Comenzaré a relatar mi experiencia en Charterhouse School con la evocación del día en que salí de ella, una semana antes del estallido de la guerra. Hablaba de mis sentimientos con Nevill Barbour, dirigente escolar. Ambos estuvimos de acuerdo en que existían sin duda otras escuelas privadas aún más típicas que Charterhouse, pero que preferíamos no creerlo. También convinimos en que aquello era irremediable, debido a que la tradición era tan fuerte que para romperla habría que comenzar por despedir a todos los alumnos y profesores y comenzar de nuevo a partir de cero. Sin embargo, ni siquiera eso hubiera sido suficiente, ya que los mismos muros de los edificios estaban tan impregnados de lo que se consideraba el espíritu de una escuela privada, y que nosotros considerábamos como fuente de todo mal, que hubiera sido necesario demolerlos y construir la escuela en otra parte y con otro nombre. Finalmente, nuestro único pesar por abandonar la escuela estribaba en que el año anterior habíamos tenido libertad, como miembros del sexto curso, para hacer más o menos lo que se nos antojara. En aquel momento nos preparábamos para continuar nuestros estudios en el St. John’s College de Oxford, que, según parecía, sería una repetición más turbulenta de Charterhouse. Allí seríamos nosotros, pero podríamos negarnos naturalmente a toda jovialidad y no aceptaríamos de ninguna manera asumir el «espíritu de la escuela», lo que por consiguiente nos enfrentaría con la tontería de las visitas intempestivas en nuestras habitaciones, y con la necesidad de perder la paciencia y pegar a alguien y recibir también algunos golpes como respuesta. No habría paz, probablemente, hasta que llegásernos al tercer año, cuando nos encontráramos en la misma posición en que nos hallábamos aquel último año de nuestra escuela preparatoria.
—En 1917 —dijo Nevill—, un sello oficial pondrá fin a toda esta miseria. Obtendremos nuestros diplomas, y entonces deberemos comenzar de nuevo en alguna horrible profesión.
—Así es —le respondí.
—Dios mío —dijo, volviéndose repentinamente hacia mí—. No puedo soportar esa perspectiva. Algo debe interponerse entre Oxford y yo; por lo menos debería pasar en el extranjero todas las vacaciones.
Yo sostenía que tres meses no bastaban. Tenía la vaga idea de embarcarme en la marina mercante.
—¿Te das cuenta —me preguntó Nevill— de que hemos pasado catorce años de nuestra vida dedicados principalmente al latín y al griego, que ni siquiera nos han enseñado correctamente estas lenguas, y que debemos soportar otros tres años de lo mismo?
Sin embargo, cuando terminamos de expresar nuestras quejas sobre Charterhouse, le recordé, o tal vez él a mí, no me acuerdo:
—Por supuesto, el problema es que en la escuela uno encuentra siempre por lo menos dos maestros bastante admirables, entre los cuarenta o cincuenta que integran el cuerpo docente, y diez individuos bastante decentes entre los quinientos o seiscientos alumnos. Nunca podremos olvidarlos, y nos sentiremos igual que Lot, al no condenar a Sodoma por el aprecio de diez personas. Dentro de veinte años nos habremos olvidado de esta conversación y pensaremos que no había errores, que tal vez todos salvo unas cuantas excepciones verdaderamente nefastas, eran buenos camaradas, y diremos: «Yo era entonces un joven atolondrado que insistía en una perfección imposible», y luego enviaremos a nuestros hijos a Charterhouse, por puro sentimentalismo, y para que ellos pasen por lo mismo que nosotros hemos pasado.
Esto no debe considerarse como un ataque a mi vieja escuela; es sólo un registro de mis sentimientos en aquella época. Sin duda, no lograba apreciar en su justo valor la resistencia y formación de carácter que, según se anuncia, proporcionan los internados; y un viejo compañero de estudios comentaba delante de mí hace poco:
—El tono moral de la escuela ha mejorado considerablemente desde aquellos días.
De cualquier manera, hasta cinco años después no ingresé en Oxford. Fue en 1919, cuando mi hermano Charles, cuatro años menor que yo, era ya residente en el lugar, y no obtuve mi diploma hasta 1926, época en la que me alcanzó mi hermano John, ocho años menor que yo.
Desde el primer momento en que llegué a Charterhouse padecía una opresión espiritual que dudo poder recordar en toda su intensidad. Tenía la impresión de haber sido encerrado con las patatas en la bodega helada de Lauízorn, y de ser una patata de clase diferente a las demás. La escuela tenía unos seiscientos alumnos, cuyos principales intereses eran los deportes y las amistades románticas. Todo el mundo despreciaba los estudios; los becarios no estaban concentrados en un solo dormitorio como en Winchester o Eton, sino divididos en grupos de diez y conocidos con el mote de pros. A menos que fueran muy hábiles en los deportes y que fingiesen detestar el trabajo escolar aún más que los no becarios y estuvieran dispuestos a ayudar a éstos en sus tareas siempre que lo requirieran, lo pasaban siempre muy mal. Yo era un becario al que realmente le gustaban los estudios, y la apatía de las aulas me sorprendía y desalentaba. Durante el primer trimestre se me dejó más o menos tranquilo, ya que una tradición local exigía no molestar ni alentar a los recién llegados. Los demás muchachos se dirigían muy rara vez a mí, fuera de las veces en que me enviaban a hacer algún recado, o en que glacialmente me notificaban que había infringido alguna convención.
