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Al llegar a la mitad de mi segundo año escribí a mis padres para decirles que debían sacarme de Charterhouse porque ya no podía soportar más el lugar. En el edificio en que vivía me habían hecho sentir muy claramente que aquel no era mi sitio y que les resultaba una persona no grata. Les di algunos detalles, confidencialmente, para que tomaran en serio mi solicitud; pero ellos no supieron respetar esta confianza, creyendo que su obligación religiosa consistía en informar al director sobre lo que les había escrito. Ni siquiera me previnieron de esta actuación, sino que se conformaron con visitarme y predicarme sobre el poder de la plegaria y la fe. Debía soportarlo todo con el fin de… De qué, en concreto, ya lo he olvidado, de terminar mi carrera tal vez. Por fortuna me abstuve de aludir a las irregularidades sexuales que ocurrían en el edificio, de manera que todo lo que el celador hizo fue darnos un discurso aquella noche, después de las oraciones, en contra de la violencia en general. Nos dijo que había recibido una queja de los padres de un alumno, nos hizo saber a la vez lo mucho que le disgustaban los confidentes y la interferencia de extraños en asuntos de la escuela. Mi nombre no se mencionó, pero la visita de mis padres en un día de semana suscitó numerosos comentarios. Se me trató como un confidente. Yo estaba ya en los cursos superiores, y tenía una habitación propia. Pero las habitaciones no se podían cerrar con llave, y la mía fue objeto de constantes incursiones punitivas. Se me llegó a prohibir el uso del vestuario colectivo y tuve que cambiarme la ropa de deporte en una cabina de baño inservible. Luego tuve problemas cardíacos y el médico de la escuela me prohibió jugar al fútbol. Mi último recurso, el de fingirme loco, resulró inesperadamente eficaz. Poco después nadie se ocupó de mí, más que para evitar mi contacto. Había obtenido esta idea del Libro de los Reyes, donde se cuenta que David comenzó a golpearse la cabeza contra los muros de su prisión.

No pretendo acusar a mis padres de traición. Su honor no admite reproche alguno. Al trimestre siguiente fui a Charterhouse en un tren especial, pero llegué a Waterloo demasiado tarde para sacar el billete; logré subir a un compartimento antes de que el tren se pusiera en marcha. Como la compañía ferroviaria no había previsto un número suficiente de vagones, tuve que permanecer todo el tiempo de pie. En la estación de Godalming, la multitud de muchachos que irrumpió a la carrera en los patios de la estación en busca de un taxi, me arrastró, y pasé sin detenerme frente al revisor, de modo que aquel desagradable viaje me resultó gratis. En la siguiente carta a mis padres les mencioné el incidente, por contar algo, y mi padre me respondió para reprocharme mi conducta. Me dijo que se había ido expresamente a la estación de Waterloo a comprar un billete a Godalming, y lo había roto de inmediato. En cuanto a mi madre, sus escrúpulos la podían conducir aún más lejos. Una pareja en viaje de bodas pasó una vez la noche con nosotros en Wimbledon, y olvidó un paquete de sándwiches, dos ya mordidos. Mi madre se los envió.

Replegado por entero en mí, comencé a escribir poemas; en el edificio lo consideraron como una prueba mayor de demencia que las briznas de paja en el pelo que había utilizado para tratar de fingirla. Gracias a un poema que había enviado a The Carthusian, la revista de la escuela, fui invitado a formar parte de la Sociedad Poética, una organización de lo más anómala para Charterhouse. Constaba de siete miembros. Las reuniones para leer y hablar de poesía tenían lugar una vez al mes en la casa de Guy Kendall, entonces maestro de la escuela y hoy director del colegio universitario de Hampstead. Los miembros eran cuatro alumnos de los cursos superiores y dos estudiantes del curso superior al mío. Ninguno de ellos vivía en el mismo edificio que yo. En Charterhouse no había posibilidad de amistad entre alumnos que vivieran en diferentes edificios (aunque fueran familiares, o viviesen uno al lado del otro en sus lugares de origen), fuera de un trato formal en el trabajo o en los equipos de fútbol y criquet. Aunque jugaran cordialmente al tenis o al baloncesto juntos, no había posibilidad de comunicación.

