevar a casa en el primer permiso.
Abrigo | 1 | Jabón | 1 |
Escudilla individual | 1 | Peine | 1 |
Cubierta de la escudilla | 1 | Tenedor | 1 |
Camisa | 1 | Cubierto | 1 |
Calcetines (par) | 1 | Cuchara | 1 |
Cepillo de dientes | 1 | Jabón de afeitar | 1 |
Chaleco de punto | 1 | Botiquín | 1 |
Gorro pasamontañas | 1 | Mascarilla | 1 |
Diario de paga | 1 | Faja para la columna | |
placa de identidad | 1 | vertebral | 1 |
Impermeable | 1 | Caja de abastecimientos | 1 |
Lata de grasa | 1 | Cordones de calzado (par) | 1 |
Toalla | 1 | Cartuchos | 1150 |
Costurero | 1 | Rifle y bayoneta | 1 |
Mantas | 1 | Funda de rifle | 1 |
Navaja de afeitar | 1 | Botella de aceite | 1 |
Estuche de navaja | 1 | Pala de trincheras | 1 |
Bueno, de cualquier manera, es difícil marchar por caminos empedrados con todo eso, de manera que cuando algún alto oficial pasa a nuestro lado en un Rolls-Royce y nos maldice por la falta de disciplina en nuestra marcha, siento deseos de arrojarle algo. Los soldados de trincheras detestan al Estado Mayor, y los militares que lo integran lo saben perfectamente. Su principal punto de controversia se refiere a la medida en que las condiciones de vida en las trincheras puede modificar la disciplina.
Los mineros de La Bourse son ancianos o muchachos vestidos con harapientos uniformes azules con bolsillos cosidos por fuera. Los cráteres hechos por las bombas forman un anillo en la parte exterior de la mina. Yo me alojé con un anciano llamado monsieur Hojdés, que tenía tres hijas casaderas; una de ellas, sin que se lo pidiera, se levantó la falda para mostrarme una herida de metralla en un muslo que la había hecho guardar cama durante el invierno anterior.
22 de mayo. Los franceses han hecho un bombardeo colosal en Souchez, a unas cuantas millas de aquí… constante fuego de artillería, bengalas, bombas a lo largo del cerro de Notre-Dame de Lorette. No pude dormir. El ruido continuó durante toda la noche. En vez de extinguirse creció y creció hasta que todo el aire comenzó a temblar y a estremecerse. El cielo estaba iluminado con inmensos reflectores. Yo yacía sudoroso, en mi lecho de plumas. Me dicen que esta mañana hubo un fuerte temporal durante el bombardeo. Pero, como dice Walker, era difícil saber dónde terminaban los truenos y comenzaban los cañones. Los soldados se bañaron con agua caliente en las minas, y casi todos dan la impresión de limpieza. Sus rifles están todos muy deteriorados, y muchos de sus uniformes no son más que harapos, pero no pueden ser reemplazados, según nos han dicho, hasta que no estén aún peor. El pelotón está acantonado en un granero lleno de paja. El viejo Burford, que es tan viejo que se niega a dormir con los demás soldados del pelotón, ha encontrado un refugio privado en una granja, en medio de utensilios agrícolas. En las trincheras prefería dormir sobre una plataforma de tiro, aun en medio de la lluvia, en vez de hacerlo en una casamata caliente al lado de otros hombres. Dice que se acuerda aún de cuando uno de los jefes de la compañía era un bebé de pañales. Sólo acepta hablar con el joven Bumford. El pelotón no deja de burlarse de Buinford y de su inocencia casi infantil. El viejo Burford interviene siempre y les pide no ser demasiado duros con un «chico sencillo de las colinas».
23 de mayo. Toda la compañía hizo ejercicios durante la mañana. Más tarde, Jones-Bateman y yo nos tendimos en la hierba tibia y observamos volar los aviones sobre las trincheras seguidos de blancas explosiones en el aire. Por la noche, me uní a una compañía de faena en Vermelles les Noyelles para trabajar en una segunda línea de defensa, en la construcción de nuevas trincheras y alambradas bajo la dirección de un oficial de los Ingenieros Reales. Pero el suelo era duro, y los hombres estaban exhaustos cuando volvieron al campamento a las dos de la mañana, cantando canciones. Han inventado una sobre el sargento Finnigan, con la melodía de Más blanco que la nieve, uno de los himnos del Ejército de Salvación.
Sin temor a la metralla.
