En 1916 pasé una temporada en Inglaterra, después de que me hiriesen, y comencé a relatar mis primeros meses en Francia. Por haber tratado estúpidamente de utilizar ese material en una novela, tengo ahora que retraducirlo en términos de historia. He aquí la reconstrucción de un capítulo:
A nuestra llegada a Francia, los seis oficiales de los Fusileros Reales de Gales nos dirigimos al campamento de Harfleur, cerca de El Havre. Más tarde se convirtió en un centro educativo para aprender las reglas de la guerra de trincheras, el uso de bombas, de morteros, de rifles, de granadas, de máscaras antigás y otros detalles técnicos. Pero en lo que a nosotros se refiere, lo único que se nos exigió fue hacer una o dos marchas por el campo francés, aparte de las labores en los muelles de El Havre, ayudando al Cuerpo de Aprovisionamiento del Ejército a descargar barcos. La ciudad era alegre. Nada más llegar se nos acercó un grupo de niños para proponernos los servicios de sus presuntas hermanas.
—Lo llevo con mi hermana. Ella muy agradable. Ella buena para cama. No demasiado dinero. Muy barata. Muy buena. Lo llevo ahora. ¿Tiene champaña para mí?
Me alegré cuando recibimos órdenes de dirigirnos al frente, aunque nos desagradó saber que nos habían incorporado al Regimiento Galés y 310 al de los Fusileros Reales de Gales.
Era muy poco lo que sabía sobre el Regimiento Galés, fuera que eran muchachos valientes y rudos, y que el Segundo Batallón, el que nos correspondía a nosotros, tenía una historia peculiar del regimiento cuando era aún el Sesenta y nueve de Infantería. Se formó, debido a una emergencia, con militares retirados y jóvenes reclutas, y se le envió a ultramar como batallón regular, no recuerdo en qué campaña del siglo XVIII. En una época, el Sesenta y nueve había servido en la Marina. Sus soldados eran conocidos con el mote de Arriba y abajo, en parte porque el guarismo 69 tiene el mismo sentido si se lee de un modo o si se invierte el número. Cuando nos incorporamos al Sesenta y nueve, éste tenía en efecto el aspecto de estar arriba y abajo. Todos los oficiales de la compañía, con la excepción de dos muchachos recientemente enviados del Sandhurst y un capitán de la Reserva Especial, procedían de otros regimientos. Había allí seis de los Fusileros Reales de Gales, dos del Fronterizo South Wales, dos del Surrey Rápido, dos del Wiltshire, uno del Regimiento Fronterizo, uno de la infantería ligera de King’s Own Yorkshire. Hasta el comandante era un extraño, procedente del Connaught Rangers. Había unos cuatro suboficiales activos originarios de aquel batallón. De los soldados, tal vez sólo a unos cincuenta les habían entrenado un par de meses antes de su envío al frente; otros tenían un adiestramiento de tres meses; muchos no habían disparado una ametralladora en su vida. Todo eso se debía a que la Primera División había estado en combate constante desde el mes de agosto anterior; en ocho meses, el batallón había perdido cinco veces a todos sus combatientes. La última ocasión había sido en Richebourg, el 9 de mayo, uno de los peores desastres hasta el momento. El epitafio de la División en el comunicado oficial decía: «Al encontrar una oposición considerable en la dirección de la Rué de Bois, nos vimos obligados a no proseguir nuestro ataque».
Las filas de los batallones se llenaron primero con reservistas de las últimas categorías, luego con voluntarios que habían vuelto al servicio, luego con los soldados de la Reserva Especial reclutados antes de la guerra, luego con reclutas de 1914, alistados en los últimos tres o cuatro meses; pero todas aquellas categorías habían sido eliminadas a su debido tiempo. En aquellos momentos no quedaba nadie a quien enviar, a no ser los reclutas de la primavera de 1915 con algunos elementos marginales de la soiedad. El Primer Batallón había sufrido entretanto pérdidas igualmente fuertes. En Cardigg, el Regimiento Galés anunciaba: «¡Inscríbase en este regimiento, y viajará pronto a Francia!». La mayor parte de los reclutas eran o demasiado viejos o demasiado jóvenes —con lo que volvía a repetirse la historia de la formación del regimiento—, o con algún ligero defecto físico que les impedía alistarse en cualquier otro regimiento que no fuera el Galés.