Por eso la amistad que me ligó con Raymond Rodakowski, uno de los dos miembros más jóvenes, era algo que rompía con todas las convenciones del lugar. En una ocasión, al regresar de una de las reuniones de la sociedad, le conté a Raymond las circunstancias en que vivía en mi edificio. Una semana o dos antes habían asaltado mi estudio y se habían llevado uno de mis poemas más personales, que pusieron en el pizarrón de la Writing School, un local que servía de sala de recreo a alumnos de los cursos elementales. Me era imposible entrar en la Writing School y por lo mismo no podía rescatar el poema. Raymond, el primer estudiante de la escuela con quien podía hablar humanamente, se indignó y me tomó del brazo.

—¡Son unos bárbaros sanguinarios! —exclamó. Añadió que debía tranquilizarme y hacer algo efectivo, ya que yo era un buen poeta y una buena persona. Le agradecí aquellas palabras. Luego añadió—: Ya que no te permiten jugar al fútbol, ¿por qué no intentas boxear?; según parece es bueno para el corazón. —Me reí y le prometí que lo haría. Entonces Raymond me preguntó—: ¿Te maltratan por tus iniciales?

—Sí, me llaman sucio alemán.

—Yo también tuve problemas —dijo— antes de comenzar a boxear. —La madre de Raymond era escocesa; su padre, un polaco austríaco, uno de los fundadores de la pista de carreras de automóviles de Brooklands.

Eran muy pocos los alumnos que boxeaban, y la sala de boxeo, situada detrás de las bodegas de la confitería, era el lugar más adecuado para nuestros encuentros. De otra manera yo no hubiera visto a Raymond más que en las reuniones de la Sociedad de Poesía. Comencé a boxear seria, salvajemente. Raymond decía:

—Esos jugadores de criquet y de fútbol tienen un miedo casi supersticioso a los boxeadores. No se atreven a boxear por miedo a perder su bella figura… los campeonatos interescolares llegan a ser algo verdaderamente duro. ¿Recuerdas el papel que desempeñaron Mensfield, Waller y Taylor? Ésa es la tradición que debemos mantener viva.

Por supuesto lo recordaba. Dos trimestres antes, la Sociedad de Debates de la escuela había tenido una reunión que se había hecho célebre. Aunque los debates eran bastante aburridos, la Sociedad representaba la poca vida intelectual que había en Charterhouse, junto con The Carthusian, editado siempre por dos miembros de aquella sociedad; ambas instituciones tenían una vida libre de la supervisión de los maestros. Un sábado por la noche, durante una de las sesiones, la discusión se vio interrumpida por la aparición intempestiva de un grupo de bloods[1] miembros de los equipos de criquet y de fútbol. Los duros eran la casta gobernante de Charterhouse; el más insignificante miembro de un equipo disfrutaba de mayor prestigio que el alumno más brillante. Frente a ellos, hasta el cargo de director era un título vacío. Pero los intelectuales de los cursos superiores y los bloods nunca se peleaban entre ellos. Los duros no tenían nada que ganar con aquellos combates, y en cuanto a los intelectuales, lo único que necesitaban para ser felices era que los dejaran en paz. De modo que esta invasión de los bloods, que regresaban precisamente de jugar un partido contra los Casuals, llenos de cerveza, causó cierto embarazo en la Sociedad de Debates. Los bloods interrumpían la discusión con alaridos y maullidos, y con golpes en la mesa. Mansfield, el presidente de la Sociedad, los llamó al orden, pero como continuaron perturbando la sesión, cerró el debate.

Los bloods pensaban que con eso terminaba el incidente, pero se equivocaban. Pocos días después apareció una carta en The Carthusian, en la que se protestaba por la mala conducta en la Sociedad de Debates de ciertos bebés del equipo de fútbol. Los tres grupos de iniciales que firmaban correspondían a Mansifield, Waller y Taylor. Los estudiantes, estupefactos ante aquel acto arriesgado y casi suicida, esperaban ver a Coré, Datan y Abirón engullidos por la tierra. El capitán del equipo juró que arrojaría a los tres signatarios a la fuente de Founder’s Court, pero por una u otra razón no lo hizo. El hecho es que esto había ocurrido al comienzo del primer trimestre y que no quedaban del equipo del año anterior más que dos jugadores. Los otros alborotadores no eran más que embriones de bloods. Así que el incidente tenía que plantearse entre los tres intelectuales y los tres deportistas del equipo. Pero estos comprendían, y no sin preocupación, que tenían que vérselas con Mansfield, que era el campeón de peso pesado de la escuela, Waller, el segundo de peso medio, y Taylor, que también era un individuo de considerable fuerza física. Mientras los deportistas buscaban desesperadamente una salida eficaz, Mansfield decidió llevar la guerra al territorio enemigo.

