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Me felicitaba por haber elegido ciegamente los Fusileros Reales de Gales, de entre todos los regimientos del ejército. «¡Santo cielo!» —pensaba yo—. Supongamos que al estallar la guerra hubiera estado viviendo en Cheshire, y que hubiera solicitado un entrenamiento como oficial en el Regimiento de Cheshire. Me hubiera sentido avergonzado al entrar en la historia de aquel regimiento, el antiguo Veintidós de Artillería, que había salido inmediatamente antes al frente de batalla que el Veintitrés, del Real Galés, y al que se le había privado de su viejo título «los Cheshires Reales» como castigo por haber perdido una batalla. (Se trataba de una calumnia sin ninguna base histórica, pero todos nosotros estábamos convencidos de que aquello era cierto). Qué fortuna no haberme unido a los Bedfords, a quienes a pesar de estar adquiriendo prestigio en la guerra, seguían llamándose «los pacifistas»; no tenían más que cuatro condecoraciones en sus insignias, y la más reciente databa de 1711; todo el mundo deformaba su lema en «¡No matarás!». Hasta el Centinela Negro tenía una mancha en su historial; y todos estaban enterados de ella. Cuando un soldado de otra unidad encontraba en una cantina a un Centinela Negro bebiendo una cerveza, y estaba lo suficientemente animado como para armar gresca, le pedía al tabernero que le sirviera una pinta de Broken Square. Eso bastataba para que se desabrochasen los cinturones.

El Real Galés había obtenido veintinueve distinciones en el campo de batalla; número igualado sólo por otros dos regimientos, compuestos por dos batallones. Y en esto, también el Real Galés llevaba ventaja, ya que los otros no eran regimientos únicos, sino unidades formadas en 1888 con dos regimientos, cada uno con una historia diferente. El Primer Batallón de los Fusileros Reales de Gales se enorgullecía de haber obtenido por su cuenta veintiséis condecoraciones, las otras tres se le tributaron al Segundo Batallón durante su breve y accidentada existencia. Eran honores ganados de manera limpia, ninguno de ellos lo habían obtenido en batallas como el famoso combate librado por los Argyll y los Southerland Highlanders en donde intervinieron novecientos hombres para acabar el combate con novecientos uno, ninguna baja y un menor de edad de más que tocaba en la banda y que fue ascendido a soldado. Muchas batallas enconadas en las que combatieron los Reales Galeses como las de Boyne y Aughrim y la toma de Lille, pasaron sin recibir ninguna condecoración. El regimiento, además, contribuyó de una manera decisiva a la obtención de cuatro victorias del Ejército británico, las más arduas de conseguir según sir John Fortescue. La historia de mi regimiento me resulta ahora algo muy lejano, pero según creo esas cuatro batallas fueron las de Malplaquet, Albuera, Waterloo e Inkermann. El Real Galés también fue uno de los seis regimientos que intervinieron en la batalla de Minden, donde logró una victoria sin precedentes al cargar contra un cuerpo de caballería muchas veces superior a sus fuerzas haciéndolo abandonar el campo. Hasta la capitulación de York Town, durante la guerra de Independencia norteamericana, el único desastre en la historia del regimiento, no podía considerarse del todo una desgracia. La Marina había abandonado al Ejército; y el Real Galés mereció todos los honores de la guerra por su comportamiento en los feroces combates de Lexington y Guildford Court House y su avance suicida sobre Bunker Hill. El auténtico Thomas Atkins fue un integrante del Real Galés en aquella guerra.

