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Bertlef y Skreta fueron hasta la estación cruzando la alameda.

—Fíjese en esa luna —dijo Bertlef—. Créame doctor que, ayer, la tarde y la noche fueron milagrosas.

—Le creo, pero no debería jugar con su salud de ese modo. Esos movimientos, de los que no puede prescindir en una noche de ésas, son para usted realmente arriesgados.

Bertlef no respondió y su cara irradiaba una expresión de orgullo feliz.

—Me da la impresión de que está de muy buen humor —dijo el doctor Skreta.

—No se equivoca. Si he hecho que la última noche de su vida fuera hermosa, me siento feliz.

—¿Sabe una cosa? —dijo el doctor Skreta de pronto—, tengo desde hace mucho una extraña petición que hacerle y nunca me he atrevido a decírselo. Pero tengo la sensación de que hoy es un día tan extraordinario que podría atraverme…

—¡Hable, doctor!

—Quisiera que usted me adoptase.

Bertlef se detuvo asombrado y el doctor Skreta le explicó los motivos de su petición.

—No hay nada que yo no haga por usted —dijo Bertlef—. Sólo pienso si no le parecerá mal a mi mujer. Sería quince años más joven que su hijo. ¿Y es posible desde el punto de vista legal?

—No está estipulado que el hijo adoptivo tenga que ser más joven que sus padres. No se trata de un hijo real, sino precisamente de uno adoptivo.

—¿Está seguro?

—Lo he consultado hace tiempo ya con los abogados —dijo el doctor Skreta con un callado gesto de vergüenza.

—Sabe, es un poco raro y me deja un tanto sorprendido —dijo Bertlef—, pero hoy tengo un estado de ánimo tan particular, un entusiasmo, y no quisiera más que proporcionarle alegría a todo el mundo. Si a usted le proporciona alegría… hijo mío…

Y los dos hombres se abrazaron en medio de la calle.