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Acababa de llegar a Harlech, después de terminar mis estudios en Charterhouse, cuando Inglaterra le declaró la guerra a Alemania. Un día o dos después decidí alistarme. En primer lugar, aunque los periódicos predecían una guerra de muy corta duración, terminaría cuando mucho para Navidad, yo esperaba que durara lo suficiente para demorar mi ingreso en Oxford en octubre, que me parecía algo temible. No había considerado la posibilidad de que me enviasen al campo de batalla, sino que esperaba incorporarme a una división que permaneciera en el país en tanto que las fuerzas regulares eran enviadas al extranjero. En segundo lugar, me sentía ultrajado al leer la cínica violación de la soberanía de Bélgica, realizada por los alemanes. Aunque pensaba que el veinte por ciento de los relatos sobre aquellas atrocidades eran una exageración debida a la situación bélica, aquello no era, por supuesto, suficiente. Hace poco vi los siguientes recortes de periódicos de la época colocados en orden cronológico:

«Cuando se supo la caída de Amberes, las campanas de las iglesias se echaron al vuelo (por ejemplo en Colonia y en todas las poblaciones de Alemania).» Kólnische Zeitung.

«Según el Kólnische Zeitung, a los sacerdotes de Amberes se les obligó a tocar las campanas cuando la fortaleza fue tomada». Le Matin.

«Según lo que The Times ha logrado saber en Colonia y Paris a los desdichados sacerdotes belgas que se negaron a tocar las campanas cuando Amberes se tomó, los sentenciaron a trabajos forzados». Corriere della Sera.

«Según informaciones que el Corriere della Sera ha recibido de Colonia, a través de Londres, se ha confirmado que los bárbaros conquistadores de Amberes castigaron a los desgraciados sacerdotes belgas por su heroica negativa a tocar las campanas, colgándolos de las propias campanas, con la cabeza hacia abajo, como badajos vivientes». Le Matin.

En las trincheras, unos cuantos meses más tarde, me encontré en una compañía en que, de cada cinco jóvenes oficiales, cuatro tenían, por coincidencia, madres alemanas o padres alemanes que habían adoptado la ciudadanía inglesa. Uno de ellos me dijo:

—Me alegro de haberme incorporado al ejército en el primer momento. Si hubiera esperado un mes o dos, me habrían acusado de ser un espía alemán. Tengo un tío que ha sido detenido y recluido en la prisión de Alexandra, mi padre ha podido seguir en su club de golf sólo por tener dos hijos en las trincheras.

—Bueno, yo en cambio tengo tres o cuatro tíos en el lado contrario y también muchos primos. Uno de mis tíos es general. Pero eso no tiene importancia. Del único de quien me enorgullezco es de mi tío Dick Poore, el almirante británico que comanda el Nore.

Entre estos familiares enemigos estaba mi primo Conrad, único hijo del cónsul de Alemania en Zúrich. En enero de 1914 había esquiado con él por los bosques que rodean la ciudad. Y una vez nos deslizamos juntos en un trineo por la Dolderstrasse que atraviesa Zúrich, donde los faroles del alumbrado público estaban protegidos con sacos de arena, y donde los trineos familiares eran atropellados a menudo por trineos individuales; alguien se rompía siempre los brazos o las piernas en esos incidentes, y la multitud pensaba que era muy divertido. Conrad hizo toda la guerra con un regimiento bávaro de primer orden, y ganó la medalla Pour la Mérite, una condecoración que se concede aún más raramente que la Cruz de la Reina Victoria en Inglaterra. Poco después de terminada la guerra, una banda armada de bolcheviques lo mató en un pueblo del Báltico adonde le habían enviado a hacer una requisación. Conrad era un joven educado, orgulloso, interesado sobre todo en la historia natural, que acostumbraba a pasar horas enteras en los bosques estudiando las costumbres de los animales salvajes; le resultaba intolerable que se disparara contra ellos.

