Al parecer, mi madre se casó con mi padre en gran parte para ayudarlo a criar a sus cinco hijos. El que ella pudiera tener otros debió de constituir una idea secundaria. De cualquier modo los tuvo, primero una niña, luego otra niña, y aunque era algo muy agradable, ser madre no dejaba de ser ligeramente decepcionante, pues ella pertenecía a una generación y a una tradición en que el hecho verdaderamente importante era el nacimiento de un hijo varón; al fin nací yo, un niño de aspecto muy saludable. Ella tenía entonces cuarenta años y mi padre cuarenta y nueve. Cuatro años más tarde tuvieron otro hijo, y aún cuatro años después nació un tercero. La tan deseada preponderancia de los varones sobre las mujeres se había establecido. Éramos diez en total. Dos generaciones me separaban de mis padres y la distancia me pareció menor que si nos hubiera separado una sola. Los niños rara vez riñen con sus abuelos, y yo me acostumbré a considerar a mis padres como mis abuelos. Además, en una familia con diez hijos, el afecto de los padres tiende a diluirse, y la individualidad a confundirse. Muy a menudo me llamaban:
—¡Philip, Richard, Charles, no, no, quiero decir Robert!
Mi padre era un hombre muy ocupado, inspector de escuelas del distrito de Southwark, en Londres, por lo cual prácticamente no lo veíamos nunca, a excepción de los días festivos. Entonces nos trataba muy afectuosamente y nos contaba cuentos que no comenzaban nunca con el tradicional «Érase una vez…», sino con «Entonces, el viejo jardinero se sonó la nariz con un pañuelo rojo…». A veces participaba en nuestros juegos, pero la mayor parte del tiempo, cuando no estaba ocupado en su labor docente, pasaba el tiempo escribiendo poemas o presidiendo círculos literarios y ligas antialcohólicas. Mi madre se ocupaba de la casa y cumplía con gran cuidado las obligaciones sociales que le imponía el hecho de ser esposa de mi padre, por lo cual tampoco nos veía demasiado fuera de los domingos o cuando caíamos enfermos. Teníamos una nodriza y eso nos parecía compañía más que suficiente. El papel principal de mi padre en nuestra educación consistía en hacernos hablar gramaticalmente, pronunciando con corrección las palabras, sin emplear giros vulgares. Toda la educación religiosa se dejó en manos de nuestra madre, aunque él oficiaba en las plegarias familiares, a las que los sirvientes estaban obligados a asistir, todas las mañanas antes del desayuno. Los castigos ligeros, tales como mandarnos antes a la cama o permanecer de pie en un rincón, quedaban en manos en mi madre; pero ella reservaba los castigos corporales, nunca severos, e infligidos siempre con una pantufla, a mi padre. Aprendimos a ser firmes moralistas y pasábamos buena parte de nuestro tiempo analizando nuestra conducta y aprendiendo a tomar buenas resoluciones. Mi hermana Rosaleen puso un anuncio con letras impresas en su rincón del cuarto de los niños, del que yo mismo hubiera podido ser el autor: «No debo llamar a nadie con nombre de animal, pues es grosero».
Se nos daba muy poco dinero para nuestros gastos —un penique a la semana que se convertía en dos peniques alrededor de los doce años— y se nos aconsejaba dar por lo menos una parte del dinero que recibíamos, de nuestros tíos o de otras visitas, al Hospicio del doctor Barnard o a los mendigos. Un mendigo ciego se sentaba siempre en la acera de Wimbledon Hill, y leía en voz alta una Biblia impresa en braille; en realidad no era ciego, pero podía volver los ojos y mantener ocultas las pupilas durante unos minutos bajo los párpados artificialmente inflamados. A menudo le dábamos nuestro dinero. Murió rico, después de haber pagado los estudios superiores de su hijo.
El primer escritor célebre de quien guardo recuerdo, aparte de Swinburne, fue P. G. Woodehouse, que era amigo de mi hermano Perceval. Tendría entonces unos veinte años, era miembro del equipo de redacción de The Glove y escribía relatos juveniles para la revista The Captain. Me dio un penique, y me aconsejó comprar malvaviscos con él. Aunque era yo en aquella época demasiado tímido como para poder expresarle mi gratitud, a partir de entonces nunca me he permitido criticar sus obras.
Me alimentaba un gran fervor religioso, que persistió hasta poco después de mi confirmación a la edad de dieciséis años; recuerdo aún la incredulidad con que escuché por primera vez que existían personas, personas como yo, bautizadas en la iglesia de Inglaterra, que no creían en la divinidad de Jesús. Nunca había conocido a un no creyente.
Aunque les he preguntado a muchos de mis conocidos en qué período de la niñez o de la adolescencia tuvieron conciencia de pertenecer a una determinada clase, ninguno ha logrado darme una respuesta satisfactoria. Recuerdo cómo se produjo en mí tal conocimiento. Tenía yo cuatro años y medio cuando contraje la escarlatina; mi hermano menor acababa de nacer y a mí no me podían atender en casa. Mis padres me enviaron a un hospital para enfermos contagiosos. En la sección infantil había veinte niños proletarios y sólo uno de origen burgués, sin contarme a mí. No advertí que las enfermeras o mis compañeros de enfermedad me trataran de una manera diferente; acepté su bondad y sus mimos con toda naturalidad, por estar acostumbrado a ellos. Pero me llenaron de asombro el respeto y aun la reverencia con que se trataba al otro niño, el hijo de un clérigo.
