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Como prueba de mi respeto por las convenciones autobiográficas, permítaseme relatar inmediatamente mis dos primeros recuerdos. El primero es haber sido sostenido lealmente en brazos de alguien frente a una ventana para observar una procesión de vagones y carruajes decorados con la que se celebraron en 1897 las Bodas de Diamante de la Reina Victoria (esto ocurrió en Wimbledon, donde nací el 2.4 de julio de 1895). El segundo, haber contemplado con una especie de terror abrumador un armario lleno hasta los topes del cuarto de los niños, abierto por inadvertencia, colmado de arriba abajo de volúmenes en octavo de Shakespeare. Mi padre había organizado un Círculo de Lecturas shakesperianas. Hasta mucho más tarde no me enteré que aquél era el armario de Shakespeare pero, al parecer, ya entonces sentía una fuerte animadversión por las actividades de salón. Y cuando algunos visitantes distinguidos se presentaban en casa, tales como sir Sidney Lee con su erudición shakesperiana, o lord Ashbourne, que aún no era Par del reino, con sus exclamaciones de «Irlanda para los irlandeses», y su faldilla color azafrán, o el señor Eustace Miles, campeón inglés de tenis y vegetariano, con sus muestras de nueces exóticas, ya sabía todo de ellos a mi manera.

No me hacía ninguna ilusión sobre Algernon Charles Swinburne, cuando solía detener mi coche de niño al pasar por el paseo de las Nodrizas, en la esquina de Wimbledon Common, y me daba alguna palmadita en la cabeza o un beso. Era en él una costumbre inveterada la de parar los cochecitos, dar palmadas y propinar besos. El paseo de las Nodrizas se extendía sobre Los Pinos, Putney (donde él vivía con Watts-Dunton) y la taberna La rosa y la corona, a la que acudía a beber su pinta de cerveza diaria; Watts-Dunton le proporcionaba dos peniques para este efecto, nada más. Yo no sabía que Swinburne fuera un poeta, lo único que me constaba era que se trataba de una amenaza pública. Y a propósito, cuando era aún muy joven, Swinburne había ido a ver a Walter Savage London, entonces un hombre muy anciano, y había recibido la bendición del poeta, que él había solicitado; y Landor, de niño, había recibido palmadas en la cabeza del propio doctor Samuel Johnson; cuando Johnson era un niño lo habían llevado a Londres a que lo tocara la reina Ana para preservarlo de la escrófula, la enfermedad del rey. Y a su vez la reina Ana, siendo niña…

Pero ya he mencionado el Círculo de Lecturas Shakesperianas. Existió durante años, y cuando yo tenía dieciséis, la curiosidad me llevó a asistir al fin a una de sus sesiones. Recuerdo la vivacidad con que mi madre, que era la persona más apacible del mundo, leía el papel de Katherine en La fierecilla domada frente al Petruchio encarnado por mi amable padre. Maurice Hill y su esposa eran dos de los miembros más populares del Círculo. Esta reunión tuvo lugar algunos años antes de que se convirtieran en el juez Hill y lady Hill, y algunos años antes, también, de que yo leyera la obra. Recuerdo los vasos de limonada, los bocadillos de pepino, los petits fours, los adornos del salón, los crisantemos en los búcaros, y el semicírculo de cómodos sillones en torno al fuego. La suave voz de Maurice Hill en el papel de Hortensio amonestaba a mi padre: «Siga usted su camino, ha logrado domar a una fiera terrible», y yo, como Lucio, terminaba el espectáculo diciendo: «Con vuestro permiso, me sorprende encontrarla tan bien domada». Más tarde tendría oportunidad de verlo recitar sus parlamentos como juez en el Tribunal de Divorcios; sus amonestaciones se hicieron famosas.

Después de esos primeros recuerdos, debería dar tal vez una descripción de mi persona como la que exigen los pasaportes y completar las líneas. Fecha de nacimiento… Lugar de nacimiento… Ya los he dicho. Profesión… En mi pasaporte estoy registrado como «Profesor universitario». Aquello era muy conveniente en 1926, cuando por primera vez solicité un pasaporte. Pensé en poner «escritor», pero los funcionarios de la sección de pasaportes suelen tener reacciones muy complicadas ante esa palabra. «Profesor universitario» provoca una reacción sencilla: un austero respeto. Nadie hace ninguna pregunta. Lo mismo ocurre con «capitán del ejército», aunque esté retirado.

