5

En Wimbledon pasé buena parte de mi juventud. No nos deshicimos de nuestra casa, una casa grande en las afueras, hasta después de terminada la guerra; sin embargo no puedo recordar nada importante que haya ocurrido allí. A partir de los once o los doce años estuve siempre interno en alguna escuela, y en primavera y verano íbamos al campo, de manera que pasábamos en Wimbledon sólo la Navidad y un día o dos al comienzo y al final de las otras vacaciones. Londres quedaba a media hora de distancia, y sin embargo fui en raras ocasiones. Nunca nos llevaban al teatro ni a los espectáculos de pantomima, de manera que a mediados de la guerra yo había ido al teatro exactamente dos veces en mi vida, y sólo a funciones infantiles, gracias a la amabilidad de una tía. Mi madre nos educó para que fuésemos personas serias, capaces de rendir un servicio público a la humanidad; no nos dejó entrever nada de la suciedad, las intrigas y la lujuria del mundo, creyendo que la inocencia sería la mejor protección contra ellas. Censuraba nuestras lecturas con el mayor cuidado. Yo estaba destinado a ser «si no un gran hombre por lo menos un hombre bueno». Nuestras recreaciones eran instructivas o estéticas: Kew Gardens, Hampton Court, el zoológico, el Museo Británico o el Museo de Historia Natural. Me acuerdo aún de la emoción que hizo brillar los ojos de mi madre cuando un día, en la sala del tesoro del Museo Británico, nos anunció que todas aquellas cosas maravillosas eran nuestras. La miramos con estupor.

—Sí —nos dijo—; nos pertenecen por ser miembros del público. Podemos admirarlas y estudiarlas durante todo el tiempo que se nos antoje. Si las tuviéramos en casa no las observaríamos mejor. Además, nos las podrían robar.

Leíamos más libros que la mayoría de los niños. Debía haber en la casa unos cuatro o cinco mil volúmenes. Consistían en la biblioteca que heredó mi padre de mi homónimo, a quien ya he mencionado como amigo de Wordsworth, pero que sostenía una amistad mucho más tierna con Felicia Hemans; a ella se añadía la biblioteca particular de mi padre, formada en su mayor parte por libros de poesía, y con un armario especial destinado a la literatura anglo-irlandesa. En cuanto a mi madre, había enriquecido aquel fondo con obras devotas; las editoriales le enviaban a mi padre manuales escolares con la esperanza de que recomendara su uso en las escuelas estatales; mis hermanos y hermanas mayores contribuían con novelas y mis libros de aventuras.

Mi madre nos contaba relatos sobre inventores y doctores que ofrendaban sus vidas por el bien de la humanidad sufriente, y de muchachos pobres que luchaban para llegar a la cima de la sociedad, y de santos cuyas vidas debían servirnos de ejemplo. También la parábola de un rey que tenía un jardín muy bello, abierto al público. Dos estudiantes entraban; y uno, de quien mi madre hablaba siempre con tono desdeñoso, encontraba malas hierbas hasta en los arriates de lo tulipanes; en cambio el otro, y aquí su rostro resplandecía, descubría flores espléndidas hasta en el basurero. Mantenía al margen el tema de la guerra siempre que le era posible, pues le resultaba muy difícil explicarnos por qué Dios permitía las guerras. La guerra de los bóers ensombreció mi primera infancia: Philip, mi hermano mayor, que se consideraba un feniano (es decir, un revolucionario irlandés independentista) era también un pro-bóer, y recuerdo la gran tensión que se producía a la hora del desayuno entre él y mi padre, cuyas ideas políticas nunca fueron radicales.

