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En la habitación había una mesa alargada. En uno de los extremos estaban sentados Klima y Ruzena, y frente a ellos se elevaba el doctor Skreta con dos voluminosas señoras a su lado.

El doctor Skreta miró a los dos candidatos e hizo un gesto de disgusto con la cabeza:

—Me entristece verlos. ¿Saben ustedes los esfuerzos que hacemos aquí por devolver la fertilidad a las infelices mujeres que no pueden tener hijos? Y ustedes, personas jóvenes, sanas, apuestas, quieren deshacerse de lo más preciado que hay en la vida. Les advierto tajantemente que esta comisión no está aquí para apoyar los abortos, sino para regularlos.

Las dos mujeres emitieron un sonido de aprobación y el doctor Skreta continuó condenando la actitud de ambos candidatos. Klima podía oír los latidos de su corazón. Suponía, claro está, que el doctor Skreta no hablaba para él, sino para sus dos asesoras, que odiaban con toda la fuerza de su maternales barrigas a las mujeres jóvenes que se negaban a parir, pero le aterrorizaba pensar que aquellas palabras pudieran hacer mella en Ruzena. ¿No le había dicho hacía un rato que aún no estaba decidida?

—¿Para qué quieren vivir? —continuó el doctor Skreta—. Una vida sin hijos es como un árbol sin hojas. Si yo pudiera, prohibiría el aborto. ¿No es angustioso ver cómo año tras año disminuye la población? ¡En nuestro país, donde las madres y los hijos están mejor atendidos que en ningún sitio del mundo! ¡En nuestro país, donde nadie tiene que temer por su futuro!

Las dos mujeres volvieron a emitir sonidos de aprobación y el doctor Skreta continuó:

—El camarada está casado y tiene miedo de asumir ahora todas las consecuencias de su irresponsable contacto sexual. ¡Eso tenía que haberlo pensado antes, camarada!

El doctor Skreta se quedó en silencio durante un momento y luego volvió a dirigirse a Klima:

—No tiene usted hijos. ¿No puede divorciarse de su mujer en nombre de este hijo que aún no ha nacido?

—No puedo —dijo Klima.

—Ya lo sé —suspiró el doctor Skreta—. He recibido el informe del siquiatra, me dice que la señora Klima tiene tendencia al suicidio. El nacimiento del niño pondría en peligro su vida, destrozaría el matrimonio y la enfermera Ruzena sería madre soltera. Qué podemos hacer —suspiró otra vez y les pasó el impreso a las dos mujeres que pusieron su firma en el apartado correspondiente.

—Se presentará para efectuar la intervención la semana próxima, el lunes a las ocho de la mañana —le dijo el doctor Skreta a Ruzena y le indicó que podía retirarse.

—Pero usted no se vaya todavía —le dijo una de la señoras gordas a Klima. Ruzena se marchó y la mujer dijo—: La interrupción del embarazo no es una cosa tan sencilla como usted cree. Se produce una gran pérdida de sangre. Con su irresponsabilidad le ha robado a la camarada su sangre y por eso es justo que done la suya —puso delante de Klima una especie de impreso y le dijo—: Firme aquí.

Klima, confundido, firmó sin protestar.

—Es una solicitud de inscripción como donante voluntario de sangre. Puede pasar al consultorio que está aquí al lado, la enfermera le extraerá inmediatamente la sangre.