Mido un metro ochenta y ocho, tengo ojos grises y cabello negro. Al adjetivo «negro» podría añadirse «espeso y rizado». Consta que no tengo ninguna característica particular. Para comenzar tengo una gran nariz que fue aguileña y que me rompí en Charterhouse mientras jugaba rugger con el equipo de fútbol (a mi vez le rompí la nariz a otro jugador esa misma tarde). Esto tuvo el efecto de hacerle perder su solidez. El boxeo hizo el resto. Finalmente, me operó un incompetente cirujano del ejército, y a partir de entonces dejó de servir como una línea vertical de separación entre los lados derecho e izquierdo de mi rostro que, por supuesto, han dejado de ser simétricos (mis ojos, mis cejas y mis orejas son notoriamente irregulares, y los pómulos, bastante pronunciados, están desnivelados). Mi boca es lo que generalmente se conoce como «carnosa», y mi sonrisa es huidiza. Cuando tenía trece años me rompí dos dientes delanteros y a partir de ese momento me esforcé en ocultarlos. Mis manos y mis pies son grandes. Peso alrededor de setenta y cinco kilos. Mi defecto más cómico es que poseo una pelvis tan flexible que me puedo sentar sobre una mesa y usarla como tambor tal como hacían las hermanas Fox. Tengo un hombro palpablemente más caído que el otro, debido a una herida en el pulmón. No llevo reloj porque siempre magnetizo las agujas; durante la guerra, todos los oficiales debían, por decreto, llevar reloj y sincronizarlo a la misma hora una vez por día; yo debía comprar por lo menos dos al mes. Gozo de buena salud.

Mi pasaporte me otorga la nacionalidad de «subdito británico». Podría parodiar a Marco Aurelio, que comienza su Libro de oro enumerando a varios antecesores y familiares a quienes debe las virtudes de un digno emperador romano: lo que explicaría por qué no soy un emperador romano y ni tan siquiera, salvo en algunas ocasiones, un caballero inglés. La familia paterna de mi madre, los von Ranke, estaba constituida por pastores sajones, cuya nobleza no es muy antigua. Leopold von Ranke, el primer historiador moderno, mi tío abuelo, introdujo el «von». Algo le debo. Fue él quien escribió, para escándalo de sus contemporáneos: «Soy historiador antes que cristiano; mi objeto es describir sencillamente cómo ocurrieron en realidad las cosas». Sobre Michelet, el historiador francés, dijo: «Escribió la historia en un estilo que le permitía decir la verdad». El que Thomas Carlyle lo describiera como «Seco-como-el-polvo» no es un descrédito. A Heinrich von Ranke, mi abuelo, le debo mi molesta estatura, mi energía, mi resistencia, mi seriedad y mi abundante cabellera. De joven fue un rebelde, un ateo. Siendo estudiante de medicina en una universidad prusiana participó en los disturbios políticos de 1848, cuando los estudiantes se manifestaron en favor de Karl Marx, a quien se acusaba de alta traición. Al igual que Marx, tuvieron que abandonar el país. Mi abuelo llegó a Londres y terminó allí sus estudios de medicina. En 1854, partió hacia Crimea con el Ejército inglés, como cirujano de regimiento. Todo lo que sé al respecto se debe a un comentario ocasional que hizo cuando yo era niño: «No siempre los más grandes son los más fuertes. En las trincheras de Sebastopol vi a los enormes soldados británicos caer y morir por docenas, mientras que los pequeños zapadores lograban escabullirse sin problemas». Sin embargo, salió muy bien librado a pesar de su estatura.

En Londres, se casó con mi abuela, una danesa de Schleswig, diminuta, devota asustadiza, hija de Tiarks, el astrónomo de Greenwich. Antes de que su padre se dedicara a la astronomía, la familia Tiarks seguía, al parecer, la costumbre de los agricultores de Dinamarca —que no es nada mala— y que consiste en que los padres y los hijos ejerzan sus profesiones de una manera alterna. Una generación era de herreros y la otra de pastores. Lo que hay de suave en mi carácter se lo debo a mi abuela. Tuvo diez hijos, la mayor mi madre, que nació en Londres. El ateísmo y el radicalismo de mi abuelo se atenuaron. Incluso regresó a Alemania, donde se convirtió en un pediatra muy reputado en Munich, y fue uno de los primeros en Europa que insistió en alimentar a los pequeños pacientes con leche pura. Al advertir que era imposible el suministro de leche pura en los hospitales por los conductos ordinarios, creó una lechería modelo por su cuenta. Su agnosticismo afligía a mi devota abuela luterana; nunca cesó de rezar por él, pero se concentraba sobre todo en la salvación del alma de sus hijos.