La venta de la casa de Wimbledon resolvió muchos problemas. Mi padre detestaba deshacerse de cualquier cosa que pudiera resultarnos aún útil, y después de veinticinco años se había acumulado gran cantidad de trastos inservibles. El armario de las medicinas era sin lugar a dudas el lugar más rico en anécdotas de toda la casa. Nadie podía decir que estuviera en desorden; todas las botellas tenían un tapón de cristal, pero estaban tan mezcladas unas con otras y eran tantas que sólo mi madre, que tenía una excelente memoria, podía reconocerlas. Cada determinados años las revisaba y rehacía las etiquetas de aquellas sobre las que podía tener alguna duda. «Esta debe de ser la pomada para los juanetes de Alfred», o «Estricnina» y un interrogante. Incluso los medicamentos empleados para la escarlatina o las paperas se conservaban por si se daba el caso de una reinfección. Era una entusiasta de las etiquetas. Escribía en mis libros: «Robert Ranke Graves recibió este libro como premio por ser el primero en aplicación y el segundo en composición de su clase. También obtuvo un premio especial en religión, a pesar de ser el alumno más joven de la clase. Escrito por su afectuosa madre, Amy Graves, en el verano de 1908». Los frascos de confituras caseras llegaban a la mesa siempre muy bien documentados. Se podía leer en uno pequeño: «Grosellas, limón y ruibarbo. Se le ha añadido un poco de jarabe de frambuesa comprado en la tienda. Preparado por Nelly».

Tres expresiones y una historia favorita de mi madre:

—Niños, les ordeno, en mi calidad de madre, no sacudir nunca ningún objeto con las manos. El rey de Hannover perdió un ojo al jugar con un portamonedas de metal.

»Niños, les ordeno, en mi calidad de madre, tener mucho cuidado al subir las escaleras con las velas. La vela es un pequeño recipiente de grasa.

»Había una vez un francés que murió de tristeza por no poder convertirse en madre.

La historia que nos contaba a la luz de una vela era la siguiente:

—Había una vez una familia de campesinos que vivía en Schleswig-Holstein, región donde todas las personas tienen la boca torcida. Una noche quisieron apagar una vela. La boca del padre estaba torcida hacia la izquierda: ¡así! y quiso apagar la vela: ¡así! Pero era tan orgulloso que no colocaba la vela a un lado, de manera que soplaba y soplaba y no podía apagar la vela. Entonces la madre lo intentó, pero su boca estaba torcida hacia la derecha: ¡así!; trató de soplar: ¡así! Pero era tan orgullosa que sostenía la vela enfrente de ella, sopló y sopló pero no pudo apagarla. Uno de los hermanos tenía la boca torcida hacia arriba: ¡así! y la hermana la tenía torcida hacia abajo: ¡así! Cada uno trató de apagar la vela: ¡así y así! Había un bebé idiota que tenía la boca torcida en una eterna sonrisa: ¡así!, que también trató de apagar la vela. Hasta que al fin, una hermosa sirvienta procedente de Copenhague, con la boca perfectamente formada llegó y apagó la vela con su zapato: ¡Así! ¡Flop!

Estos ejemplos pueden mostrar todo lo que, como escritor, le debo a mi madre. También me enseñó a «decir la verdad y a rechazar al demonio». Su exhortación preferida era: «Hijo mío, pon toda tu fuerza en cualquier cosa que emprendas».

Siempre consideré Wimbledon como un lugar desacertado: no era ni ciudad ni campo. El peor día de la casa era el miércoles. Era el día en que mi madre recibía. Debíamos ponernos nuestra mejor ropa para comer pastelillos en el salón, dejarnos besar y comportarnos correctamente. Mis hermanas debían recitar algún poema. Hacia Navidad, fiesta que celebrábamos a la manera alemana, tenían lugar una docena de fiestas infantiles; la excitación nos llegaba a enfermar. No me agrada pensar en Wimbledon.