Tal vez el acto militar por que más se distinguió un miembro de mi familia fue el realizado por un tío alemán; lo habían reclutado a la edad de cuarenta y cinco años como teniente de artillería de Baviera. Mi hermano John lo vio hace un año o dos, y mencionó por casualidad su proyecto de visitar Reims. Mi tío le dijo, dándole un codazo:

—Observa la catedral. Un día, durante la guerra, mi general de división me mandó llamar y me dijo: «Teniente de artilleros von Ranke, según tengo entendido usted es luterano y no católico romano». Lo admití. Entonces añadió: «Tengo una misión muy desagradable que encomendarles, teniente. Esos miserables franceses están usando la catedral como puesto de observación. Piensan que pueden hacerlo impunemente por tratarse de la catedral de Reims, y desde allí disparan a nuestras trincheras. Lo he mandado llamar para ordenarle que los desaloje del lugar». No habíamos disparado más que dos cañonazos cuando el torreón se vino abajo, con franceses y todo. Tuvimos muy buena puntería. Estoy orgulloso de que los destrozos se limitaran a eso. En verdad, debes ver la catedral.

El secretario del club de golf de Harlech me sugirió solicitar el grado de oficial en vez de alistarme. Llamó por teléfono al regimiento más próximo, el de los Fusileros Reales de Gales, con sede en Wrexham, y le dijo a un oficial que yo había servido en el Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de Charterhouse. El oficial dijo:

—Envíelo directamente aquí.

El 11 de agosto comencé el entrenamiento, y de inmediato me convertí en un héroe. Mi madre anunció:

—Nuestra raza ha enloquecido —y consideró mi decisión como un acto religioso; mi padre estaba orgulloso de que yo «hubiese hecho lo único correcto». Hasta llegué a recuperar, durante un tiempo, el respecto de C. L. Graves, del Spectator y el Punch, el tío con quien recientemente había tenido una controversia. Cuando dos trimestres antes me dio un soberano, le escribí para darle las gracias, diciéndole que al fin podría comprar el Libro de Notas, El camino de toda carne[2] y los dos Erewhon de Samuel Butler. Eso lo enfureció, como a todo buen victoriano.

La mayor parte de los solicitantes de un cargo de oficial en Wrexham eran muchachos que habían fracasado recientemente en los exámenes de la Real Academia Militar de Sandhurst, y trataban de ingresar en el ejército regular por la puerta trasera de la milicia, rebautizada con el nombre de Reserva Especial. Sólo uno o dos muchachos más se habían presentado como yo, por interés en la guerra y no por hacer carrera. En el cuartel había una docena de oficiales reclutados que estudiábamos las distintas maniobras militares. La experiencia anterior en Charterhouse me ayudó, a pesar de no saber nada sobre las tradiciones del Ejército y de cometer los peores errores en que puede incurrir un soldado: saludaba militarmente al jefe de la banda, era incapaz de reconocer al coronel cuando vestía de civil, caminaba por la calle sin cinturón, conversaba con los soldados y los civiles indistintamente. Aunque pronto aprendí los reglamentos, mi mayor dificultad estribaba en no saber tratar a los soldados de mi pelotón con el aire de autoridad necesario. Muchos de ellos eran antiguos soldados reenganchados, y a mí me disgustaba jactarme de saber más que ellos. Había dos o tres soldados muy viejos empleados como personal de almacén, que llevaban distintivos de Birmania, de 1885, e incluso de campañas anteriores y que por lo general tenían también la medalla de los Rooti[3], obtenida por buenos servicios, medalla que se concedía por «dieciocho años de servicios, sin ningún delito conocido». Se decía de uno de aquellos ancianos, llamado Jackie Barrett, un personaje de Kipling:

—Ahí va Jackie Barret. Él y su amigo del alma desertaron del regimiento en Quetta, y cruzaron a pie la frontera noroeste. Tres meses después, Jackie se entregó al cónsul británico en Jerusalén como desertor. Por cierto, en el camino enterró a su amigo.