Mi abuelo no murió sin conocer la regeneración; sus últimas palabras fueron: «Al Dios de mis padres, a Él, finalmente, me someto». No sé qué quiso decir con eso, pero era una declaración coherente con sus maneras de patriarca gruñón, con el título eminente de herr Geheimrat Ritter von Ranke que aceptó llevar en la sociedad bávara, y con su lealtad al káiser, con quien en una o dos ocasiones había ido de caza. Lo que en la práctica significaba que él se consideraba un buen liberal tanto en religión como en política, y que mi abuela no necesitaba preocuparse demasiado. Admiro a mis familiares alemanes; tienen elevados principios, su vida es sencilla, generosa y seria. Sus hombres se han batido en duelo movidos no por vulgares cuestiones de honor personal, sino por asuntos de interés público. Fueron por ejemplo retados a duelo, por haber protestado contra la conducta escandalosa de un personaje oficial de rango superior. Uno de ellos perdió sus derechos en el consulado alemán por negarse a transformar el consulado en un centro de actividades de espionaje. Por otra parte, no son grandes bebedores. Mi abuelo, en la época de las habituales borracheras universitarias, tenía la costumbre de derramar buena parte de su cerveza en las botas de montar (calzaba un cuarenta y tres) cuando nadie lo veía. Obligo a sus hijos a hablar inglés en casa, y siempre consideró Inglaterra el centro de la cultura y el progreso. Las mujeres eran nobles y pacientes y caminaban mirando al suelo cuando salían a la calle.

Mi madre llegó a Inglaterra a los dieciocho años acompañando a miss Britain, una anciana solitaria que se había ocupado de mi abuela a la muerte de sus padres y que había vivido al lado de ella durante diecisiete años. Cuando finalmente murió, bajo la impresión senil de que mi madre, su única heredera, no se beneficiaría demasiado con la herencia, resultó que esta ascendía a cien mil libras esterlinas. Mi madre, y esto la define, repartió esa suma entre sus cuatro hermanas más jóvenes, reservándose sólo una quinta parte. Estaba decidida a marcharse a la India, después de un breve adiestramiento como misionera médica. Esos deseos se vieron contrariados al conocer a mi padre, un viudo con cinco hijos; advirtió que podía realizar una misión igualmente benéfica en el campo del hogar.

La genealogía de la familia Graves se remonta a un caballero francés que desembarcó en Milford Haven con Enrique VII en 1485. Se considera que el coronel Graves, el Cabezón, es el fundador de la rama irlandesa de la familia. Un día le hirieron y lo abandonaron en la plaza del mercado de Thame y se le dio por muerto. Más tarde lo destinaron a la guardia personal de Carlos I en el castillo de Carisbrooke, y luego se convirtió en un realista. Limerick fue el lugar de origen de esta rama. Los soldados y doctores ocasionales que se encuentran en ella son parientes sobre todo colaterales; la descendencia masculina en línea directa se enorgullece de una serie de rectores, párrocos y obispos, con la excepción de mi bisabuelo John Crosbie Graves, que fue jefe de la policía de Dublín. Los Graves de Limerick no tienen habilidad manual alguna ni sentido de la mecánica; gozan en cambio de una gran reputación como conversadores. En los miembros de la familia que tienen más fuertemente marcadas las características familiares, dicha desmesura verbal adquiere la forma de un desorden nervioso. Y no es que la conversación sea tonta: por lo general es informativa, y a menudo ingeniosa, pero puede resultar interminable. También los von Ranke carecen de habilidad mecánica. Me resulta bastante fastidioso haber nacido en la era de la combustión interna y de la dínamo eléctrica y no sentir la menor simpatía por tales inventos: una bicicleta, una estufa de petróleo y un rifle militar marcan los límites de mi capacidad mecánica.

Mi abuelo paterno, el obispo protestante de Limerick, tuvo ocho hijos. Fue un matemático notable —fue el primero en formular una teoría determinada sobre los conos esféricos— y también la principal autoridad sobre las leyes Brehan de Irlanda y el manuscrito de Oghan. Pero tenía fama de ser un hombre muy poco generoso. Él y O’Connell, el obispo católico, mantenían inmejorables relaciones. Se hacían ingeniosas bromas en latín, discutían algunos temas eruditos, y eran lo suficientemente laicos como para no tomarse sus diferencias religiosas demasiado en serio.

