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—No se haga ilusiones —dijo el inspector—. La cárcel no le abrirá sus puertas para que entre por ellas como Jesús al Gólgota. Ni en sueños se me ha ocurrido que usted pudiese matar a esa joven. Le he acusado para que no siga diciendo que ha sido asesinada.

—Me alegro de que no se haya tomado en serio su acusación —dijo Bertlef en tono conciliador—. Y tiene razón. Ha sido una insensatez por mi parte pretender que fuera precisamente usted quien le hiciera justicia a Ruzena.

—Me alegra que se hayan reconciliado —dijo el doctor Skreta—. Hay una cosa que nos puede consolar hasta cierto punto. Cualquiera que sea el modo en que murió, su última noche fue hermosa.

—Fíjense en la luna —dijo Bertlef—, alumbra como ayer y convierte esta habitación en un jardín. Aún no han pasado ni siquiera veinticuatro horas desde que Ruzena se convirtió en el hada de este jardín.

—Y realmente la justicia no debe importarnos tanto —dijo el doctor Skreta—. La justicia no es cuestión de hombres. Existe la justicia de las leyes ciegas y crueles y luego hay, quizás, alguna justicia más elevada, pero ésa no la entiendo. Siempre he tenido la sensación de que vivo en este mundo al margen de la justicia.

—¿Y eso? —se asombró Olga.

—La justicia no me afecta —dijo el doctor Skreta—. Es algo que está fuera de mí y por encima de mí. En todo caso es algo inhumano. Nunca colaboraré con ese poder repugnante.

—¿Quiere decir —dijo Olga— que no reconoce ningún tipo de valores que tengan validez general?

—Los valores que reconozco no tienen nada que ver con la justicia.

—¿Por ejemplo? —preguntó Olga.

—Por ejemplo la amistad —respondió el doctor Skreta en voz baja.

Todos se callaron y el comisario se levantó para despedirse de los presentes. En ese momento a Olga se le ocurrió algo:

—¿De qué color eran las tabletas del tubito que tenía Ruzena?

—Azul pálido —dijo el inspector y añadió con renovado interés—: ¿Por qué lo pregunta?

Olga se asustó de que el inspector leyese sus pensamientos y buscó rápidamente una excusa:

—Vi que tenía un tubo así. Sólo quería saber si se trataba de ese tubo que había visto…

El inspector no leía sus pensamientos, estaba cansado y les deseó buenas noches a todos los presentes.

Cuando se marchó, Bertlef le dijo a Skreta:

—Dentro de poco llegarán nuestras mujeres. ¿Vamos a recibirlas?

—Vamos. Tómese hoy una dosis doble de su medicamento —dijo el doctor Skreta preocupado, y Bertlef se fue a la pequeña habitación contigua.

—Hace tiempo le dio usted a Jakub un veneno —dijo Olga—. Era una tableta azul pálido y la llevaba siempre consigo. Lo sé.

—No invente tonterías. Nunca le di nada semejante —dijo el doctor Skreta con énfasis.

Después regresó de la habitación Bertlef, con una corbata distinta, y Olga se despidió de los dos hombres.