Poseo aún el registro de mi primer pelotón de cuarenta hombres. Las cifras en lo que se refiere a Ja edad son engañosas. Al alistarse, quienes eran demasiado viejos fingían no haber llegado aún a los cuarenta años, y los menores de edad presumían de haber cumplido ya los dieciocho. Pero una vez en Francia, los que sobrepasaban el límite de edad aceptaban sin problema su verdadera edad. En la agenda de registro, por lo menos catorce hombres declararon tener más de cuarenta años, y ellos no eran los únicos. Fred Presser, pintor en la vida civil, que admitía tener cuarenta y ocho años, tenía en realidad cincuenta y seis. David Davics, minero, que admitía tener cuarenta y dos, y Thomas Clark, otro minero que confesaba tener cuarenta y cinco, eran sólo uno o dos años más jóvenes que Presser. James Burford, minero y mecánico, era el soldado más viejo de todos. La primera vez que hablé con él en las trincheras me dijo:
—Excúseme, señor, ¿me podría explicar qué es este aparato que hay al lado de mi rifle?
—Es el gatillo de seguridad. ¿No siguió usted un curso de artillería en el cuartel?
—No, señor, me recluté en calidad de antiguo combatiente, y pasé allí sólo unos quince días. Los viejos rifles Lee-Metford no tenían este gatillo de seguridad.
Le pregunté cuándo había manejado por última vez un rifle.
—En Egipto, en 1882 —me dijo.
—¿No estuvo usted en la guerra sudafricana?
—No, traté de incorporarme, pero me dijeron que era demasiado viejo, señor. En Egipto ya no era muy joven. En realidad tengo sesenta y tres años.
Pasaba los veranos vagabundeando por el país, y durante los meses de invierno trabajaba como minero, eligiendo una mina distinta en cada estación. Le oí discutir una noche con David Davies sobre los diferentes yacimientos de carbón en Gles, y recorrerlos de condado en condado y de mina en mina con comentarios técnicos.
La otra mitad del pelotón estaba formada por soldados que no habían cumplido aún la edad reglamentaria. Yo tenía a cinco de ellos a mis órdenes: me acuerdo, por ejemplo, de un tal Wi lliam Bumford, también minero, que pretendía tener dieciocho años entonces y que tenía en realidad quince. Por lo general, se metía en problemas, pues se dormía cada vez que tenía que hacer la guardia nocturna, un delito que se sancionaba con la pena de muerte; a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba evitarlo. En una ocasión lo vi dormirse repentinamente de pie, mientras sostenía un saco de arena para que otro individuo lo llenara. Así que durante un tiempo lo adscribimos al servicio de uno de los capellanes; unos cuantos meses después, todos los hombres mayores de cincuenta años y los menores de dieciocho habían sido eliminados. Bumford y Burford fueron enviados al campamento militar, pero eso no logró que evitaran la guerra. Bumford era lo suficientemente adulto en 1917 para devolverlo al batallón, y allí murió aquel verano. Burford murió en el campamento militar durante un bombardeo. O por lo menos eso me dijeron… la suerte que corrieron centenares de camaradas en Francia me llegó sólo de oídas.
El tren de tropas constaba de cuarenta y siete vagones, y tardaba veinticuatro horas en llegar a Béthune, la central ferroviaria, por la ruta de Saint-Omer. Llegamos a las nueve de la noche, hambrientos, helados y sucios. No teníamos idea de que fuésemos a hacer un viaje tan largo, por lo cual habíamos aceptado que guardasen nuestro equipaje en el vagón de carga. Nos dedicamos a jugar al Napoleón durante todo el viaje para tratar de mantener ocupada la mente. Perdí sesenta francos, que era el equivalente a dos libras según la tasa de cambio en vigor aquella época. En el andén de Béthune nos recibió un hombre de baja estatura, vestido con un uniforme caqui hecho tiras y que, amistosamente, se llevó a modo de saludo la mano a la gorra, adornada con la insignia del Regimiento Galés. Tenía órdenes de conducirnos hasta el batallón, situado por el momento en las trincheras de Cambrin, a unos diez kilómetros del lugar. Una vez formado un grupo de cuarenta soldados, lo seguimos por los oscuros suburbios de la población… todos sentíamos una intensa excitación ante el estruendo y el relampagueo de los cañones en la distancia. Ninguno de nosotros había estado nunca antes en el campo de batalla, salvo el sargento que estaba a cargo del grupo. Los soldados comenzaron a cantar. En vez de las habituales canciones de music-hall, cantaban himnos galeses. Los galeses cantan para demostrar que no tienen miedo; siempre han recurrido a ese procedimiento que los mantiene tranquilos. Y jamás desafinan.