Todas las primaveras o los veranos, a menos que fuéramos a Alemania o a Francia, lo que hicimos una vez, íbamos a Harlech, en el norte de Gales. Mi madre había construido allí una casa. Antes de que los automóviles llegaran a la costa septentrional de Gales, Harlech era un lugar apacible y muy poco conocido, hasta como centro de golf. Plarlech se divide en tres partes. En primer lugar, está la población misma, en la cima de una cadena de colinas abruptas que se elevan a una altura de ciento cincuenta metros: casas de granito con techos de pizarra y feas ventanas y visillos, capillas de siete u ocho sectas diferentes, las suficientes tiendas como para constituir el centro comercial de la región, y castillo, nuestro lugar favorito para jugar. En segundo término, está la Moría, una especie de llanura arenosa que el mar ha dejado al descubierto al retirarse; una parte de esta llanura se utilizaba como campos de golf. Pero, al norte, se extendía aún un campo salvaje adonde íbamos durante la primavera en busca de huevos de avefrías. La playa se prolongaba más allá del campo de golf; era una playa buena, de arena dura de varios kilómetros de extensión, donde se podía nadar sin el menor peligro, con dunas que permitían jugar al escondite.

La tercera parte de Harlech no la visitaban nunca los aficionados al golf o los pocos veraneantes que llegaban, y muy rara vez lo hacía la gente del pueblo: era un terreno desolado y rocoso que se extendía a espaldas del pueblo. Cuando fuimos creciendo, pasábamos cada vez más tiempo allí, y menos en los campos de golf o en las playas. De vez en cuando encontrábamos granjas y terrenos cultivados perdidos en las colinas, pero podíamos caminar veinte o treinta kilómetros sin encontrar ningún camino ni pasar cerca de ninguna granja. Al principio íbamos allá con alguna excusa práctica: a recoger mirtillas en las colinas cerca de Maess-y-garnedd; o moras en Gwlawllyn; o a recoger fragmentos de los mosaicos del hipocausto romano (con las huellas de los alfareros impresas aún en ellos) en las ruinas de las villas romanas de Castell Tomeny-mur, o flores silvestres en los márgenes del cauce superior del Artro, o a contemplar las cabras salvajes que ramoneaban más arriba de los montes de Rhinog Fawr, los más elevados de aquella cadena montañosa, o frambuesas en los bosquecillos próximos al lago Cwmbychan; o brezo blanco de una colina sin nombre, más allá de las Marcas Romanas. Pero después de cierto tiempo comenzamos a visitar aquellas colinas sencillamente porque eran agradables para pasear. Su sencillez nos resultaba más agradable que el fastuoso colorido de los Alpes bávaros. Mi mejor amigo en aquella época, mi hermana Rosaleen, era apenas un año mayor que yo.

Aquella región (y no conozco otra semejante) parecía independiente de las leyes de la naturaleza. Uno apenas podía diferenciar allí el paso de las estaciones; el viento soplaba siempre sobre una hierba rala, las corrientes de agua fluían claras y límpidas sobre un lecho de piedras negras. Los corderos de la montaña eran salvajes y libres, capaces de saltar un muro de dos metros de altura (al contrario que los rebaños lentos y perezosos del sur, que no hacían más que engordar en los alrededores de Wimbledon) y cuando estaban en reposo, eran fácilmente confundidos con las rocas cubiertas de liqúenes que se diseminaban por todo el panorama. Pocos árboles crecían por allí, fuera de los nogales, las encinas y algunos arbustos en los valles. Los inviernos eran suaves, de modo que la vegetación de un año sobrevivía hasta la siguiente primavera. Era raro ver algún pájaro, salvo un halcón de vez en cuando, y algún chorlito a lo lejos; por dondequiera que caminábamos, parecía que la osamenta misma de la colina, que era toda de roca, no estuviera a más de cuatro o cinco centímetros bajo nuestros pies.

Como no teníamos sangre galesa, tuvimos muy poca tentación de aprender el galés, y menos aún de familiarizarnos con las leyendas locales, pero considerábamos aquella región como un lugar fuera de toda geografía. Cualquier pastor de rebaños que encontrábamos por azar nos parecía un intruso en nuestra intimidad. Clarissa, Rosaleen y yo fuimos una vez hasta la más remota de las colinas y no vimos una sola persona durante todo un día. Al final llegamos a una pequeña cascada y vimos dos truchas que yacían en la orilla; a diez metros de nosotros se hallaba el pescador, tratando de librar su anzuelo de un arbusto en el que se había enganchado. No nos había visto: sin hacer ruido me acerqué a los pescados y coloqué en la boca de cada uno un manojo de brezo blanco que habíamos recogido esa tarde. Corrimos a escondernos, y yo pregunté:

—¿Nos quedamos a ver?

