Jakub giró la llave y su coche se puso en marcha. Dejó atrás las últimas villas del balneario y se encontró en un paisaje abierto. Sabía que el viaje hasta la frontera duraba unas cuatro horas y no tenía prisa. La conciencia de que pasaba por aquí por última vez convertía para él este paisaje en excepcional e infrecuente. A cada momento le parecía que no lo reconocía, que era distinto de lo que había pensado y que era una lástima que no pudiera quedarse por más tiempo.
Y al mismo tiempo se decía enseguida que ningún retraso de su partida, por un día o por varios años, hubiera solucionado lo que ahora lo hacía sufrir: no llegaría a conocer este paisaje más íntimamente de lo que lo conoce ahora. Debe hacerse a la idea de que lo abandona sin conocerlo, sin agotar todos sus encantos, que lo abandona como deudor y como acreedor con deudas mutuas impagadas.
Luego volvió a su mente la chica a la que le había metido el veneno ficticio en el tubo y se dijo que su carrera de asesino había sido la más corta de todas sus carreras. He sido un asesino durante aproximadamente dieciocho horas, sonrió.
Pero luego se objetó: No es verdad que haya sido un asesino durante tan poco tiempo. Lo es y lo seguirá siendo hasta su muerte. Porque lo importante no es si la tableta azul pálido era o no un veneno, lo importante era que estaba convencido de ello y que sin embargo se la dio a aquella mujer desconocida y no hizo nada por salvarla.
Y meditó luego sobre todo aquello, con la despreocupación de un hombre que ha comprendido que su actuación se encuentra al nivel de un simple experimento:
Su asesinato era curioso. Era un asesinato sin motivos. No perseguía provecho alguno para el asesino. ¿Qué sentido tenía, entonces? Su sentido consistía, evidentemente, en que comprendiese que era un asesino.
El asesinato como experimento, como acto de conocimiento de sí mismo, eso ya lo conocía; eso era Raskólnikov. Aquél había asesinado para encontrar la respuesta a si tenía derecho a matar a una persona inferior y si era capaz de soportar el asesinato; con ese crimen se hacía una pregunta acerca de sí mismo.
Sí, hay algo que lo aproxima a Raskólnikov: la falta de sentido del asesinato, su carácter teórico. Pero también hay diferencias: Raskólnikov se preguntaba si una persona capaz tiene derecho a sacrificar a otra inferior en beneficio de sus intereses. Pero cuando Jakub le daba a la enfermera el tubo con el veneno, no pensaba en nada de eso. A Jakub no le interesa saber si una persona tiene derecho a sacrificar la vida de alguien.
Al contrario, Jakub está convencido de que no tiene ningún derecho de ese tipo. Lo que a Jakub le aterra es, más bien, que cualquiera asuma ese derecho. Jakub vivió en un mundo en el que las vidas humanas se sacrificaban en beneficio de ideas abstractas. Conocía las caras de aquellas personas y sabía que no eran malas, sino encantadoras, que ardían con el fuego de la justicia o irradiaban jovial campechanía; otras veces eran caras impertinentemente inocentes o tristemente cobardes que, pidiendo disculpas, pero concienzudamente, ejecutaban en las personas de sus prójimos sentencias de cuya crueldad eran conscientes. Jakub conocía bien aquellas caras y las odiaba. Jakub sabía además que todo el mundo le desea la muerte a alguien y que sólo hay dos cosas que lo alejen del asesinato: el miedo al castigo y la dificultad física de matar. Jakub sabía que, si cada persona tuviese la posibilidad de asesinar en secreto y a distancia, la humanidad moriría en unos pocos minutos. Por eso tenía que considerar completamente inútil el experimento de Raskólnikov.
Pero entonces ¿por qué le había dado el veneno a la enfermera? ¿No había sido una simple casualidad? Raskólnikov había meditado y preparado su asesinato durante mucho tiempo, sí, mientras que él había actuado llevado por un impulso instantáneo. Pero Jakub sabía que él también se había estaba preparando para su asesinato, sin pretenderlo, durante muchos años y que aquel instante en el que le dio el veneno a Ruzena era una grieta en la que se había apoyado, como una palanqueta, toda su vida anterior, todo el asco que sentía hacia la gente.
Raskólnikov, que mataba con un hacha a una vieja usurera, era consciente de que atravesaba un terrible umbral; de que atentaba contra la ley divina; sabía que la vieja era una criatura despreciable, pero, al mismo tiempo, una criatura de Dios. Jakub no sentía dentro de sí ese horror de Raskólnikov. Para él las personas no eran criaturas de Dios. Jakub amaba la delicadeza y la generosidad, pero había llegado a la convicción de que ésas no eran cualidades humanas. Jakub conocía bien a las personas y por eso no las quería. Jakub era generoso y por eso les daba veneno.
De modo que soy un asesino por generosidad, se dijo y aquello le pareció ridículo y triste.
Raskólnikov, que mató a la vieja usurera, no fue capaz de dominar la terrible tormenta de los remordimientos. Mientras que Jakub, que está convencido de que el hombre no tiene derecho a sacrificar la vida de otros hombres, no siente remordimientos. Sin embargo, la enfermera a la que dio el veneno era, sin duda, un ser mucho más agradable que la usurera de Raskólnikov.
Trató de imaginar que la enfermera estaba realmente muerta para ver si le embargaba un sentimiento de culpa. No, no había nada de eso y Jakub seguía conduciendo tranquilamente por un paisaje que era acogedor y tierno y que se despedía de él.
Raskólnikov vivía su asesinato como una tragedia y caía bajo el peso de sus actos. Y Jakub se queda asombrado al ver que lo que había hecho era leve, no pesaba nada, no le pesaba. Y piensa si en esta levedad no hay mucho más horror que en las experiencias histéricas del héroe ruso.
Conducía con lentitud e interrumpía sus ideas mirando el paisaje. Se decía que toda su historia con la tableta no había sido más que un juego, un juego sin consecuencias, como toda su vida en este país, en el que no había dejado ni una huella ni una raíz ni una marca y del que ahora se iba como si se fuese una brisa.