Marchamos en dirección a las luces y vimos muy pronto las granadas luminosas cruzar a través de los campos de trincheras. El ruido de los cañones era cada vez más estruendoso. Nos encontrábamos ya entre las baterías. A unos doscientos metros detrás de nosotros, a la izquierda del camino, una salva de cuatro obuses nos pasó repentinamente por encima, lo que interrumpió el himno Aberystwyth a mitad de una estrofa, y nos hizo perder el equilibrio unos segundos; los soldados que hasta ese momento marchaban en columna de a cuatro, comenzaron a agruparse como pudieron. Con un silbido profundo, los cuatro obuses se perdieron en dirección al este; vimos de pronto la llamarada roja y oímos el estruendo cuando estallaron en territorio alemán. Los hombres volvieron a recuperar el paso y comenzaron a burlarse unos de otros. Un soldado de primera clase dictó una carta a su casa: «Querida tía, me encuentro perfectamente bien de salud. Por el momento la sangre nos llega hasta el cuello. Envíame cigarrillos y un salvavidas. La guerra resulta bastante movida. Muchos besos». Las casas construidas al lado del camino mostraban cada vez más señales de destrucción. Una bomba alemana nos pasó por encima y entonces… ¡BRRRRRRRRRR BUM!, cayó a unos veinte metros de nosotros. Todos nos arrojamos cuerpo a tierra. Oímos una especie de curioso sonido musical en el aire, y luego ¡flop!, ¡flop!, pequeños trozos de metralla cayeron a nuestro alrededor.
—Aquí las llaman los instrumentos musicales —dijo el sargento.
—¡Malditos sean! —dijo mi amigo Frank Jones-Batelman con una mano herida por una de aquellas pequeñas piezas de acero—. Esos cabrones la han tomado conmigo desde el primer momento.
—Ah, ya se divertirán bastante antes de acabar con usted, señor —sonrió el sargento. Otra bomba pasó cerca. Todo el mundo volvió a arrojarse al suelo, pero la bomba estalló doscientos metros detrás de nosotros. Sólo el sargento Jones había permanecido de pie—. No hay que perder inútilmente las energías, muchachos —dijo—. Por el ruido que hacen uno debe saber dónde van a estallar.
En el pueblo de Cambrin, a una milla de las trincheras de la primera línea, conducidos por el sargento, entramos en una farmacia ruinosa, cuya vitrina contenía aún recipientes de vidrio de colores; aquélla era la residencia de los cuatro sargentos mayores del Regimiento Galés. Se nos entregaron las máscaras reglamentarias y los uniformes de campo. Aquellas primeras máscaras antigás usadas en Francia eran unas mascarillas de gasa llenas de algodón impregnado de alguna sustancia química, que se ataba sobre la nariz. Según se decía no habían logrado detener el gas venenoso que los alemanes usaron contra los canadienses en Ypres; pero nunca nos las pusimos para saber si era cierto. Una semana o dos después llegaron las verdaderas mascarillas antigás. Una especie de saco de fieltro gris, con una franja de mica para los ojos, y sin ninguna abertura en la boca; de todas maneras eran ineficaces contra el gas. La mica se resquebrajaba constantemente, y muy pronto se agujereaban los ojales por los que pasaba el hilo que las mantenía unidas al casco.
Aquéllos eran los primeros balbuceos de la guerra de trincheras; los días de las bombas confeccionadas en latas de conservas y de los morteros de gas: eran días inocentes aún, antes de la
aparición de los cañones Lewis o Stokes, de los cascos de acero, de los rifles de mira telescópica, de las bombas de gas, de los nidos de ametralladoras, los tanques, los asaltos a trincheras bien organizados, o cualquier otro refinamiento de la guerra de trincheras.
Después de una comida de pan, tocino, ron y un té rehervido y amargo con poco azúcar, seguimos nuestro camino por los arboles desgajados hacia el este del pueblo y luego caminamos por una larga trinchera hasta el cuartel general del batallón. La húmeda y resbaladiza trinchera estaba cavada en un macizo de dura arcilla roja. Llevaba una lámpara, y vi centenares de ratas de campo y de ranas que habían caído en la trinchera y que no encontraban la forma de salir. La luz los deslumbraba, y como era imposible no aplastar con el pie a aquellos animales, me guardé en el bolsillo la lámpara. No teníamos ni idea del espectáculo que podía ofrecer una trinchera, y éramos casi tan ignorantes como un joven soldado que se nos unió una semana o dos más tarde:
—Eh, camarada —le gritó con excitación al viejo Burford, que cocinaba un trozo de carne en una marmita, lejos de los otros soldados—, ¿dónde está la batalla? Quiero comenzar ahora mismo.
El guía no cesaba de indicarnos el camino con voz enronquecida.
—Agujero a la derecha. Un cable en la parte superior. Cable a ras de tierra. Agujero profundo aquí, señor. Cable en el suelo. —Los cables telefónicos estaban sujetos con soportes a un lado de la trinchera, pero cuando llovía, los soportes se desprendían constantemente y los cables se derrumbaban, lo que hacía el paso extremadamente difícil. Cuando los cables pendían de la parte superior, uno se enredaba con ellos a cada momento. Los agujeros se habían hecho a manera de drenaje para evitar la inundaron de las trincheras.
