Sobre el paisaje caía un blando crepúsculo. Jakub detuvo el coche en un pueblo tras el cual, a una distancia de pocos kilómetros, estaban ya las barreras de la frontera. Quería prolongar un poco más el último momento que iba a pasar en la patria. Bajó del coche y se puso a andar por la calle del pueblo.
No era una calle bonita. Alrededor de las casas había aros de metal oxidado, una rueda de un tractor en desuso, trozos de hierro viejo. Era un pueblo descuidado y feo. A Jakub le pareció que aquel basurero y los aros oxidados eran como un insulto con el que su patria se despedía de él en lugar de un saludo. Llegó hasta el final de la calle, donde estaban la plaza y el estanque. El estanque también estaba descuidado, lleno de hierba gallinera. En la orilla chapoteaban unas cuantas ocas a las que un chico trataba de hacer andar con una vara.
Jakub dio media vuelta para regresar al coche. Entonces vio a un chiquillo tras la ventana de una de las casas. El chiquillo, de apenas cinco años, miraba a través del cristal de la ventana hacia el estanque. Quizás observaba las ocas, quizás al chico que golpeaba las ocas con la vara. Estaba junto a la ventana y Jakub no podía despegar los ojos de él. Era una cara infantil y lo que a Jakub más le había llamado la atención eran las gafas. El chiquillo las llevaba como si fueran una carga. Las llevaba como si fueran su destino. Miraba a través de los aros de las gafas como si mirara a través de unas rejas. Sí, llevaba esos dos aros de las gafas como rejas que tuviera que arrastrar toda su vida. Y Jakub miró a través de las rejas de las gafas a los ojos del chiquillo y de pronto sintió una gran tristeza.
Fue repentino, como cuando se rompen las márgenes y el agua se desborda por el paisaje. Hacía tanto tiempo que Jakub no estaba triste. Tantos años. Sólo conocía la amargura, la aspereza, pero no la tristeza. Y ahora lo había atacado de pronto y no podía ni moverse del sitio.
Veía al niño vestido con las rejas y sentía lástima de aquel niño y de todo su país y le parecía que había amado poco a aquel país y que lo había amado mal y se sentía triste por aquel amor malo y malogrado.
Y de pronto pensó que había sido el orgullo lo que le había impedido querer aquel país, el orgullo de la generosidad, el orgullo de la finura; un insensato orgullo que hacía que no quisiese a sus prójimos, que los odiase porque veía en ellos a asesinos. Y volvió a acordarse de que le había puesto veneno en un tubo a una mujer desconocida y que él mismo era un asesino. Es un asesino y su orgullo yace en el polvo. Se ha convertido en uno de ellos, se ha convertido en hermano de esos tristes asesinos.
El chiquillo de las grandes gafas estaba junto a la ventana como petrificado y seguía mirando hacia el estanque. Y Jakub pensó que este chiquillo no tenía la culpa de nada, que no había hecho nada malo y que había nacido ya con la vista mal y la llevaría consigo toda su vida. Y se le ocurrió una idea confusa, pensó que lo que le reprochaba a la gente era algo que les había sido dado, con lo que nacían y que llevaban consigo como una pesada reja. Y se le ocurrió que él tampoco tenía derecho exclusivo alguno a la generosidad y que la mayor generosidad consiste en amar a las personas a pesar de que sean asesinos.
Y volvió a acordarse de la tableta azul claro y le pareció que se la había metido en el tubo a la antipática enfermera como una disculpa; como una solicitud de ingreso; como un ruego de que le aceptaran pese a que siempre se había resistido a ser uno de ellos.
Fue con paso rápido hasta el coche, abrió la puerta, se sentó al volante y se dirigió hacia la frontera. Hasta ayer había pensado que iba a ser un momento de alivio. Que se iría contento. Que abandonaría un sitio en el que había nacido por error y del que no formaba parte. Pero en este momento sabía ya que se iba de su única patria y que no tenía otra.