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Seguí sin tener amigos, excepto algunos de los miembros más jóvenes del edificio, ante quienes no ocultaba mi desagrado por los mayores; encontré que los más jóvenes eran por lo general un grupo decente. A finales de año, durante el campeonato anual de boxeo y gimnasia, peleé tres asaltos con Raymond. Hay mucho amor en el boxeo… el doble juego, la reciprocidad, el dolor que no se siente como dolor. No teníamos la intención ni de lastimarnos ni de ganar, aunque nos golpeamos con dureza.

Esta aparición pública mejoró mi posición en el edificio. Luego, el doctor volvió a permitirme jugar al fútbol, y jugué muy bien; pero las cosas comenzaban a ir mal en otro aspecto. Comenzó con la confirmación, para la cual fui preparado por un celoso maestro evangélico. Durante un período de tiempo concentré todos mis pensamientos en la religión, y consideré aquella ceremonia como un climax espiritual. Cuando ésta tuvo lugar y el Espíritu Santo se negó a descender en forma de paloma, no fui tocado por el don de las lenguas, nada espectacular sucedió (excepto que el muchacho a quien el obispo de Zululandia bendecía al mismo tiempo que a mí resbaló del angosto reclinatorio donde ambos permanecíamos arrodillados) y yo seguí esperando una reacción especial. Raymond no había sido confirmado, y me dejó sorprendido cuando admitió, incluso se jactó, de que era ateo. Yo discutía con él sobre la existencia de Dios y la divinidad de Cristo y la necesidad de la Trinidad. Él decía, de la Trinidad, que todo aquél que estuviera de acuerdo con el credo de san Atanasio, en que «quien busque la salvación deberá reconocer que no hay Tres Misterios divinos sino Uno Solo» declararía asimismo que el infierno es el castigo reservado a todos los que no creen en algo que es, por definición, imposible de comprender. El respeto que sentía por sí mismo como ser racional le impedía creer en tales cosas. También me preguntaba:

—¿Para qué quieres tener un alma, si ya tienes una mente? ¿Cuál es la función del alma? Me parece un mero peón en el tablero.

Debido a que amaba y respetaba a Raymond, me sentía obligado a buscar una respuesta a aquella chocante pregunta. Pero cuanto más la consideraba, menos seguro me sentía en mi terreno. Así que a fin de no perjudicar mi religión (consideraba mi religión y mi oportunidad de salvación por encima de cualquier amor terrestre) rompí por entero la amistad con Raymond. Más tarde me sentí flaquear ante esa decisión, pero como Raymond era un ateo absoluto e intransigente, no permitía que yo me acercara a él con un compromiso religioso. Durante el resto de nuestra estancia en Charterhouse mantuve las distancias. Sin embargo, en 1917, cuando él servía en los Guardias Irlandeses, fui a visitarlo a su campamento una tarde; para entonces yo era completamente agnóstico, y lo sentí tan próximo como siempre. Poco después de aquello, murió en Cambrai.

Mi relación con Raymond fue fraternal, no amorosa; pero en el cuarto año de estancia me enamoré de un muchacho tres años más joven que yo, excepcionalmente inteligente y fino de espíritu. Lo llamaré Dick. Dick no vivía en mi edificio, pero yo había ingresado recientemente en el coro de la escuela y él había hecho lo mismo, lo que me permitía hablar con él ocasionalmente después de las prácticas corales. Yo no era consciente de que sentía un deseo sexual, y nuestra conversación era casi siempre impersonal. Esta relación ilícita no dejó de suscitar rumores y uno de los maestros que cantaba en el coro me ordenó ponerle fin. Yo le respondí que me era imposible limitar mis amistades, señalándole que tanto Dick como yo nos interesábamos por las mismas cosas, especialmente la literatura; que aunque la diferencia de edades parecía desafortunada, la carencia de aficiones intelectuales entre los muchachos de mi edad me obligaba a buscar mis amistades donde podía. Finalmente el director me llamó para que explicara mi situación. Yo le di una conferencia muy detallada sobre las ventajas de una amistad entre personas de distinta edad, citando a Platón, los poetas griegos, Shakespeare, Miguel Ángel y otros, que sentían de la misma manera que yo. Me dejó salir sin emprender ninguna acción al respecto.