Al fin llegamos a una parte que estaba bajo un fuego graneado de fusilería, lo que encontré más difícil de soportar que los cañonazos. Los cañones no disparaban contra las personas sino contra referencias marcadas en un mapa, cruce de caminos, supuestas posiciones de la artillería, caseríos considerados acantonamientos de tropas, etc. Hasta cuando un oficial disparaba desde un aeroplano o un globo cautivo, o desde la torre de una iglesia, el tiro parecía dirigido al azar. En cambio, un disparo de fusil, aunque pareciera hacerse a ciegas, tenía siempre un propósito determinado. Y así, mientras se podía por regla general oír la aproximación de una bomba y buscar alguna forma de protección, el disparo de fusil nunca se advertía previamente. Aprendimos a no burlarnos jamás de una descarga de fusilería porque, una vez oída, aunque fallara, nos daba la peor sensación de peligro. En terreno descubierto, una hala de fusil se enterraba en la hierba sin hacer mucho ruido, pero cuando estábamos en las trincheras, las balas hacían un estruendo tremendo cuando lograban penetrar. Las balas chocaban a menudo con las alambradas plantadas sobre las trincheras, que las hacían rebotar con un ruido especial hacia los matorrales.
El cuartel general del batallón era una cueva blindada en la segunda línea, situada a unos cuatrocientos metros del frente; el coronel que nos recibió, un oficial de carrera, nos tendió la mano y nos ofreció una botella de whisky. Nos dijo que esperaba que pronto el regimiento nos gustase tanto como nuestra propia casa. El sector había sido ocupado no hacía mucho tiempo por una división de infantería francesa, hombres de más de cuarenta años, que habían celebrado un armisticio local con las tropas alemanas situadas frente a nosotros; habían dejado de disparar, y al parecer se permitía hasta el tráfico de civiles a través de las líneas. Por eso mismo aquel refugio era inesperadamente confortable; tenía una lámpara muy decorativa, un mantel limpio, y plata bruñida en la mesa. El coronel, el capitán, el doctor, un comandante y el oficial de telégrafos acababan de cenar… una comida de gente civilizada: carne fresca y verduras. Las paredes estaban decoradas con cuadros; las camas tenían muelles y colchones, había un gramófono, sillas cómodas. Nos resultaba muy difícil reconciliar aquello con los relatos que habíamos leído de tropas sumergidas en el lodo hasta la cintura, royendo una galleta seca mientras las bombas caían a su alrededor. El capitán nos asignó nuestras compañías.
—El capitán Dunn, de la Compañía C, será a partir de este momento su comandante. Es el mejor oficial de todo el batallón. De paso, dígale que quiero que envíe esa lista de recomendaciones para las medallas por conducta distinguida. Por lo menos, la referente al último combate; pero dígale que no incluya más de dos nombres, de otra manera no nos darían una sola. La ración para cada batallón cuando el combate ha sido realmente bueno, es de cuatro.
Nuestro guía nos volvió a conducir a la línea del frente. Encontramos a un grupo de soldados acuclillados frente a un brasero, que hablaban en voz baja en dialecto gales: todos de baja estatura, cubiertos de lodo.
Llevaban capas impermeables, pues ya había comenzado a llover, y gorros con orejeras, porque a pesar de estar en el mes de mayo, la temperatura seguía siendo baja. Aunque advirtieron que éramos oficiales, no se pusieron de pie para saludar. Pensé que aquélla debía de ser la costumbre en las trincheras; en efecto, en alguna parte de los manuales militares se dice que las reglas de cortesía en el saludo pueden omitirse durante la batalla. Pero no, se trataba únicamente de displicencia. Tropezamos con un grupo de hombres fatigados que caminaban hacia la trinchera cargados con tablones de madera y sacos vacíos, maldiciendo a voces cada vez que hundían el pie en alguno de los agujeros o que la carga se les enganchaba en los cables telefónicos. Los soldados en faena debían llevar siempre a la espalda el rifle y el equipo, ya que constituía un delito no tenerlos al alcance de la •nano. Después de pasar a aquel grupo, nos tuvimos que hacer a Un lado para que pasara una camilla.
—¿Quién es el pobre diablo, Dai? —le preguntó nuestro guía a uno de los camilleros.
—Es el sargento Gallagher —respondió Dai—. Pensó que había visto un fritz en tierra de nadie, cerca de nuestra alambrada; el imbécil cogió una de las nuevas granadas de percusión y la arrojó. El imbécil la tiró demasiado baja, así que la granada se estrelló contra el parapeto y éste la devolvió. ¡Carajo! Le arrancó un trozo de la jodida mandíbula y buena parte de la cara. ¡Pobre imbécil! Ni siquiera valía la pena hacernos sudar para llevarlo a la enfermería. Ya está por terminar —el herido tenía la cara cubierta con un saco vacío. Murió miles de llegar a la enfermería.