Un día o dos después de mi llegada al cuartel, ya me había imbuido del sentimiento tradicional del regimiento. Descubrí en una estantería del salón un gran libro encuadernado en piel y me sumergí en su lectura. Resultó ser el libro de rutas diario del Primer Batallón durante los combates de Sebastopol; lo abrí en la página donde se especificaban las órdenes para el ataque a Redan: se pedía a tal y tal compañía que proporcionara los voluntarios que, bajo el mando del teniente Fulano de tal llevarían a cabo alguna violenta acción de armas. Seguían inmediatamente después los detalles concernientes al armamento y equipo, el número de escalas de mano que debían transportar, y el suministro de abastecimientos que debían esperar de otras compañías. Luego, detalles de raciones alimenticias y municiones que tenían a su disposición, con un fervoroso «¡Dios os ayude!», pronunciado por el oficial del cuerpo. (Un dibujo de aquel oficial colgaba de la pared sobre mi cabeza, enfermo en su tienda en Scutari, llevaba un pasamontañas para protegerse del intenso frío). El ataque fracasó, y entre las siguientes anotaciones había disposiciones para el entierro de los muertos, una apreciación del cuartel general sobre el inútil arrojo desplegado por los soldados y un anuncio que avisaba que los efectos del teniente Fulano de tal, que había dirigido aquella violenta acción de armas, se venderían en pública subasta en las trincheras al día siguiente. Otra de las anotaciones de aquel diario citaba el valor demostrado por cierto sargento, Luke O’Connor, por el cual recibió una de las primeras Cruces de la Reina Victoria, cuando aquella condecoración se instauró en el año de 1856. Aquel militar aún vivía… era el general de División sir Luke O’Connor, comandante de nuestro regimiento.

El siguiente material sobre la historia de nuestro regimiento que yo encontré cuando hacía mi entrenamiento de oficial fue el flash, una especie de abanico con cinco listones negros, de dos pulgadas de anchura, y siete y medio de largo, que termina en una especie de cola de paloma. El ángulo según el cual aquel abanico debía abrirse estaba determinado con exactitud por los reglamentos interiores del regimiento. El flash se coloca en la parte posterior del cuello de la casaca, y sólo el Real Galés tienen el privilegio de usarlo. Cuenta la historia que alrededor de 1830, el Real Galés se encontraba de servicio en el extranjero desde hacía varios años y que por alguna desgracia nunca recibía la orden del ejército que abolía la coleta. Cuando el regimiento volvió y desfiló en Plymouth, el general ante el cual el regimiento presentó armas reprendió al oficial de mando porque sus hombres llevaban aún el cabello al estilo antiguo. El oficial, encolerizado por aquella reprimenda, se dirigió inmediatamente a Londres y obtuvo del rey Guillermo IV, por intercesión de algún funcionario de la Corte, un privilegio para el regimiento consistente en seguir usando las cintas con las que se ataba el final de la coleta… el flash. El rey lo convirtió después en una insignia especial que podía llevarse en todos los grados en reconocimiento del ejemplar servicio del batallón durante las guerras napoleónicas.

El Consejo Superior de la Guerra, que por lo general se compone de generales de infantería, ingeniería y de la Guardia Real, en los que el frente apenas tiene representación, nunca ha alentado las peculiaridades que distinguen a los distintos regimientos, y no podía perdonar fácilmente la irregularidad de nuestra solicitud directa al soberano. El Consejo no ratificó el uso del flash en el nuevo uniforme caqui. Sin embargo, nuestros oficiales continuaron usándolo. En una correspondencia anterior a la guerra cruzada entre el regimiento y el Consejo de la Guerra, sir Luke O’Connor sostenía que el flash, por ser distintivo ganado honorablemente, debía usarse con el uniforme de servicio y no sólo sobre la casaca escarlata de los tiempos de paz. El Consejo objetó que aquél podía ser un punto de mira para los fusiles del enemigo, y especialmente peligroso para que lo llevaran los oficiales. Sir Luke respondió preguntando en qué ocasión, después de la retirada de La Coruña, cuando el regimiento fue el último en abandonar España, con las llaves de la ciudad en la mochila de uno de los oficiales, habían visto los enemigos de Su Majestad la espalda de un oficial de los Fusileros Reales de Gales. El Consejo de la Guerra se mantuvo firme; y el asunto se olvidó durante toda la guerra. En 1917, un oficial de mi compañía fue condecorado en Buckingham Palace con la Cruz Militar, y el rey George, coronel del regimiento, mostró un especial interés en el flash, y le preguntó:

—¿Sirve usted en uno de los batallones de línea?