El quinto año obtuve las mejores calificaciones y me convertí en el responsable del dormitorio. Eramos seis responsables. Uno de ellos, Jack Young, el capitán del equipo deportivo de nuestro edificio, un tipo amable y de trato fácil me dijo un día:

—Mira, Graves, tengo que enviar una lista de competidores para el próximo campeonato de boxeo de la escuela. ¿Anoto tu nombre?

Después de la ruptura de mi amistad con Raymond, el boxeo había dejado de interesarme; además, me dedicaba al fútbol y formaba parte del equipo de nuestro edificio.

—Hace mucho que no boxeo —le dije a Young.

—Bueno —dijo—, el joven Alan se ha inscrito en la categoría de los pesos medios. Tiene posibilidades de ganar. ¿Por qué no te inscribes también en los pesos medios? Puedes poner fuera de combate a uno o dos de los tipos más fuertes, y de esa manera el triunfo le resultará más fácil.

No me agradaba demasiado la idea de facilitarle el triunfo a Alan, pero era evidente que debía participar en el campeonato. Consciente de que no poseía fuelle suficiente para poder combatir asalto tras asalto, decidí que mis peleas debían ser breves. El mayordomo de nuestro edificio me proporcionó clandestinamente una botella de cherry-whisky… podría resistir mejor el combate con aquello.

Nunca había bebido nada alcohólico. A los siete años, mi madre me persuadió para firmar un documento, en el que me comprometía por la gracia de Dios a abstenerme de probar cualquier bebida espirituosa mientras lo tuviera en mi posesión. Pero mi madre había guardado aquella carta en la caja de seguridad donde guardaba la plata reina Ana, heredada de mi bisabuela Cheyne, el anillo de diamantes del obispo Graves, obsequio de la reina Victoria después de oírlo predicar en Dublín, nuestras actas de bautizo, y el pesado joyero Victoriano heredado de la señorita Britain. Y como los tesoros de la caja de seguridad no salían nunca de la caja de seguridad, yo me consideraba libre de mi promesa de una manera permanente. Aquel cherry-whisky me pareció delicioso.

El campeonato comenzó un sábado a eso de la una de la tarde y duró hasta las siete. La suerte decidió que yo fuera el primero del combate y, por desgracia, mi contrincante era Alan. El me pidió que renunciáramos a pelear. Le dije que daría una mala impresión hacerlo. Fuimos a consultar a Jack Young, quien nos dijo:

—No, lo más deportivo es boxear, y que la decisión se tome por puntos; pero no os golpeéis con mucha fuerza.

Alan comenzó, haciendo alardes ante sus amigos que estaban sentados en la primera fila. Yo logré murmurar:

—Deja de lucirte. Estamos boxeando, no peleando. Pero un momento después volvió a golpearme, con innecesaria dureza. Aquello me molestó y le lancé un derechazo al cuello. Quedó fuera de combate. Era la primera vez que lograba derribar a alguien de un golpe, y el sentimiento combinaba bien con la exaltación que me producía el cherry-whisky. Comprendía, aunque confusamente, que aquel golpe no formaba parte de los golpes aprendidos en las salas de boxeo de la escuela. Rectos con la izquierda, izquierdazos al cuerpo, derechazos a la cabeza, ganchos con ambas manos; todos esos pases eran conocidos, pero por alguna razón el derechazo al cuello era poco conocido, tal vez porque no era nada «elegante».

Fui al vestuario a por mi chaqueta, y el robusto sargento Harris, nuestro instructor de boxeo, me dijo:

—Oiga, señor Graves, ¿por qué no se inscribe también en la pelea de peso medio?

Acepté de buena gana. Luego fui a mi cuarto, donde me di un baño de agua fría y tomé un poco más de cherry-whisky. Mi siguiente pelea, para el primer asalto de los pesos medios, tuvo lugar media hora más tarde. En esa ocasión mi contrincante, un individuo bastante más pesado que yo pero con poca práctica, logró confundirme durante el primer asalto, y yo comprendí que lograría vencerme por fatiga si no me decidía a actuar pronto. En el segundo asalto logré derribarlo con mi derechazo, pero se levantó. Algo defraudado, me apresuré a golpearlo de nuevo. Debí de derribarlo cuatro o cinco veces en aquel asalto, pero él volvía a incorporarse. Descubrí más tarde que él, como yo, era consciente de que Dick observaba la pelea. Finalmente pensé, mientras embestía contra mí: «Si no logro derribarte y mantenerte en el suelo esta vez, luego no tendré fuerzas suficientes para volver a golpearte». Entonces me descubrió la mandíbula, que golpeé despiadadamente. Aquello fue suficiente. Se derrumbó y permaneció tendido en el suelo mientras contaban. Este segundo triunfo causó sensación. Dejar inconscientes a los participantes era algo raro en esos torneos de boxeo. Mientras volvía a la casa para darme otro baño de agua fría y tomar un poco de cherry-whisky, advertí que los estudiantes me miraban con curiosidad, casi con admiración.