Sin temor a la metralla,
Lo han citado en el orden del día
Por robar las raciones de la Compañía.
Sin temor a la metralla.
Ahora el pobre se halla en desgracia.
Ahora el pobre se halla en desgracia.
Lo han citado en el orden del día
Por beberse el ron de la Compañía.
Ahora el pobre se halla en desgracia.
Y el coro cantaba:
Más blanco que la leche de coco,
Más blanco que la leche de coco,
Déjame bañarme en el agua
Donde se bañó tu sucia hija
Y entonces me volveré más blanco
Que la leche de coco
Co… co… có.
Finnigan no hacía caso de aquellas palabras ofensivas.
En otra compañía, dos jóvenes mineros detestaban a su sargento; él les había cogido manía y les encargaba los trabajos más sucios y peligrosos. Cuando estaban acantonados en un sitio los acusaba de delitos que no habían cometido; hasta que al fin decidieron matarlo. Poco después se presentaron en la oficina de control y pidieron ver al capitán. Aquello era irregular, porque a un soldado le está prohibido dirigirse a un oficial sin la presencia de un suboficial de la compañía. El capitán los vio por casualidad y les dijo:
—Bueno, digan, ¿qué quieren?
Ambos soldados tenían el fusil al hombro. Al fin uno de ellos se atrevió a decir:
—Venimos a informar que lo sentimos mucho, señor, pero que hemos disparado contra el sargento mayor de nuestra compañía.
—¡Santo cielo! —dijo el capitán—. ¿Cómo pudo suceder eso?
—Fue un error, señor.
—¿Qué quieren decir con eso, idiotas? ¿Lo confundieron acaso con un espía?
—No señor, lo confundimos con el sargento de nuestro pelotón.
Los dos fueron juzgados en un tribunal de guerra y fusilados por un pelotón de su propia compañía, en los muros del convento de Béthune. Sus últimas palabras fueron el grito de guerra del batallón: «¡Golpead fuerte, galeses!» (Dicen que un tal capitán Flaggard usó por primera vez aquella expresión en la batalla de Ypres, donde cayó mortalmente herido). El gobernador militar francés estaba presente en el momento de la ejecución y celebró en un breve discurso de qué gloriosa manera sabían morir los soldados ingleses.
Te sorprendería el gran despilfarro que reina en las trincheras. Los bizcochos de nuestra ración se usan generalmente como combustible para calentar nuestras marmitas porque la leche escasea. Los encargados de las ametralladoras hierven el agua disparando cartucho tras cartucho de munición sin un objetivo determinado, únicamente enfilando el arma en la dirección de las líneas enemigas. Después de que quemar algunas libras de cartuchos, el agua de sus fusiles, que se enfrían por un sistema hidráulico, sale hirviendo. Dicen que de esa manera mantienen a raya a los alemanes, y los aprovisionadores de las líneas alemanas pagan por su taza de té caliente de la mañana. Pero quien realmente pagará será el contribuyente, por medio de impuestos, cuando termine la guerra.
24 de mayo. Mañana volveremos a las trincheras. Los hombres, a pesar de su pesimismo, están de buen humor. Todos desean recibir la buena herida que los mandará a blitey. Según parece, blitey, en lengua indostana significa «casa». Mi ordenanza, Fry, un muchacho que en tiempos de paz trabaja en una fábrica de bolsas de papel en Cardiff, me ha contado algunas historias al respecto. Reproduciré dos de ellas:
Un soldado en el Regimiento Munster deseaba una buena herida, de modo que levantaba siempre la mano sobre el parapeto para atraer la atención de los fritz. Nada pasaba. Levantó ambos brazos durante un par de minutos. Nada. Ni un solo disparo. Coloco los hombros sobre la plataforma de tiro, se puso cabeza abajo y movió las piernas hasta que sintió que la sangre le llegaba a la cabeza. Nadie en las líneas enemigas parecía advertirlo.
—¡Oh! —exclamó el soldado del Munster—. Parece que no queda un solo soldado en aquel lado. ¿Dónde pudo haberse metido el Ejército alemán?
Sacó confiadamente la cabeza, y ¡crac! Un tiro en la frente. ¡Liquidado!