Después de pasar sólo unas tres semanas en el cuartel, me enviaron a un campo de prisioneros recién creado para aliados del enemigo, en Lancaster. Situado en una fábrica abandonada de vagones de ferrocarril, cerca del río, el campamento era un lugar sucio y frío, lleno de viejos instrumentos metálicos y cercado por alambradas de púas. Había allí cerca de tres mil prisioneros, y llegaban más y más diariamente: marinos arrestados en los barcos alemanes en el puerto de Liverpool, camareras de los grandes hoteles del norte, una o dos extrañas bandas de música alemanas, inofensivos viajantes de comercio y tenderos alemanes. Los prisioneros lamentaban haber sido internados en aquel campo, especialmente los padres de familia que habían vivido pacíficamente en Inglaterra durante muchos años. El único consuelo que les podíamos ofrecer era decirles que estarían más seguros allí que fuera. El sentimiento antialemán había comenzado a desbordarse; las tiendas de nombre alemán eran asaltadas constantemente; incluso a las mujeres alemanas se las hacía sentir personalmente responsables por las pretendidas atrocidades cometidas en territorio belga. Además, les decíamos, si estuvieran en Alemania se habrían visto obligados a incorporarse al ejército. En aquella época aún podíamos jactarnos de nuestro sistema de reclutamiento voluntario. No se nos podía ocurrir que un día la suerte de aquellos internados que debíamos proteger hasta el fin de la guerra sería amargamente envidiada por los soldados británicos enrolados a la fuerza.

En el verano de 1915, The Times reprodujo un relato publicado en un periódico alemán por herr Wolff, un prisionero que había sido canjeado, sobre sus experiencias en Lancaster en 1914. The Times se burlaba de las declaraciones de Wolff, según las cuales había sido detenido con otros cuarenta empleados del Hotel Middland de Manchester y enviados, con las manos esposadas y grilletes en los pies, en vagones especiales hasta Lancaster, escoltados por cincuenta policías de Manchester armados con fusiles. Pero era la verdad, porque yo personalmente los recibí de manos del inspector jefe, un notable personaje envuelto en una capa militar, quien me hizo el honor de tributarme un espléndido saludo. Había hecho bien su trabajo, y parecía enorgullecerse de ello; el único incidente ocurrido había sido la rotura de dos ventanas por los fusiles. Wolff declaraba que en los campos de concentración se hallaban hasta niños, lo cual también era cierto. Había una docena o más de muchachos de las bandas alemanas, que habían sido internados porque parecía más humano que separarlos de sus amigos y enviarlos a un taller sostenido por la asistencia pública. Pero mantener su pureza moral en el campo le producía a la dirección graves problemas.

Yo gobernaba un pelotón de unos cincuenta reservistas especiales, la mayor parte de los cuales no contaba más de seis semanas de servicio: era un grupo de galeses salvajes de los condados vecinos. Se habían alistado en el ejército tan pronto como comenzó la guerra, considerando que era el medio más eficaz de evitar las molestias de un campo de entrenamiento; verse forzados a continuar más allá de las dos semanas que esperaban los exasperaba. Desertaban constantemente y tenía que buscarlos y devolverlos la policía; ésta parecía tenerles más miedo a los prisioneros que éstos a la policía. Yo detestaba tener que hacer la ronda de los centinelas en las noches oscuras a eso de las dos o tres de la mañana. A menudo se me apagaba la linterna y, mientras trataba de volver a prenderla, oía la amedrentada voz de un centinela:

—¡Alto! ¿Quién vive?

Sabía que el hombre estaba con el rifle preparado y con cinco cartuchos en el cargador. Los centinelas disparaban a menudo contra las sombras. Los prisioneros, sobre todo los marinos, reñían constantemente entre sí. Una mañana vi a un prisionero escupir dientes y sangre: le pregunté qué había ocurrido.

—Oh, nada, señor, un buen amigo me dio un golpe en la mandíbula.

Frecuentemente recibíamos delegaciones que llegaban a quejarse de la alimentación, la misma comida que comíamos los soldados. Pero después de cierto tiempo, los prisioneros adoptaron una actitud de resignación, y comenzaron a buscarse pasatiempos: reuniones musicales y juegos, y a elaborar planes de evasión. Tenía problemas mucho mayores con mis galeses, que siempre estaban tratando de escapar del cuartel, aunque todas las posibles salidas estaban vigiladas. Al fin descubrí que se deslizaban por el alcantarillado. Se jactaban siempre de sus éxitos con las mujeres. El soldado Kirby me dijo un día:

—¿Sabe usted, señor? Al domingo siguiente de nuestra llegada, todos los predicadores de Lancashire repitieron: «Madres, cuidado con vuestras hijas, han llegado los soldados galeses».

