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En la sala de espera había unas veinte mujeres nerviosas; Ruzena y Klima ya no tenían dónde sentarse. Frente a ellos había en la pared grandes carteles con consignas destinadas a disuadir a las mujeres de abortar.

«Mamá, ¿por qué no me quieres?» estaba escrito con grandes letras en un cartel desde el que sonreía un niño acostado en un edredón; debajo del niño había un poema impreso con grandes letras acerca de un niño que aún no había nacido y le pedía a su madre que no lo rasparan, prometiéndole a cambio mil satisfacciones: «¿En qué brazos quieres morir, mamá, si no dejas que nazca?».

En otros carteles había grandes fotografías de sonrientes madres empujando sus cochecitos y fotografías de niñitos haciendo pis. (Klima pensó que un niñito haciendo pis era un argumento irrefutable a favor del nacimiento de los niños. Recordó que una vez en el cine había visto en el informativo semanal a un niñito que hacía pis y toda la sala se había llenado de felices suspiros femeninos).

Tras un momento de espera, Klima llamó a la puerta; salió la enfermera y Klima pronunció el nombre del doctor Skreta. El doctor apareció al cabo de un momento, le entregó a Klima un impreso y le dijo que lo rellenase y esperase pacientemente.

Klima apoyó el impreso en la pared y empezó a rellenar los distintos apartados: nombre, fecha de nacimiento, lugar de nacimiento. Ruzena le iba dictando en voz baja. Entonces llegó al apartado que ponía: «nombre del padre». Se detuvo. Era horrible ver ese deshonroso título en letras de molde y añadirle el nombre de uno mismo.

Ruzena miró la mano de Klima y notó que le temblaba. Aquello la llenó de satisfacción:

—Venga, escribe —le dijo.

—¿Qué nombre tengo que poner? —susurró Klima.

Le parecía cobarde y amedrentado, y lo despreciaba. Todo le da miedo, le da miedo su propia responsabilidad y hasta le da miedo su propia firma en un impreso oficial.

—Oye, creo que está muy claro cuál es el nombre que tienes que poner —dijo.

—Pensé que daba igual —dijo Klima.

Ya no significaba nada para ella, pero en lo más profundo de su alma estaba convencida de que este cobarde la había ofendido; disfrutaba con la idea de castigarlo:

—Si pretendes mentir, es difícil que nos pongamos de acuerdo.

Cuando terminó de poner su nombre en el apartado, añadió con un suspiro:

—De todos modos, todavía no sé qué haré…

—¿Cómo?

Miró su cara asustada:

—Hasta que no me lo quiten, siempre puedo cambiar de idea.