—En el Segundo Batallón, señor.

Entonces el rey le dio una orden:

—Vuelta a la derecha, ¡derecha! —para poder ver el flash; luego exclamó una vez más—: ¡Vuelta a la izquierda! Muy bien, veo que aún lo lleva usted. No deje que nadie se lo quite —añadió en un murmullo.

Después de la guerra, el uniforme escarlata se dejó de usar, debido a su alto coste, entonces el Consejo comprendió que sería razonable por lo menos consentir en que los soldados de todos los grados llevaran el flash en su uniforme reglamentario. Como un favor adicional consintió en reconocer otra desafiante peculiaridad regimental, el que La palabra Welch[4] se escribiera con ch. Este permiso fue publicado en un instructivo especial del Consejo de la Guerra de 1915). El ignorante Herald Tribune comentó: «¡Fruslerías!», como si aquello no tuviera ninguna importancia; pero la ortografía con ch era tan importante para nosotros como la insignia minúscula que los Gloucester llevaban bordada en la parte posterior de sus gorras (que conmemoraba la época en que habían combatido, apoyados espalda con espalda, en Egipto). Yo he visto cómo se excluía a un joven oficial del desfile, del batallón, porque llevaba inscrito en los botones «Welsh» en vez de «Welch». La palabra Welch nos comunicaba de alguna manera con el arcaico Gales del Norte de Enrique Tudor, Owen Glendower y lord Herbert de Cherbury, el fundador del regimiento; nos hacía olvidar el actual Gales con sus capillas, su liberalismo, sus industrias lecheras y textiles, las minas de hierro y el turismo comercial.

El regimiento insistía estrictamente en las medidas exactas del flash. Cuando se formaron nuevos batallones en el Ejército, y llegaron a Wrexham rumores de que los oficiales del Decimoctavo Batallón estaban usando un flash hasta abajo del cuello, nuestra consternación no conoció límites. El capitán envió al mas joven de los subtenientes en misión especial ante el Decimoctavo Batallón, cuyo coronel había sido oficial de un regimiento de Yorkshire. El subalterno tenía órdenes de presentarse en la Sala de Ordenanzas con un par de coletas cortadas.

Los nuevos batallones del ejército deseaban, sin embargo, entrar a formar parte de un regimiento, como los batallones de línea. Una vez, en Francia, un comandante en activo de los Fusileros Reales entró en la camina del Decimonoveno Batallón de los Fusileros Reales de Gales. Saludó a la concurrencia con un: «Buenas tardes, señores», y le ordenó al sargento de servicio que le sirviera algo de beber. Después de charlar durante un rato, le preguntó al oficial de mayor graduación allí presente:

—¿Sabe usted por qué le pedí esa bebida al sargento de servicio?

—Por supuesto, usted quería ver si nos acordábamos de la guerra en la península.

Aquel Fusilero Real lo admitió, y dijo:

—Nuestra cantina está situada detrás de ese bosque. Tampoco nosotros hemos olvidado.

Después de la batalla de Albuera, los pocos supervivientes de los Fusileros Reales de Gales y de los Fusileros Reales se habían mezclado en la cocina que habían capturado; a partir de ese momento habían decidido que los oficiales de un regimiento serían eternamente miembros honorarios en la cantina del otro, y que esa medida se extendería también a los suboficiales.

