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George Mallory hizo algo aún mejor que prestarme libros. Me llevó a hacer alpinismo en Snowdon durante las vacaciones. Yo conocía muy bien esas montañas por haberlas visto desde la ventana de mi habitación en Harlech. Durante la primavera, su distante gorro blanco confería a todo el paisaje un esplendor un poco triste. La primera vez que fui con George a Snowdon nos albergamos en el Snowdon Ranger Hotel, cerca del lago Quellyn. Era enero, y las montañas estaban cubiertas de nieve. Hicimos pocas escaladas de roca, pero logramos subir algunas cuestas nevadas con cuerdas y picos para el hielo. Recuerdo una ascensión a la cima. Al llegar, descubrimos que el techo del hotel que había sido arrancado por una tormenta la noche anterior se encontraba allí, nos sentamos cerca de un montón de piedras y comimos ciruelas de Carlsbad y bocadillos de paté de hígado. Geoffrey Keynes, el editor de la Nonesuch Blake, formaba parte del equipo. Él y George, que siempre se embriagaban de placer al final de una ascensión, comenzaron a arrojar las piedras del montículo hacia la chimenea del hotel hasta dejarla en un estado tan lamentable como el del techo.

A George aún hoy día se le considera como uno de los tres o cuatro mejores escaladores en la historia del alpinismo. Nadie esperaba que llegara a sobrevivir a su primera espectacular temporada en los Alpes. Después nunca perdió su audacia casi temeraria; sin embargo, sabía todo lo que hay que saber sobre técnicas de montañismo. Siempre me sentí completamente seguro con él en la cuerda. George hizo la guerra como teniente de artillería, pero supo mantener el ánimo haciendo alpinismo durante sus días de licencia.

Al terminar la guerra, George sintió un amor mayor que nunca por el montañismo. Murió cinco años después en el Everest. Nadie sabe si él o Irving llegaron a ascender los últimos quinientos metros, si estaban ya de regreso o qué fue lo que ocurrió; pero cualquiera que haya escalado alguna vez con George está convencido de que llegó a la cima y celebró la hazaña del modo que le era familiar, quedándose sin la reserva de fuerzas necesaria para descender. En los relatos periodísticos sobre su muerte me extrañó no leer que había comenzado a escalar cuando era aún becario en Winchester para corregir una insuficiencia cardíaca. Me contó que la vida en Winchester lo había hecho tan desgraciado que una vez se había escapado; lo único que había llevado consigo eran sus amados libros de matemáticas. Su otro título de gloria consistía en haber escrito la primera biografía moderna de James Boswell.

Su talento se desperdiciaba en Charterhouse donde, por lo menos en mi época, los muchachos generalmente lo despreciaban, en parte por no imponer una disciplina severa y en parte por no interesarse por el criquet ni por el fútbol. Intentaba tratar a sus discípulos de manera amistosa, cosa que los sorprendía y ofendía, ya que las tradiciones de la escuela exigían una batalla oculta entre alumnos y maestros. No considerábamos deshonroso robar, mentir o engañar a un maestro, aunque esa actitud hacia un compañero hubiera sido considerada inmoral. George también era rechazado por los maestros por negarse a aceptar ese estado de guerra y por hacer amistad con los alumnos siempre que le era posible. Cuando dos maestros, que se habían portado de un modo especialmente desagradable con él, murieron uno tras otro en un plazo muy breve, dijo bromeando:

—¿Lo ves, Robert? Mis enemigos desaparecen ante mis ojos.

Siempre lo llamé por su nombre, igual que tres o cuatro amigos más en la escuela. Esta falta de ceremonias se consideraba una debilidad por la mayor parte de los alumnos y por todos los maestros. A veces lo difícil de su posición le hacía perder la paciencia; sin embargo, siempre encontró cuatro o cinco alumnos que, como él, se sentían fuera de su elemento, y a través de la amistad lograban hacerse la vida más tolerable. Antes de la expedición final al monte Everest, había decidido renunciar y aceptar un trabajo en Cambridge en la Asociación de Enseñanza Obrera; estaba harto de tratar de enseñar a caballeros portarse como caballeros.

Pasé una temporada con George y con un buen número de alpinistas en el Pen-y-Pass Hotel de Snowdon en la primavera de 1914. En aquella ocasión emprendimos una ascensión real sobre los precipicios, y tuve la fortuna de hacerla con George, H. L. Porter (un experto de gran renombre), Kitty O’Brien y Conor O’Brien, su hermano, quien más tarde hizo un viaje famoso alrededor del mundo en un bote ridiculamente pequeño. Conor hacía aquella ascensión, según nos dijo, como un remedio al mal estado de sus nervios. Solía irritarse ante el menor problema; su voz se convertía en un chillido. Kitty se burlaba entonces un poco:

—¡Vamos, Conor, un poco más de cordura!