Las últimas etapas del campeonato las recuerdo con gran vaguedad. Mi única preocupación la constituía Raymond, que pesaba unos seis kilos más que yo, y de quien se esperaba que fuera campeón de peso medio; pero también él había tenido dos combates esa tarde, uno medio y otro pesado, y había tenido una pelea muy dura, con el anterior campeón de pesos medios, que lo había dejado en circunstancias nada favorables para continuar. Así que desistió de pelear conmigo. Creo que Raymond hubiera continuado peleando si se hubiera tratado de otra persona; pero deseaba que yo ganara y sabía que al desistir me daría un descanso reparador. Luego, un semifinalista se declaró también vencido antes de empezar, me quedaban tres peleas, y no dejé que ninguna de ellas durase más allá del primer asalto. El manejo de la derecha me hizo ganar el campeonato de ambos pesos, por lo cual recibí dos copas de plata. Pero también me había dislocado los pulgares por no mantener los codos a suficiente altura. Cuando años más tarde traté de vender las copas para comprar algún alimento que llevarme a la boca, resultó que sólo estaban placadas superficialmente.

Lo más importante que me sucedió en mis dos últimos años, aparte de mi relación con Dick, fue el hecho de conocer a George Mallory, un joven maestro de veintiséis o veintisiete años, agregado no hacía mucho tiempo de Cambridge, y de aspecto tan jovial que podía confundírselo fácilmente con un estudiante. Desde el principio me trató como a un igual, y yo acostumbraba a pasar las horas libres leyendo en su habitación, o dando paseos con él por el campo. Me habló de autores modernos. Mi padre pertenecía a dos generaciones anteriores a la mía y era mi único contacto con los libros; nunca había oído hablar de gente como Shaw, Samuel Butler, Rupert Brooke, Wells, Flecker o Masefield, y aquellos descubrimientos me entusiasmaban. Fue en las habitaciones de George Mallory donde conocí a Edward Marsh (luego secretario de Asquith, el primer ministro), que ha seguido siendo un buen amigo a pesar de que ahora muy rara vez nos vemos. Nunca he reñido con él: esto lo distingue de todos mis demás amigos de antes de la guerra. A Marsh le habían gustado mis poemas; Mallory se los había mostrado; pero señaló que estaban escritos en una dicción poética de hacía cincuenta años y que, aunque eso no necesariamente perjudicaba, muchos lectores tendrían prejuicios contra una obra escrita en 1913, pero que seguía la moda de 1863.

George Mallory, Cyril Hartmann, Raymond y yo publicamos una revista en el verano de 1913, llamada Green Cbartreuse. Nuestra intención era sacar sólo un número; las revistas nuevas en las escuelas públicas venden siempre el primer número, pero tienen fuertes pérdidas en el segundo. He aquí mi propia contribución, de interés autobiográfico, escrita en la jerga de la escuela.

MI EXAMEN DE NOVATO

Cuando se apagaron las luces a las nueve y media de la noche, el segundo viernes del trimestre, y los pasos del responsable de nuestro dormitorio dejaron de oírse, comenzó la diversión.

El jefe del poder secreto, constituido en examinador y verdugo, competentemente asistido por un cronometrador y un secretario de actas, así como por un equipo de indeseables, comenzó el examen. Yo era entonces un tímido novato, y el miedo me había empapado el pijama de sudor. Tres de mis compañeros habían sido examinados y sentenciados antes de que el inquisidor se dirigiera a mí.

—Es el turno de Jones —dijo una voz—. Es el malvado pequeño becario que me empujó en el partido de fútbol. Debemos hacerle algunas preguntas realmente buenas.

—A ver, Jones, cuál es el color del responsable del edificio… No, quiero decir, ¿cómo se llama el responsable del edificio cuyos colores son el blanco y el negro? Uno, dos, tres…

—El señor Girdlestone —mi voz temblaba en la oscuridad.

