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Olga estaba acostada en la cama (en la habitación de al lado no sonaba la radio) y estaba segura de que Jakub había asesinado a Ruzena y de que sólo lo sabían ella y el doctor Skreta. Por qué lo había hecho, eso seguramente no lo sabría nunca. Sentía un cosquilleo de horror que recorría su piel, pero luego (porque, como sabemos, era experta en observarse) se dio cuenta con sorpresa de que el cosquilleo era placentero y el horror estaba lleno de orgullo.

Había hecho ayer el amor con Jakub en un momento en que él tenía que estar lleno de las más terribles ideas y ella lo absorbía en el acto amoroso con aquellas ideas y todo.

«¿Cómo es posible que no me repugne?», pensaba. «¿Cómo no voy (y nunca iré) a denunciarlo? ¿Acaso yo también vivo al margen de la justicia?».

Pero cuantas más preguntas se hacía de aquel modo, más crecía dentro de ella aquel extraño orgullo feliz, de modo que se sentía como una muchacha a la que violan y a la que ataca de pronto un placer embriagador, tanto más poderoso cuanto más en desacuerdo está con él.