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Jakub estaba contento de haber acabado ya y de que no le quedase más que lo último: despedirse de Skreta. Fue cruzando lentamente el parque desde la Casa de Baños hasta el Edificio Marx.

Hacia él, desde lejos, venía por el ancho camino del parque una maestra con unos veinte niños del jardín de infancia. La maestra llevaba en la mano un largo cordón rojo y todos los niños, que marchaban en fila tras ella, iban cogidos de él. Los niños avanzaban lentamente y la maestra les enseñaba los arbustos y los árboles, nombrándolos uno por uno. Jakub se detuvo, porque nunca había sabido nada de ciencias naturales y siempre olvidaba que el arce se llamaba arce y la jara, jara.

Jakub observó a los niños. Todos llevaban abrigos azules y gorros rojos. Parecían hermanitos. Miró sus caras y le dio la impresión de que eran todos iguales y no sólo por la indumentaria. Por lo menos siete de ellos tenían la nariz llamativamente grande y la boca ancha. Se parecían al doctor Skreta.

Recordó al niño narigudo del restaurante del bosque. ¿Y si el sueño eugenésico de Skreta fuese algo más que un juego de ideas? ¿Si fuese verdad que en esta región nacían los hijos del gran padre Skreta?

A Jakub todo aquello le dio risa. Todos aquellos niños parecían iguales porque todos los niños del mundo se parecen.

Pero después pensó: «¿Y si Skreta está poniendo verdaderamente en práctica su extraño plan? ¿Por qué no se iban a poder poner en práctica los planes extraños?».

—Y eso ¿qué es, niños?

—¡Es un abedul! —respondió un pequeño Skreta.

Sí, era todo un Skreta; no sólo tenía la nariz grande, sino además las gafitas y el tono de voz nasal que hacía que la manera de hablar del amigo de Jakub fuese tan enternecedoramente ridícula.

—Muy bien Oldrich —dijo la maestra.

Jakub pensó que dentro de diez, veinte años, este país estaría habitado por miles de Skretas. Y de nuevo sintió esa extraña sensación de que había vivido en su patria sin saber lo que en ella estaba ocurriendo. Vivía, por así decirlo, en el centro de los acontecimientos. Vivía la actualidad. Se había metido en política, por poco le había costado la vida y aún después, cuando quedó marginado, seguía preocupándose por ella. Siempre había pensado que escuchaba latir el corazón del país. Pero ¿quién sabe lo que oiría? ¿Sería el corazón? ¿O sería un viejo despertador? ¿Un viejo despertador abandonado que marcaba a un tiempo completamente falso? ¿No serían todas aquellas luchas políticas, en realidad, más que un señuelo para apartar su atención de lo verdaderamente importante?

La maestra seguía conduciendo a los niños por el ancho camino del parque y Jakub sentía que el recuerdo de aquella hermosa mujer le seguía llenando. El recuerdo de aquella belleza le volvía a plantear permanentemente la misma pregunta: ¿No había estado viviendo un mundo totalmente distinto de lo que pensaba? ¿No lo había visto todo al revés? ¿No es acaso la belleza más que la verdad y no fue acaso un ángel quien le trajo hace dos días a Bertlef una flor de dalia?

—¿Y eso qué es? —oyó a la maestra.

Un pequeño Skreta con gafas respondió:

—Es un arce.