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El tren llegó a la estación y de él bajaron dos mujeres.

Una de ellas podía tener unos treinta y cinco años y recibió un beso del doctor Skreta, la segunda era más joven, vestida de un modo impactante, con un niño en brazos, y la besó Bertlef.

—Enséñeme a su hijito, querida —dijo el doctor Skreta—, ¡si aún no lo he visto!

—Si no te conociera tanto, tendría que desconfiar de ti —se rió la señora Skreta—. Fíjate en esa marca de nacimiento en el labio inferior, ¡exactamente en el mismo sitio donde la tienes tú!

La señora Bertlef miró la cara de Skreta y casi gritó:

—¡Es verdad! ¡En eso no me había fijado para nada cuando estaba aquí en tratamiento!

Bertlef afirmó:

—Es una casualidad tan asombrosa que me permito incluirla entre los milagros. El doctor Skreta, que les devuelve a las mujeres la salud, pertenece a la condición de los ángeles y, en tanto que ángel, deja su señal en los niños a los que ayuda a venir al mundo. No se trata, por lo tanto, de una marca de nacimiento, sino de una marca angélica.

A todos los presentes les gustó la explicación de Bertlef y rieron alegres.

—Además —se dirigió Bertlef a su atractiva mujer—, te comunico solemnemente que el doctor se ha convertido hace unos minutos en hermano de nuestro John. De modo que es totalmente correcto que tengan como hermanos la misma marca de nacimiento.

—Así que por fin te has decidido… —suspiró feliz la señora Skreta.

—¡No entiendo, no entiendo! —pedía una explicación la señora Bertlef.

—Ya te lo contaré todo. Hoy tenemos mucho de qué hablar, mucho que celebrar. Nos espera un magnífico fin de semana —dijo Bertlef y cogió a su mujer del brazo.

Los cuatro fueron luego andando bajo las farolas del andén hasta salir de la estación.