21

Olga entró en el apartamento de Bertlef y se disculpó:

—Perdone que venga sin avisar. Pero estoy tan excitada que no puedo quedarme a solas. ¿No molesto?

En la habitación estaban sentados Bertlef, el doctor Skreta y el inspector, que le respondió a Olga:

—No molesta. Ya estamos hablando en plan informal.

—El señor inspector es un viejo amigo mío —le explicó el doctor Skreta a Olga.

—Díganme, por favor, ¿por qué lo hizo? —preguntó Olga.

—Tuvo una escena con un joven con el que salía y en medio de la pelea metió la mano en la cartera y se tomó algo. No sabemos nada más y me temo que ya nunca lo sabremos.

—Señor inspector —dijo Bertlef con énfasis—, le ruego que preste atención a lo que manifesté en mi declaración. Pasé con Ruzena en esta habitación su última noche. Es posible que no haya acentuado suficientemente lo principal. Fue una noche maravillosa y Ruzena estaba inmensamente feliz. Esa chica poco llamativa no necesitaba más que liberarse del yugo con el que la oprimía un ambiente indiferente y hostil para convertirse en un ser radiante, lleno de amor, suavidad y grandeza de espíritu, en un ser que uno no hubiera imaginado encontrar en ella. Insisto en que durante la noche pasada le abrí las puertas a otra vida y precisamente ayer empezó a tener ganas de vivir. Pero inmediatamente alguien se cruzó en mi camino… —dijo Bertlef en una repentina meditación y añadió en voz baja—. Intuyo en esto una intervención del infierno.

—La brigada de homicidios no es capaz de hacerle frente a los poderes del infierno —dijo el inspector.

Bertlef no prestó atención a su ironía:

—Lo del suicidio es realmente un absurdo —continuó—, ¡compréndanlo, por favor! ¡No puede haberse matado en el momento en que quería empezar a vivir! Les repito que no permitiré que se le acuse de suicidio.

—Estimado amigo —dijo el inspector—, nadie la acusa de suicidio, sencillamente porque el suicidio no es un crimen. El suicidio no es asunto de la justicia. No es cosa nuestra.

—Claro —dijo Bertlef—, para ustedes el suicidio no es un crimen porque la vida no es para ustedes un valor. Pero yo, señor inspector, no conozco pecado mayor. El suicidio es peor que el asesinato. Se puede asesinar por venganza o por interés, pero hasta el interés es una manifestación de una especie perversa de amor por la vida. Pero con el suicidio le arrojamos nuestra vida a

Dios, burlándonos de él. El suicido es un escupitajo a la cara del Creador. Le digo que haré todo lo posible por demostrar que esa chica es inocente. Si dice que se quitó la vida, explíqueme por qué. ¿Qué motivo ha descubierto?

—Los motivos de un suicidio son siempre un misterio —dijo el inspector—, además, buscarlos no forma parte de mis obligaciones. No se enfade conmigo por que no haga más que cumplir con mis obligaciones. Tengo muchas y apenas doy abasto. Es verdad que el caso aún no está cerrado, pero puedo adelantarle que no creo que se trate de un asesinato.

—Es admirable —dijo Bertlef muy enfadado—, es admirable la rapidez con que se dispone a poner punto final a la muerte de una persona.

Olga se fijó en que al inspector se le había subido la sangre a la cabeza. Pero se calmó y, tras una pausa, dijo con voz casi demasiado amable:

—Bien. Acepto entonces su suposición de que se ha producido un asesinato. Consideremos el modo en que puede haberse producido. En el bolso de la asesinada se encontró un tubo con tranquilizantes. Podemos suponer que la enfermera Ruzena quería tomar una tableta para calmarse, pero que alguien le había metido con anterioridad una tableta similar que contenía veneno.

—¿Cree que Ruzena cogió el veneno del tubo de sedantes? —preguntó el doctor Skreta.

—Por supuesto que la enfermera Ruzena podía haber cogido un veneno que estuviese en el bolso, fuera del tubo. Eso hubiera ocurrido en caso de suicidio. Pero si suponemos que se trató de un asesinato, no hay más posibilidad que la de que alguien le haya metido en el tubo un veneno que tuviera una forma semejante a la de su medicamento.

—No se moleste por mis objeciones —dijo el doctor Skreta—, pero no es tan sencillo fabricar una tableta de alcaloide con una forma precisa. Tendría que haberlo hecho alguien que tuviera acceso a una fábrica de medicamentos. Aquí no hay nadie que tenga esa posibilidad.

—¿Quiere decir que es imposible fabricar una tableta envenenada de ese tipo?

—Imposible no. Sólo es muy difícil.

—A mí me basta con que sea posible —dijo el inspector y continuó—: Pensemos también en quién puede haber tenido interés en la muerte de esa mujer. No era rica, de modo que podemos eliminar el interés crematístico. También podemos tachar los motivos políticos o de espionaje. Sólo quedan los motivos de tipo íntimo. ¿Quiénes son los sospechosos? En primer lugar el amante que tuvo con ella una apasionada discusión momentos antes de su muerte. ¿Cree que se la puso él?

