Mi madre nos llevó, entre mis dos y doce años, cinco veces a casa de mi abuelo en Alemania. Luego él murió y nunca más volvimos allí. Poseía una gran villa antigua en Leisenhofen, a trece kilómetros de Munich, llamada Laufzorn, que significa: «Apacigúate, cólera». Los veranos que pasamos allí constituyen sin duda alguna los más bellos recuerdos de mi primera infancia. Bosques de pinos, un sol caliente, ciervos, ardillas negras y rojizas, campos de frambuesas y de fresas silvestres; nueve o diez variedades de setas comestibles que íbamos a recoger al bosque, campos cubiertos de flores desconocidas. Munich es una ciudad situada a una altura considerable, y sus alrededores poseen aún una flora de montaña; una granja con todos los animales conocidos menos los corderos; paseos por el campo en el coche de mi abuelo, tirado por caballos grises; y baños en el Isar bajo una cascada. El Isar era de un verde brillante y, según se dice, es el río más rápido de toda Europa. Íbamos a visitar a unos tíos que tenían una granja con pavos reales a unos cuantos kilómetros de distancia; y a un tío abuelo, Johannes von Ranke, el etnólogo, que vivía a orillas del lago Tegernsee. En aquella región todo el mundo es rubio como el trigo, y a veces íbamos a ver a mi tía Agnes, Freifrau Baronin von Aufsess del castillo de Aufsess, a unas cuantas horas de tren, en el corazón de los Alpes bávaros.
El castillo de Aufsess, construido en el siglo IX, estaba situado en un sitio tan remoto que nunca fue saqueado, y había sido propiedad de los Aufsess desde el principio. A la construcción original, una fortaleza a la que sólo se podía entrar por una barbacana, se había añadido un castillo medieval. Los tesoros de plata y las armaduras que contenía eran sorprendentes. Mi tío Siegfried nos mostraba a los niños la capilla; en las paredes pendían los escudos esmaltados de todos los barones de Aufsess, junto a las armas de las familias con las que habían emparentado. Nos señalaba una piedra en el suelo que se podía levantar por medio de una argolla metálica y decía:
—Ésta es la bóveda de la familia, donde todos los Ausfess son depositados al morir. Allí iré a dar yo con mi cuerpo un día —y se estremecía cómicamente.
(Pero murió en la guerra como un oficial del Estado Mayor Imperial alemán y según creo su cuerpo nunca fue identificado). El tío Siegfried tenía un sentido del humor especial. Un día (éramos aún niños) lo vimos comiendo guijarros por un sendero del jardín. Nos ordenó alejarnos, pero por supuesto nosotros nos quedamos allí, nos sentamos y tratamos de comer guijarros; lo único que nos dijo, y lo hizo con la mayor seriedad del mundo, fue que los niños no debían comer guijarros, porque corrían el riesgo de romperse los dientes. Estuvimos de acuerdo con él después de hacer uno o dos intentos. Luego, eligió para cada uno de nosotros un guijarro que era en apariencia igual a los demás, pero que se rompía fácilmente y estaba lleno de chocolate. Fue con la condición de que nos alejáramos del lugar y le dejáramos encontrar y morder sus guijarros en paz. Cuando volvimos, más tarde, buscamos y buscamos, pero sólo encontramos piedras duras y ordinarias. Jamás nos dejaba partir sin hacernos una broma de ese tipo.
Entre los tesoros del castillo había un gorrito de bebé de encaje cuyo tejido había exigido dos años de trabajo; y un vaso de vino que el padre de mi tío abuelo había visto en la guerra franco-prusiana, intacto en medio de la plaza de un pueblo francés destruido por completo. En la cena, cuando íbamos de visita, comíamos truchas enormes. Mi padre, un pescador experimentado, le preguntó a mi tío con estupor de dónde procedía aquel pescado. Él explicaba que cerca del castillo había un pozo de agua alimentado por un río subterráneo, y que los peces que emergían eran completamente blancos debido a la oscuridad, de un tamaño extraordinario, y ciegos del todo.