Es necesario que hable de la noche de San David; de los puerros crudos que se comían al redoble del tambor, con un pie en una silla y otro sobre la mesa de la cantina, enriquecida por el botín obtenido en el Palacio de Verano en Pekín, en 1900, cuando sellamos un pacto solemne de amistad con el Cuerpo de la Marina de los Estados Unidos. (Los puerros no tienen tan mal sabor, en contra de lo que diga Shakespeare). Y de la Cabra Real con cuernos dorados, que una vez saltó sobre la mesa de la cantina llevando a un niño con un tambor encima. Y del brindis por las espuelas de oro del comandante Toby Purcell, que decoraron la batalla de Boyne y que perdió en un naufragio cerca de las costas de Terranova alrededor de 1840. Y del brindis por Shenkin Ap Morgan, el primer caballero de Gales. Y de los Granaderos Británicos, el paso de marcha de nuestro regimiento, porque al contrario de lo que la mayoría de la gente piensa, el término British Grenadiers no se refiere sólo a los guardias de granaderos. El término incluye a todos los regimientos, entre ellos al Real Galés, que llevan granadas, como un recuerdo de la época lejana en que éstas formaban parte del armamento de mano de las tropas de asalto.

Durante la guerra, los Fusileros Reales de Gales aumentaron sus efectivos de manera tan considerable que estuvo a punto de perderse el esprit de corps del regimiento. Antes de la guerra tuvimos dos batallones de línea y el cuartel. Los nuevos reclutas, sin flash, cuatro batallones para el servicio en territorio nacional, no contaban en ningún sentido, a pesar de sus oficiales, miembros regulares del regimiento. El batallón de reservistas, que hacía su entrenamiento en el cuartel, era un paciente pobre de nuestro regimiento. Comenzaron a añadirse nuevos batallones. Hasta un Vigésimoquinto Batallón estuvo en Palestina en 1917, y demostró un nivel comparable al del Octavo. El regimiento (eso era la opinión general de los dos batallones de línea) aceptó provisionalmente a los batallones nuevos del Ejército tan pronto como éstos demostraron su valor en el campo de batalla. En cambio, nunca aceptó a los soldados acantonados en Inglaterra, dándoles el nombre de mata-perros. El hecho es que, cuando tres o cuatro de los batallones nuevos se enviaron al combate, fracasaron lamentablemente en el intento de desembarcar en Gallípoli, en la bahía de Suvla. Según se supo más tarde, uno de esos batallones llegó a negarse a obedecer órdenes de sus oficiales; el oficial de mando, un militar de carrera, no quiso sobrevir a una desgracia que ni siquiera la buena labor realizada más tarde por esos batallones en Gaza no pudo borrar. El resto de los batallones se unió a la Primera División en Francia a comienzos de 1915, y perdieron de una manera casi inútil sus ametralladoras en Givenchy. Hacia 1915, las ametralladoras del regimiento se consideraban casi sagradas. Perderlas antes de que el batallón entero fuera reducido a la nada, constituía una verdadera deshonra, de la misma manera que, si en el siglo XVII o XIX un regimiento perdiera sus insignias en el curso de una batalla. El oficial de tiro que había abandonado sus ametralladoras se había alegrado de haber hecho saltar los detonadores, de manera que resultaran inútiles para el enemigo. Pero se había olvidado de recoger las cajas de repuestos. El Segundo Batallón hizo una incursión en el mismo sector, año y medio después, y logró recobrar una de las ametralladoras, que desde su pérdida habían disparado activamente contra nuestras trincheras.

Al llegar al cuartel, a los oficiales de la Reserva Especial se nos recordó nuestra buena fortuna: si la guerra duraba, tendríamos el privilegio de servir con uno u otro de los batallones de línea. En tiempo de paz, todo aspirante al título de oficial debía no sólo pasar los exámenes de la Real Academia Militar de Sandhurst, y ser recomendado por dos oficiales importantes del regimiento, sino poseer una cuantiosa renta personal que le permitiera jugar a polo, cazar y mantener la reputación social del regimiento. A nosotros se nos eximía de esos requisitos; pero debíamos comprender que no «pertenecíamos» al «regimiento» en el sentido especial. Un permiso para servir en el en tiempos de guerra debería satisfacer nuestras mayores aspiraciones militares. No éramos oficiales temporales, como los del Nuevo Ejército, sino que tendríamos comisiones permanentes en el Batallón de la Reserva Especial. Se nos recordó que el Royal Welch no se consideraba inferior a nadie, ni siquiera a los Guardias Reales. Después de la guerra en Sudáfrica algunas comisiones habían tanteado el asunto para saber si les gustaría convertirse en Guardias de Gales, y la proposición había sido rechazada con indignación. Aquella transformación habría hecho que el regimiento fuera el más joven de toda la brigada, aún más que la Guardia Irlandesa de reciente constitución.