—¡Oh! —exclamaban las enfermeras después de su partida—, ¡oh, parecía un pequeño caballero a la hora de marcharse, envuelto en su abrigo blanco de piel!
—¡Demasiado tieso, ese joven Matthew! —murmuraban los pequeños proletarios.
Volví a casa después de dos meses de hospital; todos se quejaban de mi acento, y me enteré de que los niños de la guardería eran de lo más vulgar. No sabía qué significaba el término (vulgar); tuvieron que explicármelo. Un año después me encontré con Arthur, un chico de nueve años, que había estado en la guardería y que me había enseñado a jugar a criquet mientras convalecíamos. Lo vi convertido en un muchacho harapiento de la calle. En el hospital todos debíamos llevar las batas reglamentarias, y no había podido adivinar que proveníamos de medios tan distintos. Pero entonces advertí, con mi primer estremecimiento de distinción social, que existían dos clases de cristianos: nosotros… y las clases inferiores. Los sirvientes tenían la obligación aunque fuésemos unos niños diminutos de llamarnos «joven Robert», «señorita Rosaleen», «señorita Clarissa», pero no me había enterado de que aquéllos fueran títulos de respeto. «Joven» y «señorita», en mi opinión constituían prefijos vocativos usados para dirigirse a los niños de las otras casas; pero en ese momento comprendí que los sirvientes eran la clase inferior y que nosotros éramos «nosotros».
Acepté esta separación de clases con la misma naturalidad con que había aceptado los dogmas religiosos, y no la rechacé hasta veinte años después. Mis padres nunca encajaron en el tipo agresivo que pretende «mantenerlos bajo el pie», sino en la burguesía liberal, o más estrictamente, de liberales irlandeses unionistas. En teoría religiosa, por lo menos, trataban a sus empleados como a seres iguales; pero las distinciones sociales estaban claramente definidas. El libro de oraciones las santificaba:
Él los hizo grandes o pequeños
y repartió sus territorios…
Puedo recordar el tono que adoptaba mi madre cuando les informaba a las sirvientas que podían disponer de los restos del pudín, o reprendía a la cocinera por alguna negligencia. Su severidad era forzada; dura casi por la vergüenza. A mi madre, gemütlicb por naturaleza, le hubiera gustado, creo yo, haber prescindido completamente de la servidumbre; ésta parecía, en efecto, un elemento extraño en la casa. Recuerdo las habitaciones de los sirvientes. Estaban en el piso superior, en la parte más fea de la casa, y debido a la costumbre de la época, eran los únicos cuartos sin alfombras ni linóleos: catres destartalados de aspecto siniestro, repisas con manteles harapientos de algodón en vez de los roperos con puertas de cristal que había en las otras habitaciones. Aquella dejadez me impedía considerar a los sirvientes como seres del todo humanos. Debo precisar que los sirvientes que trabajaban en casa pertenecían a una clase inferior a la normal; sólo a quienes no tenían cartas de recomendación especialmente brillantes se les ocurría solicitar un puesto en una familia con diez hijos. Y como vivíamos en una casa demasiado grande, y no había un miembro de la familia que tuviera su habitación en orden, era muy raro que no se marcharan al poco de haber llegado. Demasiado trabajo, decían.
Nuestra nodriza servía de intermediario entre los sirvientes y nosotros. Nada más llegar presentó su pasaporte:
—Emily Dykes es mi nombre; Inglaterra, mi país; Netheravon, mi ciudad, y Cristo, mi salvación.
Aunque nos hablaba usando el «joven» y «señorita» adecuados, no empleaba el tono de los sirvientes. En la práctica, Emily fue para nosotros más que una madre. Yo no la desprecié hasta después de haber cumplido los doce años —era entonces la nodriza de mis hermanos menores—, cuando descubrí que mi educación era superior a la suya, y que si discutía con ella podía conducirla fácilmente a las conclusiones que me proponía. Además, frecuentaba una iglesia baptista; yo ya sabía para esas fechas que los baptistas, igual que los wesleyanos y los congregacionistas eran socialmente inferiores a los miembros de la Iglesia de Inglaterra.
Mi madre me inculcó un horror al catolicismo romano, que duró en mí mucho tiempo. En realidad, si rechacé el protestantismo, no fue por haber superado su código ético, sino por el horror que me producía el elemento católico implícito en él. La educación religiosa desarrolló en mí una enorme capacidad de temor (me torturaba perpetuamente el miedo al infierno), una conciencia supersticiosa y una inhibición sexual de la que me ha sido muy difícil liberarme.
La última idea que pierde un protestante cuando deja de creer es la visión de Cristo como el hombre perfecto. Ésta persistió en mí, de una manera sentimental, durante muchos años.
A los dieciocho escribí un poema titulado: «En el desierto», sobre el encuentro de Cristo y el chivo expiatorio en medio del desierto, algo, desde luego, inconcebible, ya que al chivo expiatorio le arrojan siempre por un acantilado sus servidores levíticos. «En el desierto» ha aparecido desde entonces por lo menos en setenta antologías. Recibo a menudo cartas de desconocidos que me dicen que el poema los ha alentado, y que si podría, etc.