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Asistí a varias escuelas primarias a partir de los seis años. La primera fue la escuela de una dama de Wimbledon; pero mi madre, que era experta en materias educativas, no permitió que me quedase allí mucho tiempo. Un día me encontró llorando por la dificultad que ofrecía la memorización de la tabla de multiplicar del veintitrés. El libro de historia que utilizábamos estaba redactado en forma de preguntas y respuestas; comenzaba así:

Pregunta: ¿Por qué los bretones recibieron ese nombre?

Respuesta: Porque se pintaban de azul.

Por supuesto que mi padre lo desaprobó. Nos hacían recitar las tablas matemáticas con un metrónomo; un día me oriné de angustia por esa tortura. Entonces, mi padre me envió al King’s College School, en Wimbledon. Tenía yo siete años y era el alumno más joven; algunos tenían diecinueve años. Dos trimestres más tarde mi padre me sacó de allí porque supo que aprendía malas palabras y no comprendía las lecciones. Había comenzado con el latín, pero nadie me explicaba qué significaba el latín; sus declinaciones y conjugaciones no eran para mí más que fórmulas mágicas. En cuanto a las malas palabras me parecían también términos mágicos. Me oprimía el inmenso salón, los enormes muchachos, el vacío atemorizador de los largos corredores y las sesiones obligatorias de rugby, cuyas reglas nadie me explicaba. De ahí, fui a Rokeby, una escuela normal, también en Wimbledon, donde permanecí unos tres años. Allí comencé a hacer deporte de una manera seria, me volví belicoso, vanidoso y dominante, gané premios y coleccioné objetos. La principal diferencia que se estableció con los otros alumnos se refería a que yo coleccionaba monedas en vez de estampillas. El valor de las monedas me pareció menos ficticio. El director me castigó una vez con una vara: me había olvidado los zapatos de gimnasia en casa. Aunque sólo me dio dos golpes en cada mano, aún hoy el recuerdo me hace hervir la sangre de resentimiento. Allí comenzó mi aprendizaje serio para convertirme en un caballero.

Me parece haber omitido una escuela… Penrallt, una escuela situada en las colinas que se extendían detrás de Llanoedr. Era la primera vez que abandonaba mi casa. No estuve allí más que un trimestre para mejorar mi estado de salud. Fue allí donde recibí mi primer correctivo. Un domingo el director, un pastor, me dio una buena ración de varazos en las nalgas por haberme equivocado de lección. Hasta entonces nunca había intervenido la violencia en mi formación religiosa. En la escuela de la dama de Wimbledon teníamos también lecciones de religión, pero nunca recibíamos castigos corporales cuando cometíamos algún error; competíamos, por el contrario, para obtener premios; se trataba casi siempre de textos bíblicos muy ornamentados que podíamos llevar a nuestras casas y colgar sobre nuestro lecho. Un muchacho de Penrallt llamado Ronny se convirtió en el personaje más fabuloso que yo hubiera conocido nunca. Tenía una cabaña en lo alto de un pino a la que nadie más podía subir, un enorme cuchillo que era la punta de una bayoneta y que él mismo había robado; mataba pichones con una honda, los cocinaba y se los comía en su cabaña. Ronny me trató con amabilidad: más tarde entró en la Marina, desertó en el primer viaje y nadie volvió jamás a saber de él. Acostumbraba a montar las vacas y los caballos que veía en el campo. En Penrallt encontré un libro que contenía las baladas Chevy Chase y Sir Atidrew Barton. Son los dos primeros poemas verdaderos que recuerdo haber leído. Podía apreciar ya su calidad. Por otra parte, había una piscina al aire libre donde todos los muchachos nadaban desnudos, y a mí me sobrecogió de horror aquel espectáculo. Un muchacho de diecinueve años tenía el cuerpo cubierto de pelo rojo, un pelo real, malo, irlandés y rojo, por todo el cuerpo. Yo no sabía que en el cuerpo podía haber pelo. Además, el director tenía una hija pequeña, con una amiguita pequeña; y yo sudaba de horror cada vez que las veía. No tenían hermanos y una vez habían tratado de descubrir los misterios de la anatomía masculina, explorando por debajo del cuello abierto de mi camisa mientras desenterrábamos raíces en el jardín.

Otra experiencia aterrorizante de esta etapa de mi vida: En una ocasión tuve que esperar a mis hermanas en el vestíbulo de la Wimbledon High School. Nos iban a hacer una fotografía juntos. Las esperé en un rincón durante cerca de un cuarto de hora. Debía de tener por entonces diez años. Centenares y centenares de chicas pasaron y volvieron a pasar por delante de mí: me miraban, se reían y se murmuraban algo unas a otras. Sabía que me odiaban por ser un muchacho sentado en el vestíbulo de una escuela femenina; y mis hermanas, al llegar, parecieron avergonzarse de mi presencia y se comportaron de una manera muy distinta a la de las hermanas que yo conocía en mi casa. Había irrumpido en un mundo secreto, y durante meses, y aun años, mis peores pesadillas volvían a aquella escuela de mujeres que siempre estaba llena de pelotas multicolores. «Muy freudiano», se diría ahora. Esas dos aventuras retardaron durante varios años mis instintos naturales. En 1912, pasamos nuestras vacaciones de Navidad en Bruselas. Una muchacha irlandesa que vivía en la misma pensión que nosotros trató de hacerme el amor de una manera, ahora puedo advertirlo, muy tierna. Pero me espantó tanto que habría podido matarla perfectamente.

En las escuelas primarias y en los internados los idilios son necesariamente homosexuales. Se desprecia al sexo opuesto y se considera una obscenidad, y son numerosos los muchachos que no se recuperan jamás de esta perversión inicial. Por un homosexual de nacimiento, el sistema de interesados fabrica por lo menos diez pseudohomosexuales permanentes: nueve de estos diez son tan honestamente castos y sentimentales como lo era yo.