En Lancaster fui víctima de un accidente desagradable. El teléfono estaba instalado en la oficina donde yo dormía sobre un escritorio inclinado. Una noche, Pack Saddle (el nombre en clave con que se designaba al oficial jefe de aprovisionamiento, del sector occidental) me telefoneó desde Chester pasada la medianoche, para transmitirme órdenes referentes al racionamiento que nos debía proporcionar para un contingente nuevo de cuatrocientos prisioneros, que iban a enviarnos desde Chester y Gales del Norte. En la mitad de una conversación que resultaba difícil debido a una tormenta, al sueño y a la irritabilidad de Pack Saddle, sacudió la línea un relámpago en alguna parte. Una descarga eléctrica me hizo dar una vuelta completa sobre mí mismo, y no pude usar el teléfono sin sudar y temblar hasta unos doce años más tarde.

Vigilar prisioneros me parecía un papel antiheroico para desempeñar en la guerra que, hacia octubre, había alcanzado un momento crítico; deseaba ir a combatir en el continente. Mi entrenamiento se había interrumpido y yo sabía que, aunque lograra abandonar aquel puesto, debía pasar por lo menos uno o dos meses de entrenamiento antes de que me enviaran al frente. Cuando volví al cuartel, el capitán Crawshay, un militar regular, le encontró dos defectos. El primero de todos fue haber acudido a un sastre poco competente, y además mi ordenanza descuidaba el brillo de los botones, el cinturón y las botas. Como nunca había tenido un criado, no sabía lo que podía exigírsele. Para terminar, Crawshay me llamó a la Sala de Ordenanzas, donde me dijo que no me enviaría a Francia hasta que no tuviera mayor cuidado con mi guardarropa y no adquiriera un aspecto más marcial. El informe del comandante de mi compañía decía: «Es una calamidad y no tiene nada de soldado». Pero la paga apenas me alcanzaba para cubrir mis gastos mínimos, y no podía pedirles a mis padres que me compraran otro uniforme cuando acababa de asegurarles que poseía todo lo necesario. Crawshay decidió después que yo debía de ser mal deportista, probablemente porque el día del Grand National en que corría un caballo suyo, todos los oficiales jóvenes pidieron permiso para ir a las carreras menos yo. Me ofrecí para ocupar el puesto de un oficial que quería tener ese día libre.

Uno por uno, a todos mis compañeros los enviaron a Francia para reemplazar las bajas del Primer y Segundo Batallón, mientras yo permanecía en el cuartel, sin saber qué hacer. Pero una vez más, el boxeo me ayudó. Johnny Basham, un sargento de nuestro regimiento, se preparaba en aquella época para pelear con Boswell y competir por el trofeo Landsale, de peso ligero. Una tarde visité el campo de entrenamiento, donde Basham se ofrecía a pelear tres asaltos con cualquier miembro del regimiento. Un joven oficial se puso los guantes, y Basham logró hacer reír a carcajadas al público, en cuanto logró medir a su adversario, manteniéndolo a raya y haciéndolo quedar como un imbécil. Le pregunté al entrenador de Basham si me daba una oportunidad. Me prestó unos calzoncillos y subí al cuadrilátero. Fingiendo no saber nada de boxeo, abrí con la derecha y me moví con torpeza. Basham creyó tener otra oportunidad de hacer reír al público, descubrió la guardia y comenzó a bailar a mi alrededor, desafiante. Le sorprendí fuera de equilibrio y de un golpe lo dejé tendido en el cuadrilátero. Cuando se recobró se lanzó contra mí, pero logré mantenerme en pie. Cuando comencé a reír, él se rió también. Tuvimos tres asaltos muy movidos, y con gran decencia me hizo sentir que yo era mucho mejor boxeador de lo que en realidad era, acomodando su ritmo al mío. Tan pronto como Crawshay supo la historia, me llamó a mi barraca y me dijo que se había enterado con gran satisfacción de mi actuación; que para un oficial, boxear de esa manera significaba alentar a sus soldados; que se había equivocado sobre mis condiciones atléticas, y que, para mostrarme su aprecio, me inscribiría en la lista de los que debían partir para Francia en el término de una semana.