Estaba agotado cuando llegamos al Cuartel General de la compañía, sudando bajo la pesada mochila como todos los demás, y con todo el equipo necesario atado al cinto, el revólver, los lentes de campo, el compás, una cantimplora para whisky, tijeras para cortar alambre, prismáticos, y muchas cosas más. Un «árbol de navidad» le llamaban a aquello. En esos días los oficiales hacían afilar sus espadas antes de embarcar para Francia. Se me había aconsejado que dejara la mía en el Cuartel General, y nunca más la volví a ver ni me preocupé por ella. Mis manos estaban pegajosas debido a la arcilla que había a ambos lados de la trinchera, tenía las piernas empapadas hasta las nalgas. En el Cuartel General de la Compañía C, un refugio de dos cuartos construido con madera a un lado de una trinchera que conectaba el frente con las líneas de abastecimiento, volví a encontrar manteles y lámparas, una botella de whisky y vasos, estanterías con libros y revistas, y camas en la habitación contigua. Me presenté al comandante de la compañía.
Esperaba encontrar a un viejo veterano de cabellos grises y el pecho cubierto de medallas; pero en realidad Dunn era dos años más joven que yo… era uno de los miembros de «únicos supervivientes», título que compartía en la Compañía con el capitán Miller del Regimiento de los Centinelas Negros, que peleaba en la misma división. Miller había escapado de la matanza de Rué de Bois nadando por una trinchera inundada. Los «únicos supervivientes» tenían una muy buena reputación. A Miller le señalaban por la calle cuando el batallón estaba acantonado en la retaguardia.
—¿Ves a ese tipo? Es Jock Miller. Fue uno de los primeros en llegar y todavía no han logrado deshacerse de él.
Dunn no había permitido que la guerra mellara su moral. Nos saludó jovialmente con un:
—¡Hola! ¿Qué novedades hay por Inglaterra? Oh, perdón, permitidme hacer las presentaciones. Éste es Walker… un buen muchacho de Cambridge que se considera un atleta. Éste es Jenkjjis, uno de esos patriotas al viejo estilo que abandonan su trabajo para venir aquí. Éste es Price; apenas llegó ayer, pero nos gustó desde el primer momento, traía en su mochila whisky de primera calidad. Bueno, ¿cuánto más va a durar esta guerra, y quién va ganando? No sabemos nada de lo que pasa fuera de aquí. ¿Y qué son todas esas historias sobre los bebés de guerra? Price pretende no hacer caso a lo que se dice al respecto.
Les dije lo que sabía sobre la guerra, y les pregunté a mi vez sobre las trincheras.
—¿Las trincheras? —dijo Dunn—. Bueno sobre trincheras sabemos mucho menos que los franceses, y bastante menos también que los fritz. No podemos esperar que un fritz nos ayude, pero los franceses bien podían hacer algo. Son demasiado avaros para permitirnos disfrutar de los beneficios de sus inventos. ¡Qué no daríamos por tener sus bengalas y sus torpedos antiaéreos! Pero no hay la menor relación entre los dos ejércitos, a menos que nos encontremos en alguna batalla, y entonces generalmente cada cual deja que el otro sea derrotado. Cuando llegué aquí por primera vez, lo único que hacíamos en las trincheras era chapotear como patos y usar nuestros rifles. No pensábamos en ellas como lugares para vivir, sino como molestias temporales. Ahora trabajamos todo el tiempo, no sólo para lograr mayor seguridad sino para mejorar las condiciones higiénicas. Día y noche. Hay que tener siempre en perfectas condiciones los puestos de tiro, construir salidas transversales, mejorar las trincheras de comunicación, etc.; luego viene nuestra comodidad personal, refugios y casamatas. El batallón al que relevamos estaba compuesto por ineptos. Lo único que hacían era permanecer sentados en las trincheras, lamentándose: «¡Dios mío, éste es el fin!». O bien, tomaban papel y lápiz y se ponían a escribir a sus casas sobre esto. No trabajaban en las trincheras transversales ni en los puestos de tiro. La consecuencia fue que perdieron casi la mitad de sus hombres debido al frío y al reumatismo y que un día los alemanes irrumpieron y los aniquilaron a casi todos. Dejaron que se echasen a perder casi todas las obras que habíamos realizado en las trincheras; el lugar estaba hecho una porquería cuando volvimos a ocuparlo. Casi nos pusimos malos de ira, e informamos de esta situación en distinias ocasiones al Cuartel General; pero no lograron mejorar. Eran oficiales indisciplinados, por supuesto. Bueno, como le he dicho, los hicieron trizas; fueron desalojados de aquí y ahora sirven en la retaguardia con las brigadas de comunicaciones. Nosotros trabajamos con el primero de los Fronterizos del Sur de Gales. Están muy bien. Los otros en cambio eran unos cerdos. No se tomaban la molestia de limpiar las letrinas; dejaban comida por todas partes para atraer a las ratas; jamás llenaron un saco de arena. Sólo una vez los vi trabajar: un nido para ametrallar al enemigo. Pero comenzaron a hacerlo al aire libre, sin protección, y dos de los soldados fueron acribillados… una verdadera trampa mortal. Nuestros hombres están bien, pero no todo lo bien que deberían. Los supervivientes del combate de hace diez días andan con la moral muy baja, y la mayoría de los nuevos refuerzos todavía no saben nada de nada.