Entonces se disculpaba. Era marino, y acostumbraba a subir descalzo. A menudo, al escalar, uno tiene que soportar todo el peso del cuerpo en un par de dedos… pero dedos envueltos en pesadas botas. Conor se jactaba de poder apoyar sus pies desnudos en una grieta mucho mejor de lo que podía hacerlo cualquier bota.

El personaje más célebre de la excursión era Geoffrey Young, profesor de Eton y presidente del Club de Montañistas. Había perdido a sus cuatro mejores amigos escalando; era extraordinariamente prudente. Eso se veía no sólo por la manera con que preparaba todas las excursiones, examinaba la cuerda con atención, centímetro a centímetro, verificaba el estado de sus estoperoles o balanceaba el peso de su mochila, sino también por las precauciones que tomaba en la montaña misma. Antes de hacer cualquier movimiento, lo pensaba con extraordinaria cautela, como si se tratara de resolver un problema de ajedrez. Si el saliente siguiente estaba ligeramente fuera del alcance de su mano, o si su pie estaba precariamente apoyado, se detenía el tiempo necesario para pensar en un modo seguro de salir del problema. George se impacientaba a veces, pero Geoffrey no permitía que le apremiasen. Su baja estatura era para él una desventaja. Sin ser tan ligero como Porter, ni tan sorprendente como George, Geoffrey Young era el ejemplo del perfecto alpinista; y lo sigue siendo. Esto, a pesar de haber perdido una pierna en el frente italiano donde sirvió en una unidad de la Cruz Roja. Sigue haciendo sus ascensiones con una pierna artificial, y recientemente ha publicado el único libro sobre alpinismo que se puede usar con confianza. Me sentía muy orgulloso de estar en la misma cuerda con Geoffrey Young, y cuando un día me dijo: «Robert, tienes el mejor equilibrio natural que haya visto nunca en un alpinista», el elogio me agradó mucho más que si el Poeta Laureado del reino me hubiera dicho que tenía el más fino sentido del ritmo que hubiera encontrado en un joven poeta.

En realidad, debo haber tenido muy buen equilibrio. Una vez, en Suiza, eso me salvó de romperme una o ambas piernas. Mi madre nos llevó a Suiza en las vacaciones de Navidad de 1913, aparentemente a practicar deportes de invierno, aunque en realidad creo que fue porque consideró que era una buena oportunidad para que mis hermanas conocieran a jóvenes agradables de fortuna. Después de esquiar tres días, fui a Champéry, el sitio donde nos alojábamos, y donde la nieve estaba demasiado blanda, a Morgins, a trescientos metros de altura, donde estaba seca y dura y donde descubrí un tobogán cubierto de hielo. Sin ponerme a considerar que los esquíes no funcionan en modo alguno sobre el hielo, me lancé abajo. Después de unos cuantos metros, mi velocidad aumentó de una manera alarmante y descubrí con terror lo que me esperaba. El tobogán tenía varias curvas muy pronunciadas, y tuve que confiar enteramente en el balanceo del cuerpo para salir bien librado de ellas. Al llegar a la meta aún de pie, un aterrorizado funcionario del club deportivo me reprochó haber puesto en peligro mi vida en sus terrenos.

En un ensayo sobre alpinismo escrito en aquella época, dije que ese deporte hace que todos los demás parezcan triviales. «Las nuevas formas de escalada, o las variaciones sobre otras antiguas, nunca se hacen con un espíritu de rivalidad, sino sólo porque es agradable estar en un punto de la superficie terrestre donde no ha estado nadie anteriormente. Es agradable, también, estar a solas con un grupo elegido de personas, personas en las que se puede confiar por completo. El alpinismo, uno de los deportes más peligrosos, deja de serlo si se siguen las reglas necesarias. Si todos los miembros del grupo son físicamente competentes, si se observan con atención las condiciones meteorológicas, si se tienen los instrumentos de escalada adecuados, y se evitan la prisa, la ansiedad y los riesgos inútiles, el alpinismo puede ser un deporte más seguro que la caza del zorro. La caza implica factores que están fuera del control del individuo, tales como los cables o alambres escondidos, las zanjas en las que puede caer el caballo, los caprichos o vicios del animal. Los alpinistas confían por entero en sus propios pies, piernas, manos, hombros, sentido del equilibrio y en su apreciación de las distancias».