Dejé la escuela diurna de Wimbledon porque mi padre decidió que el nivel de enseñanza que tenía no era suficiente para permitirme obtener una beca en un internado. Me envió a otra escuela en Rugby, donde la esposa del director resultó ser hermana de un viejo amigo suyo. El lugar no me gustaba. Había un secreto sobre el director que algunos de los alumnos compartían… un secreto de alguna manera siniestro. Lo cierto es que un día entró en la clase dándose puñetazos en la cara, sollozando y murmurando:

—¡Gracias a Dios no lo he hecho! ¡Gracias a Dios no lo he hecho! —mi padre me sacó precipitadamente una semana después. Al director se le dieron veinticuatro horas para abandonar el país, lo reemplazó el subdirector, un hombre afable que me enseñó a escribir eliminando todas las frases de las que se podía prescindir, y a usar verbos y sustantivos en vez de adjetivos y adverbios cada vez que fuera posible; cuándo y cómo empezar un nuevo parágrafo, y la diferencia existente entre «o» y «oh». El señor Lush era un hombre muy corpulento, que solía estar en su escritorio y apoyaba los pulgares sobre la superficie hasta que quedaban en línea recta. Quince días después de haber asumido la dirección del centro, se cayó de cabeza de un tren, y ése fue su fin. Ocasionalmente recibo peticiones para que contribuya a los fondos de ex alumnos para construir alguna placa conmemorativa o instalar un campo de tiro en miniatura, etc.

Fue allí donde me inicié en el rugby. Pero lo que más me sorprendió en aquel lugar fue la actitud de un muchacho de unos doce años, cuando se enteró por un telegrama de que sus padres habían muerto repentinamente de cólera en la India. Todos lo observábamos llenos de simpatía hacia él durante las semanas siguientes, esperando que muriera de dolor, se volviera negro o realizara algún prodigio que estuviera a la altura de aquellas dolorosas circunstancias. ¡Pero no!, parecía que aquello no le conmovía lo más mínimo, y como nadie se atrevía a discutir la tragedia con él, parecía haberse olvidado de ella, y jugaba al rugby y a los demás deportes como si no hubiese ocurrido nada. A nosotros, tal actitud nos parecía monstruosa. Pero aquel muchacho no había visto a sus padres desde hacía dos años; y los alumnos en las escuelas primarias viven en un mundo absolutamente disociado de la vida familiar. Tienen un vocabulario diferente, un sistema moral diferente, incluso una voz diferente. Al volver a la escuela después de las vacaciones el paso del yo familiar al yo escolar se efectúa casi instantáneamente, mientras que el proceso inverso requiere por lo menos quince días. Un alumno de primaria cuando se descuida llama a su madre «señora», y siempre que se dirige a un familiar varón o a algún amigo de la familia le llamaría «señor», como a un maestro. A mí me ocurría a menudo. La vida escolar se convierte en la realidad y la familiar en una ilusión. En Inglaterra, los padres de las clases dirigentes pierden virtualmente todo contacto íntimo con sus hijos a la edad de ocho años, y cualquier intento de introducir un sentimiento de vida hogareña en la escuela les resulta incómodo a sus hijos.

Después fui a Copthorne, una típica buena escuela en Sussex. El director había tenido sus dudas en permitir mi inscripción, en parte por mi edad, pero sobre todo por provenir de una escuela con tan mala reputación últimamente; pero las relaciones literarias de mi familia facilitaron el asunto, y el director se dio cuenta de que yo podía ganar una beca si ponía cierta atención. El estado de depresión en que me encontraba terminó casi al momento de llegar. A mi hermano menor, Charles, le inscribieron en esta escuela poco después de mi llegada, abandonó la escuela diurna de Wimbledon, y muy pronto le siguió John, el más joven de todos, que llegó directamente de casa. La excelencia de la escuela se puede comprobar en el caso de John, una persona típica, buena y normal que, como he dicho, fue allí directamente desde casa. John pasó cinco o seis años en Copthorne, donde formó parte del equipo de criquet, recibió la mejor beca para asistir a una escuela pública, le nombraron jefe de su curso en la escuela y consiguió un buen número de medallas por sus actividades atléticas. Después fue becario en Oxford, donde obtuvo nuevas distinciones como deportista y una buena licenciatura… y luego, ¿qué hizo luego? Como era una persona típica, buena y normal, naturalmente volvió para ser maestro de su vieja típica y buena escuela preparatoria, y ahora que está allí desde hace varios años y necesita un cambio, prepara su solicitud para obtener una plaza en su vieja escuela privada. Si lo logra supongo que se convertirá después de unos años en director, y eventualmente el próximo paso que dará será solicitar un puesto en su viejo colegio universitario en Oxford. Eso puede dar una idea de cuán buena y típica era la escuela de Copthorne.

Allí aprendí a sostener el mazo de la forma correcta al jugar al criquet, y a tener un elevado sentido de la moral, y a dominar mi quinta pronunciación de latín, y mi quinto o sexto nuevo método de hacer las operaciones de aritmética. Me colocaron en la clase superior y conseguí una beca. En efecto, obtuve la mejor beca ese año. Para estudiar en Charterhouse. ¿Por qué en Charterhouse? Debido a ίστημι y ίημι. Charterhouse era la única escuela privada cuyo examen de ingreso no contenía un cuestionario en griego. Yo me defendía bastante bien en traducción y en composición, pero no podía conjugar correctamente los verbos a ίστημι y ίημι. Sin esos dos verbos yo me hubiera encontrado con toda seguridad en un ambiente muy diferente en Winchester.