El código social de Charterhouse se basaba en un estricto sistema de castas, castas que se reconocían por ciertos signos distintivos en el vestir. Un alumno nuevo no tenía ningún privilegio; un alumno en el segundo semestre llevaba calcetines de colores; el tercer año otorgaba casi la mayor parte de los privilegios: cuellos duros, pañuelos de colores, un sobretodo con una amplia capucha; el cuarto año, algunos más, como el derecho a organizar tómbolas; pero los bloods tenían reservados algunos privilegios especiales. Éstos incluían usar pantalones de franela gris perla, cuellos de mariposa, chaquetas sujetas por detrás y el derecho a caminar del brazo.

De modo que el domingo siguiente, Mansfield, Weller y Taylor realizaron el acto más valiente que haya tenido nunca lugar en Charterhouse. El servicio comenzaba a las once de la mañana, pero los alumnos tenían que estar ya sentados en sus asientos a las once menos cinco. Los bloods llegaban por lo general a las once menos dos; a las once menos un minuto y medio llegaban los maestros; a las once menos un minuto entraba el coro; luego llegaba el director y comenzaba el servicio. Si algún alumno llegaba tarde, es decir, entre los cinco y los dos minutos antes de las once, seiscientos pares de ojos seguían su entrada; oía los murmullos y las bromas que se le dirigían por creerse un blood. Aquel domingo, cuando los bloods habían entrado con la seguridad que les era característica, se produjo un incidente extraordinario.

Los tres intelectuales de la Sociedad de Debates entraron caminando lentamente por un pasillo lateral, estupendos con sus pantalones de franela de color gris perla, sus chaquetas ajustadas, cuellos de mariposa, y cada uno de ellos, con un clavel rosa en el ojal. Estupefactos y aterrorizados por aquel espectáculo, todos dirigimos la mirada al capitán del equipo; este parecía demudado. Pero en aquel momento entraban los maestros, seguidos por el coro, y el himno inicial, aunque torpemente cantado, disolvió la tensión. Cuando la capilla se vaciaba, siempre siguiendo el «orden escolar», es decir, de acuerdo a la posición en los estudios, los intelectuales tenían derecho a salir primero. Los bloods no destacaban en los estudios, de manera que Mansfield, Waller y Taylor tenían prioridad sobre ellos. En otoño, la costumbre era asistir después del servicio religioso a la biblioteca para charlar un rato; así que a la biblioteca se dirigieron Waller, Mansfield y Taylor. En el camino se encontraron con uno de los profesores, con quien siguieron conversando hasta llegar a la biblioteca y con quien permanecieron hasta la hora del almuerzo. Si los bloods hubieran querido hacer algo audaz y violento debían haberlo hecho ya, pues resultaba imposible armar un escándalo en presencia de un profesor. Mansfield, Waller y Taylor se marcharon luego a sus edificios a comer, conversando todavía con el maestro. Después de eso siempre se presentaron juntos en público, y la escuela, especialmente la escuela primaria, que siempre había protestado contra las reglamentaciones en el vestir, los convirtió en héroes y comenzó a manifestar su desprecio por los bloods.

Al final, el capitán del equipo se quejó a Rendall por aquella violación de las convenciones, pidiendo permiso para consolidar los derechos de los bloods por medio de medidas disciplinarias. Rendall, que era un erudito a quien le disgustaban las tradiciones deportistas, rechazó su solicitad, insistiendo en que los alumnos de los años superiores eran merecedores de los mismos privilegios que el equipo deportista, y que en su opinión estaban en su derecho al proseguir la acción que habían emprendido. El prestigio de los bloods decayó rápidamente.

Por consejo de Raymond, me tranquilicé, y cuando comenzó el siguiente año, encontré que las cosas marchaban mejor. Mi principal perseguidor, el irlandés, había dejado la escuela víctima de un colapso nervioso. Me envió una solicitud histérica de perdón, diciendo que si se lo negaba, un amigo suyo se encargaría de hacerme pasar un mal rato. No contesté a su carta.