En el segundo trimestre comenzaron las dificultades. Había determinadas circunstancias que contribuían de manera natural a mi impopularidad. Además de ser un becario, de no sobresalir en los deportes, andaba siempre corto de dinero. Como no estaba dentro de mis posibilidades obsequiar a mis compañeros, como lo exigían las costumbres sociales, con golosinas de la tienda de la escuela, no podía aceptar sus invitaciones. En cuanto a mi vestuario, aunque se ajustaba en lo exterior al modelo de la escuela, consistía en trajes de confección y no del paño de calidad superior que los otros alumnos usaban. Además, no sabía lucirlos de la manera adecuada. A mis padres no les preocupaba la elegancia en el vestir, y mis hermanos mayores estaban en el extranjero en aquella época. Casi todos los muchachos que vivían en el mismo edificio que yo, con la excepción de cinco becarios, eran hijos de hombres de negocios; una clase sobre cuyos intereses y prejuicios nada sabía, ya que hasta entonces sólo había tratado a familias de profesión liberal. Además yo hablaba demasiado para su gusto. Otro de mis defectos era que seguía siendo tan cándidamente inocente como mi madre se había propuesto que fuera. No sabía absolutamente nada sobre el sexo, menos aún sobre los refinamientos eróticos a los que constantemente se aludía en las conversaciones, y ante los cuales yo reaccionaba con horror. Hubiera querido esperar.
La mayor falla, la más desafortunada de todas, era que mi nombre aparecía en las listas de la escuela como E. von R. Graves. Hasta entonces había creído que mi segundo apellido era Ranke; el von encontrado en mi acta de nacimiento me desconcertaba. Los alumnos se comportaban misteriosamente con respecto a sus nombres maternos, y a veces lograban ocultarlos cuando eran cómicos. Sin duda alguna yo hubiera podido colar el Ranke sin el von como un apellido inglés monosilábico, pero el von Ranke saltaba inmediatamente a la vista. En aquella época, los hijos de los hombres de negocios discutían con acaloramiento la amenaza, y aun la necesidad, de una guerra económica contra el Reich. Alemán significaba «sucio alemán», que a su vez significaba «mercancías baratas y de pacotilla que se atrevían a competir con nuestros excelentes productos industriales». Significaba también amenazas militares, prusianismo, filosofía inútil, tediosas labores escolares, amor a la música y un sable al cinto. Otro muchacho de mi edificio, con nombre alemán, aunque inglés de nacimiento y educación, recibió un trato bastante parecido. Por el contrario, un muchacho francés también residente en nuestro dormitorio gozaba de mucha popularidad, a pesar de ser mal deportista; el rey Eduardo VII llevaba a cabo su entente cordiale. Un considerable sentimiento antisemita empeoraba la situación: alguien había hecho correr el rumor de que no sólo era alemán, sino también judío.
Por supuesto, no hacía más que proclamarme irlandés, pero un estudiante irlandés que había llegado a la escuela año y medio antes que yo, se molestó ante mi pretensión. Se dedicó a molestarme, no sólo desde un punto de vista físico con actos de desprecio como mancharme de tinta los cuadernos, esconderme la ropa de deporte, atacarme repentinamente en los rincones solitarios, arrojar agua a mi cama por las noches, sino también empleando su humor para agredir mi inocencia, e invitando a todos a reírse de mi enfado. Creó también una leyenda humorística sobre mi hipocresía y mi depravación oculta. Estuve a punto de sufrir una crisis nerviosa. La ética escolar me impedía informar a las autoridades sobre mis problemas. Los celadores de los edificios, aunque se suponía que debían mantener el orden y elevar el tono moral, nunca interferían para impedir que a los alumnos más jóvenes se los molestase. Traté de resistir por medio de la violencia, pero al encontrarme solo contra todos, aquello no hacía sino multiplicar los ataques. Una resistencia pasiva completa hubiera sido quizá lo más sabio. No logré acostumbrarme a las conversaciones obscenas hasta los dos últimos años de la escuela, y siendo soldado, tuvo que pasar algún tiempo para que me endureciera y pudiera responder a los insultos en su debida forma.
Según me cuentan, en una ocasión G. H. Rendall, el director de Charterhouse en aquella época, dijo inocentemente en una conferencia de directores:
—Mis alumnos se enamoran a menudo, pero muy rara vez caen en el erotismo.
En efecto, fueron muy pocos los casos de erotismo de que tuvo noticia; no recuerdo sino cinco o seis grandes escándalos durante mi estancia en Charterhouse, y las expulsiones eran raras. Los celadores no se enteraban de lo que ocurría en los dormitorios, ya que sus habitaciones quedaban en otra sección de los edificios. Sin embargo estoy de acuerdo con Rendall en su diferenciación entre «enamorarse» (con lo que se refería a los sentimientos de amor que se establecían entre los jóvenes) y el erotismo o lascivia adolescente. La relación culminante que a menudo se producía entre muchachos, muy rara vez ocurría entre alumnos mayores y jóvenes —ya que eso hubiera destrozado la ilusión romántica— sino casi siempre entre muchachos de la misma edad, quienes no se amaban, sino que se utilizaban como instrumentos sexuales. De esa manera, la atmósfera estaba siempre cargada de un romanticismo de tipo convencional, victoriano, mezclado con algo de cinismo y vulgaridad.