Nos daban también una mermelada hecha de grosellas silvestres, que ellos llamaban Hetchi-petch, y nos mostraban un cofre de hierro que había en un cuartito de muros enormes y encalados hasta la altura del arcón. Éste era de un tamaño desmesurado, dos veces más grande que la puerta y era evidente que había sido construido en el interior de aquella habitación cuyas ventanas eran estrechas rendijas. Tenía dos llaves, debía de ser una obra de los siglos XII o XIII. La tradición exigía que no debía abrirse nunca a menos que el castillo se encontrara en el mayor peligro. Una llave pertenecía al barón y la otra a su mayordomo. El cofre podía abrirse sólo si las dos llaves se usaban a la vez; y nadie sabía qué contenía; se consideraba maléfico hasta especular sobre ello. Por supuesto, nosotros especulábamos. Podía ser oro; podía ser una reserva de trigo en vasijas selladas; podía ser también un arma… un fuego griego, tal vez. Por lo que yo sabía de los Aufsess y de sus mayordomos, resultaba inconcebible que aquel cofre hubiera escapado a su curiosidad. Un fantasma recorría el castillo, el fantasma de un antiguo barón conocido como el Caballero Rojo; su aterrador retrato colgaba en mitad de la escalera de caracol que conducía a nuestras habitaciones. Fue allí donde por primera vez nos acostamos en colchones de pluma.
Laufzorn, que mi abuelo había comprado en condiciones ruinosas y restaurado, no podía compararse en tradición con Aufsess, aunque durante algún tiempo hubiera sido pabellón de caza de los reyes de Baviera. Dos fantasmas habitaban el lugar; los trabajadores de la finca los habían visto con cierta frecuencia. Uno de ellos era un carruaje que corría enloquecidamente sin caballos, lo que antes de la aparición del automóvil era una visión bastante horrible. No he vuelto desde mi niñez a ver el salón de banquetes, por lo cual me resulta difícil recordar sus verdaderas dimensiones. Parecía tan grande como una catedral, con ventanas de cristal biselado, y suelos de madera desnuda, amueblado sólo en las cuatro esquinas con pequeñas islas de mesas y sillas; las golondrinas habían hecho hileras de nidos en las vigas. La luz que se filtraba por las ventanas dibujaba figuras de colores en el suelo, en las paredes se alineaban las cabezas de todos los ciervos que mi abuelo había cazado y disecado, las golondrinas volaban bajo sus nidos y nosotros cantábamos canciones alemanas en un pequeño armonio colocado en un rincón. A eso se reducen mis recuerdos de Laufzorn. La planta baja formaba parte de la granja. Un pasadizo lo atravesaba de un extremo a otro, con un amplio corral cubierto en medio, donde se guardaba el ganado en la época de las riñas feudales. Las dependencias del administrador se hallaban a un lado del pasadizo, y al otro se encontraban las habitaciones de los sirvientes y una cocina. Mi abuelo y su familia ocupaban la planta intermedia, y la tercera se usaba para almacenar maíz, manzanas y otros productos de la finca, y allí mi primo Wilhelm, al que derribaría en una batalla aérea un compañero mío de escuela, pasaba horas enteras tirado en el suelo disparando a los ratones con una carabina de aire comprimido.