Mi primer precipicio fue Crib-y-ddysgel, una verdadera prueba para los principiantes. Un precipicio de quince metros… —esa altura asusta más que una de ciento cincuenta metros, ya que aunque la muerte resulta casi igualmente segura, es mucho más inmediata—, un alto acantilado de roca de la anchura de una habitación corriente que tiene que cruzarse de derecha a izquierda. En ese muro de roca no hay ningún saliente ni cornisa donde apoyar las manos y los pies que valga la pena mencionarse, y está demasiado inclinado como para poder apoyarse o arrodillarse sin resbalar. El ángulo de inclinación debe de ser, me imagino, de unos cuarenta y cinco o cincuenta grados. Una vez cruzado aquel paso sin daños, sentí que el resto de la ascensión resultaría fácil. A esa ascensión la llaman El gambito. Robert Trevelvan, el poeta, había pasado esa prueba el año anterior. Tuvo la desdicha de caer, pero después de rodar unos cuantos metros, lo detuvo la cuerda firmemente sujeta por el dirigente de su grupo. Aquella experiencia le resultó tan desagradable que no volvió a intentar escalar la montaña, y se conformó con pasear por los alrededores durante el resto de su estancia en Pen-y-Pass.

«Asegurar» la cuerda que va siempre enrollada alrededor de la cintura del alpinista, significa colocarla con toda rapidez en algún saliente del terreno, para que sostenga el peso del cuerpo y evitar de esa manera, en el caso de que el compañero de atrás o de delante pierda pie, que todo el grupo caiga al precipicio. La cuerda alpina tiene un punto de ruptura a un tercio de su extensión. Sólo un miembro del equipo se mueve en determinado momento, los otros lo esperan, asegurados. A veces, el dirigente tiene que desplazarse veinte o treinta metros antes de descubrir otro punto firme donde asegurar la cuerda y que se toma como referencia para el siguiente movimiento; de manera que, si llega a resbalar sin poder impedir la caída, caerá a una altura igual al doble de aquella distancia antes de ser izado por los demás.

Ese mismo día logramos una ascensión espectacular, aunque no especialmente difícil, en Crib Goch. En un momento determinado, atravesamos un contrafuerte que era como el filo de una navaja. De aquel contrafuerte se desprendía un pilar de roca, de los que técnicamente se conocen como monolitos. Escalamos a gatas el monolito, y nos encontramos en la cima que dominaba el valle a una altura de setenta metros; cada uno subió por turnos para contemplar el panorama. El paso siguiente era hacer un largo y cuidadoso rodeo desde la cima del monolito hasta la pared de roca; había allí un grieta lo suficientemente amplia como para admitir la punta de una bota, y una cornisa en la que se podía apoyar la mano a una altura conveniente, lo que permitía dar con facilidad un salto hasta la cornisa siguiente. Recuerdo que George me gritó:

—Ten cuidado al apoyar el pie, Robert. No desgastes el borde o nadie podrá volver a intentar este camino. Es necesario que resista por los menos quinientos años más.

Sólo una vez me vi en peligro. Porter me llevó a escalar una Parte conocida de la montaña. Aquella ascensión no se había intentado en los últimos diez años. A medio camino encontramos una «chimenea». Una «chimenea» es una fisura vertical en roca, lo bastante amplia como para admitir el paso de un cuerpo; mientras que una grieta permite sólo el paso de la bota. Uno pasa una chimenea por medio de movimientos laterales de la espalda y las rodillas, mientras que una grieta se escala con la cara frente al muro. Porter, que estaba a unos veinticinco metros por encima de mí, dio un pequeño salto para alcanzar un asidero fuera del alcance de su mano. Al hacerlo, movió un montón de piedras apiladas sobre la chimenea. Éstas resbalaron, y una, algo más grande que una pelota de criquet, me golpeó y me hizo perder el conocimiento. Por fortuna, estaba bien sujeto, y Porter logró alcanzar un sitio firme. La cuerda me detuvo; unos segundos más tarde recuperé el sentido y estuve en condiciones de continuar.

En Pen-y-Pass tomábamos un desayuno abundante al aire libre, con una barrica de cerveza antes de dirigirnos a la montaña cerca del mediodía. Snowdon es una montaña perfecta para los alpinistas; sus rocas son sólidas y nada resbaladizas. Algunos precipicios tienen más de trescientos metros de altura, pero todos son escalables, de un modo u otro, y siempre permiten un fácil descenso. Por la noche, al volver al hotel, nos dejamos casi hervir en tinas de agua caliente. Me acuerdo que contemplaba mi cuerpo con estupor: las uñas destrozadas, las rodillas amoratadas, el conjunto de músculos fortalecidos en todas partes bajo el cuello, y el sentimiento de satisfacción que aquello me producía. Mi peor escalada fue la de Lliwedd, el más formidable de los precipicios, cuando, en el punto en que era necesaria una mayor concentración, un cuervo comenzó a describir amplios círculos alrededor de todo el grupo. Aquello me resultó extrañamente perturbador, porque uno sólo marcha hacia arriba y hacia abajo, o de lado, y en cambio el cuervo parecía sugerir otras posibles formas de movimiento, tentándonos a seguir su ejemplo.