De los oficiales que habían enviado antes que a mí, varios habían muerto o habían sido heridos. Los muertos incluían a un diputado por el partido liberal, el segundo teniente W. G. Gladstone, a quien llamábamos Ojos alegres. Tendría unos treinta años, era nieto del viejo Gladstone, a quien se parecía físicamente y asumía las funciones de lord teniente por su condado. Antes de estallar la guerra, se había declarado antibelicista, lo que le valió recibir los reproches de sus granjeros de Hawarden, quienes, avergonzados, llegaron a amenazarlo con tirarlo a un estanque. Al comprender que una vez declarada la guerra cualquier protesta carecería de sentido, se unió al regimiento como segundo teniente. Sus convicciones políticas permanecieron intactas, pero, siendo un hombre de gran integridad, se negó a aceptar un empleo burocrático como coronel en el estado mayor del Ministerio de la Guerra. Poco después de llegar a Francia, donde estaba acantonado el Primer Batallón, fue herido por un francotirador y murió poco después. El general French envió su cadáver a Inglaterra, donde recibió un funeral militar en Hawarden; yo asistí a él.

Guardo aún uno o dos vagos recuerdos de aquel período de entrenamiento en Wrexham. El propietario de la casa donde me alojaba, un abogado galés, nos cobraba más de lo debido aunque fingía una actitud amistosa hacia nosotros. Usaba una peluca, o para ser más exacto, tres pelucas, con cabellos de distintas medidas. Después de llevar la del cabello de largo regular, se ponía la peluca del cabello largo, y decía que ya era tiempo de hacerse cortar el pelo. Entonces salía de casa y, en un lavabo Público tal vez o detrás de un buzón solitario, cambiaba la peluca por la del cabello corto, que llevaba hasta el día de cambiarla una vez más por la de cabello de largo medio. Aquel engaño se hizo público el día que uno de los oficiales que vivía conmigo se emborrachó y registró su cuarto. Aquel oficial, un tal Williams, era un ejemplo extremo del galés taimado. Cuanto más borracho estaba más asombrosas eran sus confesiones. Una vez, me habló sobre una muchacha irlandesa a quien había prometido matrimonio, y con quien se había acostado, bajo el efecto de un anillo de compromiso de diamantes.

—En realidad era falso —se vanagloriaba. El día antes de la boda, ella había perdido un pie, bajo las ruedas de un tranvía de Dalky, y él se apresuró a salir inmediatamente de Dublín—. ¡Pero, Graves, hasta que le ocurrió eso, era una muchacha encantadora, encantadora!

Williams había sido estudiante de medicina en el Trinity College de Dublín. Cada vez que visitaba Chester, el pueblo vecino, para conseguir alguna prostituta, no sólo apelaba a su patriotismo para que no le cobrara, sino que daba siempre mi nombre. Me enteré de ello, porque aquellas mujeres comenzaron a escribirme cartas llenas de reproches. Al fin le dije delante de los demás oficiales:

—De hoy en adelante, te vas a distinguir de todos los demás Williams que hay en el regimiento porque te llamarán El sucio Williams —el mote tuvo éxito. De un modo u otro se las ingenió para no ir a las trincheras, salvo un breve periodo en un sector tranquilo, y pasó la guerra tranquilamente.

El soldado Probert procedía de Anglesey, y se había unido a los reservistas en tiempo de paz para mejorar su salud. En septiembre, todo el batallón dio su consentimiento para ir a combatir en ultramar, excepto Probert. Se negó a ir, y ni las amenazas ni las razones le hicieron cambiar de opinión. Finalmente se le envió ante el coronel, que estaba totalmente asombrado ante su obstinación. Probert le explicó:

—No es que tenga miedo, coronel. Pero no quiero morir. En casa tengo una mujer y unos cuantos cerdos.

Mientras no llegaban los uniformes color caqui, los soldados del batallón vestían un uniforme azul marino, todos, con la excepción de Probert. El coronel decidió avergonzarlo, y él continuó, por órdenes superiores, llevando la casaca escarlata de tiempos de paz y unos pantalones azules con una raya roja; su casaca estaba muy sucia, porque lo habían incorporado al personal de cocina. Sus colegas le llamaban el Petirrojo, y en su honor cantaban a coro una canción que se hizo popular:

Jamás demuestro enojo

cuando me llaman petirrojo,

¡peti, peti, peti

petirrojo!