—Oiga —dijo Walker—; el tiroteo ha arreciado. Parece que nuestros hombres están algo nerviosos, y si los fritz se dan cuenta de eso van a hacernos pasar un mal rato extra. Voy a ir a detenerlos.
Dunn continuó:
—Estos galeses son gente especial. No soportan las órdenes. Harán cualquier cosa que usted les pida siempre que les dé una razón para hacerla; entonces son capaces de morir, pero necesitan saber por qué lo hacen. La mejor manera de tenerlos tranquilos es no darles demasiado tiempo para pensar. Hacerles trabajar todo el tiempo. Además, son muy buenos trabajadores, hay que reconocerlo. Pero los oficiales debemos trabajar con ellos, no sólo dirigir el trabajo. Nuestro horario es: desayuno a las ocho de la mañana, limpieza de trincheras e inspección de rifles durante toda la mañana, almuerzo a las doce, vuelta al trabajo de la una a las seis. A esa hora los soldados vuelven a comer. Presentación de armas al anochecer, trabajo durante toda la noche, nueva presentación de armas una hora antes del amanecer. Ése es el programa general. Hay que contar también con la vigilancia. Los centinelas montan guardia durante dos horas, luego trabajan dos horas, luego duermen dos horas. Por la noche, la guardia se dobla, de manera que los turnos de trabajo son menores. Los oficiales estamos de servicio durante todo el día, y dividimos la noche en turnos de tres horas. A propósito —dijo consultando su reloj de pulsera—, el equipo de transportes debe de haber transportado ya el material. Es hora de que nos pongamos a trabajar. Mire, Graves, tiéndase en ese catre y trate de dormir un poco. Quiero que haga usted la guardia antes de la diana. Yo lo despertaré y lo llevaré a conocer el lugar. ¿Dónde diablos está mi pistola? No me gusta salir sin ella. Hola, Walker, ¿qué sucedía?
Walker se echó a reír.
—Era un muchacho de los nuevos refuerzos. Nunca había disparado una sola ráfaga en Cardiff, y esta noche comenzó a disparar por primera vez. Se le subió a la cabeza. Le mataron un hermano en Ypres, y juró vengarlo. Así que quemó todas sus municiones personales y vació dos cartucheras que había en la caja de municiones. Lo llaman el Máximo de humanidad. Estaba empapado de sudor. El cabo Parry debió haberlo detenido; en lugar de ello, lo encontré muerto de risa en un paso transversal. Les he dado una buena cepillada. Otros más, entre los muchachos nuevos también comenzaron a disparar. Los fritz respondieron con ametralladoras y obuses del 77. No me lo explico, pero no hubo ninguna baja. Todo está ahora en paz. ¿Listos?
Cuando salieron, me envolví en mi manta y me quedé dormido. Dunn me despertó a eso de la una.
—Es su turno —dijo. Salté del catre, haciendo crujir la paja; tenía los pies helados y las botas empapadas. Hacía mucho frío—. Tenga una pistola para bengalas luminosas y unos cuantos cartuchos. No está mal la noche. Ha dejado de llover. Mantenga el equipo bajo el impermeable, de otra manera no podrá utilizar el revólver. ¿Quiere una linterna? Bueno. No use demasiado la pistola. No tenemos suficientes bengalas, y si hay un ataque necesitamos todas las que nos quedan. Pero úsela si cree que pasa algo. Los fritz no dejan de lanzar bengalas; tienen todas las que quieren.
Dunn me condujo por las trincheras. El frente tenía una dimensión de unos ochocientos metros. Cada compañía ocupaba unos doscientos metros, con dos pelotones en la línea del frente y dos en la línea de apoyo a ochocientos metros de distancia. Me presentó a los sargentos del pelotón, en especial me recomendó al sargento Eastmond y le ordenó que me diera toda la información que me fuera necesaria; luego se retiró a dormir, pidiendo que le despertaran de inmediato si surgía algún problema. Me encontré a cargo del frente. El sargento Eastmond estaba ocupado con una brigada de trabajo, así que hice solo la ronda. Los hombres de la brigada de trabajo, cuya labor consistía en fortificar las salidas transversales, me observaban con curiosidad. Llenaban sacos de arena, los apilaban del mismo modo que lo hacen los albañiles, alternando las bocas con las bases del saco, y los aplanaban a golpes de pala. Los centinelas se mantenían firmes en las esquinas de los pasos transversales, moviendo los pies y soplándose las manos. De vez en cuando echaban una mirada por encima de las trincheras. Era cosa de segundos. Dos equipos compuestos cada uno de un suboficial y de dos hombres permanecían en el puesto de comunicación de la compañía, conectada con la trinchera de tiro por un paso de unos cincuenta metros. El frente alemán estaba a unos trescientos metros de distancia. De las literas colocadas a ambos lados de las trincheras, protegidas por sacos de arena, llegaba el ronquido de los soldados dormidos.