Entre los Camerons había un tipo que deseaba una herida realmente seria. Estaba harto de trincheras y de estar lejos de casa. Levantó la mano por encima del parapeto, y se hizo arrancar el índice de la mano derecha y otros dos más. Lo había logrado. Pasó feliz entre nosotros:
—Miren, muchachos —decía—. Regreso a la buena Escocia. ¿No es una maravilla? —Abandonó la trinchera para dirigirse al puesto de socorro. Pero en el camino, era tal su felicidad, que se olvidó de agacharse en una trinchera baja, y lo mismo; le dieron un tiro en la cabeza. ¡Liquidado!
—Nos reímos hasta reventar —decía mi ordenanza.
Recibir una buena herida es lo único en que piensa un soldado después de cierto tiempo. Sólo doce hombres del batallón habían estado desde el principio, y todos eran soldados del equipo de transportes, con la excepción de Beaumont, un soldado de mi pelotón. Los pocos supervivientes del último encuentro infectaban a los hombres nuevos con su pesimismo; no creían en la guerra, no creían en nuestros dirigentes. Por lo menos obedecían a sus oficiales, porque los oficiales eran por lo general bastante decentes. Esperaban con ansiedad una batalla, ya que proporcionaba mayores oportunidades de obtener una herida seria en una Pierna o en un brazo que la guerra de trincheras. En la guerra de trincheras la proporción de heridas en la cabeza es mucho mayor. Haking es el jefe de esta división. Es el autor de nuestro manual, Entrenamiento de las compañías. Los últimos asaltos han escapado del todo a sus reglas, y los jefes de las compañías no han podido aplicar sus instrucciones. Esta mañana se presentó para una inspección informal del batallón, y estrechó las manos de los supervivientes. Tenía lágrimas en los ojos. El sargento Smith maldijo en voz no muy alta:
—Maldito sea. Manda a toda la división a morir, y luego gimotea delante de los que lograron salvarse.
De cualquier manera, eso no me concierne; no debo preocuparme por el general o por el sargento. Según se dice, Haking le ha dicho al general French que la división ha perdido completamente la moral. Por lo que puedo ver, no es del todo exacto; la división combatirá de la manera adecuada, aunque con poco entusiasmo. También se dice que está por llegar el Nuevo Ejército, y que a nosotros se nos va a retirar y a emplear en las líneas de comunicación, por lo menos durante algún tiempo. No lo creo. Es del todo improbable que descarten por completo a las divisiones que ya han adoptado la costumbre de dejarse matar. La impresión general es que las divisiones del Nuevo Ejército no serán de demasiada utilidad militar.
28 de mayo. En las trincheras, en medio de las montañas de ladrillos de Cuinchy. Ésta no corresponde en absoluto a la idea que tenía de las trincheras. Ha habido abundantes combates en los alrededores. Las trincheras se han hecho solas, más que por la acción humana, y corren en todas las direcciones en medio de un montón de ladrillos. Todo es de lo más confuso. El parapeto de una trinchera que ocupamos se ha hecho con cajas de municiones y cadáveres. Todo aquí está húmedo y apesta. Los alemanes están muy cerca: tienen la mitad del muro de ladrillos y nosotros dominamos la otra. Éste es un lugar privilegiado para los rifles y granadas de los alemanes y para sus morteros. No podemos responder adecuadamente; tenemos un número muy limitado de rifles y nada que pueda equipararse a los morteros alemanes. Esta mañana, a la hora del desayuno, nada más salir de mi refugio, una granada cayó a menos de dos metros de donde yo me encontraba. No sé por qué en vez de rodar y explotar se detuvo en la arcilla húmeda y se quedó contemplándome. Es difícil verlas llegar. Las disparan con rifle, con la base apoyada en el suelo y el cañón ligeramente inclinado hacia arriba; se elevan a gran altura y luego descienden con la cabeza hacia abajo. No puedo entender cómo esta granada llegó rodando. Cualquier posibilidad para ello parecía improbable.
Los obuses de mortero son fáciles de advertir y, por lo mismo, de evitar, pero producen un estruendo terrible al caer. En nuestra compañía hemos tenido hoy unas diez bajas debido a ellos. Siento que mis reacciones ante el peligro son extraordinariamente rápidas; pero lo mismo ocurre con todos los demás. Podemos identificar la más mínima explosión, sabemos despreocuparnos de todas las que no nos conciernen directamente, disparos de artillería, ráfagas de ametralladora de la compañía próxima, o disparos de fusil hechos al azar. Pero captamos hasta el menor rumor de un mortero que nos envía un obús o el ruido del fusil cuando dispara una granada. Los hombres tienen mucho miedo, sin embargo siguen bromeando. El sargento a cargo de la compañía pasa el tiempo detrás de una pila de ladrillos y dispara a los obuses con un rifle cuando están en el aire. Trata de hacerlos explotar allí. Dice que es mejor que tirar al pichón. Sin embargo, no ha logrado darle a ninguno.
