Cada vez que cogía el volante se sentía más fuerte e independiente. Pero esta vez lo que hacía aumentar su confianza en sí misma no era sólo el volante, sino también las palabras del desconocido al que había encontrado en el pasillo del Richmond. No podía olvidarlo. Y ni siquiera podía olvidar su cara, tanto más masculina que las suaves mejillas de su marido. Kamila pensó que en realidad nunca había conocido a un hombre de verdad.
Miró con el rabillo del ojo la cara cansada del trompetista, por la que a cada rato se extendían incomprensibles sonrisas de felicidad, mientras que su mano le acariciaba amorosamente el hombro.
Aquella desmedida ternura no le producía satisfacción ni la emocionaba. Su cariz inexplicable no hacía más que confirmar que el trompetista tenía sus secretos, su propia vida que ocultaba ante ella y en la que no le permitía penetrar. Pero esta vez aquello no despertó en ella dolor, sino indiferencia.
¿Que decía aquel hombre? Que se marchaba para siempre. Una nostalgia silenciosa y prolongada le oprimió el corazón. No era sólo nostalgia de aquel hombre, sino también de la oportunidad perdida. Y tampoco sólo de esta oportunidad concreta, sino de la oportunidad como tal. Sentía nostalgia de todas las oportunidades que había perdido, que había dejado pasar, que había evitado, e incluso de aquéllas que nunca había tenido.
Aquel hombre le dijo que había vivido toda su vida como ciego y sin tener ni idea de que existía la belleza.
A ella le ocurría lo mismo. Ella también vivía cegada. No veía más que una sola figura, iluminada por el potente reflector de los celos. ¿Qué sucederá si ese reflector deja repentinamente de alumbrar? A la difusa luz del día aparecerían otros miles de figuras y el hombre que antes le había parecido ser el único en el mundo, se convertiría en uno entre tantos.
Llevaba el volante, sentía que era una mujer segura de sí misma y hermosa y pensó: ¿Es el amor lo que la ata a Klima o sólo el miedo a perderlo? Y si ese miedo fue al principio una forma angustiada de amor, ¿no ha desaparecido con el tiempo el amor (cansado y agotado) que había en esa forma? ¿No ha quedado al final sólo el miedo, miedo sin amor? ¿Y qué quedará si pierde el miedo?
El trompetista volvió a sonreír inexplicablemente a su lado.
Lo miró y se dijo que, si dejaba de tener celos, no quedaría nada. Conducía el coche a gran velocidad y pensaba que en algún sitio, delante, había una raya pintada en el camino de la vida que significaría su separación del trompetista. Y por primera vez aquella imagen no le produjo ni angustia ni miedo.