Klima estaba dulcemente embriagado por el asentimiento de Ruzena, pero ni la mayor recompensa lo hubiera hecho salir de la sala de espera. La desaparición de Ruzena, ayer, se le había grabado en la memoria como una amenaza. Estaba decidido a esperar pacientemente para que nadie la disuadiese, se la llevase, la secuestrase.
Empezaron a pasar junto a él las pacientes, entraban por la puerta tras la que había desaparecido Ruzena, algunas se quedaban allá, otras regresaban al pasillo y se sentaban en los sillones situados a lo largo de la pared, y todas miraban inquisitivamente a Klima, porque en esta sección de mujeres no solían aparecer hombres en la sala de espera.
Después apareció por la puerta una mujer gorda con bata blanca y lo miró prolongadamente; luego se le acercó y le preguntó si esperaba a Ruzena. Se ruborizó y dijo que sí.
—No hace falta que espere. Tiene tiempo hasta las nueve —lo dijo con impertinente familiaridad y a Klima le pareció que todas las mujeres a su alrededor lo oían y sabían de qué se trataba.
Eran cerca de las nueve menos cuarto cuando Ruzena salió por la puerta vestida de calle. Se puso a caminar junto a ella y salieron en silencio del edificio. Los dos estaban ocupados con sus propios pensamientos y no se dieron cuenta de que Frantisek, escondido entre los arbustos del parque, iba tras ellos.