Añorábamos la riqueza y variedad de la cocina bávara cada vez que volvíamos a Inglaterra. Nos gustaba el pan de centeno, el oscuro jarabe de arce, los enormes pasteles helados de zumo de frambuesa y nieve almacenada durante el invierno en una nevera, que eran la pasión de mi abuelo, así como los pasteles de miel, las pastas y en especial las salsas hechas con distintos tipos de setas. Sin hablar de los pretzels, las zanahorias cocidas con azúcar y los pasteles de arándano y de arrayán. En el huerto que se extendía tras la casa, podíamos comer todas las manzanas, peras y ciruelas que quisiéramos. En el jardín había también hileras de cerezos y melocotoneros. La propiedad, a pesar de la reciente adquisición de mi abuelo, de su liberalismo y sus experimentos con métodos modernos de agricultura, conservaba su aire feudal. Los campesinos, pobres, sudorosos, de aspecto salvaje, hablaban un dialecto que nosotros no comprendíamos, y nos producían verdadero miedo. Su condición social era inferior a la de los sirvientes de la casa; y en cuanto a la colonia de italianos que mi abuelo había importado como mano de obra barata para su fábrica de ladrillos e instalado a unos quinientos metros de la casa, nosotros los asimilábamos a los gitanos del bosque de la canción. Un día mi abuelo nos llevó a la fábrica y me hizo probar una porción de polenta. Otro día, cuando empezamos a quejarnos por un pudín de leche ligeramente quemado, mi madre nos dijo:
—Aquellos pobres italianos de la fábrica de tu abuelo, suelen quemar a veces su polenta para variar un poco de sabor.
Más allá de los edificios de la finca en Laufzorn se extendía un gran estanque, flanqueado por iris y lleno de carpas. Cada tres o cuatro años mis tíos tendían las redes. En una ocasión contemplamos la operación y gritamos de placer a medida que veíamos subir la red cada vez más cerca del embarcadero. Salió a la superficie llena de carpas, con un gran lucio que batía el agua con la cola. Corrí a ayudar a extraer la red y seis anguilas negras se enrollaron en mis piernas como tubos de goma; hubo que ponerles sal en la cola para que no se escaparan. Los campesinos estaban enormemente excitados; uno de ellos cogió un pescado por la cola y se lo comió crudo. También recuerdo la vía férrea que cubría un espacio de unos tres kilómetros entre la estación de ferrocarril y la fábrica de ladrillos. El terreno tenía entre esos dos puntos posiblemente una inclinación de un uno por ciento. Los italianos cargaban los furgones de ladrillos en el patio de la fábrica; luego un pelotón empujaba el furgón unos veinte o treinta metros hasta que se deslizaba solo hacia la estación.
Teníamos derecho a subir a los balcones del gran granero y saltar sobre las pilas de heno; poco a poco fuimos aumentando la altura de nuestros saltos. Era formidable sentir que nuestras entrañas nos abandonaban en mitad de la caída. En una ocasión visitamos las bodegas de Laufzorn, no donde se guardaba la cerveza, sino otra a la que había que descender por el patio, bastante oscura pues sólo recibía luz de una pequeña y estrecha ventana. En el suelo había un montón enorme de patatas; para atrapar la luz se habían cubierto de una maraña de largos tallos, blancos y retorcidos, que iban en todas direcciones. En un rincón había un agujero oscuro cerrado por una reja: un pasaje secreto que comunicaba la casa con un monasterio en ruinas situado a un kilómetro y medio de distancia; por lo menos eso nos dijeron. Mis tíos habían recorrido una parte del subterráneo, pero el aire era malo y tuvieron que regresar; la reja se puso para impedir que alguien más tratara de repetir la excursión arriesgándose a no volver. Pero yo pensé que trataban de burlarse de nosotros, y que aquel pasaje conduciría a un garde-robe, que es el nombre cortés con que se designa a los sótanos medievales.
Cuando salíamos a pasear en coche con mi abuelo, lo aclamaban con expresiones de Grüss Gott, herr Professor! los personajes principales de todos los villorrios que atravesábamos. Cada aldea contaba con una gran posada dotada de un terreno para los coches, y de una gran asta con rayas, como el rótulo de un barbero, azules y blancas, los colores nacionales de Baviera. Manzanos y perales se alineaban a lo largo del camino: que aquellos árboles frutales se abandonasen al público sin vigilancia alguna no dejaba de asombrarnos y no podíamos comprender cómo quedaban frutos en ellos. En los jardines de Wimbledon, hasta a los castaños de Indias los sacudían con piedras y palos, mucho antes de que las castañas estuvieran maduras, a pesar de la energía del vigilante del lugar. Lo que menos nos gustaba de Baviera eran los crucifijos por todos los caminos, con la sangre y las heridas reproducidas de manera muy realista, y los exvotos de almas desnudas sumergiéndose en el purgatorio y gritando de angustia entre altas llamas rojas y amarillas. Aunque se nos había enseñado a creer en el Infierno, no nos gustaba que nos recordaran su existencia.
