Llevaba ya dos horas paseando delante del edificio de la clínica y estaba perdiendo la paciencia. Se repetía constantemente que no debía hacer escándalos, pero sentía que su capacidad de autocontrol estaba llegando al límite de sus fuerzas.
Entró en el edificio. El balneario no era demasiado grande y todos le conocían. Le preguntó al portero si había visto pasar a Ruzena. El portero asintió y dijo que había subido en ascensor. Sólo se subía en ascensor al tercer piso, a los demás se subía a pie, de modo que sus sospechas podían limitarse a los dos pasillos de la parte superior del edificio. A un lado estaban las oficinas, al otro la sección de ginecología. Atravesó el primer pasillo (estaba desierto) y pasó luego al segundo, con la desagradable sensación de que a los hombres les estaba prohibido el acceso. Después se encontró con una enfermera a la que conocía de vista. Le preguntó por Ruzena. Le señaló la puerta al final del pasillo. La puerta estaba abierta y junto a ella, de pie, estaban algunos hombres y mujeres. Frantisek entró, había unas cuantas mujeres más, sentadas, pero no estaban ni el trompetista ni Ruzena.
—¿No han visto a una chica, una chica rubia?
Una señora señaló hacia la puerta del despacho:
—Están dentro.
«Mamá, ¿por qué no me quieres?», leyó Frantisek y vio en los demás carteles las fotografías de los bebés y los chiquillos haciendo pis. Empezaba a comprender de qué se trataba.