—Por lo visto conoce los colores sencillos. Continuamos. ¿Cuáles son los colores del club al que pertenecen los miembros de la Dirección? Uno, dos, tres, cuatro…

Durante días y días había trabajado como un esclavo en esos cuestionarios, y pude responder antes de que terminara la cuenta.

—Dos preguntas. Ningún error. Hay que apretar un poco más —dijo alguien.

—Veamos, Jones, ¿de qué manera se va a Farcombe desde Weekities? Uno, dos, tres…

Había logrado sólo dar la dirección hasta Bridge cuando el cronometrador llegó a contar diez.

—Tres preguntas, un error. Se te permiten sólo tres errores en diez preguntas.

—¿Dónde está la revista de Charterhouse? Uno, dos, tres, cuatro…

—¿Quiere decir usted la oficina de The Carthusian? —le pregunté.

Todos se rieron.

—Cuatro preguntas, dos errores. Lo ves, Robinson, sabe bastantes cosas, es necesario apretarle más las tuercas.

Hubo un murmullo general.

—¿Qué edad tiene el caballo de la carroza de la escuela? Uno, dos, tres…

—Seis —aventuré.

—Falso; tiene treinta y ocho. Seis preguntas. ¡Tres errores! Felicítate de que no te hayamos preguntado el pedigrí.

—¿Cuáles son los colores del equipo de remo? Uno, dos, tres…

—Ninguno.

—Van como gallitos los días festivos, pero, en fin, no se puede decir que tengan colores. Siete preguntas. Tres errores. ¿Jones?

—¡Sí!

—¿Cómo se llama la muchacha de quien se rumorea que el secretario del equipo de fútbol se enamoró locamente el año pasado? Uno, dos, tres, cuatro…

—¡Daisy! (me pareció el nombre apropiado).

—¡Vamos, vamos! Conozco bastante bien al secretario del equipo de fútbol y sencillamente te matará por propagar rumores. De cualquier manera te has equivocado. ¡Ocho preguntas, cuatro errores! Mañana por la mañana preséntate en mi cuarto a las siete. ¿Comprendes? ¡Buenas noches!

Agitó su enmarañada cabellera sobre la vela, y una sombra colosal apareció en el plafón.

La Sociedad de Poesía moría en aquellas mismas fechas… Se extinguió de la siguiente manera: dos de los miembros, alumnos del último curso, asistieron a una reunión, y cada uno de ellos leyó un poema bastante tedioso y convencional sobre el amor y la naturaleza. Ninguno de nosotros prestó demasiada atención. Pero a la semana siguiente se publicaron en The Carthusian, y pronto todos comenzaron a hablar del asunto entre risas y muecas, porque ambos poemas, firmados con pseudónimos, eran acrósticos, y las letras iniciales aludían a un «caso», lo cual significaba una relación amorosa, una pasión entre dos muchachos, con el nombre del muchacho mayor al principio. En ambos poemas, los primeros nombres mencionados eran de bloods. Era un acto insensato de agresión en la riña entre los alumnos de cursos superiores y los bloods. Pero nada más hubiera pasado de no ser porque otro de los miembros de la Sociedad Poética estaba platónicamente enamorado de uno de los alumnos más jóvenes, cuyo nombre aparecía en los acrósticos. Ciego de rabia y de celos se dirigió al director (Frank Fletcher, que había sustituido a G. H. Rendall) y le llamó la atención sobre los acrósticos… de otra manera ningún profesor los hubiera advertido. Pretendía no conocer a los autores; pero aunque no había asistido a aquella reunión en la Sociedad donde los poemas se habían leído, podía fácilmente adivinar su origen por el estilo. Entretanto yo, incautamente, le había dicho a alguien los nombres de los autores; de manera que me vi mezclado en el escándalo como testigo de cargo.

El director se tomó el asunto en serio. Los dos poetas perdieron sus privilegios de monitores, y el director de The Carthusian que, enterado de los acrósticos, había aceptado los poemas, perdió su puesto en la revista y en el consejo estudiantil y fue sustituido en ambos puestos por su delator; él no esperaba que el asunto se desarrollara de esa manera que le hizo perder toda popularidad entre los alumnos. Lo único que lo consolaba era pensar que había hecho todo aquello por amor, para vengar el insulto público hecho a su joven amigo. La Sociedad Poética fue ignominiosamente disuelta por órdenes de la dirección. Los otros maestros respondieron con un «ya lo decía yo», pues no creían en la poesía ni en las sociedades de alumnos de tipo superior. Pero la deuda de gratitud que tengo con Rendall es grande (era uno de los pocos maestros que insistían en tratar a los alumnos mejor de lo que merecían); las reuniones de la Sociedad Poética eran lo único que me sostenía cuando mi situación se hacía insoportable.