La noche pasada, los alemanes nos tuvieron bajo un fuego graneado; dispararon shrapnels. Oí el silbido de un obús que venía hacia mí y me tiré al suelo. Estalló al otro lado de la trinchera. Los oídos me silbaron como si tuvieran dentro centenares de abejorros, y una cegadora luz escarlata brilló por todas partes. Me fracturé un hombro al caer y por un momento creí que me habían herido, pero no fue así. La vibración hizo también que mi pecho silbara de un modo curioso, y que perdiera el sentido del equilibrio. Para mi vergüenza, el sargento pasó en esos momentos por allí y me encontró a cuatro patas y sin poder incorporarme.
Un cadáver yacía en la plataforma de tiro, esperando la noche para que lo enterrasen: era un asistente médico, caído la noche anterior al aire libre mientras enterraba nuestros excrementos entre el frente y las líneas de aprovisionamiento. Llevaba un brazo erguido cuando lo conducían a lo largo de la trinchera. Sus camaradas bromeaban al pasarles por el lado:
—Vamos, bastardo, deja de tapar la luz.
—¿Perteneces a esta jodida trinchera?
O bien le estrechaban jubilosamente la mano.
—Dame la mano, Billy.
Por supuesto todos ellos eran mineros acostumbrados al trato con la muerte. Su moral es muy limitada, pero la mantienen con ardor. Es moral, por ejemplo, robar cualquier cosa y a cualquier persona, siempre y cuando no pertenezca a la misma sección. A todo recién llegado se le trata como a un enemigo, hasta que no demuestra su amistad, y entonces no hay nada que no sean capaces de hacer por él. Son lascivos, los jóvenes por lo menos, pero sin la falsa vergüenza del lascivo inglés. El otro día tuve que censurár una carta que un soldado de primera clase le escribía a su mujer. Le decía que las francesas eran muy agradables en la cama, así que no debía preocuparse por él, pero que desde luego preferiría acostarse con ella y que la echaba mucho de menos.
6 de junio. Hemos estado acantonados en Béthune, una población de cierta importancia a unos diez kilómetros del frente. Tiene todo lo que uno desea, una piscina, toda clase de tiendas, especialmente una confitería, la mejor que he encontrado en mi vida, un hotel donde se puede comer realmente muy bien, y un teatro donde nuestra brigada no se pierde ningún espectáculo. Esta mañana he visto un anuncio colgado en un muro junto al canal Béthune-La Bassée: «¡Prohibido a los soldados disparar contra los peces por orden del alcalde de la ciudad!». Béthune casi no ha sido tocada por las bombas, excepto la parte llamada Faubourg d’Arras, cerca de la estación. Yo me alojo con una familia en la avenida de Bruay, en casa de un tal Paul Averiante un funcionario refugiado de Poimbert. Tiene dos hijos y una hija mayor, que va a la escuela local, a lo que correspondería al cuarto año de nuestras escuelas preparatorias. Anoche se quejaba de lo difíciles que eran sus lecciones y me pidió que la ayudara a resolver sus divisiones. Me mostró sus apuntes. Estaban llenos de abreviaturas. Le pregunté por qué abreviaba tanto las palabras. Me respondió que porque la profesora hablaba demasiado deprisa debido a que el tiempo era muy limitado.
—¿Por qué tienen el tiempo limitado?
—Oh, porque parte de la escuela la han usado para alojar a las tropas, y los alemanes la bombardean y a cada momento debemos refugiarnos en los sótanos, y cada vez que subimos tenemos menos tiempo.
