Ruzena subió corriendo la escalera, procurando no mirar atrás. Cerró de un portazo la puerta de su sección y fue rápidamente a cambiarse de ropa. Se puso encima del cuerpo desnudo la bata blanca de las enfermeras del balneario y respiró profundamente. El altercado con Frantisek la había puesto nerviosa y, al mismo tiempo, curiosamente, la había tranquilizado. Ahora sentía hasta qué punto los dos, Frantisek y Klima, le eran extraños y estaban lejos de ella.
Salió de la cabina y entró a la habitación donde descansaban en las camas junto a la pared las mujeres que habían tomado ya sus baños.
Junto a la mesilla, al lado de la puerta, estaba sentada la cuarentona.
—¿Qué, te lo autorizaron? —preguntó con frialdad.
—Sí, gracias —dijo Ruzena y ella misma le dio ya a una nueva paciente la llave y la sábana.
En cuanto se fue la cuarentona, se entreabrió la puerta y apareció la cabeza de Frantisek.
—No es verdad que sólo sea cosa tuya. Es cosa de los dos. ¡Yo también tengo derecho a decidir!
—¡Haz el favor de desaparecer de aquí! —chilló ella—. Ésta es la sección de mujeres, ¡aquí no pintan nada los hombres! ¡Lárgate inmediatamente o haré que te echen!
Frantisek estaba rojo de rabia y las palabras amenazadoras de Ruzena lo habían enfurecido hasta tal punto que entró en la sala dando un portazo.
—¡Me da lo mismo lo que hagas! ¡Me da todo lo mismo! —gritó.
—¡Te digo que desaparezcas inmediatamente! —dijo Ruzena.
—¡Os he descubierto! ¡La culpa es del tío ése! ¡El trompetista! ¡Es una estafa, todo por enchufe! ¡El te consiguió el permiso del doctor porque ayer tocaron juntos! ¡Pero yo lo descubrí y te impediré que asesines a mi hijo! ¡Yo soy el padre y eso es asunto mío! ¡Y yo te prohíbo que asesines a mi hijo!
Frantisek gritaba y las mujeres que estaban acostadas en las camas, envueltas en sábanas, levantaban con curiosidad la cabeza.
Ahora también estaba furiosa Ruzena, porque Frantisek gritaba y ella no sabía cómo detener aquella pelea.
—No es hijo tuyo —dijo—, te lo has inventado. No es tu hijo.
—¿Qué? —gritó Frantisek y dio otros dos pasos más para rodear la mesa y llegar hasta Ruzena—. ¿Que no es hijo mío? ¡Soy yo el que lo tiene que saber! ¡Y yo lo sé!
En ese momento llegaba desde la sala de la piscina una señora desnuda y mojada, a la que Ruzena debía envolver y acostar. Miraba asustada a Frantisek, que estaba a pocos metros de ella y la observaba sin verla.
Ruzena quedó por un momento en libertad; se acercó a la mujer, le puso la sábana por encima y la condujo a la cama.
—¿Qué hace aquí ese hombre? —preguntó la señora mirando a Frantisek.
—¡Es un loco! Se ha vuelto loco y no sé cómo hacer para que salga de aquí. ¡Ya no sé qué hacer con él! —dijo Ruzena envolviendo a la mujer en una manta de abrigo.
—¡Eh, señor! —le dijo una de las mujeres que estaban acostadas—. ¡Aquí no tiene nada que hacer! ¡Váyase!
—¡Aquí tengo muchas cosas que hacer! —respondió Frantisek con terquedad sin moverse de su sitio.
Cuando Ruzena se acercó nuevamente a él, ya no estaba rojo, sino pálido; ya no gritaba, hablaba en voz baja y decidida:
—Te digo una cosa. Si dejas que te quiten ese hijo, yo tampoco pienso vivir. Si asesinas a ese hijo, tendrás dos vidas sobre tu conciencia.
Ruzena respiró profundamente y miró la mesa. Allí estaba la cartera con el tubo de tabletas azul pálido. Sacó una y se la tragó.
Y Frantisek le dijo con voz que ya no gritaba, sino que imploraba:
—Por favor, Ruzena. Por favor. Yo no puedo vivir sin ti. Me mataré.
En ese momento Ruzena sintió un gran dolor en sus entrañas y Frantisek vio su cara, retorcida de dolor, con un gesto completamente distinto, sus ojos abiertos de par en par, pero que no veían, su cuerpo que se torcía, se doblaba, la vio llevarse las manos al vientre y la vio caer al suelo.