Con un cuarto de litro de sangre menos, Klima esperaba con gran impaciencia al doctor Skreta en su sala de espera. No quería irse del balneario sin despedirse de él y sin pedirle que no perdiera de vista a Ruzena. «Mientras no me lo quiten, aún me lo puedo volver a pensar», seguía oyendo sus palabras y se horrorizaba. Temía que ahora, al irse, Ruzena quedase libre de su influencia y cambiase en el último momento de decisión.
Por fin apareció el doctor Skreta. Klima fue hacia él, se despidió y le dio las gracias por su magnífico acompañamiento a la batería.
—Fue un gran concierto —dijo el doctor Skreta—, tocó usted estupendamente. Lo que más deseo es que podamos repetirlo. Tendré que inventar alguna forma para que podamos organizar conciertos como éste en otros balnearios.
—Sí, encantado, ¡he tocado muy a gusto con usted! —dijo el trompetista poniendo todo su entusiasmo y añadió—. Querría pedirle algo. Que no pierda de vista a Ruzena. Tengo miedo de que se le meta algo en la cabeza. Las mujeres son imprevisibles.
—Ya no se le meterá nada en la cabeza, no tema —dijo el doctor Skreta—. Ruzena ha muerto.
Pasó un rato sin que Klima fuese capaz de entenderlo y el doctor Skreta tuvo que explicarle lo que había sucedido. Luego dijo:
—Es un suicidio, pero parece un poco misterioso. Alguien podría empezar a investigar el que se haya quitado la vida una hora después de haberse presentado con usted ante la Comisión. No, no se asuste —cogió al trompetista del brazo al ver que se ponía pálido—. Por suerte nuestra enfermera salía con un joven electricista que está convencido de que el hijo era suyo. Yo declaré que usted nunca tuvo nada que ver con la enfermera y que lo único que pasó fue que ella le convenció de que diese su nombre, porque la Comisión no autoriza abortos cuando los dos padres son solteros. Así que no meta la pata si le preguntan. Está usted bastante mal de los nervios, se le nota y es una lástima. Tiene que tranquilizarse por completo, porque todavía tenemos por delante muchos conciertos.
Klima no encontraba las palabras apropiadas. Le hizo al doctor Skreta una reverencia, lleno de gratitud, y le estrechó muchas veces la mano. Kamila le esperaba en el Richmond. Klima la abrazó sin decir palabra y la besó en la cara. Besó cada trocito de su cara y luego se arrodilló y le fue besando el vestido hasta llegar a las rodillas.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. Estoy muy feliz de tenerte. Estoy terriblemente feliz de que existas.
Hicieron su equipaje y fueron hacia el coche. Le dijo que estaba cansado y le pidió que condujera.
Iban en silencio. Klima estaba totalmente agotado y, sin embargo, completamente aliviado. Sólo le quedaba un poco de angustia al pensar que podrían interrogarlo. Temía que, en ese caso, Kamila pudiese enterarse de algo. Pero se repitió lo que le había dicho el doctor Skreta. Si lo interrogan, asumirá el inocente (y en este país bastante frecuente) papel de caballero que, por hacer un favor, se hace pasar por padre. Eso no se lo podrá reprochar nadie, ni siquiera Kamila si se enterase.
La miró. Su belleza llenaba el escaso espacio del coche como un perfume fuerte. Se dijo que no quería respirar en toda la vida más que aquel perfume. Y luego le pareció que oía a lo lejos el callado sonido de la trompeta, que él mismo tocaba, y se prometió tocarla toda la vida sólo para que disfrutase esta mujer, la única y la más querida.