9 de junio. Comienzo a advertir la suerte que he tenido al descubrir la guerra de trincheras en Cambrin. Ahora ocupamos una colina repugnante un poco al sur de los muros de ladrillos, donde tuvimos abundantes bajas. Nuestra compañía perdió ayer diecisiete hombres, víctimas de las granadas y los obuses. Nuestras trincheras están a menos de treinta metros de la primera línea alemana. Hoy me paseaba por un lugar que está sólo a unos veinte metros de un nido de ametralladoras ocupado por los alemanes y silbaba una melodía para mantener la moral alta, cuando de pronto vi a un grupo inclinado sobre un hombre hendido en el fondo de una trinchera. Emitía una especie de ronquido mezclado con ruidos animales. A mis pies yacía la gorra del soldado, mezclada con sus sesos. Nunca había visto un cerebro humano. De alguna manera lo había asociado siempre con un concepto poético. Uno puede bromear con un soldado malherido y felicitarlo porque lo han puesto fuera de combate. Se puede no hacer caso de un cadáver. Pero ni siquiera un minero puede bromear con un hombre que tarda tres horas en morir después de que le hayan volado la parte superior de la cabeza con un proyectil disparado a veinte metros de distancia. Beaurnont, de quien te hablé en mi última carta, también murió; era el último superviviente del batallón original, exceptuando los hombres de la brigada de transportes. Una explosión le arrancó las piernas. Todo el mundo maldecía furiosamente, pero un oficial se acercó y me dijo que había cavado un túnel debajo de la primera línea alemana, y que si mis hombres querían arrojar algunas bombas, ése era el momento. Luego colocó una mina, no era demasiado grande, según dijo, pero hizo un ruido tremendo y nos cubrió de tierra…; esperamos unos cuantos segundos a que los alemanes se precipitaran a tratar de rescatar a sus heridos, y entonces arrojamos todas las bombas que teníamos.
Beaumont me había contado de qué modo había ganado cinco libras, bueno, su equivalente en francos, en las apuestas que se habían hecho después del combate de la Rué de Bois; era la clase de apuesta que no deja ninguna amargura después. Antes de iniciarse un combate, los soldados del pelotón reúnen todo el dinero de que disponen y luego los supervivientes lo reparten entre ellos. Los muertos no pueden quejarse, los heridos hubieran dado más que eso por poder escapar de todo aquello, y los no heridos consideran el dinero como un premio de consolación por seguir aún allí.
24 de junio. Estamos acantonados en los sótanos de Vermelles, que ha sido tomada en ocho ocasiones desde octubre. No hay una sola casa que haya resultado indemne en el pueblo, que en otra época debió de haber tenido dos o tres mil habitantes. Posee ahora una belleza fantástica. Llegamos hace dos noches; la luna brillaba detrás de las casas derruidas; las bombas han destruido todas las líneas rectas de los techos y perforado de una manera extraña las oscuras paredes de una fábrica de cerveza. A la mañana siguiente descubrimos que era posible dar algunos paseos agradables por los jardines abandonados de la ciudad; están completamente cubiertos por la maleza, y las flores han surgido en desorden por doquier. Coles rojas, rosales y lirios blancos son los principales elementos decorativos. En un jardín había plantados unos groselleros. El sargento al mando de la compañía y yo comenzamos a comer, cada uno en un extremo distinto de la línea, sin que ninguno advirtiera la presencia del otro. Cuando lo hicimos, cada uno recordó su dignidad, él como sargento a cargo de la compañía, y yo como oficial. Me saludó, respondí a su saludo, y ambos nos alejamos del lugar. Uno o dos minutos más tarde, ambos volvimos esperando que ya no hubiera moros en la costa, y una vez más, después de un cambio de saludos, tuvimos que abandonar las grosellas y fingir que únicamente admirábamos las flores. No sé por qué me porté de esa manera. Como suboficial en servicio activo, todo soldado está obligado a dejar de comer en presencia de un oficial. Así que me imagino que fue por cortesía ante sus escrúpulos por lo que dejé de comer. De cualquier manera, un instante después llegaron un par de soldados y limpiaron los árboles.
Esta tarde jugamos un partido de criquet, oficiales contra sargentos. El campo de batalla estaba a menos de un kilómetro de distancia. Pero pudimos encontrar un prado más allá de las casas, fuera del campo de observación del enemigo. Yo logré la puntuación máxima, veinticuatro puntos; en vez de mazo hemos utilizado un trozo de viga; la pelota era una bola de trapos atada con cuerdas, y la meta, la jaula de un loro, con el cadáver limpio y reseco del loro en su interior. Por lo visto, había muerto de hambre cuando los franceses abandonaron la población. Recordé una estrofa de Skelton:
El loro es el ave ideal para una dama.
Dios lo creó en un momento de infinita bondad.
Cuando un loro muere, su cuerpo no se descompone.
Sí, todo lo que es mortal vuelve a la nada,
Salvo nuestra Alma, tan cara al Señor,
Que nunca muere ni podrá morir.