Se nos advirtió que durante el tiempo que sirviéramos con un batallón de línea, ninguno de nosotros debía esperar que lo recomendasen para recibir una orden o una condecoración, cualesquiera que fuesen. Una medalla ordinaria de campaña, una cita en el informe de servicios del batallón, debía servirnos de recompensa. Las condecoraciones no eran consideradas por el Real Galés como premios personales, sino como premios para todo el regimiento. Por lo tanto, debían destinarse a los soldados profesionales, a quienes podrían servir de ayuda para algún ascenso en actividades que nada tuvieran que ver con nuestro regimiento. Esto fue lo que, en efecto, sucedió. Debía de haber unos doscientos o trescientos oficiales de la Reserva Especial en territorio europeo antes de que terminara la guerra. Pero fuera de tres o cuatro a los que no recomendó directamente el comandante del batallón, sino que se distinguieron por sus propios actos mientras estuvieron agregados al estado mayor de la brigada o al de la división, o a los que se llamó para servir en los batallones del Nuevo Ejército o en otros regimientos, ninguno de nosotros fue condecorado. Recuerdo sólo tres excepciones. La proporción normal de premios, si se consideran las bajas que sufrimos (entre sesenta y setenta oficiales muertos), hubiera podido ser diez veces mayor. Me apresuro a decir que nunca realicé ninguna hazaña que hubiera merecido una condecoración durante toda mi estancia en Francia.

De cualquier manera, el espíritu de regimiento sobrevivió a todas las catástrofes. Nuestro Primer Batallón, por ejemplo, fue prácticamente aniquilado a los dos meses de haberse unido a la Fuerza Expedicionaria Británica. El joven Orme, que se unió a ella tan pronto salió de Sandhurst, durante la crisis de la primera batalla de Ypres, advirtió de pronto que estaba dirigiendo a un batallón reducido a sólo cuarenta rifles. Con éstos, y otra pequeña fuerza, los restos del Segundo Batallón del Regimiento de la Reina, reducido a treinta soldados y dos oficiales, contribuyó a recuperar tres líneas de trincheras, y por poco pierde la vida. El batallón, una vez reconstituido combatió tenazmente en Bois Grenier en diciembre, pero lo hicieron añicos en las batallas de Aubers y Festubert el siguiente mes de mayo; y también en Loos en setiembre, donde sólo uno de los oficiales sobrevivió al ataque, oficial de ametralladoras del Regimiento de South Staffordshire. Exactamente lo mismo ocurrió algún tiempo después en las batallas de Fricourt, en el bosque de los fresnos, en el bosque de Delville y en Guinchv, en el frente del Somme en 1916, y nuevamente en Puisieux y Bullecourt, en las batallas de la primavera de 1917, y nuevamente, hasta el armisticio. En el curso de la guerra, por lo menos quince o veinte mil soldados deben de haber pasado por cada uno de los dos batallones de línea, cuyas fuerzas efectivas nunca ascendieron a más de ochocientos hombres. Después de cada catástrofe, las filas se llenaban con nuevos soldados que llegaban de Inglaterra, con los heridos leves de los desastres ocurridos tres o cuatro meses antes, y con los heridos más graves con heridas más antiguas.

Durante toda la guerra, no sólo los oficiales y los suboficiales del Primer y Segundo Batallón conocieron la historia del regimiento. En efecto, los soldados sabían más sobre las batallas de Minden, Albuera y Waterloo, y sobre la batalla de las Pirámides, que sobre lo que ocurría en los otros frentes de batalla, o sobre las causas oficiales de la guerra.