El último año en Charterhouse hice todo lo posible por demostrar el poco respeto que me merecían las tradiciones de la escuela. En el invierno de 1913 había obtenido un beca para proseguir estudios clásicos en el St. John’s College de Oxford, lo qué me permitía no esforzarme demasiado con el trabajo de la escuela. Nevill Barbour y yo nos ocupábamos de la publicación de The Carthusian, y yo invertía gran parte de mi tiempo en esa labor. Nevill, que por ser becario había sufrido las mismas vejaciones que yo, compartía mi disgusto por la mayor parte de las tradiciones de Charterhouse, y decidió que una de las peores era la obligatoriedad del deporte. Considerábamos que el criquet era el más repugnante de ellos porque obligaba a los alumnos a perder buena parte del tiempo durante la mejor estación del año. Nevill sugirió una campaña a favor del tenis. No es que fuéramos entusiastas del tenis, sino que lo considerábamos nuestra arma más efectiva contra el criquet, el juego, escribimos, en que el egoísmo de unos cuantos no excusa el aburrimiento de muchos. El tenis era rápido, dinámico. Propusimos a algunos de Charterhouse, jugadores de tenis con prestigio internacional, que contribuyesen con cartas en las que se destacara el carácter viril y vigoroso del tenis. Llegamos a persuadir a Anthony Wilding, el campeón mundial, de que nos escribiera. Los maestros de deporte que despreciaban el tenis y lo consideraban como un juego para señoritas estaban escandalizados ante aquella ofensiva contra el criquet, y aún más por una irónica carta de apoyo, que yo había firmado «Judas Iscariote». Uno de ellos visitó a Nevill y le pidió si no podía atenuar la polémica.

—No vengo como delegado de nadie —explicó.

—¿No? —preguntó Nevill—. Pensé que sí. Usted fue considerado el único miembro del cuerpo de maestros con el tacto suficiente como para solicitar del Consejo de Administración un aumento de salario el año pasado.

El resultado de nuestra campaña nos sorprendió. Cuando revelamos el escándalo de que las suscripciones para las dos abandonadas pistas de tenis habían sido empleadas durante varios años por el comité de criquet, no sólo doblamos nuestras ventas, sino que se creó un fundación para proporcionar varias pistas de tenis más, y hacer de Charterhouse la cuna de una escuela de tenis. Aunque retrasados por la guerra, esos campos aparecieron en su momento; hace poco, al pasar en automóvil por allí, pude verlos; parecían muchos. Me pregunto si no habrá ahora bloods del tenis en Charterhouse.

La poesía y Dick eran sin embargo casi lo único que me interesaba. Mis relaciones con los monitores del edificio eran cada vez más difíciles. Constantemente tenía riñas con ellos, excepto con Jack Young y el director del edificio. Young, el único blood del edificio, pasaba la mayor parte del tiempo con otros bloods en las otras casas. El jefe de monitores era un becario que, aunque bienintencionado, estaba amargado por los primeros tres años en el lugar, y ahora hacía pesar demasiado su dignidad. Hacía más o menos lo que los otros monitores querían que hiciera, y me fastidiaba tener que asimilarlo a los demás. Mi amor por Dick provocaba constantes bromas, pero nunca se atrevían a ir demasiado lejos. Un día descubrí a un compañero en el baño, trazando un par de corazones enlazados, con las iniciales de Dick y las mías encima. Lo arrastré hasta la ducha y abrí los grifos. Al día siguiente, se apoderó de un cuaderno con apuntes manuscritos que había dejado, junto con otros libros, en el cuarto de los monitores. El y todos los demás, excepto Jack, hicieron anotaciones sarcásticas con tiza azul, y firmaron sus iniciales. Jack hubiera sido incapaz de un comportamiento tan indigno de un caballero. Cuando descubrí lo que habían hecho, exigí una disculpa firmada, amenazando que si no me lo entregaban en cinco minutos, elegiría a uno solo como único responsable y le daría el merecido castigo. Tomaría un baño frío y al primer monitor al que encontrara después le daría una paliza.