Cuando, unos diecinueve años después de la muerte de mi abuelo, estuve en Limerick como soldado del regimiento, oí algunas anécdotas que contaban sobre él los habitantes del lugar. Un día en que el obispo O’Connell se burlaba de él por su numerosa familia, mi abuelo le había respondido vivamente con el texto bíblico sobre la bendición del hombre que tiene el carcaj lleno de flechas; a lo cual el obispo O’Connell respondió tajante: «El antiguo carcaj judío sólo contenía seis». El cortejo que acompañó el ataúd de mi abuelo, según dicen, fue el mayor que se haya visto alguna vez en el pueblo de Limerick. Partía de la catedral, llenaba toda la calle O’Connell, cruzaba el puente Sarsfield y seguía no sé cuántas millas más allá. De niño recibí su bendición, pero de eso no me acuerdo.

De mi abuela paterna, una Cheyne de Aberdeen, nunca he podido obtener información fuera del hecho de que era «una mujer muy hermosa», y de que era hija del médico general de las fuerzas de Irlanda. Lo único que puedo atestiguar es que todas sus acciones y sus palabras pasaron inadvertidas en las rivalidades familiares. El árbol genealógico de los Cheyne se remonta a sir Reginald Cheyne, lord Chamberlain de Escocia en 1267. En épocas posteriores, los Cheyne fueron abogados y médicos. Pero actualmente mi padre trabaja en su autobiografía y, sin duda, escribirá con mayor amplitud sobre esto.

Mi padre, pues, conoció a mi madre a principios de 1890. Había estado casado anteriormente con una descendiente de los Cooper irlandeses, de Cooper’s Hill, cerca de Limerick. Los Cooper eran una familia aún más irlandesa que los Graves. Según se cuenta, cuando Cromwell llegó a Irlanda y asoló el país, Moira O’Brien, la única sobreviviente del gran clan de los O’Brien, que eran los caudillos indudables de la región de Limerick, se presentó ante él un día y le dijo:

—General, ha matado usted a mi padre y a mis tíos, a mi marido y a mis hermanos. Soy ahora la única heredera de estas tierras. ¿Se propone usted confiscarlas?

Cromwell, según dicen, se quedó muy impresionado por su magnífica presencia, y respondió que ésa había sido su intención. Pero que ella podía retener las tierras, o una parte de ellas, bajo la condición de que se casara con uno de sus oficiales, el abanderado Cooper. Jane Cooper, con quien se casó mi padre, murió de consunción.

Los Graves son una familia de nariz fina, tienen cierta inclinación a la petulancia, pero no son depravados, crueles o histéricos. Existe en ellos una persistente tradición literaria: Richard, poeta menor y amigo de Shenstone; John Thomas, matemático y participante en el descubrimiento de los cuaternios, efectuado por sir William Rowan Hamilton; Richard, teólogo y profesor regio de griego; James, arqueólogo; Robert, que descubrió la enfermedad que lleva su nombre y que fue amigo de Turner; Robert, estudioso de los clásicos, teólogo y amigo de Wordsworth; Richard, otro teólogo; Robert, otro teólogo, y varios Roberts, James, Richards y Thomas más; y Clarissa, una de las «bellas» de Irlanda, que se casó con Leopold von Ranke (en la iglesia de Windermere), y unió a las familias Graves y von Ranke un par de generaciones antes de que mi padre y mi madre se casaran. (Véase el catálogo del British Museum para encontrar la historia literaria de la familia Graves en los siglos dieciocho y diecinueve).

A través de esta relación Clarissa-Leopold mi padre conoció a mi madre. Mi madre le dijo de pronto que le gustaba El padre O’Flynn, una canción para la que él había escrito la letra y por la cual, sobre todo, se le recuerda. Había escrito los versos de la tonada popular En lo alto de la calle Cork, que recordaba desde su niñez. Sir Charles Stanford le proporcionó los coros para popularizarla. Mi padre vendió todos los derechos por una guinea. Boosey, el editor, ganó miles. Sir Charles Stanford, que tenía derechos como compositor, también obtuvo una enorme suma. Últimamente mi padre ha ganado unas cuantas libras por los derechos de grabación del disco. Este asunto no lo amargó: simplemente lo ha llevado a convencerme casi religiosamente de no vender jamás por una suma determinada los derechos de ninguna obra.