Salté sobre la plataforma de tiro detrás del centinela y con cautela levanté la cabeza, asomándome por encima del parapeto. No podía ver nada excepto los postes de madera que sostenían las alambradas de púas que nos protegían, y uno o dos matorrales oscuros más allá. La oscuridad parecía moverse y temblar a medida que la contemplaba; los arbustos parecían desplazarse, primero uno, luego ambos. Lo mismo ocurría con los postes. Me alegraba que un centinela estuviera a mi lado; me dijo que se llamaba Beaumont.
—Esta noche están tranquilos, señor —me dijo—. Me imagino que deben de estar en período de relevos.
—Es divertido ver cómo se mueven esos arbustos —le dije.
—Ah sí, nos gastan bromas muy raras. ¿Es su primer período en las trincheras, señor?
Una bengala alemana se alzó en el aire, se transformó en una llama de color vivo, luego se curvó y, en un descenso lento, fue a caer en la hierba exactamente detrás de nuestras trincheras, alumbrando los arbustos y los postes. Instintivamente me moví.
—No se debe hacer eso —dijo, mientras una bala silbaba y parecía que pasaba entre nosotros—. Lo mejor es no moverse, señor; entonces no pueden apuntarle a uno. A menos que le caiga a uno una bengala encima; eso sí que es terrible. Vi cómo una traspasaba a un hombre.
Pasé el resto de la guardia familiarizándome con la geografía de la sección de trincheras; vi que era fácil perderse entre callejones sin salida y pasos abandonados. Dos veces traspuse el límite del sector atribuido a mi compañía y vagué entre los Fusileros de Munster, situados a la izquierda. En una ocasión tropecé y caí en un lodazal profundo. Mi turno terminó cuando empezaron a aparecer las primeras señales del alba. Di la orden a los hombres de mi compañía de presentar armas. Los suboficiales murmuraron con voces roncas en las casamatas: «¡A las armas, a las armas!», y los hombres comenzaron a aparecer con sus fusiles en la mano. Al dirigirme al cuartel de la compañía a despertar a los oficiales, vi a un hombre tendido en un refugio de ametralladoras tirado boca abajo. Me detuve y le dije:
—¡A las armas! ¡Levántese! —encendí mi linterna de mano y vi que tenía un pie descalzo.
El artillero que estaba a su lado me dijo:
—Es inútil que le hable, señor.
—¿Qué le pasa? —pregunté—. ¿Por qué se ha quitado la bota y la media?
—¡Véalo usted mismo, señor!
Sacudí al hombre por un brazo e inmediatamente advertí el agujero en la nuca. Se había quitado la bota y la media para tirar el gatillo de su fusil con un dedo del pie; aún tenía en la boca el cañón del fusil.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté.
—Estuvo en el último combate, señor, y eso lo dejó un poco raro; para colmo recibió malas noticias de Limerick; su chica se había ido con otro.
Pertenecía a los Munsters; sus ametralladoras custodiaban el lado izquierdo en nuestra compañía, y su suicidio había sido ya comunicado. Llegaron dos oficiales irlandeses.
—Hemos tenidos varios casos parecidos últimamente —me dijo uno de ellos. Luego le dijo al otro—: No te olvides de escribir a sus familiares, Callaghan. El mismo tipo de carta; di que murió con una muerte digna de un soldado, lo que se te ocurra. No voy a informar que fue un suicidio.
A la hora de la presentación de armas, se nos distribuyó té y ron. Contemplé las trincheras alemanas con unos prismáticos; no eran más que una fila de sacos de arena. Algunos de ellos eran de colores, no sé si por camuflaje o por carencia de materiales. El enemigo no daba ninguna señal de vida, fuera de una o dos columnas de humo que ascendían por el aire; también ellos se preparaban bebidas calientes. Entre ellos y nosotros se extendía una pradera en cuyos altos pastos crecían girasoles, margaritas y amapolas, algunos cráteres producidos por las bombas, los arbustos que había visto la noche anterior, los restos de un aeroplano, nuestras alambradas, y las de ellos. A unos mil doscientos metros más allá se podían ver las ruinas de una gran casa; y a cuatrocientos metros detrás de esa casa se descubría una aldea de casas de ladrillo rojo (Auchy), álamos, henares y una gran chimenea; era otro pueblo (Haisnes). A la derecha, la entrada de una mina y pequeños montículos. A la izquierda estaba la Bassée; el sol se reflejaba en la veleta de la iglesia y hacía titilar.