La capa roja es la mejor defensa,

es mi manera de pedir clemencia.

Pero aquello a Probert parecía no importarle:

Por más que me llamen petirrojo

seguiré llevando mi casaca escarlata.

Si es necesario me pondré una capa

para que me sigan llamando petirrojo.

En octubre le dieron de baja por incapacidad: «Inteligencia no suficientemente desarrollada, incapaz de servir en las fuerzas armadas de Su Majestad», y fue a reunirse felizmente con su mujer y sus cerdos. Del coro de bromistas, pocos fueron los que, tras sobrevivir a los combates de Festubert en mayo siguiente, sobrevivieron a los de Loos en septiembre.

Los nuevos oficiales pasaban mucho tiempo en las salas de ordenanzas de su compañía o batallón, donde se les enseñaba el arte de castigar el delito. Por delito se entendía cualquier violación de los reglamentos reales; y eran bastantes. Las sesiones Podían durar cuatro o cinco horas al día, al ritmo de un delito cada tres o cuatro minutos… esto, aparte de las docenas de ofensas menos graves que resolvían los comandantes de cada compañía. El salón de ordenanzas del batallón tenía por lo general que tratar de los siguientes delitos: deserción, negativa a obedecer una orden, uso de lenguaje obsceno ante un oficial, ebriedad y desorden, robo a un camarada, etc. Las noches de paga era raro encontrar a un hombre sobrio; pero aquello se pasaba siempre por alto y, tan pronto como el oficial de la compañía apagaba las luces, reinaba el silencio. Dos años más tarde, los delitos serios habían disminuido en un veinte por ciento de esa cifra, aunque los efectivos de batallón se habían triplicado, y muchos casos que antes el oficial de la compañía trataba sumariamente pasaban al coronel; la ebriedad había dejado prácticamente de considerarse como delito.

Taylor, un joven soldado de mi compañía, había estado conmigo en Lancaster, donde yo le había comprado una armónica para tocar durante las marchas; durante millas y millas podía tocar una melodía tras otra. Los demás soldados llevaban su mochila y su rifle. En Wrexham, las noches de paga, acostumbraba a sentarse en un local cerca de la estación del ferrocarril y tocar algunas melodías para que bailaran los borrachos. El nunca bebía. La música comenzaba con ritmo lento, pero gradualmente se hacía más rápida, hasta adoptar otro frenético; siempre retardaba este climax hasta mi llegada con el oficial de la compañía encargado de mantener el orden. Cuando el sargento abría la puerta con una patada y aullaba: «¡Compañía F, atención!», Taylor se interrumpía, se guardaba la armónica en un bolsillo y de un salto se ponía en pie. En cuanto a los borrachos, se quedaban helados en medio de sus movimientos, sonriendo estúpidamente.

La primera vez que asistí al tribunal, se desarrolló un caso más o menos de la manera siguiente:

SARGENTO (fuera de escena). —Ahora usted, 99, Davies, Compañía F, quítese la gorra, ¿me oye? Quítese la gorra, ¡quítesela! Muy bien. Escolta y prisionero, media vuelta a la derecha, ¡derecha! paso redoblado, ¡marchen! ¡Vuelta a la derecha! (En escena) ¡Vuelta a la izquierda! Escolta y prisionero, ¡alto! ¡Vuelta a la izquierda!

CORONEL. —Lea el cargo, sargento.

SARGENTO. —El soldado número 99 W. Davies. Compañía F, en Wrexham el 20 de agosto: conducta impropia de un soldado. Cometió un acto indecente en el patio de barracas. Testigos: el sargento Timmins y el cabo Jones.

SARGENTO TIMMINS. —Señor, en la fecha indicada, a eso de las dos de la mañana, estaba de guardia y el cabo Jones me informó sobre el asunto. Yo inspeccioné. Fue el prisionero, señor.

CORONEL. —¡Cabo Jones! Su testimonio.