No sé si fue accidente, o si pensó que su posición podría protegerlo, el hecho es que al primer monitor al que encontré en el corredor era el jefe de ellos. Lo derribé de un golpe. Era la hora del estudio vespertino del cual nosotros estábamos exentos. Pero un pupilo pasó por casualidad y vio la sangre, de manera que el incidente no pudo pasar inadvertido. El director del edificio me mandó llamar. Era un anciano colérico, con dificultad para controlar la saliva cuando estaba iracundo. Fui a su estudio donde me hizo sentar en una silla, luego se acercó a mí, cerró los puños y me gritó con voz de falsete:

—¿Se da usted cuenta de que ha cometido un acto brutal? —Tenía la boca cubierta de saliva. Me puse de pie de un salto, cerré los puños y dije que volvería a hacer lo mismo a todo aquél que después de emborronar comentarios impertinentes en mis papeles privados se negara a pedirme disculpas.

—¿Les llama papeles privados a esos poemas lascivos? —exclamó.

Como resultado de eso tuve nuevos problemas con el director de la escuela. Pero al tratarse del último trimestre, se me permitió terminar el curso sin una expulsión ignominiosa. Le asombré por la franqueza con que confesé mi amor por Dick, un día en que volvió a tratar el asunto. Me negué a sentirme avergonzado, y más tarde supe que él describía aquella como una de las pocas amistades entre muchachos de distintas edades que, a su juicio, era esencialmente moral. Una semana o dos más tarde pasé uno de los peores momentos de mi vida, también a causa de Dick. Cuando el profesor que cantaba en el coro me reconvino por cambiar miradas con Dick en la capilla, me enfurecí. Pero cuando uno de los muchachos del coro me dijo que había visto a ese mismo profesor besar subrepticiamente a Dick en una ocasión, me sentí enloquecer y ni siquiera quise preguntar más detalles o una confirmación. Me dirigí al maestro y le dije que a menos que renunciara, informaría de aquella situación al director… ya tenía cierta reputación en la escuela por aquel tipo de actos, y besar a un muchacho era una ofensa criminal. Sin duda mis sentimientos de ultraje moral ocultaban unos celos criminales. Cuando negó aquella acusación, no supe qué hacer. Luego dije:

—Bueno, vamos ante el director y niéguelo en su presencia.

—¿Fue el muchacho quien le ha dicho esto? —me preguntó.

—No.

—Bueno, entonces hágalo venir, y él nos dirá la verdad.

Dick fue llamado. Se presentó con aire aterrorizado. El maestro dijo amenazadoramente:

—Graves sostiene que alguna vez lo he besado. Diga, ¿es cierto?

—Sí, es cierto.

Dick se retiró, el maestro parecía hundido, y yo me sentía miserable del todo. Decidió renunciar al terminar el trimestre, alegando mala salud. Me llegó a agradecer que hubiera hablado directamente con él en vez de hacerlo con el director. Aquello ocurrió en el verano de 1914; se alistó en el ejército y murió al año siguiente. Dick me dijo más tarde que nunca lo había besado, pero que se había dado cuenta de que me hallaba en una situación comprometida… ¡Debió de haberse tratado de otro de los miembros del coro!

Uno de mis últimos recuerdos de Charterhouse es un debate sobre el tema siguiente: «¿Está la escuela a favor del servicio militar obligatorio?». La Liga al Servicio del Imperio, cuyo presidente era el conde Roberts of Kandahar (Cruz de la Reina Victoria), envió a un propagandista en apoyo de esa tesis. Sólo seis alumnos de un total de ciento diecinueve estaban en contra. Yo era el principal orador de la oposición, y había renunciado recientemente al batallón escolar (el Officer’s Training Corps), por rebelarme ante la teoría de la obediencia implícita a las órdenes recibidas. El verano anterior había pasado unas dos semanas en los campos del batallón cerca de Tidworth, en las llanuras de Salisbury, y me había sentido atemorizado al contemplar las últimas fortificaciones militares: alambradas con púas ametralladoras y artillería de campo en acción. El general, el ahora mariscal de campo sir William Robertson, uno de cuyos hijos estudiaba en nuestra escuela, visitó el campo y nos impresionó al declarar que la guerra con Alemania estallaría inevitablemente en dos o tres años como mucho, y que debíamos prepararnos para tomar parte en ella como dirigentes de los nuevos batallones que con toda seguridad se formarían. De los seis opositores, Nevill Barbour y yo somos, según creo, los únicos supervivientes de la guerra.