Munich nos pareció una ciudad siniestra… vaharadas desagradables de cerveza y humo de cigarrillos; en los restaurantes se comía con ruido excesivo; en los tranvías y trenes la población, enormemente robusta, llevaba ropa demasiado gruesa; los oficiales parecían feroces. Además, estaba la aterrorizadora Morgue donde la presencia de niños estaba prohibida. Cualquier personaje distinguido que moría era conducido a la Morgue, según nos informaron, sentado en una silla; donde permanecía durante uno o dos días. Si era un general, llevaba puesto el uniforme, si era la mujer de un burgomaestre, llevaba sus prendas de seda y sus joyas. Les sujetaban los dedos con cuerdas, cuyo mínimo movimiento hacía sonar una gran campana, en el caso de que hubiera aún el menor indicio de vida en el cuerpo. Nunca he comprobado la verdad de esto, pero para mí era suficientemente cierto. Cuando mi abuelo murió, un año después de nuestra última visita, me lo imaginé en la Morgue con su abundante cabellera blanca, vestido con la chaqueta que llevaba por las mañanas, sus pantalones de rayas, sin olvidar sus condecoraciones y su estetoscopio. Y tal vez, pensaba yo, un sombrero de seda, guantes y un bastón en una mesa a su lado. Tratando, como en una pesadilla, de sentirse vivo, pero sabiéndose definitivamente muerto.
El director de la escuela de Rokeby, que me había dado una buena paliza por haberme olvidado los zapatos de gimnasia, era un amante de la cultura alemana, e imprimía este sentimiento a la escuela, de manera que contaba a mi favor que yo supiera hablar alemán y hubiera visitado Alemania. En las otras escuelas primarias estos lazos que me unían con Alemania tenían el carácter de una falta excusable y, a veces, despertaban algún interés. Sólo en Charterhouse se consideraron una ofensa social. Mi historia a partir de los catorce años, cuando fui a Charterhouse, hasta poco antes del final de la guerra, cuando comencé a pensar por mi cuenta, es un rechazo forzado a lo que había en mí de alemán. Yo insistía, por lo general con indignación, en que era irlandés y basaba toda mi defensa en el argumento de que la nacionalidad paterna era la única que contaba. Por supuesto aceptaba también enteramente el sistema patriarcal imperante, convencido de la supremacía natural del hombre sobre las mujeres. Mi madre asumió el concepto de «amor, honor y obediencia» literalmente; a mis hermanas las educaron de manera que lamentaron siempre no haber nacido varones, les horrorizaba la idea del voto femenino, y no aspiraban a recibir una educación tan completa como la de sus hermanos. Ante cualquier cuestión difícil que se presentara en la casa la decisión final debía tomarla mi padre. Mi madre decía:
—Dos personas no pueden montar el mismo caballo sin que una vaya delante de la otra.
Nosotros no hablábamos el alemán correctamente; nunca llegamos a dominar los géneros ni ciertos problemas sintácticos, igual que no aprendimos nunca a leer el alfabeto gótico. Nuestro conocimiento del espíritu de la lengua, sin embargo, era tal, que yo creo que conozco el alemán bastante mejor que el francés, aunque puedo leer el francés casi con la misma facilidad que el inglés, y en cambio el alemán sólo con dificultad, lentamente y con la ayuda de un diccionario. Uso diferentes partes de mi mente para cada una de estas lenguas. El francés es una adquisición superficial que olvidaría muy fácilmente si no me viera obligado a hablarlo de vez en cuando.