CABO JONES. —Señor, en la fecha mencionada, cruzaba yo el patio de barracas, cuando vi al prisionero sentado en el suelo, producía excrementos, señor. Tomé su nombre y lo comuniqué al sargento, señor.

CORONEL. —Bueno, soldado Davies, ¿qué puede usted decir sobre esto?

99 DAVIES (con un tono cantarín). —Señor, de pronto me sentí muy mal, señor. Tenía una diarrea increíble. Tenía que hacerlo, señor.

CORONEL. —Pero, soldado, las letrinas no quedaban más que a unos cuantos metros del lugar.

99 DAVIES. —Coronel, señor, no es posible contener a la naturaleza.

SARGENTO. —¡No se le responde a un oficial de esa manera!

(Pausa).

SARGENTO TIMMINS (tose). —¿Señor?

CORONEL. —Diga, sargento Timmins.

SARGENTO TIMMINS. —Señor, tuve ocasión de examinar su porquería, y había sido hecha con esfuerzos, señor.

CORONEL. —Soldado Davies, ¿acepta usted el cargo?

99 DAVIES. —Sí, coronel, señor.

CORONEL. —Ha cometido usted un acto muy sucio, y ha deshonrado usted a su regimiento y a sus camaradas. Es necesario dar un ejemplo. Diez días de arresto.

SARGENTO. —Escolta y prisionero, ¡media vuelta a la izquierda! Marchen: ¡vuelta a la izquierda!

(Fuera de la escena). —¡Escolta y prisionero, alto! ¡Póngase la gorra! Condúzcanlo a la prisión. ¡El siguiente caso!

Todos aquellos casos me producían estupor y me abatían el ánimo. Nunca llegué a acostumbrarme, aun después de haber sentenciado por mi cuenta a millares de hombres. El único cambio introducido por el elemento civil en el ejército fue que, a mediados de la guerra, el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas decidió que a partir de ese momento las órdenes de: «Prisionero y escolta, ¡media vuelta a la derecha, derecha! ¡Marchen!», serían reemplazadas por: «Acusado y escolta, ¡media vuelta a la derecha, derecha! ¡Marchen!»… Se presentaban muy pocos casos interesantes… Hasta el lenguaje obsceno, que tenía que ser reproducido en el juicio, era siempre tediosamente el mismo, la única variación que recuerdo del arsenal de cuatro palabras la proporcionó el suboficial, acusado de amenazar a un suboficial y emplear lenguaje obsceno:

—Cabo Smith —le había dicho—; dos hombres se encontrarán frente a dos montañas.

Cuando el coronel preguntó qué significaba aquello, el cabo explicó que aunque dos montañas nunca podían encontrarse, dos hombres sí podían hacerlo, que aquellos dos hombres podían muy bien ser él y el detenido; que ese encuentro podría tener lugar en tiempo de paz, y el prisionero podía perfectamente desear golpearlo. A pesar de lo remoto de aquella interpretación, el prisionero se ganó siete días de prisión. El humor lo proporcionaban sobre todo los irlandeses de las colinas, que tenían un dominio imperfecto del inglés. Uno de ellos, acusado de haberse ausentado del acto de presentación de armas y de haber usado lenguaje obsceno delante del sargento, gritó con profunda indignación en la Sala de Ordenanzas:

—¡Coronel, señor, el sargento me dijo que me quedara de guardia; yo no se lo pedí! ¡Y ahora ese maldito hijo de perra declara que sí!