Nadie respondió a la pregunta del inspector y el inspector dijo:

—Yo no lo creo. Ese chico seguía luchando por ella. Quería casarse con ella. Estaba embarazada de él y, aunque el padre hubiera sido otro, lo importante es que él estaba convencido de que estaba preñada de él. En el momento en que comprobó que ella quería deshacerse del hijo, se desesperó. ¡Pero tengan en cuenta que Ruzena volvía de la Comisión y no de hacerse el aborto! Para nuestro desesperado aún no estaba nada perdido. El embrión que había dentro de ella seguía viviendo y él estaba dispuesto a hacer todo lo posible por salvarlo. Es absurdo que en ese momento le diese el veneno, cuando lo único que deseaba era vivir con ella y tener el hijo. Además el doctor ya nos ha explicado que obtener un veneno en forma de tableta normal no es cosa sencilla para una persona corriente. ¿De dónde la iba a sacar un muchacho ingenuo como éste, que no tiene ninguna clase de relaciones? ¿Me lo quiere explicar?

Bertlef, a quien se dirigía constantemente el inspector, se encogió de hombros.

—Pero veamos a los demás sospechosos. Está ese trompetista de la capital. Conoció hace algún tiempo a la fallecida, aunque no sabemos y nunca sabremos hasta qué punto llegó el conocimiento. En todo caso, suficientemente lejos como para que la fallecida se atreviese a pedirle que se presentase como padre y la acompañase a la Comisión. ¿Por qué se lo pidió precisamente a él y no a alguien de aquí? No es difícil adivinarlo. Cualquier persona casada de este balneario hubiera tenido miedo de que se supiese y de que se montase una bronca en su casa. Era un favor que sólo le podía hacer una persona que no viviese aquí. Además el rumor de que iba a tener un hijo con un artista famoso hubiera halagado a la enfermera y al trompetista no podía perjudicarle. Por eso podemos concluir que el señor Klima aceptó hacerle el favor sin la menor preocupación. ¿Por qué iba a asesinar a la pobre enfermera? Tal como nos ha explicado el doctor, es bastante improbable que Klima fuera el verdadero padre del niño que aún no había nacido. Pero aceptemos esta posibilidad. Supongamos que Klima es el padre y que eso le resulta extremadamente desagradable. ¿Explíqueme por qué la iba a asesinar si ella estaba de acuerdo con el aborto y la intervención quirúrgica ya había sido autorizada? ¿O hemos de creer, señor Bertlef, que Klima es el asesino?

—No me entiende —dijo Bertlef en tono pacífico—. No pretendo que nadie vaya a la silla eléctrica. Sólo quiero que Ruzena quede limpia. Porque el suicidio es el peor pecado. Incluso vivir en medio del dolor tiene su misterioso valor. Hasta la vida en el umbral de la muerte es maravillosa. Los que nunca han mirado la muerte cara a cara, no lo saben, pero yo, señor inspector, lo sé. Y por eso le digo que haré todo lo posible por demostrar que esa chica es inocente.

—Yo también quiero intentarlo —dijo el inspector—. Y es que hay un tercer sospechoso. El señor Bertlef, un hombre de negocios norteamericano. Él mismo afirmó que había pasado con la fallecida su última noche. Podríamos pensar que, si fuera el asesino, difícilmente nos hubiera contado eso. Pero esta objeción no se sostiene. Todo el público del concierto de ayer vio que el señor Bertlef estaba sentado junto a Ruzena y que se la llevaba en medio del concierto a su casa. El señor Bertlef sabe que en estos casos es mejor confesarlo rápidamente que ser acusado por otros. El señor Bertlef nos dice que la enfermera Ruzena ha sido feliz con él esa noche. ¡Naturalmente! Y es que el señor Bertlef no es sólo un hombre encantador, sino, ante todo, un hombre de negocios norteamericano, que tiene dólares y un pasaporte con el que puede viajar libremente por todo el mundo. La enfermera Ruzena está encerrada en este pequeño nido y busca infructuosamente el modo de salir de aquí. Sólo tiene a un amante que se quiere casar con ella, pero es un jovencísimo electricista local. No tenía a nadie más y por eso no lo dejaba. Pero, al mismo tiempo, trataba de no atarse definitivamente a él, porque no quería abandonar sus esperanzas. Y entonces apareció de pronto un hombre exótico, de comportamiento galante, que le dejó la cabeza hecha un lío. Imaginaba ya que se casaría con ella y que por fin abandonaría este rincón del mundo. Si al principio era capaz de portarse como una amante discreta, ahora se volvía cada vez más problemática. Le dio a entender que no renunciaría a él y empezó a chantajearlo. Bertlef está casado y, por lo que sé, mañana llega su mujer de América, una mujer a la que ama, la madre de su hijo, que tiene un año. Bertlef está dispuesto a hacer lo que sea para evitar el escándalo. Sabe que la enfermera Ruzena lleva siempre un tubo con tabletas tranquilizantes y sabe el aspecto que tienen. Tiene amplias relaciones con el extranjero y tiene también mucho dinero. Para él es una nimiedad mandar hacer una tableta de veneno con la forma del medicamento de Ruzena. Durante aquella maravillosa noche, mientras su amante dormía, le metió en secreto el veneno en el tubo. Creo, señor Bertlef —el inspector elevó ceremoniosamente la voz— que es usted la única persona que tenía motivos para asesinar a la enfermera Ruzena y que tenía además los medios necesarios. Le ruego que confiese.

En la habitación se hizo el silencio, el inspector miró prolongadamente a Bertlef, y éste le respondió con una mirada igualmente paciente y sin hablar. En su rostro no había ni consternación ni resentimiento. Por fin dijo:

—Sus conclusiones no me sorprenden. Ya que no es capaz de encontrar al asesino, tiene que encontrar a alguien que cargue con su culpa. Ése es uno de los curiosos secretos de la vida, el de que los inocentes cargan con la culpa en lugar de los culpables. Haga el favor de detenerme.