Igual que el loro, el papagayo real.
El partido fue interrumpido por ráfagas de ametralladora. No iban dirigidas contra nosotros; los alemanes disparaban contra un aeroplano, y las balas que caían desde una gran altura tenían poder de penetración superior a las balas ordinarias.
Nuestra vida transcurre en la ociosidad; sólo por las noches Cavamos en la línea de reserva. No hacemos ejercicios porque estamos demasiado cerca de los alemanes; en cuanto a la población que ocupamos, no necesita ninguna obra de fortificación especial Hoy fueron fusilados dos espías; un civil que se había ocultado en un sótano y que al parecer transmitía por medio de señales luminosas informes al enemigo, y un soldado alemán disfrazado de cabo; se le descubrió cuando trataba de destruir los cables telefónicos. Los oficiales pasamos buena parte del tiempo disparando nuestros revólveres. Jenkins trajo un blanco magnífico de la única sala no destruida en nuestra zona de acantonamiento: una caja de cristal llena de frutos y flores artificiales. Lo colocamos en un poste a cincuenta metros de las posiciones de tiro.
—Siempre he querido destrozar uno de estos malditos objetos —dijo—. Mi tía tenía uno. Es la clase de cosas que logran sobrevivir a un intenso bombardeo.
Tuve que reprimir un tierno impulso de rescatarlo. Cada uno disparó cinco tiros, por turno. Todos fallamos. Luego nos acercamos a veinte metros del objeto y disparamos una ráfaga. Alguien golpeó el poste y la caja cayó al suelo. Jenkins dijo:
—Esta maldita cosa debe de estar embrujada. Será mejor devolverla al lugar donde estaba —el vidrio había quedado intacto, aunque algunas de las frutas se habían desprendido.
Walker dijo:
—No, está sufriendo. Lo mejor será ponerle fin a sus sufrimientos —y le dio el coup de gráce disparándole desde muy cerca.
La vieja iglesia normanda del lugar ha sufrido graves daños. Lo que queda de la torre sirve como puesto de observación para la artillería. En las paredes han quedado incrustados ocho obuses sin explotar. Jenkins y yo entramos en la iglesia y encontramos el suelo cubierto de escombros, de fragmentos de plafón, sillas destruidas, cuadros despedazados (algunos parecían datar de varios siglos atrás), trozos de imágenes y crucifijos; en lo que en otra época fue sin duda la sacristía, se pudrían las vestiduras entre el fango. Sólo permanecían en los vitrales unas cuantas piezas de cristal biselado. Subí por el altar hasta la ventana oriental y encontré una pieza del tamaño de un plato. Se la entregué a Jenkins.
—Un souvenir —le dije. Cuando lo colocó bajo la luz pudimos ver que era la mano de san Pedro con las llaves del cielo… un trozo de vitral medieval.
—Voy a enviarlo a mi casa —dijo. Cuando salíamos nos encontramos a dos soldados del Regimiento Munster. Eran católicos irlandeses, y consideraron como un hecho sacrilego el que Jenkins se llevara aquel trozo de cristal.
Uno de ellos le previno:
—No debería coger eso, señor, va a traerle mala suerte. (Jenkins murió poco después).
Hoy por la noche Walker se burló de Dunn.
—Estoy seguro de que lo va a sentir cuando se acabe esta guerra, capitán. Todas sus ocupaciones se terminarán, y tendrá que volver al patio del cuartel durante seis meses para enseñar a los soldados a formar en filas de a cuatro. Se perdió esa parte del espectáculo cuando dejó Sandhurst para venir aquí. Para entonces ya será coronel, eso es seguro. Yo le daré media corona al sargento para que lo haga realmente sudar, e iré en traje de civil a verle desde la verja del cuartel y a reírme.
Uno de los comandantes de nuestra compañía es el capitán Furber, que tiene los nervios de punta. Alguien le jugó el otro día una mala pasada… hizo rodar una bomba, por supuesto sin detonador, por la escalera del sótano para asustarlo. Aquello fue considerado como una broma maravillosa. Furber es el mayor pesimista que se puede encontrar en Francia. Ha apostado con su ordenanza que la línea de trincheras no se moverá más de una milla en este sector de aquí a dos años[5]. Todo el mundo se ríe de Furber, sin embargo, todos lo quieren porque canta canciones sentimentales de estilo arrabalero durante las veladas de la brigada cuando estamos en Béthune.