Pero Clarisa dijo:

—No, no arruinemos la broma —regresamos a casa y nunca volvimos a hablar de aquel incidente, ni siquiera entre nosotros; nunca supimos qué secuelas tuvo…

Si aquello hubiera sido Irlanda, nos hubiéramos impuesto la obligación de aprender el irlandés y las leyendas locales; pero nunca nos llevaron a Irlanda, excepto una vez, cuando yo era aún un niño pequeño. En cambio llegamos a tener un conocimiento más puro de Gales, un lugar donde la historia es demasiado antigua para tener leyendas locales. Mientras paseábamos, inventábamos algunas. Decidimos quién yacía enterrado bajo la Piedra Elevada, y quién había vivido en la cabaña redonda en medio del campamento en ruinas, y en las cuevas del valle donde crecían los grandes fresnos. En nuestras visitas a Alemania, yo había tenido la sensación de hallarme en casa de modo natural, en cambio en Harlech encontraba una paz que era independiente de la historia y de la geografía. El primer poema que escribí, ya con voz propia, se relaciona con aquellas colinas. (El primer poema que escribí como miembro de la familia Graves fue una traducción de una de las sátiras de Catulo).

Nuestro ocupado y distraído padre nunca se preocupó por nosotros; nuestra madre sí se inquietaba. Sin embargo, nos permitía ir a las colinas en cuanto acabábamos de desayunar y no protestaba demasiado si volvíamos mucho después de la hora de cenar. Aunque se mareaba fácilmente en las alturas, jamás nos prohibió ascender a lugares peligrosos, y nunca llegamos a herirnos. Como yo sufría vértigo me propuse consciente y deliberadamente vencer esa limitación. Acostumbrábamos a escalar las torres y torreones del castillo de Harlech. He hecho serios esfuerzos para definir y eliminar mis terrores. El miedo a las alturas fue el primero que logré vencer.

Una cantera en el jardín de nuestra casa de Harlech me proporcionaba una a dos ascensiones fáciles, pero gradualmente inventé otras más y más difíciles. Después de lograr algún nuevo éxito me tendía en la hierba que cubría la colina, con violentas crispaciones nerviosas. En una ocasión estuve a punto de perder pie en un acantilado y poco faltó para que me matara; pero de pronto me pareció que podía improvisar un escalón en el aire, desde el cual tomé impulso para llegar a la cima. Cuando después examiné el lugar, recordé la Tentación de Jesús: la libertad de arrojarse desde una roca para que los ángeles lo llevasen a un lugar seguro. Sin embargo esos incidentes no son raros en el alpinismo. Por ejemplo, mi amigo George Mallory, que más tarde murió casi en la cúspide del Everest, logró una vez una ascensión inexplicable al Snowdon. Había olvidado su pipa en un borde, a mitad de uno de los precipicios de Lliwedd. Descendió a gatas por un sendero para recuperarla, y luego volvió a subir por el mismo camino. Nadie vio qué ruta siguió, pero cuando al día siguiente examinaron el lugar para trazar el récord oficial, encontraron un saliente a lo largo de la roca. Por regla general, en el Club de Alpinistas está prohibido dar a un itinerario el nombre de su descubridor; sólo se describen sus rasgos naturales. Pero en ese caso se hizo una excepción, y la ascensión se describió de la siguiente manera: «La pipa de Mallory; una variante de la ruta número 2; véase mapa adjunto. Esta ascensión es totalmente imposible. La ha realizado sólo una vez, a la luz del crepúsculo, el señor G. H. Mallory».