El hecho de que mi padre sea un poeta me ha salvado por lo menos de sentir falsas reverencias ante los poetas. Hasta llego a alegrarme cuando encuentro a personas que han oído hablar de él y no de mí. Acostumbro a cantar algunas de sus canciones cuando me lavo después de las comidas, cuando siembro los guisantes o en ocasiones similares: Nunca trató de enseñarme a escribir, ni demostró comprender mis poemas serios; más bien estaba siempre dispuesto a pedir consejo sobre los suyos. Tampoco trató de impedirme escribir. Sus primeras obras, escritas en tono ligero, son las mejores. Su «Invención del vino», por ejemplo, que comienza:

Antes de que Baco supiera hablar

O caminar decentemente,

Saltó del Olimpo

De los brazos de su nodriza,

Y aunque diez años en total

Consumió en esa caída

Hubiera podido caer más

Y comportarse aún peor.

Después de casarse con mi madre y de alistarse en la causa antialcohólica, parece que perdió algo de su alegría.

Mi padre resistió la presión de la familia para tomar los hábitos religiosos y jamás pasó de lego; rompió también los lazos con Irlanda, lo que le agradezco muy cordialmente. A pesar de la dureza con que juzgo a mis familiares, y a pesar de que tengo mas precauciones en el trato con ellos que las que tengo con personas extrañas, admiro a mis padres: a mi padre por su sencillez y su constancia, y a mi madre por su seriedad y su fuerza; a ambos, por su generosidad. Nunca me maltrataron, y se sintieron más afligidos que irritados por mi pérdida de fe religiosa. Tanto desde un punto de vista físico como por ciertas características generales, domina en mí las ascendencia materna. Sin embargo, tengo muchos rasgos, tanto en mi manera de hablar como en ciertos ademanes peculiares, que son típicos de los Graves; la mayor parte son rasgos excéntricos, tales como la dificultad para caminar en una calle descendente, hacer bolitas de miga en la mesa, cansarme de las frases e interrumpirlas a la mitad; caminar con las manos colocadas de un modo característico a la espalda; soy víctima de repentinos y desconcertantes accesos de amnesia total. Esas crisis, según tengo entendido, no tienen ninguna finalidad útil, y tienden a producir en la víctima la misma deshonestidad que se apodera de un sordo cuando pierde el hilo de la conversación: le horroriza sentirse marginado y se apoya en la intuición y en la simulación para salir del paso. Este problema se agudiza durante el invierno. Claro que yo no hablo demasiado, excepto cuando he bebido, o cuando me encuentro con alguien que combatió conmigo en Francia. Los Graves tienen una mente muy hábil para pasar exámenes, escribir versos ingeniosos en latín, llenar cuestionarios, resolver charadas (cuando éramos niños y nos invitaban a reuniones donde había que resolver problemas o hacer juegos mentales, siempre ganábamos). Tienen buena vista y un estilo elegante para los juegos de pelota. Yo heredé la vista pero no el estilo; mi familia materna carece totalmente de estilo. Monto a caballo de un modo feo aunque seguro. Hay cierta frialdad en los Graves que es antisentimental hasta el grado de la insolencia. Es un freno a la calidez de sentimientos que sufre mi familia. Los Graves, es justo generalizar, aunque leales a la clase gobernante británica a la que pertenecen, y a la Constitución, son individualistas; los von Ranke consideran su pertenencia a la clase correspondiente en Alemania como un lazo sagrado que les permite consagrarse de un modo más responsable al servicio de la humanidad. Hace poco, cuando un von Ranke entró en un estudio cinematográfico, la familia se sintió deshonrada.

El don más útil, y a la vez el más peligroso que le debo a mi familia materna —probablemente más a los Cheyne que a los Graves— es que soy siempre capaz, cuando tengo que tratar con funcionarios, u obtener esos privilegios de que las instituciones públicas son tan avaras, de disfrazarme de caballero. Y eso, sin que importe la ropa que lleve en ese momento. Vestir con ropa que los caballeros no suelen usar, sin parecer, pese a ello, un artista o un afeminado, hablar y tener modales irreprochables, me ponen en una posición casi ducal, puesto que sólo el heredero de un ducado, perfectamente seguro de su rango, podría explicar semejante excentricidad. Esto me hace parecer, paradójicamente, más señorial que uno de mis hermanos mayores, que pasó bastantes años como funcionario de un consulado en el Cercano Oriente. Su guardarropa es, de manera demasiado evidente, el de un caballero; y por otra parte no se puede permitir el privilegio pseudo ducal de tener conocidos impresentables, y de decir en todas las ocasiones lo que realmente piensa.

A propósito de este asunto de ser un caballero: con catorce años educándome como tal pagué con tanta dureza dicho privilegio que ahora me siento con derecho a recibir de vez en cuando alguna compensación.