El cuerpo muerto de Ruzena estaba en una pequeña habitación destinada normalmente a las guardias nocturnas de los médicos. Había varias personas dando vueltas por allí, había llegado también el inspector de policía, que acababa de interrogar a Frantisek y de tomar nota de sus declaraciones. Frantisek volvió a pedir que lo detuvieran.
—¿La pastilla se la dio usted? —dijo el inspector.
—¡No se la di!
—Entonces, no diga que la mató.
—Siempre me decía que se iba a suicidar —dijo Frantisek.
—¿Y por qué decía que se iba a suicidar?
—Decía que se suicidaría si yo no dejaba de molestarla. Decía que no quería tener un hijo. ¡Que prefería suicidarse antes que tener un hijo!
En la habitación entró el doctor Skreta. Saludó amistosamente al inspector y se acercó después a la muerta; le levantó el párpado y se fijó en el color de la conjuntiva.
—Doctor, ¿usted era el jefe de esta enfermera? —dijo el inspector.
—Sí.
—¿Cree que puede haber usado algún veneno al que haya tenido acceso aquí, en la clínica?
Skreta volvió a acercarse al cadáver de Ruzena, haciendo que le explicasen los detalles de su muerte. Después dijo:
—No parece que sea ningún medicamento ni otro tipo de sustancia que haya podido conseguir en nuestros consultorios. Tiene que haber sido algún alcaloide. De qué tipo, eso lo demostrará la autopsia.
—¿Y cómo lo puede haber conseguido?
—Los alcaloides son venenos vegetales —dijo el doctor Skreta—. Cómo puede haberlo conseguido, eso no se lo puedo decir.
—Hasta ahora todo resulta misterioso —dijo el inspector—. Incluido el motivo. Este joven ha declarado que iba a tener un hijo con ella y que quería abortar.
—¡Él la obligó! —gritó Frantisek.
—¿Quién? —preguntó el inspector.
—¡Ese trompetista! ¡Me la quería quitar y la obligó a deshacerse de mi hijo! ¡Los seguí! Fue con ella a la Comisión.
—Puedo atestiguarlo —dijo el doctor Skreta—. Efectivamente, hoy examinamos la solicitud de aborto de esta enfermera.
—¿Y estuvo el trompetista con ella? —preguntó el inspector.
—Sí —dijo Skreta—. La enfermera afirmó que era el padre de su hijo.
—¡Era mentira! ¡Era hijo mío! —gritó Frantisek.
—Eso nadie lo duda —dijo el doctor Skreta—, pero la enfermera necesitaba presentar a un padre que estuviera casado para que la comisión aprobara la interrupción.
—¡Así que usted sabía que era mentira! —le gritó Frantisek al doctor Skreta.
—Según la ley, lo que decide es lo que diga la mujer. Si la enfermera Ruzena decía que el embrión había sido concebido con el señor Klima y si el propio señor Klima lo confirmaba, ninguno de nosotros tenía derecho a objetar nada.
—Pero usted no creía que el señor Klima fuera el padre —preguntó el inspector.
—No.
—¿Y cómo había llegado a esa conclusión?
—El señor Klima había visitado nuestro balneario sólo dos veces y durante muy poco tiempo. Es poco probable que se hubiera producido una relación íntima entre él y la enfermera. Nuestro balneario es demasiado pequeño para que semejante noticia no hubiera llegado hasta mí. La paternidad del señor Klima era, con toda probabilidad, una invención, y la enfermera Ruzena lo había convencido de que la acompañara a la comisión para que le autorizaran el aborto. Este señor no hubiera estado de acuerdo con el aborto.
Pero Frantisek ya no oía lo que decía Skreta. Estaba allí de pie y no veía nada. Sólo oía las palabras de Ruzena: «Harás que me suicide, seguro que harás que me suicide», y sabía que él era la causa de su muerte, y sin embargo no comprendía por qué y no podía explicarse nada. Estaba como un salvaje ante un milagro, estaba como ante lo irreal y estaba de pronto sordo y ciego, porque sus sentidos no eran capaces de abarcar lo incomprensible que de pronto se le había venido encima.
(Pobre Frantisek, recorrerás toda la vida y no comprenderás nada y lo único que sabrás es que tu amor ha matado a la mujer que amabas, andarás con esa sensación como con una señal del horror, como un leproso que le trae catástrofes inexplicables a la gente a la que ama, irás por la vida como el cartero de la desgracia).
Estaba pálido, inmóvil como una estatua de sal y no se fijó que a la habitación había entrado, excitado, otro hombre; se aproximó a la muerta, la miró prolongadamente y le acarició los cabellos.
El doctor Skreta le susurró:
—Suicidio. Veneno.
El recién llegado giró rápidamente la cabeza:
—¿Suicidio? Afirmo con todo mi ser que esta mujer no se ha quitado la vida. Y si ha tomado un veneno, tiene que haber sido un asesinato.
El inspector miró con sorpresa al recién llegado. Era Bertlef y sus ojos ardían con un fuego enfurecido.