El mayor número de cargos simultáneos hechos a un soldado que yo haya conocido se produjo en el caso de Boy Jones, en Liverpool en 1917. Fue acusado de haber empleado lenguaje obsceno al tratar con el director de la banda; luego, de haberse librado de la prisión que mereció por aquel delito. Luego, de haberse ausentado por propia voluntad del regimiento para ser aprehendido en la línea Hindenburg, Francia. El cuarto cargo era haber ofrecido resistencia a la escolta. El quinto, tener en su poder bienes pertenecientes al regimiento. Boy Jones, que tenía sólo catorce años, y representaba trece, se había deslizado entre los barrotes de su celda y, después de reunir algunas propiedades ilegalmente en su barraca, se había dirigido a la estación de Liverpool en espera de una víctima, que resultó ser un soldado del batallón Bantam, que volvía de Francia. Ese batallón formado por voluntarios demasiado jóvenes para pertenecer al Ejército regular. Boy Jones se las ingenió para emborrachar a uno, y luego le robó su rifle, el equipo, las insignias y los documentos y se marchó, usurpando su lugar. Al llegar a Francia, se incorporó a los Bantam; pero no era eso lo que deseaba. Quería estar con su propio regimiento, de manera que desertó de su batallón, estacionado en alguna parte al norte de Arras, y caminó hacia el sur, a lo largo de las trincheras en busca de su regimiento, usando ya para entonces su propio uniforme. Un par de días después llegaba al Cuartel General del Segundo Batallón, donde se puso a disposición del mismo, pero inmediatamente fue enviado a Inglaterra; en el viaje sostuvo una violenta riña con la escolta. El castigo concedido a todos aquellos odiosos delitos —diez días de encierro en un campo de prisioneros y unos buenos azotes propinados por el director de la banda—, nos pareció el más adecuado.

Una acusación poco común fue la que se sostuvo contra el sargento encargado de la cabra del regimiento. Primero el delito fue calificado como un crimen de lesa Majestad, y más tarde reducido a «falta del respeto debido a un oficial superior». El cargo era que el sargento, en Wrexham, en tal y tal fecha había prostituido a la Cabra Real, obsequio de Su Majestad, coronel en jefe del ejército, procedente de los establos reales de Windsor, al aceptar prestarla, mediante cierto pago a…, caballero, agricultor y criador de cabras, de Wrexham. Aunque el encargado de la cabra explicó que había hecho aquello en consideración por el animal, por el que sentía un gran aprecio, el coronel lo degradó de rango y le quitó el puesto.

En tiempos de paz, la mayor parte de los batallones regulares del regimiento estaban dirigidos principalmente por anglogaleses pertenecientes a familias de hacendados de la región, y no contenían más de un miembro de habla galesa entre cincuenta. La mayor parte de los reclutas procedían de Birmingham. El único habitante de Harlech, que se inscribió conmigo en el regimiento al comienzo de la guerra, fue un mozo de los campos de golf. Había tenido problemas poco antes por robar los palos de golf. Los miembros de la Iglesia Disidente consideran pecaminosa la profesión de soldado, y en Merioneth la Iglesia Disidente tiene la última palabra. Los miembros de esta Iglesia rezaban por mí, no por los riesgos físicos que podía correr en Francia, sino por los peligros morales que me amenazaban en la patria. No obstante, cuando Lloyd George se convirtió en ministro de Abastecimientos Militares en 1915, y persuadió a los disidentes de que la guerra era una cruzada, tuvimos una tremenda afluencia de galeses del norte. Fueron siempre soldados difíciles; a duras penas podían permanecer impasibles cuando los suboficiales maldecían delante de ellos.

En Wrexham, nosotros, los subtenientes, aprendíamos la historia del regimiento, ejercicios de tiro, tácticas militares empleadas en la guerra sudafricana, derecho y administración militares. Aprendimos a reconocer el sonido de la trompeta, a utilizar una ametralladora, y a comportarnos debidamente en las ocasiones formales. Nunca cavamos una trinchera, ni manejamos bombas; la más pequeña unidad táctica que conocíamos era la compañía, no el pelotón, mucho menos la sección. En aquella época sólo dos oficiales habían regresado heridos del frente; ambos habían dejado el Segundo Batallón después de la retirada de Mons. Ninguno hablaba mucho de sus experiencias. Uno de ellos, el Chorlito Jones, lo único que nos decía era esto:

—La primera cosa extrema que vi en Francia fue a tres mujeres desnudas colgadas por la cabeza en una carnicería.

El otro acostumbraba a decir:

—Los obuses alemanes son capaces de convertir en un infierno la vida del hombre, especialmente unos obuses grandes y negros. ¡En un infierno! Y ese tipo, el Chorlito, no servía para nada. Nosotros marchábamos y marchábamos, y él, por tener el corazón delicado, caía desmayado a cada momento y esperaba que su pobre y jodido pelotón lo llevara en andas, a él y a su equipaje. Todo el mundo juraba que era un farsante. No crean nada de lo que el Chorlito les cuente sobre la retirada.