En el intervalo entre la presentación de armas y el desayuno, los que no necesitaban un descanso complementario se sentaban a conversar y a fumar, a escribir cartas, limpiar los rifles, meterse las uñas por entre las costuras de la camisa para matar los piojos, jugar a las cartas. Los piojos eran un permanente motivo de bromas. El joven Bumford me mostró uno y me dijo:
—Estamos discutiendo precisamente sobre si es mejor matar a los viejos o a los jóvenes, señor. Morgan dice que si uno mata a los viejos, los jóvenes morirán de pena; pero Parry, señor, dice que los jóvenes son más fáciles de matar y que luego puede uno atrapar a los viejos cuando vayan al funeral —me pidió que yo sirviera de árbitro—. Usted ha ido a la universidad, ¿no es cierto, señor?
—Sí —le respondí—, pero también fue Norwich, el hermano de Crawshay Bailey.
El pelotón entero atesoró esta respuesta, por considerarla maravillosamente ingeniosa. Crawshay Bailey es una de esas canciones absurdas que constituyen las delicias de los galeses. Bailey «tenía una máquina que no sabía cómo manejar», y todos sus parientes en la canción tenían defectos por el estilo. Norwich, por ejemplo, el hermano de Crawshay Bailey, era un entusiasta de la sopa de avena, lo que no le impidió ser enviado a la Universidad de Cardiff, para aprender algo útil. Después de eso, no volví a tener problemas con el pelotón.
El desayuno en el cuartel consistía en tocino, huevos, café, tostadas y mermelada. Había tres sillas y dos cofres de municiones donde uno podía sentarse. Acostumbrado al trato de comandantes de compañía, que nunca permitían intimidad alguna con los oficiales jóvenes, disfrutaba del modo en que se planteaban los problemas del momento a la hora de comer, en una especie de mesa redonda, con Dunn como presidente de debates. Esa primera mañana tuvimos una larga discusión sobre cómo mantener a los centinelas despiertos. Dunn hizo finalmente publicar una orden interna en la que se prohibía a la compañía apoyarse en los travesaños, porque eso les producía sueño. Por otra parte, cuando disparaban, lo hacían siempre desde un mismo sitio. Los Fernanes apuntaban un rifle sobre ese lugar después de algún tiempo. Le expliqué a Dunn el disparo que casi me había rozado cuando hablaba con Beaumont.
—Debían de tener un rifle fijo apuntándoles —dijo—, porque en la noche, de cien tiros de fusilería ninguno se acerca tanto al objetivo. Además, era exactamente en el mismo lugar en que a uno de nuestros muchachos lo mataron el día de nuestra llegada. Los soldados de la Reserva de Guardias Bávaros que están frente a nosotros tienen, según parece, un control perfecto de nuestra situación.
Dunn me describió la personalidad de los suboficiales de mi sección y me indicó quiénes eran dignos de toda confianza y a quiénes se debía vigilar. Había comenzado por decirme lo que podía esperar de los hombres en lo que se refiere a la inspección de fusiles y de equipo, cuando un soldado se precipitó corriendo hacia nosotros, aterrorizado y sobreexcitado.
—¡Gas, señor, gas! —exclamó—. ¡Están usando gas!
—¡Dios mío! —gritó Price. Todos miramos a Dunn, ya que aquel hombre era su ordenanza.
Dunn dijo con tono imperturbable:
—Muy bien, Kingdom, tráeme mi mascarilla; está en la otra pieza, y otro frasco de mermelada.
La alarma se había originado con el humo que surgía de las trincheras alemanas, donde también debían de estar desayunando; sabíamos a qué hora comían los alemanes porque en esos momentos disminuía el fuego de su artillería. El gas se había convertido en una pesadilla. Nadie creía en la eficacia de nuestras mascarillas, aunque no cesaban de insistir en que eran a prueba de todos los gases que el enemigo pudiera lanzarnos. Unos formularios color rosa, con la inscripción «Urgente» llegaban constantemente de los cuarteles generales explicando el uso de aquellos accesorios, y todos eran contradictorios. En unos nos ordenaban agitar las máscaras en lugares húmedos, luego llegaba otra instrucción explicando que se debían guardar en sitios secos. Se nos decía que debían colocarse en unas bolsas, luego se nos prohibía que las pusiésemos en bolsas.
Frank Jones-Bateman, un muchacho de diecinueve años caracterizado por su calma, me hizo una visita. Estaba en la compañía de la derecha. Mencionó con una falsa desenvoltura que se había despachado a un alemán antes del desayuno.
—Le apunté a cuatrocientos metros —dijo. Acababa de dejar Rugby y tenía una beca para cursar estudios superiores en Cambridge, en Clare College. Todos le llamábamos Noche silenciosa.