Mi último recuerdo de Charterhouse es la despedida del director:

—Bueno, adiós, Graves; recuerda que tu mejor amigo es el cesto de los papeles.

Aquél resultó ser un buen consejo, aunque tal vez no en el sentido en que él lo decía. Pocos escritores someten tanto a revisión sus obras como yo.

Acostumbraba a preguntarme quiénes entre mis contemporáneos se distinguirían después de abandonar la escuela. La guerra confundió mis previsiones. Muchos estudiantes estúpidos hicieron brillantes carreras militares, especialmente como combatientes de la fuerza aérea, y se convirtieron en comandantes de escuadrillas o en tenientes coroneles de aviación. El «ruidoso» McNair, presidente de la sociedad de alumnos, ganó la Cruz de la Reina Victoria como fusilero. El joven Sturgess, que había sido mi pupilo, se distinguió aunque de una manera menos afortunada al conducir uno de los primeros bombarderos pesados de un nuevo modelo sobre el canal en su primer vuelo a Francia; hizo un perfecto aterrizaje (por haber perdido el rumbo) en un aeródromo más allá de las líneas alemanas. Un muchacho al que había admirado durante mi primer año en Charterhouse fue el honorable Desmond O’Brien; el único alumno de Charterhouse que en aquella época infringía alegremente todas las reglas. Tenía copias de las llaves de la biblioteca, la capilla y los laboratorios de ciencias, y acostumbraba a salir de su edificio por las noches y desordenar meticulosamente las cosas en aquellas instituciones. Una noche entró en el estudio del director con una lámpara eléctrica y sacó un memorándum que luego me enseñó: «O’Brien debe ser expulsado». Poseía un receptor de radio que había instalado en uno de los pequeños matorrales fuera de los terrenos de la escuela; descubrió un conducto de aire por el que podía ulular como una lechuza hacia la biblioteca sin que nadie lo viera. En una ocasión fuimos amenazados con supresión de la mitad de las vacaciones porque un alumno había disparado su honda contra una vaca, que murió por el golpe, y nadie quería reconocer su culpabilidad. O’Brien no estaba en la escuela en aquellos días, tenía un permiso especial para asistir a la boda de una hermana. Un amigo le escribió para comunicar la supresión de las vacaciones. Le envió a Rendall un telegrama: «Maté vaca lo siento llego O’Brien». Al final Rendall acabó por expulsarlo por no asistir ni a las lecciones ni a la capilla durante tres días seguidos. O’Brien murió a comienzos de la guerra, mientras bombardeaba Brujas.

Por lo menos uno de cada tres alumnos de mi generación murieron; porque todos se alistaron tan pronto como pudieron, la mayor parte en la infantería y en la Real Fuerza Aérea. El promedio de vida de un soldado de infantería en el frente occidental era, en determinados períodos de la guerra, sólo de tres meses; en ese tiempo ya le habían matado o herido. La proporción era más o menos de cuatro heridos por cada muerto. De esos cuatro, uno resultaba seriamente herido, y los otros recibían heridas ligeras. Estos tres regresaban al frente después de unas cuantas semanas o meses de ausencia y volvían a enfrentarse con la misma suerte. Las pérdidas aéreas eran aún más altas. Si consideramos que la guerra duró cuatro años y medio es fácil comprender por qué la mayoría de los supervivientes fueron heridos tantas veces, a menos que desde un principio resultaran permanentemente imposibilitados.

Entre mis antiguos compañeros hay dos deportistas actualmente célebres: A. G. Bower, antiguo capitán del equipo inglés de fútbol (en Charterhouse era un jugador bastante mediocre); y Woolf Barnato, el jugador de criquet de Surrey (las carreras de automóviles lo han hecho millonario), también entonces un deportista mediocre. Aunque Barnato vivía en el mismo edificio que yo, nunca cambiamos ni una palabra durante los cuatro años que pasamos juntos. Cinco de los becarios de entonces son ahora célebres: Richard Hughes, dramaturgo; Richard Goolden, actor, especializado en personajes de carácter; Vincent Seligmn, autor de Una vida de Venizelos; Cyril Hartmann, una autoridad en escándalos históricos de Francia; y mi hermano Charles, cronista de sociedad de las páginas del Daily Mail. El otro día leí que M… se había escapado de un sanatorio privado para dementes; en una ocasión le ofreció a un niño diez chelines por darle la mano durante una tempestad, y con frecuencia amenazaba con huir de Charterhouse.